jueves, 21 de diciembre de 2017

Compras

Un hombre de barba poblada, que lleva jean y camiseta azules, está a punto de pagar algo. Espera a que la mujer que atiende la caja registradora lo llame. Tiene las manos ocupadas con el producto que quiere llevar, la billetera y el celular. Este último le timbra y, luego de mirar la pantalla lo ubica, con un gesto de molestia, en el oído derecho y lo aprisiona con el hombro. No sabemos qué le dice su interlocutor, pero él no lo(a) saluda; en cambio le dice: “¿Me estás llamando en serio o es una equivocación?”.

Vamos a suponer que el hombre habla con alguien involucrado con él de alguna manera, usted sabe, estimado lector, uno de esos asuntos sentimentales no resueltos que, por la carga melancólica con la que irrumpe el fin de año, suelen tomar fuerza en estas fechas. ¿Fue la llamada una mera equivocación?, esperemos que, por la salud mental del hombre, no haya sido así.

En la librería dos mujeres adolescentes hojean libros de forma ansiosa. Los levantan, leen sus contraportadas y los vuelven a dejar rápido en su sitio para tomar otro y repetir la tarea: “¿Ya leíste este?, ¿cómo te pareció?”, pausa para tomar aire, “¿A ti te gustan por el estilo de Dawn Brown, ¿cierto?”. La amiga, que tiene ambas manos ocupadas con dos libros gruesos dice en un tono animado: “Si, pero yo sin plata y comprando esta mierda sin un peso”. La primera le responde: “Yo no voy a comprar nada para mí, hasta que termine el que tengo”; que fácil nos decimos mentiras. Uno de los libros que hojean es una novela histórica: “El imperio eres tú” de Javier Moro.

En un almacén de ropa la mujer de la caja, que no sabemos cuánto tiempo lleva de pie, pasa con desgano el código de barras de las prendas por el lector óptico. Teclea sin mirar el teclado, cobra y da vueltas, es muy buena en lo que hace. Cuando acaba esa serie de pasos que tiene tatuados en la memoria, dice “¡Siga!” en voz alta, a las personas de una fila que crece de forma exponencial; esto último no lo sabemos pero, así parece.

miércoles, 20 de diciembre de 2017

¿Qué más de nuevo?

“Todo muy bien gracias”

Es lo primero que dice Melisa Segura luego del saludo, una frase robótica, con la que espera prender la chispa de la conversación, pero no por mucho tiempo. “Hay conversaciones que deberían morir con el saludo”, piensa.

Espera que la que sostiene sea una de esas. Había dejado que el teléfono diera varios timbrazos, hasta que pensó: “¿Y si es algo importante?”, pero sabía que no, nunca es así, que las noticias de vida o muerte rara vez se dan por teléfono.

“Ahh ya…” respondió la voz al otro lado; luego una pausa incomoda, ¿de cuánto tiempo?. ¿5, 10 segundos? Quería colgar pero le daba pena hacer eso con su interlocutor. “La pena” pensó, “Deberíamos tener las agallas para cortar las conversaciones que no van para ningún lado”. 

“¿Y qué tal la familia?, ¿Qué más de nuevo?” 

Qué más de nuevo, la familia, el trabajo, la política, y así sucesivamente, un remolino de temas que nos traga de un momento a otro y que, sin darnos cuenta, nos obligan a hablar como si no tuviéramos alma, piensa Melisa. 

“Todo muy bien, gracias” repite con un dejo de cansancio en la voz” Otra vez silencio. 

“Y, Qué más de nuevo por allá?

Le gustaría conocer más a la persona qué está al otro lado, saber que le duele de la vida, cuáles son sus aspiraciones, sus miedos, qué le gusta, qué aborrece, pero al otro solo le interesa saber qué hay de nuevo. A Melisa también le gustaría conocer todo lo nuevo y enumerarlo, armar grupos y categorías y, por supuesto, decírselo.

Sabe que no todos pueden ser como ella, y no es que lo le interese hablar pendejadas y reírse con ellas, pero siente que envejece más rapido con cada  conversación rutinaria que sostiene.

Melisa quiere que sea más preciso, “nuevas muchas cosas” piensa, pero el aburrimiento la obliga a rayar el disco.

“Todo bien”

El hombre, al parecer, capta su tedio, pero hace un nuevo intento, sólo por si acaso: “ ¿Y, nada nuevo?” 

Melisa Calla, siente que le puede llegar la muerte mientras el silencio la ocupa, pero no le importa.

“Bueno, yo vuelvo a llamar luego”
“Chao”
“Chao”

martes, 19 de diciembre de 2017

Juliana desayuna

Juliana estaba sola. Ese fin de semana Camilo, su esposo, se había ido de viaje con unos amigos, un plan de hombres, de machos. Él le había dicho que si quería lo podía acompañar, pero ¿qué iba a hacer ella en un lugar con puros hombres a quienes veía esporádicamente?. Únicamente se la llevaba con un par, lo mejor era darle su espacio, además, Marco también iba a estar allá. “Mejor dejar las aguas calmas” pensó. 

El Domingo se despertó tarde y decidió irse a desayunar a un café cercano. Cuando llegó al lugar y como estaba haciendo sol, decidió sentarse en la terraza. Las mesas, en su mayoría, estaban ocupadas por familias o parejas, algunas agarradas de la mano. La única persona sola, aparte de ella, era un hombre en pantaloneta, que leía un periódico y llevaba gafas negras. Juliana se preguntó desde qué hora estaría levantado. “Yo también debería hacer algo de ejercicio”, pensó, pero al rato se acordó lo rico que había pereceado y mandó el pensamiento a los abismos de su cerebro.

“Buenos días”; el saludo de una mesera rolliza y morena la sacó de su cabeza. El reflejo del sol en el delantal blanco de la mujer encandiló a Juliana por un momento. Cuando pudo enfocarla se dio cuenta que aprisionaba dos cartas contra su pecho.

“Hola, ¿cómo está?” le respondió Juliana con una amplia sonrisa. “Bien gracias”, complementó la mujer al tiempo que le pasaba una carta y ponía la otra en uno de los tres puestos desocupados de la mesa.
“Tranquila, no hay necesidad” le dijo Juliana.
La mujer freno el cuerpo, y con este inclinado, al tiempo que habría los ojos le pregunto, “¿Va a comer sola?”. “Si” respondió Juliana clavando su mirada en la mesa. “vieja sapa, ¿qué le importa?”.

Al tiempo que ocurría esto, en la mesa de al lado otra mesera le traía los platos a una pareja: una mujer rubia, con un piercing en la nariz y un hombre con barba y, a pesar del calor, una gruesa bufanda enroscada al cuello”.

El plato de la mujer eran unos huevos revueltos con mucho rojo, “tomates”, pensó Juliana. Apenas lo tuvo enfrente, la mujer saco su celular y le tomó una foto, luego hizo lo mismo con el de su pareja, le dijo algo y soltó una carcajada. El hombre sonrió incómodo.

Mientras mira la carta, Juliana piensa que debe pedir un plato diferente al de la mujer, siente que, si llega a ordenar lo mismo, está en la obligación de tomarle una foto, y que no tiene sentido alguno andar por ahí tomándole foticos insulsas a lo que comemos.

Tiempo después cree ver a la mesera que la atendió cuchicheando con una de sus compañeras. Las maldice en silencio mientras muerde una tostada, que mezcla y traga con un sorbo de chocolate.

lunes, 18 de diciembre de 2017

Hipopótamos voladores

El escritor, quién lleva una larga temporada fuera de su país natal, afirma que la ficción, bajo la constante amenaza de los textos de no ficción, la auto ficción y demás géneros ridículos y similares que se han inventado en los últimos tiempos; incluso la crónica, que tanto le apunta, a veces, a parecerse un texto literario, tiene sus días contados. 

Habla con rabia. Dice que a nadie le interesa saber cómo una persona le cambio los pañales a su hijo recién nacido o qué le ocurrió cuando visitó el supermercado. Lo primero me parece súper acertado, pura caca, en cuanto a lo otro, la cantidad de personajes que se pueden encontrar en los supermercados para poblar cualquier tipo de texto es bárbara.

Este hombre, que ha dedicado su vida a las letras, cuenta que, antes que leer cualquier historia insulsa sobre un acontecimiento nimio de nuestras vidas, le encantaría toparse con una novela que cuente la historia de unos hipopótamos voladores, pues ¿qué más apuesta a la ficción que esa? 

Me gustaría complacerlo, pienso entonces que el personaje principal de esa novela se podría llamar Rodolfo el hipopótamo, quién conoció la historia de Dumbo y se empecinó en lograr su mismo objetivo.

Soy consciente de que es una trama bien floja, pero, aun así, le doy vueltas en mi cabeza todo el día. Siempre visualizo a Rodolfo el hipopótamo sentado en un prado muy verde y con muy pocas ganas de volar “¿A qué huevón se le ocurre que un hipopótamo quiere volar?”, me pregunta en silencio. “Por eso es ficción”, le respondo.

No se me ocurre que más decirle. En la tarde salgo a comprar algo al supermercado. No ocurre nada extraordinario, pero igual me da pena con Rodolfo y con el escritor narrarles la experiencia. Quizá, la realidad debería parecerse más a la ficción, y así, todos felices.

viernes, 15 de diciembre de 2017

Si el señor quiere

Nos encontramos en una peluquería. Una mujer habla por celular a grito herido, para superar un barullo de ruido que incluye secadores de pelo, conversaciones, risas, uno que otro carro que pasa por la calle y una emisora que suena sólo porque sí, pues nadie parece ponerle atención, y resulta difícil precisar si transmite noticias, música o un programa de aguinaldos navideños.

No hago ningún aporte a la cacofonía del lugar. El peluquero que me atiende es sordo y, parece, también mudo, así que no tengo que esforzarme en hacer una conversación floja sobre el clima o si la clientela del día está buena o no. Nos comunicamos por un lenguaje de señas básico, universal y positivo de pulgares hacia arriba. El hombre corta bien el pelo y no recuerdo como le hice entender, cuándo lo conocí hace un par de años, cómo  quería que me peluqueara. Lamenté esa temporada en la que se desapareció; según un rumor, le había hecho algo mal a una clienta que, seguro, no era buena en el lenguaje de señas positivas. 

“Si, como te dije, nosotros viajamos mañana muy temprano. Si, es un viaje que teníamos planeado desde mitad de año. Lamento no poder acompañarlos más tiempo, pero en la tarde, si Dios nos da vida, si el señor lo permite, pasamos por la funeraria para acompañarlos un rato.”, dice la mujer. 

“Que irónico sería morir camino a un funeral” pienso, aunque sabemos que la muerte, cuando se trata de desafiar el curso de lo "normal", no tiene piedad alguna con nosotros. 

Dicho eso, a veces pienso que entre las múltiples obligaciones que debe tener Dios, una de las más importantes es sentarse a querer quién si y quién no, si ustedes me entienden.

jueves, 14 de diciembre de 2017

Infiernos

Hace sol y caminamos de afán. Una mujer avanza en sentido contrario, es vieja, lleva una bolsa en la mano y está despeinada. Apenas la cruzamos nos pide dinero. Le decimos que no tenemos, y la esquivamos. Cuando estamos a punto de dejarla atrás nos dice: “Hijueputas, fijo cuando estén a punto de morirse, Dios los va a juzgar y los va a mandar a los infiernos”.

Volteo para mirarla y tiene los ojos encendidos, llenos de rabia. “Cada quién con su propio infierno” pienso. “Los infiernos”, la expresión me recuerda a Dante Alighieri y su Divina Comedia, que alguna vez intenté leer en la universidad en una época en la que me sentía algo triste y la abandoné porque me pareció oscura, inapropiada para mi estado de ánimo melancólico. 

De pronto la mujer tiene todo muy claro y sabe qué es lo que nos espera en el más allá, dependiendo de nuestro nivel de hijueputez. Por alguna razón, imposible de precisar, tiene conocimiento de que, contrario a lo que se piensa, no existe un único infierno, sino que los hay de varias clases y tipos; clasificados, quizá, por pecados, ese gran invento humano que ha servido para darnos palo moral de manera innecesaria.

Quiero preguntarle qué tanto sabe sobre los infiernos y la muerte, pero su mirada desafiante y llena de fuego me intimida, así que corto el contacto visual, antes de que arranque a correr hacía mi para arrancarme los ojos. Hoy no es un buen día para irse a los infiernos.

miércoles, 13 de diciembre de 2017

Zen

Es medio día. Hace sol y las calles del lugar, un sector de oficinas, están repletas de personas: hombres encorbatados con gestos que quieren dar a entender que están en la cima del mundo, acompañados por mujeres muy arregladas que llevan carteras gigantes y gafas oscuras, cuyos marcos gruesos combinan con alguna de las prendas que llevan puestas. Todos caminan de afán para ver en qué lugar van a almorzar. 

Ciertos personajes rompen el equilibrio de la escena de urbe revolucionada: un guardia de seguridad que parece en posición firmes y lleva un uniforme azul impecable, con un perro bóxer, sentado en sus patas traseras, a su lado, que lo imita. Ambos observan el tráfico de gente, inmersos, quién sabe en qué tipos de pensamientos. El otro es una señora de los tintos diminuta y que también camina de afán, pero su destino no parecer ser un restaurante, sino quizás un banco o una tienda para comprar unos cafés o una gaseosa. Un French Poodle, para guardar el sentido de las proporciones, la acompaña.

La mujer pasa por enfrente del guardia de seguridad sin determinarlo, contraria a la actitud de su perro, quien encara al bóxer y comienza a ladrarle desesperado. El segundo no abandona su posición de firmes, aguanta los gruñidos, ladridos, quejas, alegato del primero como si nada. Su actitud de pelea le resbala por completo.

El Poodle hala la correa con fuerza, obliga a dar media vuelta a la mujer y que suspenda su paso. Ella tira de la correa con fuerza y lo llama por el nombre, uno bien ridículo, digno de perro escandaloso y chiquito. Este cede y, envenenado por dentro, continua su camino.

Todos deberíamos emular algo de la actitud Zen del Boxer.