martes, 16 de enero de 2018

La verdad

El año pasado comencé a leer Guerra y Paz, una novela que decidí combinar con otras lecturas, pues creo que si solo estuviera dedicado a ella me aburriría. Que quede claro que me refiero a su lectura, más no la historia que plantea, pues es muy difícil no encontrarle algo que resuene en uno. Y es que estamos hablando de Tolstói, que puede que como varios escritores rusos sea denso, pero no queda duda de que fue un verraco, un putas para describir emociones humanas. Alguien que facilito podía narrar 10 páginas de solo una mirada entre dos personajes, con un estilo tan sabroso que es imposible que sus lectores se aburran.  Por algo Virginia Woolf, en sus diarios, se preguntaba como habría abordado el ruso una escena:

"He makes a woman confess. How does he do it? In the third 
person—a scene that should be moving, impressive. Think 
how Tolstoy would have done it!’"
- A writer's Diary (1918-1941) -

Ayer leí un aparte de la novela que, en medio de su sencillez, me pareció que contiene una verdad, ¿cuál?, se preguntará usted, estimado lector, y pues no sé qué responderle, pero esas líneas contienen algo que si lográramos descifrar en su totalidad nos ayudarían a comprender el sentido de la vida, creo yo. De pronto no es así, sino que simplemente está jodídamente bien escrito, o también puede ser que, por alguna razón, algún recuerdo guardado en mi memoria, resonó muy fuerte para mí justo en el momento que lo leí. 

Berg, un teniente y un man medio tarado la verdad, así lo deja ver el narrador, cuando lo presenta: “ ‘See how I managed from my first promotion’. (Berg measured his life not by years but by promotions.)", ofrece una recepción, a la que invita pura gente importante solo por aparentar, para que vean que el puede dar una fiesta a la altura de las mejores fiestas de la ciudad. 

Cuando Pierre Bezukhov, uno de los personajes principales, llega a al lugar, es ahí cuando Tolstói escribe la verdad de la que les hablé: “They received Pierre in their small, new drawing-room, where it was impossible to sit down anywhere without disturbing its symmetry, neatness, and order”.

Con esas pocas palabras recrea todo el ambiente de la sala de estar, sin necesidad de enumerar y describir lo que la ocupa; por eso pienso que es una verdad, es decir, uno de esos aciertos casi perfectos que a veces los simples mortales como nosotros, en lo que sea que hagamos, tenemos. En el caso del ruso, que admitámoslo, estaba muy por encima de nosotros, pues tenía un entendimiento de la vida del que carecemos, la escritura.

lunes, 15 de enero de 2018

Domingo

Olegario siente que en los fines de semana el tiempo transcurre de forma distinta o que, de pronto, lo hace de la misma manera que siempre, pero nuestra experiencia con o hacia él cambia por alguna razón. Él, piensa mientras sonríe sarcásticamente, le molesta esas propiedades de forma e identidad que le hemos atribuido a ese intangible, sólo para jodernos la existencia. 

Últimamente ha pensado mucho acerca del tiempo, y la manera en que lo concebimos. ¿Y qué si no hay un antes o un después, si esa línea de tiempo en la que ubicamos el pasado y el futuro es una mera ilusión y ambos se entremezclan de forma extraña para conformar el presente?, se pregunta, pero no llega a ninguna conclusión o respuesta.

El trascurrir de las horas, con sus cascos de potranca desbocada, es implacable y la tarde se perfila a su fin. Olegario sigue tendido en la cama sin hacer nada, sólo mira el techo corrugado de su cuarto y deja que diferentes pensamientos lo asalten sin prestarle particular atención a ninguno. Siente una particular tristeza y/o nostalgia, pero no sabe a que episodio o recuerdo de su vida le podría atribuir el sentimiento. Maldito tiempo y maldito fin de semana, tanto que lo añoramos para que dure tan poco, y de nuevo de vuelta a esa rutina que nos consume, piensa ahora.

Se pregunta si está deprimido. No lo cree, nunca le han diagnosticado esa condición, pero también cree que no sólo es una enfermedad sino algo que nos ocurre y ya, que todos podemos deprimirnos en cualquier momento y que no hay razón para sentirnos mal por eso. Repara en el tema porque alguna vez leyó un artículo que enumeraba los posibles síntomas de la enfermedad, y uno de ellos hacia referencia a las ganas de no levantarse, de no hacer nada; justo lo que le ocurre en esa mortal tarde de domingo. 

Que se joda la depresión, piensa y, en un arrebato se pone de pie y le lanza dos puños a un rival imaginario. Qué ridículo soy, se dice a sí mismo, y luego se dirige a la ducha.


En ese lugar la pereza otra vez lo ataca. Extiende ambos brazos y los apoya en la pared, dejando que el agua le golpee la espalda y la cabeza por varios minutos. ¿Y qué tal que uno esté deprimido y no crea estarlo?, ¿qué tal que uno, anestesiado por la rutina, las relaciones, el trabajo, el estudio, los hobbys, nunca lo sepa?, se pregunta ahora.

Concluye que su remolino existencial se debe a que no ha probado bocado desde las 7 de la mañana, hora en la que engulló un paquete de galletas integrales acompañadas con un café aguado. 

Ya con otros asuntos en la cabeza, sale a almorzar.

viernes, 12 de enero de 2018

Creer en algo

Una vez, ya hace un par de años, charlé con un Antropólogo y por esos giros inusuales de las conversaciones, tocamos, tangencialmente, el tema de la religión. Me imagino que fui yo quien intento llevar la conversación hacia ese terreno lodoso, pues ese día había visto una noticia de un grupo fundamentalista que había realizado unos atentados simultáneos en un país, ¿Indonesia, tal vez?, asesinando a cientos de civiles, en nombre del dios al que le hacen barra. 

Indignado, yo le decía al antropólogo, un hombre calvo, que siempre vestía de negro, y llevaba unas gafas de marco grueso que le daban un aire sabio, que las religiones no deberían existir, que sólo generan problemas, segregación y odio. 

El hombre, después de que terminé de hablar, espero unos segundos para responderme. Me dijo que entendía mi posición, pero que era muy fácil decir eso de: “Las religiones no deben existir”, y me contó que una necesidad innata del hombre, la raza humana, entiéndase nosotros, era tener algo en que creer. Luego de eso, Adriana, una mujer que estaba tomando un curso con nosotros, nos saludó y ocupó mí pensamiento, pues me interesaba. 

Me acordé de ese episodio cuando vi hoy, sobre un mueble de mi cuarto una bolsita plástica con lentejas, amarrada con un lazo azul. Según tengo entendido, hacen parte de un ritual para terminar bien el año, que nos asegura abundancia en el siguiente.

No sé quién es el encargado en mi familia de hacer los paqueticos, pero siempre recibo uno, que luego encuentro en algún bolsillo, y pongo en cualquier lugar del cuarto. Quién sabe dónde estará el del año antepasado, en fin. 

Ahora me pregunto por qué no boto los paqueticos si no creo en esas vainas. De pronto es un miedo inconsciente, es decir, muy en el fondo, alguna región de mi cerebro si cree en ese tipo de cábalas. Los botaré para llevarle la contraria. 

Lo mejor del asunto de las creencias es que más allá de tener la necesidad de creen en algo, uno puede creer en lo que se le dé la gana: Literatura, dios, religión, la carta astral, sexo, fútbol, noviazgos a larga distancia, ovnis; una lista interminable y con la que nos asombraríamos al conocer en qué creemos algunas personas, pues la verdad es que todos andamos un poco jodidos de la cabeza y somos buenos para camuflarnos como personas normales.

jueves, 11 de enero de 2018

Despacito

Un reciclador arrastra una carreta por una calle. En un cruce, un semáforo en rojo lo obliga a detenerse. El hombre suelta las agarraderas del vehículo, y este se inclina hacia atrás debido al peso que lleva.

El semáforo se pone en verde. El hombre, que tiene manchas de suciedad en la cara, levanta la mirada y alza su propio peso agarrando los soportes de madera con los que arrastra la carreta. Esta no se mueve así que, sin soltar las agarraderas, se inclina hacia adelante como si quisiera desplomarse en el piso a propósito.

El hombre no se da por vencido y su esfuerzo, que parece no va a resultar en nada, por fin hace que las dos ruedas de la carreta avancen lento, despacito; pocas acciones son proporcionales en esta vida. Hace poco oscureció y el recorrido hasta su hogar le tomará hasta la media noche.

El hombre intenta en no pensar en lo que le falta por recorrer y cuan cansado esta, sólo se empeña en poner un pie delante del otro, como si fuera lo único que sabe hacer en esta vida. Los carros que viene detrás lo ignoran y esquivan sin percatarse del esfuerzo que está haciendo; otros le pitan como si su ritmo lento pero cadencioso fuera algo que hace a propósito. 

En su lento andar el hombre cruza una tienda, con mesas sobre el andén, donde varias personas toman cerveza. Una mujer le sostiene la mirada por un segundo, pero luego le da un sorbo a una botella y se sienta sobre las piernas de un hombre que le acaricia la espalda.

De unos parlantes sale la canción “Despacito”, a un volumen que el hombre considera exagerado. Recuerda que está mañana en la radio, un locutor anunció sobreexcitado que la canción continuaba de número uno en los listados musicales después de no sé cuantas semanas. Pasa de largo la algarabía y continua su camino despacito.

miércoles, 10 de enero de 2018

Ganas

Dicen algunos que saben mucho, o dicen saber mucho acerca del arte de escribir, que el cuentico de la musa es una patraña, me gusta como suena esa palabra, como que uno la puede saborear mientras la pronuncia, ¿cierto?, en fin, y que escribir se resume a las ganas que uno tenga de hacerlo.

Como le venía diciendo, estimado lector, además de eso, dicen aquellos que ya denominamos como algunos, pero vienen a ser los mismos, que una de las cosas realmente importantes al momento de escribir o al querer hacerlo, es que uno se obligue, es decir, sentarse enfrente o hacerle frente a la hoja y/o pantalla en blanco, así no se tenga ni la más remota idea sobre qué se va a escribir. Comenzar a teclear a ver que sale; mirar si algún par de neuronas se dignan a hacer sinapsis, que ya sabemos es el proceso en el cual hay conexión entre el axón de una neurona y la dendrita de otra cercana, gracias RAE; que complejo es nuestro cuerpo.

Que si el producto de nuestras ganas, de nuestra(s) sinapsis, por decirlo de alguna manera, vale la pena o no, creo yo que es harina de otro escrito; dicho esto, de paso, blindo esta sentada ante una posible crítica.

Pero hablaba sobre las ganas, ¿no?, veamos cómo me enrumbo de nuevo hacia allá. 

A veces, cuando me siento a escribir y resulta que no tengo ganas de hacerlo, igual me obligo, pues aparte del tema de la musa ficticia, también dicen otros, que no sabemos si pertenecen al grupo de los algunos, aquellos o mismos, que escribir es como un músculo, y que por ende se debe trabajar todos los días para que adquiera volumen y robustez.

Hace un momento cuando me senté tenía muchas ganas de escribir, quizá producto de una conversación que tuve, con un grupo de personas, relacionada con libros, pero no sabía sobre qué. por eso de pronto tomé la vía fácil y decidí escribir sobre el tema en sí, es decir lo que hago ahorita: escribir. 

En un momento pensé en narrar algo sobre una monita que llegó al restaurante en el que estaba, sacó su computador, colgó la chaqueta en el espaldar de la silla y se puso a teclear con furia, actividad que intercalaba con unas notas que realizaba en una libreta. La estudié por un rato, y pensé que era una gran escritora que está a punto de terminar una novela que va a a sacudir los cimientos de la literatura, pero la verdad es un pensamiento recurrente y que le achaco a cualquier persona que veo con un portátil en un café , así que por eso lo descarté.

Pero bueno, en últimas todo se resume a las ganas que tengamos de hacer algo, y esto aplica no solo para la escritura sino para cualquier asunto de nuestras vidas: llamar a alguien, caminar, patear una piedrita en la calle o un tiro libre en un partido de fútbol, decirle a alguien lo mucho que significa para nosotros, inserte a continuación la situación que desee__________, y si nos faltan las ganas, pero creemos que es algo que debemos hacer, pues ahí si debemos aplicar el consejo de los algunos que mencioné al principio, que ya sabemos que otros pueden ser, y obligarnos a hacer lo que sea que queramos.

martes, 9 de enero de 2018

Lluvia y guaro

La ciudad luce gris y hace frío. Dos hombres, ambos cargan una guitarra en sus espaldas y llevan puestos ponchos antioqueños, se resguardan del aguacero en un paradero. Uno de ellos ríe mientras el otro se carcajea. Apenas el segundo toma algo de aire, el primero, con la mano derecha, levanta una copita de plástico a la altura de la cara, y con la otra una media de aguardiente de la que, hábilmente, deja caer un hilillo del trago en la copita, hasta que la llena y se la ofrece a su amigo. 

Es raro ver personas con un ambiente tan festivo por la calle a inicio de semana, y mucho más cuando llueve con furia sobre la ciudad; si uno se fija bien la mayoría de personas caminan con expresión seria en sus caras, como inmersas en una capsula de la que, supongo, esperan que salga un letrero que diga: “no se metan conmigo ni por el putas”. 

¿Qué ocurre en la ciudad aparte de nuestras ajetreadas vidas, y de esas desgracias o aciertos que tenemos a diario? ¿Quiénes son esas personas que no conocemos, esos completos desconocidos, que nos topamos en la fila de un supermercado, panadería o banco, o esos que vemos a lo lejos cuando echamos un vistazo por la ventana?

Seguro que tenemos mucho en común con cualquier habitante de nuestra ciudad. ¿No les causa un poco de intriga cualquier persona?, es decir, conocer algún detalle de sus vidas, el que sea, independiente de lo irrelevante que puedan o no ser, qué sé yo, por ejemplo, ¿cuál será su comida favorita, sus agüeros, costumbres, a quién extrañan o qué los pone tristes?

¿Qué festejaban esos hombres? Hoy, en lo que duro el avistamiento, mientras los veía reír y tomar aguardiente, me hice esa y otras preguntas . Seguro que si continuamos hurgando esa breve escena, nos da para escribir una novela.

“Lluvia y Guaro” podría ser el título.

lunes, 8 de enero de 2018

Migajas

Sábado en la mañana.

Es un día soleado y me tomo un café, que acompaño con una galleta, sentado en la terraza de un restaurante. Hace calor y los rayos de sol, por momentos, permiten ver partículas de polvo suspendidas en el aire. Parece que estuvieran danzando. Es un espectáculo simple al que le achaco propiedades mágicas, las cuales nos permiten, si acaso, en una fracción de segundo, darnos cuenta del verdadero sentido de la vida que, supongo, nadie tiene claro.

Dejo de elucubrar fantasías y vuelvo al libro que estoy leyendo. Apenas ubico el párrafo en el que iba, una mosca aterriza en la mesa. Camina despreocupada con sus cientos de ojos que dan la apariencia de un casco, pero alerta a un manotazo humano. Transita por un sector de la mesa que tiene migajas de galleta. Los recoge con su lengua y las come, una a una, sin prisa, se está dando un verdadero banquete.

No me esta haciendo nada, pero me molesta su insignificante presencia. Si no la espanto,  algo malo me ocurrirá más tarde en el día, pienso, y no puedo permitir que una mosca dañe el curso de un día que inició con un avistamiento de una danza de unas partículas de polvo, por más ridículo que eso suene o parezca.

Dejo de sostener el libro con la mano derecha, y en vez de hacer un movimiento brusco para espantarla, comienzo a moverla lentamente. Está claro que las partículas de polvo, su avistamiento, ambas cosas, en fin, me han llenado de confianza y pienso que la voy a poder agarrar sin que se percate del peligro que la acecha.

La mosca sigue consumiendo las migajas de galleta, como si fuera lo único que le importara; si nos fijamos bien comer es una de las pocas actividades en las que encontramos paz total, de ahí su displicencia.

Mi mano ahora está a menos de un centímetro del insecto, ¿Qué ocurre?, me pregunto. El episodio surreal, producto, creo, de los rayos de sol y ese efecto mágico de las partículas de polvo suspendidas en el aire, debió haber alterado el orden de las cosas; uno de esos errores en la programación del universo que nos permiten jugar a ser Dios por unos segundos, aunque dios debe tener tareas más importantes que agarrar una mosca con los dedos. Cuando me percato de eso dejo de sentirme importante.

Finalmente la agarro, la tengo sujeta entre los dedos pulgar e índice. Se ve satisfecha, mueve sus paticas como queriéndome decir algo, pero no entiendo su lenguaje, otra prueba más de que solo juego a ser dios,  pues si en verdad lo fuera, debería entender el lenguaje de cada ser que habita este planeta, desde aquella semana de furia creativa en la que me dio por crear el mundo.

Aburrido de mi proeza, de ser, quizás, el primer ser humano que logra agarrar una mosca con una mano,  dejo a la intrusa libre y vuelvo a la última frase del párrafo que estaba leyendo. 

“Aquel día volvía a ser así”, leo. Mi día continúa normal, sin ningún otro episodios mágico y sin descubrir cuál es el verdadero sentido de la vida.