lunes, 22 de enero de 2018

Desconectarse

Desde haces unos días me ha costado trabajo dormirme. Apenas cierro los ojos, los pensamientos no paran de llegar. No me producen angustia ni nada por el estilo, pero me embobo con ellos y evaluó mil opciones para situaciones que viví o espero vivir, o tal vez si sean nervios de algo, quién sabe que; algún detalle que no logro ubicar, pinpontear, esta palabra debería existir en nuestro idioma, y que me está desequilibrando de alguna manera, lo que deriva en ese problemilla al intentar dormir. 

No quería escribir problemilla, para no darles el placer de corregirme a esos místicos y gurús de la superación personal, que creen necesario hablar con términos positivos y evitar los negativos, pero dure un rato buscando alguna palabra que la remplazara y no la encontré. Tantas ganas de andar bien y feliz a todo momento a veces aburren, ¿no creen?, pero bueno, sigamos con lo de la dormida.

Ayer, dado el inconveniente, decidí utilizar una aplicación de celular con sonidos, digamos, hippies: Olas que se estrellan contra una orilla, trinos de pájaros que imagino exóticos, insectos, etc. mejor dicho toda la naturaleza en una verraca aplicación.

Me decido por uno que se titula “Theta Nature20 – Binaural Soundscape”. Por alguna razón, decido que el nombre indica que son sonidos con frecuencias que calman el cerebro, no sin antes acordarme de Binaural, un album de Pearl Jam. Específicamente llega Grievance a mi cabeza, y la canto mentalmente por un rato, hasta que recuerdo que estoy intentando dormirme. 

Me pongo juicioso en la tarea, pero ahora pienso cuanto tiempo ha pasado desde que me propuse dormir y hago cálculos de cuantos minutos de sueño he perdido. Parece que los pensamientos han amainado y aparecen con menos frecuencia, debido, imagino, a ese paisaje sonoro que llevo escuchando por un rato. 

Ahora le presto especial atención a la pieza. Es agua que cae de una cascada, y la acompañan sonidos de cuencos tibetanos, muy oriental y mística la cosa. Caigo en cuenta que estoy muy concentrado oyendo los sonidos y que no logro desconectarme como quiero. Aburrido, cierro la aplicación, y luego, no tengo idea en cuanto tiempo me quedo dormido.

Una amiga asegura que lo que me ocurre es que debo evitar meterle información al cerebro antes de dormir, “¿Qué haces antes de dormirte? Escribir, ¿cierto?” responde por mí. Y yo  complemento lo que dijo: “A veces también veo televisión o leo” —Incluso, a veces, hago las tres—“Tienes que intentar irte a dormir a la misma hora todos los días y lo más relajado posible”, concluye.

domingo, 21 de enero de 2018

Deuda

Esta semana adquirí una deuda con este blog, conmigo; a ver me explico: Siempre intento escribir acá mínimo 5 días de la semana, y resultan raras las ocasiones en las que escribo más. Como bien sabrá ese gran lector(a) asiduo a este, su blog, me gusta producir ese quinteto de textos de Lunes a Viernes, pues los escritos de fines de semana me parecen extraños, como ajenos, en fin, pendejadas que uno se inventa y termina creyendo.

Hablemos ahora de ese lector asiduo; me gusta imaginar que hay alguien en algún lugar del mundo, que siempre lee mi blog, un lector al que, por alguna razón, le suelen resonar mis textos. De ser así, también adquirí una deuda con él/ella ya que con este, sólo serán cuatro los posts de esta semana.

Ayer en la noche y parte de la madrugada del día de hoy, en un arrebato de culpa por no haber cumplido con mi rutina semanal, escribí el segundo borrador de una historia que tiene como protagonista a Radiša Dobrilo, un francoritador Serbio inmerso en un momento de tensión, cuando se encuentra en la azotea de un edificio de 10 pisos en Zagreb Croacia. Un relato, que no había tocado en dos años, y con un tema que me cuestiona mucho, desde que leí “El Chelista de Sarajevo” que, humildemente, recomiendo a quien le guste leer.

Me gustaría, algún día, poder mostrarle la versión final de esa historia a ese lector(a) de mi blog para que vea que la deuda que adquirí no fue tan grave.

miércoles, 17 de enero de 2018

¿Hasta dónde?

Laura ha sido una mujer exitosa toda su vida. Se graduó con honores del colegio y en su paso por la universidad no dejó de cosechar triunfos y recibir buenos comentarios, acerca de lo aplicada y brillante que era. Todos quienes la conocían le vaticinamos un futuro lleno de éxito, por lo menos un éxito cobijado bajo la definición que aceptamos de ese término casi sin chistar, es decir: dinero, lujos, cargos importantes, viajes etc. pues eso creemos en silencio acerca de ese tipo de gente brillante y especial.

Éxito, jodida palabra. La RAE, sus eruditos o quién sea el encargado de redactar significados, se lava(n) las manos y a semejante palabra tan aguda, aunque esdrújula, vea usted, le dan tres breves significados , de  aire ramplón, en fin.

Pero no nos desviemos del tema, volvamos con Laura o Lauris como le decían sus amigas más cercanas, y quién no perdió ni una sola materia en su vida. Yo, que perdí una que otra, sobre todo en la universidad, me cuesta pensar en esas carreras tan libres de fallos, tan perfectas, tan, no queda más que decir, exitosas.

Luego de hacer un doctorado en finanzas en la stockholm school of economics. Una corredora de bolsa ubicada en Nueva York, la fichó, pues prometía ser la superestrella que iba a mejorar la operación de la compañía en gran medida, entiéndase, generarle más dinero.

Ahora Laura vive sola en Nueva York, en un loft al que no le falta nada, un decir, pues Laura sueña con un hombre que le de un abrazo por las noches cuando llega del trabajo. Poco a poco a llenado el lugar con todo tipo de objetos, pues al principio cuando tenía pocos muebles la aterraba el eco que producía al hablar duro o con cualquier ruido fuerte.

Y es que los vecinos no la ayudan. En vez de que en el apartamento de enfrente viva un hombre más o menos de su edad, soltero, igual o más exitoso que ella, aunque esto último lo considera difícil; con barba rala, como tanto le gusta, y la corbata floja, así se lo imagina llegando del trabajo, tiene que soportar la imagen que proyectan Rachel y Kurt; ella una artista que no ha vendido medio cuadro en su vida y él, un hombre dedicado a la construcción, y también está Matilda, su hija, una rubia de 5 años que bien podría aparecer en todos los comerciales de niños pequeños del mundo entero.

“¿Hasta dónde tanta perfección?” Me preguntaba Laura el otro día. Evadí la pregunta y propuse otro tema. Nunca supe si se refería a ella o a Rachel y Kurt.

martes, 16 de enero de 2018

La verdad

El año pasado comencé a leer Guerra y Paz, una novela que decidí combinar con otras lecturas, pues creo que si solo estuviera dedicado a ella me aburriría. Que quede claro que me refiero a su lectura, más no la historia que plantea, pues es muy difícil no encontrarle algo que resuene en uno. Y es que estamos hablando de Tolstói, que puede que como varios escritores rusos sea denso, pero no queda duda de que fue un verraco, un putas para describir emociones humanas. Alguien que facilito podía narrar 10 páginas de solo una mirada entre dos personajes, con un estilo tan sabroso que es imposible que sus lectores se aburran.  Por algo Virginia Woolf, en sus diarios, se preguntaba como habría abordado el ruso una escena:

"He makes a woman confess. How does he do it? In the third 
person—a scene that should be moving, impressive. Think 
how Tolstoy would have done it!’"
- A writer's Diary (1918-1941) -

Ayer leí un aparte de la novela que, en medio de su sencillez, me pareció que contiene una verdad, ¿cuál?, se preguntará usted, estimado lector, y pues no sé qué responderle, pero esas líneas contienen algo que si lográramos descifrar en su totalidad nos ayudarían a comprender el sentido de la vida, creo yo. De pronto no es así, sino que simplemente está jodídamente bien escrito, o también puede ser que, por alguna razón, algún recuerdo guardado en mi memoria, resonó muy fuerte para mí justo en el momento que lo leí. 

Berg, un teniente y un man medio tarado la verdad, así lo deja ver el narrador, cuando lo presenta: “ ‘See how I managed from my first promotion’. (Berg measured his life not by years but by promotions.)", ofrece una recepción, a la que invita pura gente importante solo por aparentar, para que vean que el puede dar una fiesta a la altura de las mejores fiestas de la ciudad. 

Cuando Pierre Bezukhov, uno de los personajes principales, llega a al lugar, es ahí cuando Tolstói escribe la verdad de la que les hablé: “They received Pierre in their small, new drawing-room, where it was impossible to sit down anywhere without disturbing its symmetry, neatness, and order”.

Con esas pocas palabras recrea todo el ambiente de la sala de estar, sin necesidad de enumerar y describir lo que la ocupa; por eso pienso que es una verdad, es decir, uno de esos aciertos casi perfectos que a veces los simples mortales como nosotros, en lo que sea que hagamos, tenemos. En el caso del ruso, que admitámoslo, estaba muy por encima de nosotros, pues tenía un entendimiento de la vida del que carecemos, la escritura.

lunes, 15 de enero de 2018

Domingo

Olegario siente que en los fines de semana el tiempo transcurre de forma distinta o que, de pronto, lo hace de la misma manera que siempre, pero nuestra experiencia con o hacia él cambia por alguna razón. Él, piensa mientras sonríe sarcásticamente, le molesta esas propiedades de forma e identidad que le hemos atribuido a ese intangible, sólo para jodernos la existencia. 

Últimamente ha pensado mucho acerca del tiempo, y la manera en que lo concebimos. ¿Y qué si no hay un antes o un después, si esa línea de tiempo en la que ubicamos el pasado y el futuro es una mera ilusión y ambos se entremezclan de forma extraña para conformar el presente?, se pregunta, pero no llega a ninguna conclusión o respuesta.

El trascurrir de las horas, con sus cascos de potranca desbocada, es implacable y la tarde se perfila a su fin. Olegario sigue tendido en la cama sin hacer nada, sólo mira el techo corrugado de su cuarto y deja que diferentes pensamientos lo asalten sin prestarle particular atención a ninguno. Siente una particular tristeza y/o nostalgia, pero no sabe a que episodio o recuerdo de su vida le podría atribuir el sentimiento. Maldito tiempo y maldito fin de semana, tanto que lo añoramos para que dure tan poco, y de nuevo de vuelta a esa rutina que nos consume, piensa ahora.

Se pregunta si está deprimido. No lo cree, nunca le han diagnosticado esa condición, pero también cree que no sólo es una enfermedad sino algo que nos ocurre y ya, que todos podemos deprimirnos en cualquier momento y que no hay razón para sentirnos mal por eso. Repara en el tema porque alguna vez leyó un artículo que enumeraba los posibles síntomas de la enfermedad, y uno de ellos hacia referencia a las ganas de no levantarse, de no hacer nada; justo lo que le ocurre en esa mortal tarde de domingo. 

Que se joda la depresión, piensa y, en un arrebato se pone de pie y le lanza dos puños a un rival imaginario. Qué ridículo soy, se dice a sí mismo, y luego se dirige a la ducha.


En ese lugar la pereza otra vez lo ataca. Extiende ambos brazos y los apoya en la pared, dejando que el agua le golpee la espalda y la cabeza por varios minutos. ¿Y qué tal que uno esté deprimido y no crea estarlo?, ¿qué tal que uno, anestesiado por la rutina, las relaciones, el trabajo, el estudio, los hobbys, nunca lo sepa?, se pregunta ahora.

Concluye que su remolino existencial se debe a que no ha probado bocado desde las 7 de la mañana, hora en la que engulló un paquete de galletas integrales acompañadas con un café aguado. 

Ya con otros asuntos en la cabeza, sale a almorzar.

viernes, 12 de enero de 2018

Creer en algo

Una vez, ya hace un par de años, charlé con un Antropólogo y por esos giros inusuales de las conversaciones, tocamos, tangencialmente, el tema de la religión. Me imagino que fui yo quien intento llevar la conversación hacia ese terreno lodoso, pues ese día había visto una noticia de un grupo fundamentalista que había realizado unos atentados simultáneos en un país, ¿Indonesia, tal vez?, asesinando a cientos de civiles, en nombre del dios al que le hacen barra. 

Indignado, yo le decía al antropólogo, un hombre calvo, que siempre vestía de negro, y llevaba unas gafas de marco grueso que le daban un aire sabio, que las religiones no deberían existir, que sólo generan problemas, segregación y odio. 

El hombre, después de que terminé de hablar, espero unos segundos para responderme. Me dijo que entendía mi posición, pero que era muy fácil decir eso de: “Las religiones no deben existir”, y me contó que una necesidad innata del hombre, la raza humana, entiéndase nosotros, era tener algo en que creer. Luego de eso, Adriana, una mujer que estaba tomando un curso con nosotros, nos saludó y ocupó mí pensamiento, pues me interesaba. 

Me acordé de ese episodio cuando vi hoy, sobre un mueble de mi cuarto una bolsita plástica con lentejas, amarrada con un lazo azul. Según tengo entendido, hacen parte de un ritual para terminar bien el año, que nos asegura abundancia en el siguiente.

No sé quién es el encargado en mi familia de hacer los paqueticos, pero siempre recibo uno, que luego encuentro en algún bolsillo, y pongo en cualquier lugar del cuarto. Quién sabe dónde estará el del año antepasado, en fin. 

Ahora me pregunto por qué no boto los paqueticos si no creo en esas vainas. De pronto es un miedo inconsciente, es decir, muy en el fondo, alguna región de mi cerebro si cree en ese tipo de cábalas. Los botaré para llevarle la contraria. 

Lo mejor del asunto de las creencias es que más allá de tener la necesidad de creen en algo, uno puede creer en lo que se le dé la gana: Literatura, dios, religión, la carta astral, sexo, fútbol, noviazgos a larga distancia, ovnis; una lista interminable y con la que nos asombraríamos al conocer en qué creemos algunas personas, pues la verdad es que todos andamos un poco jodidos de la cabeza y somos buenos para camuflarnos como personas normales.

jueves, 11 de enero de 2018

Despacito

Un reciclador arrastra una carreta por una calle. En un cruce, un semáforo en rojo lo obliga a detenerse. El hombre suelta las agarraderas del vehículo, y este se inclina hacia atrás debido al peso que lleva.

El semáforo se pone en verde. El hombre, que tiene manchas de suciedad en la cara, levanta la mirada y alza su propio peso agarrando los soportes de madera con los que arrastra la carreta. Esta no se mueve así que, sin soltar las agarraderas, se inclina hacia adelante como si quisiera desplomarse en el piso a propósito.

El hombre no se da por vencido y su esfuerzo, que parece no va a resultar en nada, por fin hace que las dos ruedas de la carreta avancen lento, despacito; pocas acciones son proporcionales en esta vida. Hace poco oscureció y el recorrido hasta su hogar le tomará hasta la media noche.

El hombre intenta en no pensar en lo que le falta por recorrer y cuan cansado esta, sólo se empeña en poner un pie delante del otro, como si fuera lo único que sabe hacer en esta vida. Los carros que viene detrás lo ignoran y esquivan sin percatarse del esfuerzo que está haciendo; otros le pitan como si su ritmo lento pero cadencioso fuera algo que hace a propósito. 

En su lento andar el hombre cruza una tienda, con mesas sobre el andén, donde varias personas toman cerveza. Una mujer le sostiene la mirada por un segundo, pero luego le da un sorbo a una botella y se sienta sobre las piernas de un hombre que le acaricia la espalda.

De unos parlantes sale la canción “Despacito”, a un volumen que el hombre considera exagerado. Recuerda que está mañana en la radio, un locutor anunció sobreexcitado que la canción continuaba de número uno en los listados musicales después de no sé cuantas semanas. Pasa de largo la algarabía y continua su camino despacito.