martes, 6 de febrero de 2018

Sin territorio

Son cuatro mujeres. La menor no debe tener más de 43 años y la mayor no más de 55. Cuando llegan al lugar, piden un té de frutas y luego se sientan. 

Comienzan a conversar, Una de ellas, de pelo y ojos negros, que lleva puesto un saco de cuadritos a colores y tiene un acento de otro lugar, es la primera en hablar. Cuenta que su hijo, que tenía 19 años, murió hace dos años. “¿Cómo fue?”, le pregunta una de las mujeres, sin ningún ánimo de morbo en su voz. 

En ese momento llega la mesera con sus bebidas, cuatro copas de líquido rojo con trozos de frutas en su interior que dejan una estela de vaho en el camino.

“En un accidente automovilístico” responde la mujer, y se queda callada unos segundos, como recordando el trágico episodio. 

También les dice que para ella ha sido muy provechoso el haberse mudado a Colombia, porque el pueblo en el que vivía en España era muy pequeño, y los lugares y personas no hacían más que recordarle a su hijo, y con esos recuerdos era inevitable que no llegara la tristeza que poco a poco se transformó en una depresión.

Calla por unos segundos, mientras sus amigas digieren lo que acaba de contar. Antes de que alguna comente algo, concluye: “Mi familia siempre me dice que cuando voy a regresar, pero yo no tengo una fecha de regreso, no me siento ni de aquí ni de allá. No quiero pensar que me voy a ir mañana o que me voy a quedar. La voz le tiembla al decir estas últimas palabras. Una mujer, la más vieja que lleva puesto un sastre azul oscuro, le pasa un pañuelo para que se seque las lágrimas.

La mujer deja de hablar. Segundos después otra, la que parece dirige el grupo de apoyo, comienza a hablar: “Una de las tareas más importantes es aceptar la perdida. En mí caso, en el sepelio de mi hijo pensaba ¿Qué hago aquí? Me sentía como en una película. Debemos aprender a expresar las emociones de la perdida.”

“Si”, interviene otra, “lo mejor que podemos hace es sentir”.

La mujer, ya un poco más calmada, vuelve a hablar: “Con mi familia, sin necesidad de decirnos nada, hemos hecho un pacto para no hablar sobre el tema. Incluso al nene (su hijo menor que ahora tiene trece años) no le decimos nada. Para él todo fue muy traumático en esa época, pues, en ese entonces, su padre también murió de cáncer 8 meses antes”.

Logra contener las lágrimas y continúa hablando: “Yo estaba muy mal. Mis familiares pensaban Se va a volver loca, y tenían miedo de que me hiciera algo. Fue ahí que empecé a ir al psiquiatra y me medicaron, pero eso me hizo sentir peor, porque los medicamentos me dejaban sin ánimo de hacer nada. Por eso decidí dejar de tomarlos, y ahí mi familia pensó que era lo peor que podía hacer.

Hoy en día prefiero no contarles que voy a reuniones como esta, para que no piensen que estoy mal, y es que en verdad no lo estoy, pero siento que necesito hablar de este tema con alguien.

“Tranquila” le responde la mujer del sastre azul, “Mi familia a mí me dice, ¿usted todavía va a esos grupos a llorar? No vuelva, ¿para qué va a eso?

lunes, 5 de febrero de 2018

Saga

Alonso Cañizares se sienta a escribir, pero no tiene idea sobre qué. No importa, se obliga a hacerlo, pues sabe que no hay otra forma de contrarrestar el síndrome de la pantalla en blanco. Escudriña su cabeza en busca de ideas, algo, cualquier evento, suceso del día o recuerdo del que pueda agarrarse, para luego exprimirle un par de líneas, pero nada ocurre.

“Estoy seco de ideas” piensa. “¡Seco de ideas! Que frase tan ridícula.” Se dice ahora. Luego se pone de pie y busca un saco, pues hace mucho frio. Afuera la nieve cae con la misma parsimonia de siempre. La mira a través de la ventana, como hipnotizado ante el evento climático, por unos segundos. Cree que podría escribir algo sobre el clima de mierda de su ciudad, pero se ha prometido no tocar ese lugar común en ninguno de sus escritos, y, mucho menos, que sea su fuente de inspiración. “¿Acaso no soy escritor?” se pregunta ahora. Recuerda aquellos días de Gloria de “La Realidad líquida”, su primera y única novela hasta el momento; una época en la que mares incontenibles de palabras se vaciaban a través de sus dedos.

Busca unos ejercicios de escritura, a ver si de pronto le ayudan a abrir el grifo de las palabras, pero desiste de la idea cuando lee el primero: “Haz que un personaje convenza a otro de hacer algo realmente estúpido”. Cataloga el ejercicio, al igual que esos personajes que nunca escribe, como estúpidos y cierra la página. Además, también cree que él, un escritor publicado, ya esta muy por encima de esos amateurs que pierden el tiempo con ejercicios de escritura creativa. 

Dado el éxito de la novela y la popularidad de las sagas, su editorial le pidió que escribiera una segunda parte y que fuera pensando en una tercera, pero Cañizares no tiene ni la más mínima idea sobre qué van a ser esos dos libros. Para él la historia que planteó en la Realidad Liquida era entera, redonda, no le faltaba ni sobraba nada, y así se debía quedar, pero no pudo resistir la tentación al adelanto que le prometieron, sin necesidad de entregar una idea o unas cuantas páginas de esa continuación que, se supone, ya debe tener definida y estar escribiendo.

En su escritorio hay una hoja de periódico. Decide leer una de las noticias a ver si logra encontrar algo, una asociación disparatada de temas que le permita teclear unas cuantas palabras, un inicio flojo, si acaso, que está seguro escribirá y reescribirá miles de veces.

Es una noticia de días pasados en la que se anuncia que pronto se conocerá al ganador del premio Alfaguara. También cuenta que el jurado recibió 580 manuscritos y que el ganador recibirá 175.000 dólares, una escultura de Martín Chirino y la publicación simultanea en el territorio de habla hispana.

Cañizares no tiene idea de quién es el tal Chirino y no le importa, “que se muera ese condenado”, piensa. La cifra del premio obnubila su mente. “A eso es a lo que le debería apuntar, en vez de intentar alargar una historia compacta” piensa.

Recuerda que el otro día en una librería vio a un vieja, con pinta de lector empedernido, hablando con el librero. el primero le decía al otro: “La verdad yo siempre le pongo atención a quién se gana el Pulitzer de novela, siempre termina siendo mejor que el nobel”.

Aún inmerso en la fantasía del premio Alfaguara, Cañizares imagina a otro viejo que se fija en el ganador de ese premio antes que cualquier otro, y a él como ganador.

Escucha un fuerte ruido en la calle y acto seguido teclea “El disparo lo tumbo al piso”, no tiene idea a quién, ni mucho menos quién disparó, pero confía en que ya vendrán las palabras, solo tiene, como hoy, que sentarse y obligarse a escribir.

sábado, 3 de febrero de 2018

Lavar la vida

“Una noche él la encontró inconsciente al pie de la escalera tras
ingerir un frasco entero de somníferos. La muchacha lo agarro
de la muñeca y se negó a soltarlo, así que él la acompaño en
la ambulancia al hospital, donde le practicaron un lavado
de estómago y le salvaron la vida.”
- Joseph Anton –


Hoy leí ese párrafo y me gusto mucho por una razón que pienso explicar unas líneas abajo. No estaba seguro en dónde incluir la cita y finalmente decidí que abriría el post, pues es una escena que lo engancha a uno de inmediato, ¿no?

Uno de los aspectos que más me agradan al leer un libro, son las figuras narrativas y como estas nos hacen sentir bien. La escritora Paula Roque dice que ese recurso del lenguaje es como si dejáramos joyas periódicamente a lo largo de un camino en el bosque, y no tienen otro fin que ayudar a las personas con la lectura.

Las figuras funcionan así de bien, porque parecen estar dedicadas a cada lector, es decir, las asociaciones que cada uno hace, se deben a recuerdos y/o experiencias que nos despiertan alguna emoción,  y que al asimilarla se transforman en algo diferente. 

Ese aparte del memoir de Rushdie me llamo la atención, porque aparte de la fuerte imagen que recrea, cambié la palabra salvaron por lavaron: donde le practicaron un lavado de estómago y le lavaron la vida.” Me pareció un acierto esa frase, y una bonita manera de decir que la mujer se había salvado.

Cuando me encuentro ese tipo de frases que me agradan, las trato de saborear al máximo y leo y releo varias veces. Hoy, al hacerlo por tercera vez, caí en cuenta que la palabra era “salvaron”.

De todos modos, la idea de poder lavar la vida de alguien con alguna acción bien sea física o emocional, me parece chévere. Quizás algún día escriba un relato que tenga que ver con eso.

jueves, 1 de febrero de 2018

Hermoso

Es de noche y el estadio está lleno. Las tribunas se alumbran con  fogonazos, producto del flash de las cámaras.  Los asistentes no paran de tomar fotos, ¿a qué?, seguro al escenario, a los protagonistas; igual es imposible saberlo. En estos tiempos parece que todo merece una foto, ser mostrado, evidenciado.

El público se enloquece cuando dos hombres musculosos, uno negro, el otro blanco, se dirigen hacia el escenario. Un reflector los y les alumbra el camino que los lleva hacia una jaula en forma de hexágono. El espectáculo consiste en ver como dos personas se parten la cara por fama, por dinero, quizá por odio. las razones tal vez sobran en esa especie de Coliseo Romano sediento de sangre.

El primero lleva barba y cara de pocos amigos; una de esas personas con las que uno espera no tener ningún inconveniente en la vida, qué se yo, digamos que un amigo borracho le busque problema. El otro, el blanco, lleva un bigotito al estilo Hitler y tampoco tiene pinta de misionero. 

El árbitro los llama y tal vez les dice: “golpéense lo más duro posible”, o algo por el estilo, pues las reglas son más bien pocas. Los contrincantes se sostienen la mirada por unos segundos y se chocan los puños de la mano derecha, como dando a entender: “Todo bien, no es nada personal”.

En los primeros rounds la pelea es pareja. Los contrincantes se estudian dan vueltas uno alrededor del otro, lanzan y conectan algunos puños, con pinta de cachetadas inofensivas. Parece que quieren destinar todas sus energías a esa estocada final que dejará inconsciente a su oponente y les dará la victoria.

Yo le aposte todo al negro, el de la pinta más sádica, que no tendría inconveniente alguno en arrancarle la cabeza a su oponente si así se lo permitieran. 

Inicia el tercer round. El hombre de blanco quién, paradójicamente lleva una pantaloneta negra, luce más fresco y embiste al negro, de pantaloneta roja, con dos fuertes ganchos de derecha. El segundo se inclina hacia atrás todo lo que puede intentando esquivar los golpes, pero el terreno se le acaba y choca con la reja, lugar en el que recibe otra sucesión de puños que soporta como si fuera un saco de arena. Lo salva el campanazo que indica el final del asalto. 

Se van hacia sus rincones, y el hombre blanco se pone de pie antes de iniciar el siguiente asalto y, con actitud triunfalista, levanta los brazos hacia la tribuna. Está listo para terminar con su contrincante.

El negro por fin se pone de pie. Respira agitado y va al encuentro de su oponente al centro del hexágono. Nuevamente chocan los puños, como dos amigos que en vez de jugar una partida de cartas deciden que es mejor acabarse a punta de golpes.

Comienzan de nuevo la danza de estudio. De repente el negro toma impulso con su pie derecho y salta al tiempo que eleva la rodilla izquierda, que impacta la cara de su contrincante, ese que, como ya sabemos, hacia pocos segundos se relamía en una victoria inexistente. Cae al suelo y, sin piedad alguna, el de la pantaloneta roja se le abalanza encima y empieza a darle golpes, tres con el brazo izquierdo y uno con el derecho, como si fuera su única misión en la tierra.

El árbitro, ese que les había dicho que se partieran la cara duro para dar un buen espectáculo, se apresura a separarlos.

Que buen timing el que tuvo con esa rodilla voladora. Sabía justo cuando debía realizarla. Eso fue hermoso” Dice un comentarista.

miércoles, 31 de enero de 2018

No importa

No importa que su anti-librería (libros que posee, pero no ha leído) aumente todos los meses. Miles de veces se ha propuesto, prometido nunca, no comprar más libros. “Solo voy a mirar” es una de las tantas mentiras que se dice, pero casi siempre algo despierta su curiosidad y termina cediendo. 

Pocos entienden todo placer que siente cuando les quita el plástico transparente que los envuelve, y mucho menos la alegría que le da oler sus páginas: ese ese olor a tinta, a viejo, a recuerdos, que desprenden las páginas.

No le importa si son digitales o físicos, el fin, que no es otro que leer lo que le permita su corto paso por el mundo, justifica los medios. 

Leticia lee lo que caiga en sus manos, y son contadas las ocasiones en las que ha abandonado una lectura. Ha escuchado decir a algunos lectores que no se debe perder tiempo con libros que después de unos capítulos no la atrapan, pero ella cree que si se topó con un libro es por algo, un orden universal, digamos, con el que no se debe entrometer, sino seguirle la corriente, pues los libros son más listos que nosotros. En caso de ir en contra, está convencida de que le ocurrirían tragedias a ella o a algún ser querido; esas y otras manías ha adquirido con la lectura.

Cada compra es una descarga de dopamina que la pone alegre, que le hace olvidar penas, ya sean grandes o pequeñas, que la ubica mejor en el mundo. Cada libro, cada aventura, cada nuevo personaje que se entromete en su vida es un resquicio por el que se cuela una luz de esperanza en su vida, ante una rutina que cree la consume y, poco a poco, la va despojando de su humanidad, dejándola a oscuras, a la deriva, y obligándola a andar a tientas o a puntas de tumbos.

Cuando el escritor termina su charla, a Leticia no le queda otra opción que rendirse ante sus impulsos, pues nada como tener un ejemplar firmado y, de ser posible, con una dedicatoria.

martes, 30 de enero de 2018

Sorbos

Deciden entrar al lugar. La música, son cubano, suena muy fuerte. Las mesas y sillas del lugar están ahí, al parecer, sin cumplir ningún fin estético o simétrico, como si alguien las hubiera batido entre sus manos y luego lanzado como un par de dados.

El grupo se sienta en una de las mesas y todos sus integrantes ordenan cerveza, el trago que predomina en el lugar; varias botellas vacías de esta bebida reposan enfrente de los otros clientes.

Una vez se sientan, los amigos no hablan, igual es casi imposible hacerlo con el nivel al que suena la música. Les dan sorbos a sus botellas y, de vez en cuando, intentan decirse algo con miradas y sonrisas cómplices.

Les gusta haber llegado a ese acuerdo tácito. Cada uno rumie sus pensamientos, recuerdos o planes a futuro, convencidos de que a veces es bueno estar acompañados y solos al mismo tiempo.


“Las lágrimas no curan heridas, opino que no se debe llorar”canta Roberto Roena en su Guaguancó Del Adiós, pero es difícil precisar por qué lloramos.


“Derramar lágrimas” define la RAE la acción de llorar, de nuevo se limpian las manos. Lo mismo ocurre con llorar: “Cada una de las gotas que segrega la glándula lagrimal”, aunque todos sabemos que llorar implica mucho más que eso. El artista, igual que los de la RAE, se lava las manos al decir que solo opina, en fin.

En la mesa de enfrente un hombre y una mujer beben, cerveza por supuesto, y el primero le da de comer en la boca a su pareja, cita o quien quiera que sea, papitas a la francesa. La mujer se las acepta con desgano, y cada cierto tiempo comienza a mover su tronco de atrás hacia adelante y aplaude intentando llevar el ritmo de la canción a golpe de clave, y alterna sus movimientos con largos sorbos que le da a su cerveza. 

Más atrás, en una de las mesas contra la pared una mujer está sola. Inspecciona el lugar con su mirada y lo único que mueve son sus manos que no paran de revisar el celular, y que también le sirven para llevar el pico de una botella a la boca. Tiene un vestido corto con un estampado naranja de flores y varios tatuajes que más bien parecen manchas, pues la tenue luz del lugar no permite precisar qué son. 

Los amigos dan los últimos sorbos a la segunda cerveza de la noche, pagan la cuenta y abandonan el lugar. Apenas pisan los adoquines de la calle empiezan a charlar.

miércoles, 24 de enero de 2018

Templo Urbano

Un hombre está sentado cómodamente sobre un sofá y lee. Detrás de este queda ubicada la barra del lugar, que es pequeño y sólo tiene 2 mesas, cuatro sillas más el sofá, en el que se pueden sentar cómodamente 4 personas. 

En la mesa que el hombre tiene enfrente reposan algunas revistas y una bandeja de madera con una porción de torta y un cappuccino que le acaba de traer la barista, una mujer joven, menuda y con buena actitud, que no para de sonreír cada vez que establece contacto visual con él. 

Parece que el hombre disfruta mucho de su lectura, no despega la vista de la pantalla, lee en un Kindle, y le es ajeno el ruido: cubiertos que chocan con vajilla, café que se muele, chorros de agua, que produce la mujer mientras trabaja.

De un par de parlantes que no están a la vista sale música suave sale; las canciones que predominan son de esas colecciones de covers en Bossa Nova de canciones de Rock y otros géneros; suenan los Stones, Guns and Roses y también Bob Marley.

El ambiente del lugar se presta para ponerle freno a la vida, ya sea por un par de horas, lo que dure la lectura del capítulo de una buena novela,  una conversación acompañada de dos bebidas calientes, o, mejor aun, un espacio en el que se puede prescindir del tiempo y lasinnumerables formas que tenemos para medirlo, uno para sentarse a ver pasar gente

En la mesa adelante del lector se encuentra un hombre con barba, que teclea desinteresadamente en su portátil, actividad que intercala con revisar su celular.

Se aburre o termina su trabajo y al rato llega una mujer rubia y ocupa su lugar. Parece una cliente frecuente, pues la barista la saluda por su nombre. “Hola Manuela, ¿qué quieres tomar hoy?, le pregunta.
“¿Qué tienes rico?”
“Té, Café, vino, cerveza, ¿qué te gustaría?"
“Dame, un chai”
“¿En leche o en agua?”
“¿Cómo queda mejor?, 
“Depende cómo te guste”
¿en agua si queda pintadito?”
“Sí”
“Dámelo en agua entonces.”

Al rato la barista se lo sirve y lo mujer, que produce como un ruido de campanillas cuando gesticula, pues bate todas las pulseras que lleva en su muñeca derecha, exclama: “¡ja! Dizque quedaba pintadito” y esboza una sonrisa cómplice, de camaradería, sincera, lejana a la hipocresía. Luego se sienta. Cruza las piernas, mira al hombre que lee que no repara en ella, y comienza a saborear su bebida despacio, como si fuera su única misión en la vida.