martes, 13 de febrero de 2018

Ninja en la selva

Cuando era pequeño estaban en auge las antenas parabólicas. En mi edificio pusieron una a la que le entraban los canales peruanos, unos de películas, Cinemax y HBO, y también estaba el infaltable Disney Channel.

Esa esa época, en la que estaba “enamorado” de Kelly, la de Saved by the Bell, lo veía mucho. Recuerdo que pasaban unos comerciales de juguetes buenísimos, no tanto por los juguetes en sí, sino por la forma en que los exhibían. Por ejemplo, si promocionaban unos muñecos, qué se yo, digamos, unos militares o mercenarios, los montaban en camionetas que atravesaban una selva en miniatura y, mientras lo hacían, ocurrían explosiones y sonidos de armas de fuego.

Nunca me compraron ninguno de los juguetes que anunciaban porque, supongo, era complicado conseguirlos, pero en una navidad me regalaron un Ninja. Era uno de esos típicos muñecos de plástico con las extremidades tiesas. La mano izquierda del muñeco tenía los dedos en posición de agarrar algo, y ese algo era una Katana gris que, ajustándola a presión, parecía como si la estuviera sujetando con mucha fuerza. En su arsenal de armas también contaba con unas estrellas, pero esas casi no las utilizaba cuando jugaba, pues o sujetaba la espada o las estrellas y, la verdad, el muñeco se veía mejor y concordaba mejor con mis fantasías, cuando tenía la espada en la mano. 

El ninja, tenía un compañero de misión. Este era una especie de G.I. Joe con una metralleta y un chaleco con muchos bolsillos del que, se supone, colgaban granadas y cuchillos. El papel que interpretaba el militar siempre fue secundario, pues el ninja era el chacho del paseo, el cool, el que, al final del día, salvaba la patria. 

Aunque me resultaba imposible recrear los escenarios de los comerciales de televisión, procuraba que los muñecos interactuaran con otras cosas diferentes a los implementos con los que venían equipados. Uno de mis escenarios favoritos para las misiones de esa dupla pintoresca, era uno en el que el ninja debía aterrizar en el techo de un garaje de carros Fisher-Price. Aterrizar era un decir, pues más que aterrizar lo que hacía era estrellarse contra el techo, para luego terminar en el piso. 

Para esa compleja misión, que no recuerdo si era la misma siempre, supongo que cambiaba el objetivo cada vez que la recreaba, amarraba un hilo de la chapa de la puerta al techo del garaje, y el ninja, gracias a la posición de agarre de su mano, se podía deslizar por el hilo, para luego estamparse contra el suelo, pero siempre se reponía y salía victorioso.

Quizá por eso era que prefería al ninja, pues las manos del G.I. Joe solo le servían para sujetar su arma y no contaba con la habilidad necesaria para agarrar el hilo y deslizarse por él.

lunes, 12 de febrero de 2018

Tatuajes y notas musicales

La mujer lleva una camisa suelta que permite que se le vean sus hombros y parte de la espalda. En el omóplato derecho lleva un tatuaje. Son tres notas musicales inclinadas y en color negro; una corchea, una negra y una clave de sol, que, parece, se revelan ante un pentagrama, pues están una encima de otra. 

¿Por qué se lo hizo?, ¿tiene un significado especial para ella o solo le gustan esas formas de trazos elegantes?, imposible saberlo, pero me gusta pensar que hay toda una historia detrás del tatuaje, que no solo son unas figuras que le agradan, sino que tienen un significado especial para ella. 

Hace un tiempo una amiga se hizo uno del mantra Om en sánscrito, no porque sea muy mística o algo por el estilo, sino solo porque le gusta la figura. Laura, una mujer que conocí hace poco,  lleva un tatuaje grande y a color en la espalda; había sido el regalo de una amiga tatuadora para su cumpleaños. Nunca había pensado en hacerse uno, pero no dudo en aceptarlo como regalo.

Más tarde, una pareja de novios camina agarrados de las manos. De repente ella lo frena, se pone delante de él, cruza los brazos sobre su cuello y se empina para darle un beso. Se ve, por lo menos en ese instante, que suenan bien, son una melodía que funciona.

Luego, a lo lejos, se ve una mujer que camina lento en dirección contraria.  Está oscuro y pienso en La Patasola.  El beat de sus pasos es extraño, lleva un bastón y cojea. Más cerca, noto que su pierna izquierda produce un destiempo en su caminar.

Cada uno con sus tatuajes y notas musicales.

sábado, 10 de febrero de 2018

Más allá

Mi muerte del día tuvo sus inicios hoy muy temprano. Me dormí en la madrugada con la firme intención de levantarme tarde o más bien, de cumplir con esas 8 horas de sueño reglamentarias de las que tanto se habla. No ocurrió lo esperado y me desperté unas cinco horas después, como si tuviera una cita importante, o un avión o tren que tomar para llegar, claro está, a la cita.

Despierto, la paleta de opciones de qué hacer, la lideraba la dupla: ver un capítulo de una serie en Netflix o leer. Me decanté, palabra que en este momento me parece graciosa, por lo primero, pero la red inalámbrica no funcionó, así que terminé en lo segundo. Luego de leer le di gracias a los miles de sucesos que no permitieron que me pusiera a ver televisión, porque los capítulos que leí, permítame hacer uso de un cliché,estimado lector, me llegaron al alma; eso que no sabemos si existe o  nos habita, pero que, si nos fijamos bien, tiene algo que ver con el más allá.

Luego salir. Almorzar, sol, caminar, etc. un día como el de cualquier otra persona aquí o en Japón; suponiendo que allá también hizo sol. De vuelta a casa Netflix seguía jodido así que me soplé otras líneas de la novela hasta que los ojos se me comenzaron a cerrar. 

“Voy a descansar un ratico” pensé, y los cerré, adentrándome en los mares del sueño, en un duermevela agradable. Recuerdo que alcancé a soñar algo, fueron imágenes placenteras, escenas sin edición y/o conexión alguna, pero la vigilia, en un último esfuerzo por tomar control, encendió una alarma “¡Atención! Tiene los lentes puestos, no puede quedarse dormido.”

No sé cómo le hice caso y me levanté para quitármelos. Luego caí en un profundo sueño o una pequeña muerte, pues, como leí una vez, dormir es morir un poco. 

Antes de desconectarme, recordé lo que me dijo un amigo en un viaje que hicimos a Cartagena hace muchos años. Habíamos acabado de almorzar y le comenté lo rico que sería tomar una siesta. Él me miro con cara de asombro y me dijo: “Señor: para dormir, la eternidad”.

viernes, 9 de febrero de 2018

Diálogos

El escritor cuenta que es una persona muy solitaria a quién no se le da bien escribir diálogos, que por eso sus personajes tienden a ser solitarios, bueno no los califica con esa palabra, sino que los define como “concentrados sobre sí”, que suena como a lo mismo, ¿no? 

Me llaman la atención los títulos de sus novelas, pero no los anoto; me autoengaño pensando que los voy a pasar por alto, pero sé que se me van a quedar grabados en el subconsciente y que en cualquier momento rasgunañaran la superficie de mis pensamientos, y el universo conspirará de alguna manera para que me los encuentre de nuevo en un artículo, en el estante de una librería o en una conversación; solo por mencionar algunos escenarios. Recuerdo lo acertado que estuvo Frank Zappa: “Muchos libros, poco tiempo”. La cantidad de libros que se quiere leer siempre crece a una tasa inversamente proporcional a la velocidad de lectura.

También cuenta el escritor, que ese ensimismamiento de sus personajes, los lleva a refugiarse en el alcohol. Me gustaría sentarme a tomar unos tragos y dialogar con ellos, pues imagino que son buenísimos para dar consejos o para enfrascarse en monólogos que quizá los enredan a ellos, pero iluminan al resto.  Pero quién sabe que tan fácil sea cumplir eso, pues ya sabemos que tienden a ser solitarios y deben evitar ese tipo de espacios. 

Pensé que tenía algo más que decir acerca de los diálogos, quizá sí, pero son un montón de opiniones que, viéndolas bien, aburren un poco. 

De pronto quiero parar acá porque tengo sueño, o porque me distrae ese grupo de mujeres que están celebrando el cumpleaños de una tal María Camila en un edificio cercano, cantando música para planchar a grito herido; ya saben ustedes, ese popurrí de: Debo hacerlo todo por amooor…. En fin, están en su derecho, es viernes.

Volviendo al tema, el escritor se llama Antonio Ungar.

jueves, 8 de febrero de 2018

Felicidad

Tatiana se dirige hacia la oficina en una buseta y tiene rabia, pues el cable de uno de sus audífonos, el derecho, ya no suena. No fue algo que ocurrió de un momento a otro, pues todo, aunque nos cueste verlo, ocurre de manera gradual.

El cable había comenzado a molestar hace dos días y ella solucionaba el inconveniente moviéndolo violentamente hasta que volvía a funcionar, pero hoy se dañó por completo, y por más que lo presiona y retuerce de diferentes maneras, sigue muerto. 

Muerte, a Tatiana siempre la asalta ese tema en el momento menos pensado, ¿a quién no? 0 y 1…había pensado horas antes, vida y muerte; sístole y diástole; inspirar, espirar, filo y abismo. Duplas que, sin darnos cuenta, nos consumen.

Entre los muchos globos de su recorrido en bus, había llegado a la conclusión de que, sin darnos cuenta, morimos repetidamente durante el día cada vez que botamos el aire que segundos antes habíamos tomado; “Respirar es la metáfora perfecta para la muerte” había pensado. 

Se quita los audífonos y los guarda en su maleta. Intenta mirar por la ventana y ver como las fachadas de los edificios ocupan su visión solo por unos segundos para dar paso a otras. 

Un tintineo repetitivo la abstrae de su ejercicio contemplativo. Lo produce un hombre que va de pie y que, con su anillo, ha decidido llevar el ritmo de una salsa sexual sobre el tubo de la buseta.

Le fastidia, pero decide no amargarse el rato y escuchar la letra de la canción: No puedo evitar caer al profundo abismo de tu desnudez, “¿A quién se le ocurren semejantes ridiculeces?” se pregunta.

Al rato la canción acaba junto con el golpeteo del timbalero frustrado que va de pie. De inmediato un grupo de locutores comienza a hablar. Es uno de esos programas en la mañana, donde todos parecen contentos. Uno de ellos habla sobre una encuesta que hicieron en un país, donde les preguntaron a las personas si eran felices y por qué. “Si les preguntarán a los tarados detrás de los micrófonos, su respuesta sería muy fácil”, piensa Tatiana. 

Tiempo después de dar apreciaciones flojas sobre el tema, uno de los locutores cuenta un chiste y todos ríen, “vaya, sí que si son felices” piensa ahora, y luego cae en la pregunta, “¿Soy feliz?”

Sabe que es una pregunta sin respuesta, pues no lo considera un estado absoluto. Le da vueltas por un rato en su cabeza y cuando está a punto de sumirse en un existencialismo aburridor, el pasajero del anillo la salva, pues empieza a sonar otra canción: Vivir sin Aire, que bien sabemos todos de qué agrupación es. 

Al hombre, al parecer, no le importa llevar el ritmo de lo que sea: balada, bachata, salsa, merengue, y lo hace con desparpajo; encuentra el golpe y tiempo perfecto o, por lo menos, así lo cree. Luce feliz.

martes, 6 de febrero de 2018

Sin territorio

Son cuatro mujeres. La menor no debe tener más de 43 años y la mayor no más de 55. Cuando llegan al lugar, piden un té de frutas y luego se sientan. 

Comienzan a conversar, Una de ellas, de pelo y ojos negros, que lleva puesto un saco de cuadritos a colores y tiene un acento de otro lugar, es la primera en hablar. Cuenta que su hijo, que tenía 19 años, murió hace dos años. “¿Cómo fue?”, le pregunta una de las mujeres, sin ningún ánimo de morbo en su voz. 

En ese momento llega la mesera con sus bebidas, cuatro copas de líquido rojo con trozos de frutas en su interior que dejan una estela de vaho en el camino.

“En un accidente automovilístico” responde la mujer, y se queda callada unos segundos, como recordando el trágico episodio. 

También les dice que para ella ha sido muy provechoso el haberse mudado a Colombia, porque el pueblo en el que vivía en España era muy pequeño, y los lugares y personas no hacían más que recordarle a su hijo, y con esos recuerdos era inevitable que no llegara la tristeza que poco a poco se transformó en una depresión.

Calla por unos segundos, mientras sus amigas digieren lo que acaba de contar. Antes de que alguna comente algo, concluye: “Mi familia siempre me dice que cuando voy a regresar, pero yo no tengo una fecha de regreso, no me siento ni de aquí ni de allá. No quiero pensar que me voy a ir mañana o que me voy a quedar. La voz le tiembla al decir estas últimas palabras. Una mujer, la más vieja que lleva puesto un sastre azul oscuro, le pasa un pañuelo para que se seque las lágrimas.

La mujer deja de hablar. Segundos después otra, la que parece dirige el grupo de apoyo, comienza a hablar: “Una de las tareas más importantes es aceptar la perdida. En mí caso, en el sepelio de mi hijo pensaba ¿Qué hago aquí? Me sentía como en una película. Debemos aprender a expresar las emociones de la perdida.”

“Si”, interviene otra, “lo mejor que podemos hace es sentir”.

La mujer, ya un poco más calmada, vuelve a hablar: “Con mi familia, sin necesidad de decirnos nada, hemos hecho un pacto para no hablar sobre el tema. Incluso al nene (su hijo menor que ahora tiene trece años) no le decimos nada. Para él todo fue muy traumático en esa época, pues, en ese entonces, su padre también murió de cáncer 8 meses antes”.

Logra contener las lágrimas y continúa hablando: “Yo estaba muy mal. Mis familiares pensaban Se va a volver loca, y tenían miedo de que me hiciera algo. Fue ahí que empecé a ir al psiquiatra y me medicaron, pero eso me hizo sentir peor, porque los medicamentos me dejaban sin ánimo de hacer nada. Por eso decidí dejar de tomarlos, y ahí mi familia pensó que era lo peor que podía hacer.

Hoy en día prefiero no contarles que voy a reuniones como esta, para que no piensen que estoy mal, y es que en verdad no lo estoy, pero siento que necesito hablar de este tema con alguien.

“Tranquila” le responde la mujer del sastre azul, “Mi familia a mí me dice, ¿usted todavía va a esos grupos a llorar? No vuelva, ¿para qué va a eso?

lunes, 5 de febrero de 2018

Saga

Alonso Cañizares se sienta a escribir, pero no tiene idea sobre qué. No importa, se obliga a hacerlo, pues sabe que no hay otra forma de contrarrestar el síndrome de la pantalla en blanco. Escudriña su cabeza en busca de ideas, algo, cualquier evento, suceso del día o recuerdo del que pueda agarrarse, para luego exprimirle un par de líneas, pero nada ocurre.

“Estoy seco de ideas” piensa. “¡Seco de ideas! Que frase tan ridícula.” Se dice ahora. Luego se pone de pie y busca un saco, pues hace mucho frio. Afuera la nieve cae con la misma parsimonia de siempre. La mira a través de la ventana, como hipnotizado ante el evento climático, por unos segundos. Cree que podría escribir algo sobre el clima de mierda de su ciudad, pero se ha prometido no tocar ese lugar común en ninguno de sus escritos, y, mucho menos, que sea su fuente de inspiración. “¿Acaso no soy escritor?” se pregunta ahora. Recuerda aquellos días de Gloria de “La Realidad líquida”, su primera y única novela hasta el momento; una época en la que mares incontenibles de palabras se vaciaban a través de sus dedos.

Busca unos ejercicios de escritura, a ver si de pronto le ayudan a abrir el grifo de las palabras, pero desiste de la idea cuando lee el primero: “Haz que un personaje convenza a otro de hacer algo realmente estúpido”. Cataloga el ejercicio, al igual que esos personajes que nunca escribe, como estúpidos y cierra la página. Además, también cree que él, un escritor publicado, ya esta muy por encima de esos amateurs que pierden el tiempo con ejercicios de escritura creativa. 

Dado el éxito de la novela y la popularidad de las sagas, su editorial le pidió que escribiera una segunda parte y que fuera pensando en una tercera, pero Cañizares no tiene ni la más mínima idea sobre qué van a ser esos dos libros. Para él la historia que planteó en la Realidad Liquida era entera, redonda, no le faltaba ni sobraba nada, y así se debía quedar, pero no pudo resistir la tentación al adelanto que le prometieron, sin necesidad de entregar una idea o unas cuantas páginas de esa continuación que, se supone, ya debe tener definida y estar escribiendo.

En su escritorio hay una hoja de periódico. Decide leer una de las noticias a ver si logra encontrar algo, una asociación disparatada de temas que le permita teclear unas cuantas palabras, un inicio flojo, si acaso, que está seguro escribirá y reescribirá miles de veces.

Es una noticia de días pasados en la que se anuncia que pronto se conocerá al ganador del premio Alfaguara. También cuenta que el jurado recibió 580 manuscritos y que el ganador recibirá 175.000 dólares, una escultura de Martín Chirino y la publicación simultanea en el territorio de habla hispana.

Cañizares no tiene idea de quién es el tal Chirino y no le importa, “que se muera ese condenado”, piensa. La cifra del premio obnubila su mente. “A eso es a lo que le debería apuntar, en vez de intentar alargar una historia compacta” piensa.

Recuerda que el otro día en una librería vio a un vieja, con pinta de lector empedernido, hablando con el librero. el primero le decía al otro: “La verdad yo siempre le pongo atención a quién se gana el Pulitzer de novela, siempre termina siendo mejor que el nobel”.

Aún inmerso en la fantasía del premio Alfaguara, Cañizares imagina a otro viejo que se fija en el ganador de ese premio antes que cualquier otro, y a él como ganador.

Escucha un fuerte ruido en la calle y acto seguido teclea “El disparo lo tumbo al piso”, no tiene idea a quién, ni mucho menos quién disparó, pero confía en que ya vendrán las palabras, solo tiene, como hoy, que sentarse y obligarse a escribir.