jueves, 8 de marzo de 2018

15 minutos

“No me alcanza el tiempo”, “no tengo tiempo”, solemos decir y, a veces, parece verdad que ese intangible tan ligado a la muerte y que nos enreda tanto la existencia, se nos escapa por entre los dedos en aquellas ocasiones en que lo intentamos atesorar. El tiempo debe ser como el agua, de ahí, supongo, la expresión “el “río de la vida.” 

Ayer quería escribir y cuando me senté a hacerlo eran las 11:45 p.m. Finalmente no lo hice. Tal vez si habría podido redactar algo en esos quince minutos que le quedaban al día; además es chévere cuando uno se pone esas limitaciones al momento de escribir pues, ante la premura, la mente comienza a hacer conexiones extrañas y, en ocasiones, resultan buenos textos. 

Si en un segundo el corazón de una musaraña etrusca, o lo que eso sea, late 20 veces; las alas de un colibrí baten sesenta veces, nacen cuatro bebes, se envían 2.8 millones de E-mails y 4000 estrellas aparecen en el universo, 15 minutos, viéndolo bien, son una eternidad, en la que pueden ocurrir millones de cosas. 

“¿Y a mí que me importa el aleteo de un colibrí?” puede quizá preguntarse usted, estimado lector, pero en esos detalles, en apariencia insignificantes, de la vida tal vez se encuentra la razón de ser de la misma, solo que estamos muy ocupados con nuestros delirios de grandeza que los descartamos al instante, y no nos tomamos el tiempo de prestarles la atención que merecen. 

Durante esa aparición de más de 4000 estrellas en el universo, mientras me debatía entre escribir algo e irme a dormir, me acorde de la frase de Warhol: “En el futuro, todos serán famosos mundialmente por 15 minutos” 

¿Es ahora ese futuro del que hablaba el artista plástico? ¿renuncié a mi momento de fama al dejar escapar esos últimos quince minutos del día de ayer? 

No lo sé, pero hace más de quince minutos comencé a escribir esto y no me siento famoso.

martes, 6 de marzo de 2018

Mérito literario

Recuerda que el plazo de la convocatoria a los talleres de escritura vence mañana, pero es de noche y está cansado. Decide escribir el texto el siguiente día. 

Cuando se acuesta a dormir piensa sobre qué tipo de texto va a presentar, pero no tiene ni idea. Cierra los ojos y mastica algunos temas que al final considera flojos y el sueño lo termina de atrapar. 

Por la mañana, un cielo azul despejado augura un buen día “¿por qué no, un buen escrito?” piensa. Cuando enciende el computador, y luego de abrir el procesador de palabras, una leve angustia lo invade; nada llega a su mente, ninguna idea, ningún recuerdo del que pueda rasguñar algunas palabras. 

Para empeorarlo todo, lo que si recuerda es que en el formulario de inscripción leyó que el texto a enviar debía reflejar su “mérito literario”. “¿Qué carajos es eso?, ¿Quién lo otorga? ¿Los lectores, escritores de renombre, la academia sueca encargada de dictaminar año a año quién es el nobel de literatura?” se pregunta ahora. Es la primera vez que escucha al término, y cree que ya tiene suficiente con dar con algún tema sobre el cual escribir. 

Un taladro que suena en una obra aledaña y ahuyenta sus pensamientos. Después, un perro gime. No sabe si ese último sonido está anclado al caos urbano de su ciudad o es producto de su imaginación, una extraña manera en que su cerebro deja en evidencia su corto circuito creativo, o bien, ausencia de mérito literario.

lunes, 5 de marzo de 2018

Olvidar

¿Qué tal que en vez de tener la capacidad de recordar tuviéramos la capacidad de olvidar?, ¿que si algo que nos ocurrió en nuestras vidas nos molesta, perturba o lo consideráramos innecesario en nuestro bagaje de recuerdos, lo pudiéramos eliminar de nuestra mente como si nada? 

El cuerpo, con sus miles de mecanismos de defensa, cuenta con algo parecido que ese llama amnesia postraumática; “un fallo en el registro continuo de las actividades diarias” (gracias página de Internet), que ocurre cuando el cerebro bloquea los recuerdos de un suceso, como dice su nombre, traumático. 

Tal vez la definición no sea exacta y esté hablando, o bien, escribiendo basura, pero ¿qué más da? Creo estar en derecho de hablar sobre eso, pues lo experimenté o experimento, no sé cuál tiempo verbal sea el adecuado, de primera mano, luego de que a la vida le dio por dejarme el amable recordatorio

Volviendo al tema del súper poder de olvidar, puede que tenga un inconveniente. De estar en capacidad de hacerlo, tal vez intentaríamos quedarnos solo con buenos recuerdos, entonces nuestra cabeza sería una sopa de amor, paz y buenas cosas, que no digo que sea malo, pero si una especie de fantasía o ficción, porque sabemos que gran parte de nuestras vidas está llena de conflicto y que, paradójicamente, es lo que la mueve hacia adelante; porque "si no existiera el sufrimiento, el hombre no conocería sus limitaciones, no se conocería a sí mismo”; frase brillante que no se me ocurrió a mí sino a Tolstói, que berraco para tenerla clara. 

“Su madre había sobrevivido a décadas de matrimonio con 
su padre alcohólico, iracundo y decepcionado desarrollando 
lo que ella llamaba “olvidoria” en lugar de memoria. 
Cada día al despertar, olvidaba el día anterior” 
- Joseph Anton -

viernes, 2 de marzo de 2018

La vida

Hay muchos árboles y cada cierto tiempo una brisa repentina, al estrellarse con ellos, provoca una lluvia de hojas secas, y ese ruido de murmullos que todos conocemos, como si el viento, las hojas o ambos quisieran decirnos algo. 

Un hombre saca de un morral una coca de plástico transparente. Luego, uno a uno, va trinchando trozos de fruta con un tenedor de plástico y los mastica lentamente mientras mira un punto fijo en la distancia, al tiempo que, parece, mastica sus pensamientos. 

Un paseador de perros camina con 5 de ellos, tres pequeños y dos grandes que, a manera de guardaespaldas, cuidan la retaguardia. 

2 mensajeros de Rappi están sentados en una banca. Otro llega montado en una bicicleta y los saluda antes de desmontarla hábilmente, para luego ocupar el puesto que queda disponible. Sostienen un fuego cruzado de palabras breve y ríen. Al rato los tres tienen sus miradas clavadas en las pantallas de sus celulares. 

El hombre de la ensalada de frutas ya terminó de comérsela, y sigue inmerso quién sabe en qué tipo de pensamientos. Parece que no hace nada, pero hace mucho al intentar bajarle las revoluciones al trajín de la vida. 

Un jardinero que lleva botas pantaneras hasta la rodilla y un overol verde, junto con un sombrero del mismo color conversa con un guardia de seguridad, que lleva un uniforme azul pulcro y un bolillo que cuelga de su cintura y que se mece a medida que camina. Mientras hablan, el primero mira hacia distintos lugares del parque; parece que estudia que prados, arbustos o árboles necesitan de su cuidado. 

El sol sale y sus rayos se filtran por entre las ramas de los arboles y el efecto crea un tapete con manchas de luz, salpicado con hojas que no paran de caer. 

En el borde del parque un hombre habla animadamente con un lustrabotas y este no se cansa de sacarle brillo a sus zapatos cafés. 

Los tres mensajeros se montan en sus bicicletas y emprenden su camino. La vida continúa.

jueves, 1 de marzo de 2018

Home

Home es una canción de Sheryl Crow. Hace muchos años, en esos tiempos en los que todavía compraba CD’s, compré uno de sus grandes éxitos, sólo porque me encantaba y me encanta la canción All I wanna do. Existen canciones que uno siempre escucha, como esa, en mi caso, y otras que adelanta. Home, hasta hoy, perteneció a estas últimas. 
  
Hoy la escuché toda, y caí en cuenta de eso casi al final de la canción, cuando Crow canta la palabra, a especie de mantra. Posiblemente, en lo que duró la canción, experimenté uno de esos episodios de Flujo o zona, de los que  hablan en psicología y por eso, inmerso en la actividad, no reparé cuál canción sonaba, pero también es posible que al escucharla, esa  melodía arrulladora hubiera colaborado con mi estado de presencia total. 

Todo lo anterior para contarles que, considero, estar en la zona, es como estar en casa, suponiendo que es ese lugar donde nos sentimos bien y al cual siempre queremos llegar; ese refugio donde nos sentimos a salvo.

miércoles, 28 de febrero de 2018

Esferos

Afuera hace frío, la luz del día se va apagando mientras furiosas ráfagas de viento sacuden las ramas de los árboles. 

María entra. Es una niña de pelo negro hasta los hombros; lleva una falda blanca con leves manchones, que dejan ver unas piernas flacas, que terminan en unas baletas negras desgastadas. Camina con pasos tímidos, como si quisiera flotar, y sus manos exhiben una caja con esferos de colores. Tiene la mirada clavada en el piso y mientras se pasea por el lugar va dejando uno en cada mesa. 

Apenas termina el recorrido aleatorio que se le ocurrió en un segundo, comienza a recogerlos. De la primera mesa que se cruzó en su camino toma un esfero azul plateado. El hombre que la ocupa está absorto en la tarea de tomarle foto a un plato de comida y no la mira, incluso parece que le incomoda su presencia. 

María parece, más bien, un alma en pena que vaga por entre las mesas. Pasa por otra donde dos señoras hablan sobre compra de apartamentos en el exterior que cuestan millonadas. Está claro que los esferos no valen nada para ellas. El que había dejado en esa mesa es morado. Lo recoge y manipula el mecanismo retráctil con el dedo pulgar de su mano derecha. A ella, aunque no sabe escribir, si le gustan mucho los esferos que vende. 

Luego se dirige hacia una mesa del fondo, donde una pareja está sentada. Son los únicos que la miran y le sonríen; incluso intercambian unas palabras con ella, pero no le compran ningún esfero. 

La cara de María no refleja rabia, sino solo cansancio. De la mesa de la pareja recoge el último esfero, uno verde crema, y abandona el lugar con el mismo paso ligero con el que llegó.

martes, 27 de febrero de 2018

Huellas

Alguien dejo la huella de su pie marcada sobre el pavimento de una acera, ¿quién? Tiendo a pensar que una especie de vándalo que, al ver el cemento fresco, creyó chistoso alterarlo con una pisada. 

Aunque, ¿Por qué siempre pensar mal? Imaginemos entonces que la huella es causa de un descuido, alguien que iba hablando con otra persona o que estaba admirando la belleza de las montañas, pues se ven muy bien desde esa calle, y que no se dio cuenta que había metido el pie en pavimento fresco. Por eso solo hay una huella y no una serie de pasos, pues el transeúnte, apenado ante su error frenó, levantó el pie con cuidado, se sonrojó aunque nadie lo estuviera viendo y se alejó del lugar. 

Esta simple huella urbana se parece a esa que se encuentra en el suelo de uno los balcones del Castillo de Heidelberg, Alemania. 

Cuenta la leyenda que en una gran fiesta que se dio en el castillo hubo un incendio y un caballero quedó atrapado adentro. La única manera que ese hombre tenía de escapar era saltar hacia el balcón y por eso, al día de hoy, la huella se conoce con el nombre de “El salto del caballero” que, supongo, quedo ahí no porque el suelo estuviera fresco, sino por la fuerza de su pisada al caer. 

La del pavimento, la que dejó un caballero urbano y que no se encuentra bajo el amparo de ese halo de fantasía, resulta muy burda.