lunes, 2 de abril de 2018

Carolina

Caí en esto de los blogs por allá en el 2006, época en la que todavía se utilizaba la línea del teléfono, con su particular sonido de ultratumba, no se me ocurre otro término, para conectarse a Internet. 

Uno de los primeros blogs que leí fue el de Carolina y su post de mis 100 más, una entrada común en ese entonces, donde las personas listaban 100 cosas de su vida: gustos, aficiones, caprichos, en fin, lo que fuera. Me pareció una buena manera de poder saber de alguien sin haberlo visto ni una sola vez en la vida. 

Carolina tenía una foto en su blog y me parecía muy bonita. Lo que más me gustaba de su cara era su nariz, respingada y de curvas perfectas. En su blog tenía la misma cajita para poner mensajes que hoy tiene el mío, que ahora solo está llena de spam. Si no estoy mal, la saludé por primera vez, con un mensaje que dejé en su caja, luego intercambiamos correos y mi pretexto para conocerla fue precisamente la cajita de mensajes. Yo, que era un primerizo en el mundo de los blogs, no tenía ni idea como insertarla, así que le pedí ayuda. 

Después de unas semanas de intercambio de correos, Carolina me invitó a su casa para que configuráramos la cajita de mi blog. Ella vivía con su mamá y un hermano, en una casa muy grande. El día que fui, apenas entré me pareció que tenía miles de habitaciones a las que se debía llegar por una escalera de madera que estaba recién brillada. 

Ella salió a recibirme y cruzó unas palabras con su mamá, que estaba en una especie de sala de estar, antes de que subiéramos a su cuarto. Apenas entramos a su habitación, ella me hizo sentar enfrente de su computador para que abriera mi blog, no si antes, configurar un setlist de música en el que predominaba Orishas, uno de sus grupos preferidos. 

El truco de la cajita consistía, únicamente, en copiar unas líneas de código de una página e insertarlas en la sección de ajustes del blog, y la cajita aparecía como por arte de magia. El poco tiempo que duro el proceso nos la pasamos charlando y cuándo terminamos le dije que si quería tomarse una(s) cervezas. 

Carolina acepto y fuimos a un barsito que quedaba cerca a su casa. Ya en el lugar, con la luz de una vela iluminando la mesa, nos entendimos bien, muy bien. De vuelta a su casa, cual escena de película romántica, caminamos tomados de la mano por un sendero de ladrillos, con árboles a ambos costados. 

Después de ese primer encuentro, nos volvimos a ver solo dos veces, cada una muy espaciada de la otra. 

Hoy, de un momento a otro, apareció en mi cabeza. Intenté buscar su cuenta de twitter, pero se me borró por completo de la cabeza. ¿qué será de la vida de Carolina?

domingo, 1 de abril de 2018

ERROR 404 NOT FOUND

A veces, cuando mis niveles de amargura son elevados, me indigno con lo que algunas personas postean en sus redes sociales. Es una actitud casi instantánea: despotrico de él porque se chequea en algún lugar, de ella porque le toma fotos a platos de comida, de ese(a) que no tengo idea quién es pues, considero, publica puras pendejadas. Otras veces, la actitud no solo se presenta en el mundo virtual.

No me gusta caer en ese estado. Se me ocurre que el acto de juzgar abre una rendija en nosotros, por la que se comienzan a colar sentimientos desagradables: odio, tristeza, rabia, etc. que nos joden la cabeza y la habilidad para entender, de forma sincera, lo que ocurre a nuestro alrededor

Una vez estaba almorzando con una buena amiga y comenzó a hablar mal de alguien o de algo y yo le dije que no juzgara. Me mando a comer mierda y me dijo que todo el mundo lo hace, que es nuestra programación por defecto y que para qué iba a ponerse a gastar energías suprimiendo esa actitud. No recuerdo cual fue el argumento de su respuesta, pero preferí callar y al rato cambiamos de tema. 

¿Será verdad eso? ¿Tenemos la batalla contra el juzgamiento perdida?  ¿Será que cuando nuestra mente no acepta como nos sentimos, algo que vemos y/o escuchamos; eso que atenta contra nuestra “verdad”,  la cabeza simplemente actúa como un navegador de Internet que no encuentra una página y caemos en un error de “not found”? 

Imagino que juzgamos porque nos sentimos perdidos al no entender por qué las personas actúan de determinada manera. Desubicados y todo seguimos juzgando, para nunca poder encontrarnos.

sábado, 31 de marzo de 2018

Un hombre sin nombre

Ayer, en un centro comercial, un hombre de unos cuarenta años que iba adelante en la fila del café, ordeno un capuchino mediano y una porción de torta. Después de que la cajera le dijo cuanto debía cancelar por el pedido, y de que el hombre sacara la billetera de su pantalón para pagar, la mujer le preguntó por su nombre.

Noté el gesto tranquilo del hombre, previo a abrir su boca para pronunciarlo y, justo luego, como su cara, en una fracción de segundo, adopto una expresión de confusión. “Mi nombre?” Preguntó, con una de esas sonrisas al borde de la desesperación. “Si por favor, para llamarlo cuando su pedido esté listo”, le respondió la cajera.

“Claro mi nombre”, dijo, pero su cara se puso como un queso, y se llevó ambas manos a la cabeza. No sabía cuál era su nombre, se le había borrado de la cabeza, e iba derechito hacía un ataque de pánico. 

Un hombre de la fila, que dijo ser médico y, sin que nadie hubiera pronunciado la frase de película “¡Un médico!”, se acercó al hombre y le dijo que tratara de respirar hondo y profundo, pues había comenzado a respirar de forma agitada. El médico le dijo: “Respire como le digo señor, o va a hiperventilar. El hombre le hizo caso. Al rato, un poco más calmado y tal vez sintiéndose como un bulto al no tener nombre, recostó su espalda contra una pared, se dejo deslizar hasta el piso, para luego esconder la cabeza entre las rodillas y comenzar a llorar.

Al rato llegaron unos empleados del centro comercial, con una camilla y uno de ellos iba con un botiquín, como si al hombre sin nombre le hubieran metido un patadón en un partido de fútbol. 

Apenas vio todo el alboroto que había causado su nombre, no-nombre o, más bien, la pérdida de este, se puso de pie y dijo que ya estaba bien. “¿Cómo se llama?” le preguntó el médico, “Jairo Meneses”, respondió al instante, pero a mí, que veía la escena desde lejos, por si acaso su condición era contagiosa, me pareció que se lo inventó en ese momento.

miércoles, 28 de marzo de 2018

Ringletes tristes

El día está oscuro. Fuertes ventarrones son los heraldos de un aguacero de proporciones  bíblicas. 

En el parque, un vendedor de unos 50 años, que lleva pantalones de drill y un sombrero, digamos, detectivesco sostiene en sus manos un palo del que cuelgan varios ringletes que, con sus diferentes colores, le hacen frente al día gris. 

El hombre está sentado en una banca y con la mirada perdida en algún punto. Es una escena triste, pues en el momento  en que lo observo el viento ha dejado de soplar y los ringletes, con sus colores, pero sin movimiento, como vivos pero muertos, pierden gran parte de su atractivo. 

A pocos metros del vendedor, dos mujeres adolescentes, ambas con camisas ombligueras (¡Con semejante clima!) se toman fotos. No es una simple selfie, sino que una de ellas posa, en una posición que considera sexy, con una mano apoyada en un árbol, mientras su amiga captura su imagen repetidas veces. Luego, la del árbol abandona su pose de modelo y corre a ver cómo quedó la foto. 

Ríen y alguna de las dos, difícil precisar si la fotógrafa o la que hace de modelo, considera que pueden hacerlo mejor, y la primera corre de nuevo hacia el árbol para adoptar su última postura, mientras bate su pelo y se lo echa hacia atrás. Imagino un séquito invisible de maquilladores y técnicos con luces que intentan mejorar su postura e imagen. 

Tal vez su foto se vería mejor si se la tomaran con uno de los tristes ringletes en sus manos.

lunes, 26 de marzo de 2018

Andar ligero

El hombre cuenta que ayer a las 4:00 a.m, cuando se dirigía hacia el trabajo, lo asaltaron y que por eso le tocó estrenar celular. También dice que nunca en su vida había sentido tanto pánico y terror. 

“El consejo que te puedo dar,—dice mientras parece recordar el amargo incidente y suspira para continuar—lo mejor es que cada vez que salgas de tu casa lo hagas lo más ligero posible, llevando la menor cantidad de cosas en tus bolsillos, porque no te imaginas, te lo revisan todo, hasta los calzoncillos.” 

El hombre dice que trató de ponerle la mejor cara a lo que le ocurrió, a no repasar el asunto en su cabeza una y otra vez, a dejarlo pasar. 

Me gusto eso de salir de la casa con la menor cantidad de cosas encima, algo que uno debería extrapolar a la forma de llevar la vida, pues tratar de andar ligeritos, en cualquier contexto, es un arte que a todos, creo yo, nos hace falta perfeccionar. 

La actitud del hombre, la forma en que reflexionó acerca de su robo, me recordó a Platon Karataev, un personaje que aparece en los últimos capítulos de Guerra y Paz. 

Karataev es tomado prisionero por los franceses cuando estos se toman Moscú. Es un hombre con pinta ordinaria al que llamaban “Pequeño Halcón”; la personificación eterna del espíritu de la simplicidad.  Para él, su vida no tenía sentido alguno como algo aparte y separado, sino como parte de un todo del que siempre estaba consciente. 

His words and actions flowed from him as evenly, inevitably, 
and spontaneously as fragrance exhales from a flower. 
He could not understand the value or significance of 
any word or deed taken separately.”

sábado, 24 de marzo de 2018

Pailander.com

Hace unas horas estaba rabón con el universo. El por qué es lo de menos, pues lo último que quiero hacer es jugar a ser mártir. Mástique el sentimiento por un rato, intentando diseccionarlo, y mientras estaba en esas se me paso. 

Para esos momentos en que no nos sentimos bien, debería existir Pailander.com, una red social solo apta para publicar la tristeza, nuestros desaciertos, etc. 

Que el mundo ya es lo suficientemente triste y no hay necesidad de recalcarlo es cierto, pero sería bueno que de vez en cuando dejáramos tanta felicidad pendejada de lado, tantas selfies, tantos platos de comida condimentados con filtros; pues lo que nos hace falta es mostrarnos tal cual cómo somos y nos sentimos. 

A la larga uno le abre puertas a otras personas, cuando deja ver las imperfecciones, Cuando eso ocurre, cuando otra persona muestra su versión con defectos, pensamos: “Ve, este(a) no es tan perfecto, como yo creía y sufre por asuntos iguales o similares a los míos.” 

Entre otras noticias, también les cuento que, desde ayer, estoy buscando el control remoto de mi televisor. Si alguien lo ha visto, por favor ponerse en contacto, gracias. 

El anterior párrafo ocurrió, solo para sumarle otras cuantas palabras a este post pues apenas llevaba 194 y desviarlo hacia cualquier otro tema. 

Me llega a la mente que mínimo cada entrada debería tener 300 palabras. Ese número imagino tiene que ver con lo que dice Stephen King es su autobiografía “Mientras Escribo”. El escritor dice que ese es el número mínimo de palabras que uno debería escribir a diario. Y pues si uno se fija sería bueno, pues al mes serían 9000 y al año más o menos 108.000, y entonces uno, sin mayor esfuerzo, tendría una novela completa, que si buena o mala, eso es otro cuento, pero del primer borrador en adelante todo es ganancia. 

Termino el párrafo anterior con 312 palabras. Ya puedo sentirme tranquilo, no sin antes recordarle, estimado lector, que está bien sentirse mal y que por favor tenga presente lo mí control remoto.

jueves, 22 de marzo de 2018

Estar

El verbo cuenta con la medio pendejadita de 28 definiciones de todos los sabores: pronominal, transitivo, copulativo, entre otros. 

Si nos fijamos bien estar está, valga la redundancia, en todo lado, y abarca nuestra vida de punta a punta, pues somos producto y emprendemos este extraño viaje porque alguien “estuvo” con alguien, de ahí, supongo, su carácter copulativo. También, cuando se acerca nuestro final podemos recurrir a la expresión: “estarse muriendo”. 

Va de la mano con el dinero, esa otra variable que se nos cruza hasta en la sopa, ¿cómo?, pongamos el mismo ejemplo que nos da la RAE: “A cuánto están las patatas?”, ahora bien, cambie la palabra patatas por la que usted desee, estimado lector. 

También para lo que somos o no somos, o al oficio al que nos dedicamos: Estar de ingeniero, de doctor, de escritor, de vendedor de patatas, o bien, estar de vago. 

Se encuentra uno entonces con lugares extraños como la “Sala de estar”, pues su nombre de cierta forma indica que, si no nos encontramos en ese espacio, no podríamos estar, pues es la sala quién nos otorga ese privilegio, y ¿si no estamos en una sala de estar en dónde carajos estamos o, más bien, ¿qué somos?, dilemas de la existencia que uno se encuentra por ahí. 

Lo bueno es que todos estamos de algo o en algún lugar. Me gusta eso, que no es un verbo excluyente, sino que nos deja en igualdad de condiciones, una de esas escasas pruebas que evidencia que, a pesar de las diferencias de raza, cultura, billete, estudio, etc. que nos empeñamos en resaltar, nos parecemos a cualquier persona más de lo que creemos duélale a quien le duela. 

Para estar solo hay que llegar, y a veces uno llega a lugares o se encuentra inmerso en diferentes situaciones sin ni siquiera desplazarse. Entonces, ¿para qué enredarnos la cabeza pensando si estamos en el lugar indicado, o si estamos haciendo o no lo que “deberíamos” hacer? ¿Qué tal si, como me dijo una mujer hace poco, uno está dónde tiene que estar y ya, así, sin más ni más; sin necesidad de reventarnos la cabeza al intentar encontrar una razón para justificar nuestro estar en el mundo?