lunes, 9 de abril de 2018

Cuento al vacío

“Muchas gracias por su participación, recibimos más de 100 
Cuentos. Preseleccionamos cinco, que fueron 
enviados al jurado calificador” 

Ese es el mensaje de agradecimiento que me llegó por haber participado en una convocatoria de cuento. En esa palmadita virtual en la espalda, venían los nombres de los cinco primeros puestos y un link con el cuento del ganador. 

“¿De qué quedó mi cuento?, ¿Hace parte de un montón que no merece ser ranqueado?”, me pregunto, pero eso, a la larga, no debería importarme. 

Doy clic en el link y leo el cuento ganador, pretendiendo identificar que fue lo que le falto al mío. Al principio no me parece nada del otro mundo, pero llego a la conclusión de que es pura envidia. Lo vuelvo a leer y el cuento es bueno, está muy bien escrito. Trata de una amistad entre dos hombres, y uno de ellos está en su lecho de muerte. ¿Habrá sido ese factor emocional lo que le hizo falta al mío?, ¿El conflicto que planteé fue muy soso, falto de, digamos, sabor, o acaso el punto de vista que seleccione, esa tercera persona que se las sabe todas, fue el inadecuado? 

Puede que sí o puede que no, tal vez me faltó tiempo de planeación, pues lo envié justo faltando 10 minutos para que el día se acabara y no trabajé en él más de una hora, pero de pronto eso son puras excusas que me invento y simplemente el texto que produje ese día no fue bueno. 

Creo que a veces eso ocurre con la escritura. Hay días en los que los textos fluyen más fácil, como si fueran bellos antes de ser escritos o tecleados, es decir, como si ya existieran en algún lugar al que, en ocasiones y con algo de fortuna, logramos acceder, pero hay otros días, como me dijo un joven novelista una vez, que uno solo escribe popó. Tampoco creo que una situación sea la buena y la otra la mala, pues todo intento de escritura, por más simple o desatinado que parezca, siempre será válido. 

Imagino al ganador trabajando en su texto poco a poco, quitando y añadiendo palabras todos los días, puntuándolo de mil maneras para dar con el ritmo adecuado, esculpiéndolo  poco para lograr su forma final. 

También debemos tener en cuenta que existen aquellos a los que esto de escribir se les da de forma natural, que incluso cuando redactan una lista de mercado, parece que fuera un poema.

domingo, 8 de abril de 2018

Existencialismo

Hace unas semanas me dio una crisis de existencialismo, de pronto es exagerado llamarlo de esa manera y fue mera pendejada mía, pero uno tiende a agrandar lo que le pasa. 

En esos días comencé a cuestionarlo todo; a cualquier tema que aparecía en mi cabeza, lo puntuaba con una coma a la que le seguía la pregunta: ¿para qué? 

El viernes pasado, tomando cerveza con unos amigos, les pregunté, en medio de una discusión de temas, digamos, poco profundos, pero que suelen ser los más importantes, que si, a veces, no se ponían en extremo existenciales. 

“¿Cómo así?”, me pegunto uno. “Pues sí, a veces no les parece que nada tiene sentido y sienten ganas de cuestionarlo todo” respondí. Todos casi al unísono respondieron: “ahh si, claro”, como si fuera lo más normal del mundo. 

“Esa es una de las razones por las que Lucia y yo no queremos tener hijos”, No nos parece bien tenerlos y sentirnos así”, concluyó el primero que había hablado. 

Dimos otras opiniones sobre el tema y me preguntaron que qué había hecho para salir de ese estado. Les dije que traté de no echarle mucha cabeza al asunto, sino más bien apostarle al importa culismo; que seguí el consejo de otra amiga que está buscándose en un viaje, que no sabe si tiene fin, en otro país. Ella me dijo que enredarse la cabeza con esas preguntas, sólo lleva a que surjan infinidad más, relacionadas con: éxito, libertad, expectativas, etc. que solo nos llevan a lugares muy oscuros y empantanados de nuestra mente.

Ahí se acabó nuestra discusión, y continuamos con otra relacionada con el top 5 de los mejores discos de rock, libros, películas y canciones de toda la historia.

jueves, 5 de abril de 2018

Enemigo

Al entrar al lugar, las personas, 2 hombres y una mujer, ya hablan animadamente. No los conozco, pero los saludo y ellos también lo hacen entre sonrisas y gestos cordiales, tal vez invitándome a entrar en la discusión, pero mi yo huraño se antepone y me obliga a sentarme apartado y a sumergirme en la pantalla de mi celular. 

Después de un par de minutos venzo mi actitud de “no me jodan” y me acerco al grupo, que de nuevo me recibe con gestos amables. Saltan de un tema a otro rápidamente, sin llegar a ninguna conclusión, solo botan ideas o puntos de vista, pero sin intentar imponerlos ante los demás. Trato de acoplarme a la dinámica de conversación lo mejor posible. 

En cierto momento hablan de un personaje público y la mujer dice que lo detesta, que es un ridículo y expone sus razones para tildarlo de esa manera. Meto una cucharada de palabras en la conversación, y le digo lo que pienso: que la persona de la que habla no debería actuar de la manera en que lo hace, pero que está en su libre derecho de hacerlo. 

La mujer calla por unos segundos, mientras parece masticar mi opinión frente al tema, y arranca de nuevo a despotricar: “pero es que ese hijue…”, Uno de los hombres interviene. Tiene voz grave y habla con una forma pausada que hace parecer que lo que está a punto de decir es importante y que es mejor ponerle toda la atención posible. 

“Pero mira”, comienza a hablar, “¿Para qué te estresas de esa manera, uno va por ahí clasificando enemigos y estos, en toda su vida, nunca se enteran cómo nos sentimos hacia ellos”, hace una pausa y luego concluye, “¿no te parece?, yo siempre he dicho algo, a quien consideres tu enemigo ignóralo o atácalo, pero no lo sufras”.

miércoles, 4 de abril de 2018

Tropezón mortal

10:30 p.m. marcan el reloj del computador y el del celular. No sé para que miro uno después del otro; creo que para ver si la diferencia horaria que espero encontrar sea una especie de fuente mágica de las palabras que van a conformar este post, porque volvemos a lo mismo: no sé sobre qué escribir, y a ese estado lo acompaña un ligero dolor de cabeza y  también algo de sueño; quizá lo primero se deba a la falta de lo segundo, y la escritura les hizo pistola a ambas cosas. 

No quiero caer en el ritual de búsqueda de escritos reciclados, además no recuerdo ninguno en este momento con el que pueda hacer “trampa”, es decir, editarlo y publicarlo como si nada, igual, ¿qué más da?, es imposible que usted, estimado lector, se entere de eso y, segundo, que le de alguna importancia. 

Hace un par de horas, mientras caminaba de vuelta a la casa, envuelto en un aire frio y pensando como utilizar el paraguas que llevaba como un arma de defensa, en caso de que me abordaran unos asaltantes, traté de dar con un tema sobre el cual escribir. 

Al cruzar una calle me tropecé con un andén, y mientras trastabillaba, me encanta esa palabra, pensé que me iba a estrellar con el suelo. En esta ocasión logre mantenerme de pie y seguí caminando, después de insultar al andén, mi pie, al universo, a aquella deidad encargada de repartir los tropezones entre los humanos. 

¿Qué tal que ese hubiera sido el último momento de mi vida? Sé lo que puede estar pensando: “Que tipo tan trágico, solo fue un tropezón”, pero ¿y si no me hubiera logrado reincorporar, he ahí otra palabra que me gusta, y mi cabeza en la caída, hubiera impactado un muro de ladrillo pequeño que estaba cerca del andén?

Parece que andamos muy tranquilos por la vida con ínfulas de inmortales y, muchas veces, vemos la muerte como un evento lejano, algo que no es con nosotros, quizá por eso es que nos da tan duro cuando la experimentamos de cerca de alguna manera; pero ahí esta, paseándose en frente de nuestras narices. Me pregunto, ¿cuántas veces la habremos esquivado sin darnos cuenta? 

martes, 3 de abril de 2018

El japonés

Mi padre estudió el colegio en un internado. Cuenta que, en sus últimos años de estudio en ese lugar, hubo una fiebre por el ajedrez entre los alumnos. El aprendió a jugarlo, y cada vez que iba de visita a la casa le preguntaba a mi abuelo que si quería jugar. 

La primera vez, el abuelo le dijo que si y, al considerarlo un rival inferior, le cedió las dos torres. A pesar de la supuesta ventaja, mi padre perdió la partida. 

Mi papá no perdió el interés por el ajedrez, y se hizo amigo de otro estudiante que era muy bueno. Juntos conformaron una dupla de juego y se batían ante los mejores jugadores del colegio, incluidos profesores. Su amigo era el encargado de llevar la partida, y mi padre lo aconsejaba, según él, cuando iba a cometer una bestialidad. 

Después de esa alianza, las veces que mi padre le pidió al abuelo que jugaran, este nunca le volvió a dar ningún tipo de ventaja. 

Tiempo después, en su colegio, apareció el japonés. Lo llamaban así porque tenía los ojos achinados. Al japonés también le gustaba jugar ajedrez y andaba de arriba a abajo por el colegio con un set del juego debajo del brazo, desafiando a todo aquel que se le cruzara en el camino. 

Un día mi padre se lo encontró subiendo unas escaleras mientras él bajaba. El japonés lo abordo: 

“Mono, ¿usted sabe jugar ajedrez?” 
Pues sé mover las fichas” 
“Venga le doy su mate”, le dijo el japonés. 

Se sentaron en las mismas escaleras y el japonés abrió un estuché que contenía las fichas y que, a la vez, se convertía en tablero. 

Con los primeros movimientos que hizo el japonés, mi padre se dio cuenta que su rival hablaba más de lo que en verdad jugaba, y fue llevando la partida tranquilo, hasta que le hizo un jaque doble con un caballo. 

Por la disposición de las fichas sobre el tablero, el jaque era muy obvio, pero el japonés actuó como si nada y cuando iba a mover un alfil, mi padre le dijo. “Un momento maestro, su anciano está en Jaque”. 

“¡Pero usted no dijo la palabra jaque! Exclamó el japonés y, muerto de la ira, le lanzó un puño a mi padre, que él, con la habilidad de un jugador experimentado de ajedrez, esquivo y aterrizó en su clavícula.

lunes, 2 de abril de 2018

Carolina

Caí en esto de los blogs por allá en el 2006, época en la que todavía se utilizaba la línea del teléfono, con su particular sonido de ultratumba, no se me ocurre otro término, para conectarse a Internet. 

Uno de los primeros blogs que leí fue el de Carolina y su post de mis 100 más, una entrada común en ese entonces, donde las personas listaban 100 cosas de su vida: gustos, aficiones, caprichos, en fin, lo que fuera. Me pareció una buena manera de poder saber de alguien sin haberlo visto ni una sola vez en la vida. 

Carolina tenía una foto en su blog y me parecía muy bonita. Lo que más me gustaba de su cara era su nariz, respingada y de curvas perfectas. En su blog tenía la misma cajita para poner mensajes que hoy tiene el mío, que ahora solo está llena de spam. Si no estoy mal, la saludé por primera vez, con un mensaje que dejé en su caja, luego intercambiamos correos y mi pretexto para conocerla fue precisamente la cajita de mensajes. Yo, que era un primerizo en el mundo de los blogs, no tenía ni idea como insertarla, así que le pedí ayuda. 

Después de unas semanas de intercambio de correos, Carolina me invitó a su casa para que configuráramos la cajita de mi blog. Ella vivía con su mamá y un hermano, en una casa muy grande. El día que fui, apenas entré me pareció que tenía miles de habitaciones a las que se debía llegar por una escalera de madera que estaba recién brillada. 

Ella salió a recibirme y cruzó unas palabras con su mamá, que estaba en una especie de sala de estar, antes de que subiéramos a su cuarto. Apenas entramos a su habitación, ella me hizo sentar enfrente de su computador para que abriera mi blog, no si antes, configurar un setlist de música en el que predominaba Orishas, uno de sus grupos preferidos. 

El truco de la cajita consistía, únicamente, en copiar unas líneas de código de una página e insertarlas en la sección de ajustes del blog, y la cajita aparecía como por arte de magia. El poco tiempo que duro el proceso nos la pasamos charlando y cuándo terminamos le dije que si quería tomarse una(s) cervezas. 

Carolina acepto y fuimos a un barsito que quedaba cerca a su casa. Ya en el lugar, con la luz de una vela iluminando la mesa, nos entendimos bien, muy bien. De vuelta a su casa, cual escena de película romántica, caminamos tomados de la mano por un sendero de ladrillos, con árboles a ambos costados. 

Después de ese primer encuentro, nos volvimos a ver solo dos veces, cada una muy espaciada de la otra. 

Hoy, de un momento a otro, apareció en mi cabeza. Intenté buscar su cuenta de twitter, pero se me borró por completo de la cabeza. ¿qué será de la vida de Carolina?

domingo, 1 de abril de 2018

ERROR 404 NOT FOUND

A veces, cuando mis niveles de amargura son elevados, me indigno con lo que algunas personas postean en sus redes sociales. Es una actitud casi instantánea: despotrico de él porque se chequea en algún lugar, de ella porque le toma fotos a platos de comida, de ese(a) que no tengo idea quién es pues, considero, publica puras pendejadas. Otras veces, la actitud no solo se presenta en el mundo virtual.

No me gusta caer en ese estado. Se me ocurre que el acto de juzgar abre una rendija en nosotros, por la que se comienzan a colar sentimientos desagradables: odio, tristeza, rabia, etc. que nos joden la cabeza y la habilidad para entender, de forma sincera, lo que ocurre a nuestro alrededor

Una vez estaba almorzando con una buena amiga y comenzó a hablar mal de alguien o de algo y yo le dije que no juzgara. Me mando a comer mierda y me dijo que todo el mundo lo hace, que es nuestra programación por defecto y que para qué iba a ponerse a gastar energías suprimiendo esa actitud. No recuerdo cual fue el argumento de su respuesta, pero preferí callar y al rato cambiamos de tema. 

¿Será verdad eso? ¿Tenemos la batalla contra el juzgamiento perdida?  ¿Será que cuando nuestra mente no acepta como nos sentimos, algo que vemos y/o escuchamos; eso que atenta contra nuestra “verdad”,  la cabeza simplemente actúa como un navegador de Internet que no encuentra una página y caemos en un error de “not found”? 

Imagino que juzgamos porque nos sentimos perdidos al no entender por qué las personas actúan de determinada manera. Desubicados y todo seguimos juzgando, para nunca poder encontrarnos.