jueves, 19 de abril de 2018

Hielo

Pertenezco al grupo de los que, apenas se va a dormir, hacen cálculos de cuantas horas de sueño pueden disfrutar. Las supuestas 8 reglamentarias me parecen exageradas, 7 son un lujo, las 6 caminan sobre el borde del cansancio del siguiente día y menos es un atentado contra la paz mental y porque no mundial, pues quién sabe qué cantidad de gente vive emputada porque tiene sueño y se desquita con los demás. 

Lo único malo de dormir es tener que despertarse no de forma natural, sino con una alarma. Es que solo el nombre ya evidencia lo negativo. Los eruditos de la RAE, que me los imagino viejos y desgastados, definen la palabreja como: “Mecanismo que tiene por función avisar de algo”, pero también significa: “Aviso o señal de cualquier tipo que advierte la proximidad de un peligro”. 

Por eso despertarse resulta alarmante, es, guardando las proporciones, como estar en un sauna y de un momento a otro sumergirse en una piscina con muchos cubos de hielo. 

Puede ser que la vigilia, tan cargada de realidad, sea ese peligro que nos advierte la alarma, por eso, a veces, lo mejor es andar dormidos, y es que ninguna chicharra (que buena palabra esta) de despertador, celular, etc. es cordial con el sueño. 

Desde hace unos días decidí volver a conectar un reloj despertador para cambiar el sonsonete de la alarma del celular, que ya me tenía aburrido, por el de una emisora de radio; “Por lo menos me despierto escuchando música” pensé y, hasta el momento, me ha parecido una mejor opción para despertarme. 

Hoy, por ejemplo, la canción que me despertó fue “La Nevera” y me hizo reír. Cuenta las desgracias de un hombre que tiene la nevera pelada, pero recapacita y cae en cuenta de que por lo menos tiene nevera  y que puede hacer hielo.

miércoles, 18 de abril de 2018

Música clásica

Es medio día y la orquesta, alrededor de 30 músicos con instrumentos de viento, percusión y cuerdas, está ubicada sobre una tarima con una carpa blanca. El día es gris y parece va a llover, pero poco a poco el público comienza a aparecer y las personas se sientan en unas sillas Rimax blancas y desgastadas, ubicadas en varias hileras enfrente del escenario. 

El director, un hombre canoso, calvo y con pelo a los costados de la cabeza se ubica en frente de un atril y mueve la batuta para iniciar la primera pieza que es de música clásica y dura poco. Luego anuncia el nombre del compositor europeo de la segunda, y llama al frente a una solista de clarinete. La pieza comienza y la mujer desliza sus dedos por el instrumento con mucha agilidad y realiza unas escalas velocísimas. 

Una de las mujeres de la orquesta que toca el fagot, ocupa una de las primeras filas, su pelo es verde de la mitad para abajo; me la imagino tocando bajo en una agrupación de metal, me pregunto si existirá alguna relación entre ambos instrumentos. 

Cada vez más gente llega a la plazoleta; destinan parte de su hora de almuerzo a presenciar el espectáculo. Parece que es muy difícil negarnos a esos espacios que quiebran nuestra rutina, y estamos dispuestos a vivir lo que sea con tal de que nuestro día no sea una repetición del anterior. Hay de todo: oficinistas con vasos de café en sus manos que aminoran su paso hasta que se acoplan a la audiencia del concierto, personas que hacen vueltas por el sector, parejas de viejos, niños, etc. 

La mujer del clarinete termina su presentación y se devuelve a su puesto. La nueva pieza que comienza es un arreglo de son cubano. Es agradable y después de varios minutos es el turno de unos músicos para hacer solos con su instrumento. El primero que pasa al frente es un hombre con una flauta traversa, de inmediato viene a mi mente Jethro Tull, y supongo que el músico es un gran admirador de ese grupo; luego pasa un hombre con un saxofón, al rato otro con una flauta pequeñísima, que no se como se llama, pero que es perfecta para lograr tonos muy agudos y el que cierra es un trompetista que entra como con pasos de elefante, por la potencia de su instrumento. Al final encarrilan la pieza hacia un merengue que termina en un beat muy acelerado. 

Se supone que ese era el fin de la presentación, pero el público se pone de pie y comienza a aplaudir; algunas personas gritan: ¡Otra!, hasta que los músicos vuelven a tomar asiento y el presentador dice que van a tocar “Prende la vela” de Lucho Bermúdez.

martes, 17 de abril de 2018

Sombra

Catalina publica videos; son grabaciones cortas en las que narra episodios de su día a día. Tiene pelo negro largo y una cara con buena simetría, es decir, es bonita, pues dicen que lo que realmente nos atrae de otra persona son las distancias entre los órganos que componen la cara y su distribución en la misma, como quien dice que uno no vaya a ser un cuadro de Picasso. 

Dice que es domingo, pero es imposible saber si dice la verdad, supongamos que sí. Cuenta que son las 5 de la tarde, esa hora en que la tarde se perfila hacia ese momento en que dan ganas de pegarse un tiro; también, hace unos años, en una conferencia sobre búsqueda de trabajo, el expositor dijo que los Domingos en la tarde es cuando se presenta el índice más alto de suicidios, pero mejor sigamos hablando de Catalina.

Ella, en sus videos, es de esas personas que nunca parece estar triste. Siempre habla con una voz animada, como si su audiencia fuera tarada o niños menores de cinco años. Abre los ojos y dice que un fulano la llamo, “Me llamo hoy domingo a las 5 para invitarme a salir, ¿lo pueden creer?” Me hago la pregunta y sí lo creo. Luego de eso Catalina dice ¿y ahora que hago con estas ojeras? Y se las señala, yo no las veo, pero se supone que ahí están y que son toda una desgracia.

Ahora saca un tubito y lo acerca y aleja de la pantalla varias veces. Luego dice: “No hay problema, pues tengo esta Sombra marca ”ihuyfguygus” que lo va a solucionar todo. Luego se la aplica y ¡Charán! Sus ojeras desaparecen, como por arte de magia; se edita eso de su apariencia que odia o, que cree, los otros odian. Yo sigo sin verlas, y no sé si es porque desaparecieron gracias a la sombra o no existían desde un principio. 

lunes, 16 de abril de 2018

Limpiar las gafas

El año pasado compré gafas, pues llevaba un montón de tiempo con las viejas y la fórmula ya necesitaba un reajuste. Cuando me las entregaron en la óptica, la mujer que me atendió me las hizo poner para ver que tal las sentía. Luego se las pasé y me mostró cómo las debía limpiar. “¿Pero qué ciencia tiene acaso limpiar los lentes de unas gafas?” me pregunte, mientras la mujer les pasaba un trapo y me decía: “solo debe mover el trapo en una sola dirección, sin hacer círculos, para no rayar el lente” 

Las primeras semanas las limpié como me indicó la mujer, despacio, con un movimiento en una única dirección y con mucho cuidado, pero después de un tiempo me aburrí de tanta parsimonia y las comencé a limpiar en círculos, incluso, cuando estoy acostado leyendo, no con el paño sedoso del estuche, con mi camisa. 

¿Cuánto tiempo de mi vida me quita la actividad de limpiar las gafas?, seguro muy poco, entonces ¿Por qué no lo hago de la manera que se supone es la más adecuada? Porque yo, como muchos otros,  soy feliz tratando de ahorrar tiempo, de simplificar las cosas. Por eso desconectamos la USB sin expulsarla, ¿qué si se daña?, que importa, compramos otra y ya está. También, por ese afán incomprensible de vivir a toda velocidad, cruzamos las calles cuando el semáforo esta en verde, pues alegamos no tener tiempo, como si fuera algo que pudiéramos meter en una maleta.  Quién sabe que otra cantidad de actividades las hacemos como si la vida se nos fuera a acabar.

¿Y qué tal si un día de estos la vida se nos va, por apresurarnos al momento de limpiar las gafas?

domingo, 15 de abril de 2018

Abuelita

Escucho a los carros pasar con ese particular sonido que hacen las llantas sobre el pavimento mojado, mientras una niña, a la que no le pongo más de cinco años grita: “¡Abuelitaaa!, ¿Por qué abuelita?”. 

¿Qué le ocurre?, ¿Qué le está haciendo su abuelita?, ¿qué le paso a su abuelita? ¿será que se desmayó a causa de un paro cardíaco y su nieta llora desconsolada a su lado al no saber qué hacer? “Qué le importa?” podrá preguntar usted, estimado lector, y tiene toda la razón para hacerlo. No es que me importe, sino que por naturaleza somos curiosos, pues es una condición necesaria para sobrevivir; siempre andamos tras la búsqueda del significado de los eventos que ocurren a nuestro alrededor, por más simples que parezcan. 

Los gritos me hacen acordar de mi abuela materna, que era a la que veía con mayor frecuencia, pues la paterna vivía muy lejos y murió cuando yo era pequeño. Nunca tuve une relación cercana con mi abuela materna, a diferencia de unos primos que vivieron con ella y para quienes fue una persona muy importante en su vida. De ella recuerdo como movía con el pie a “Ita” una perra Cooker Spanish que se echaba en el piso al lado de ella a descansar, y cuando mi abuela se iba a parar, casi siempre le bloqueaba el paso, por lo que metía uno de sus pies debajo de ella y la movía, delicadamente, como arrastrándola por el piso, mientras decía “eche pa allá”. 

También recuerdo esas veces que entraba a la cocina y salía con las manos debajo de los sobacos. “Mamá, qué lleva ahí?”, le preguntaba alguna de sus hijas. “Nada mija”, respondía ella mientras se alejaba rápidamente. Lo más probable era que llevara un pan en una mano y en la otra un bocadillo. Ella era diabética y tenía una dieta muy estricta y de vez en cuando hacia esas trampas. Cuando ya estaba bien viejita, sufrió unas complicaciones respiratorias y cardiovasculares y quedo postrada en una cama por cuatro años, hasta que su cuerpo no aguantó más. En lo que duró en ese estado, recuerdo como cuando alguien hablaba en la habitación, ella seguía el sonido de la voz con sus ojos, dos pepitas negras que se movían a toda velocidad, y que hacían pensar que ella estuviera al tanto de la conversación. 

Carolina, Una amiga que fue muy apegada a su abuela, porque también había vivido mucho tiempo con ella, hace un tiempo me contó que su abuela falleció y que ella y su hermano sufrieron mucho con su muerte, pues duro una temporada larga en el hospital con muchos altibajos de salud, y en una ocasión su hermano tuvo que ver cómo, un equipo de médicos y enfermeros, la revivieron. 

La niña ya dejó de gritar. Nunca vamos a saber que fue lo que le hizo su abuelita,  y/o lo que ocurrió a ambas.

viernes, 13 de abril de 2018

Fiesta

Supongo que muchos de mis contemporáneos, al igual que yo, tuvimos una época en la que no queríamos quedarnos en casa un viernes por la noche, y considerábamos obligatorio salir de fiesta. Después de unos años de ese frenesí de rumba, las ganas caen en picada. 

No me imagino, por ejemplo, salir de fiesta hoy con el clima tan horroroso que está haciendo, usted ya sabe estimado lector, uno de esos días de lluvia eterna, que cae no copiosamente, porque la palabra se queda corta, sino, más bien, con rabia. 

“Fiesta” es también el título de una novela de Hemingway que leí hace mucho tiempo porque una mujer me la recomendó, precisamente en una fiesta. Ella, si no estoy mal, había terminado en el bar por el primo de la hermana del amigo del novio de la amiga del colegio, que conocía al homenajeado de esa noche de rumba. 

En medio de los tragos y la algarabía nos pusimos a hablar y resultó que también le gustaba leer. Creo que me sentí ligeramente atraído hacia ella (en esa época era algo blandengue sentimentalmente hablando, y el simple hecho de que una mujer compartiera mi gusto preferido, me hacía pensar que me gustaba). 

Pero no dejemos que el post se descarrile y volvamos a la “Fiesta” de Hemingway. Luego de su recomendación, apenas acabé la novela que estaba leyendo, me la compré, pues pensé que iba a ser uno de esos textos reveladores y/o que cambian la vida, debido al entusiasmo con el que la mujer me había hablado acerca de la novela. Luego de terminarla, no me pareció nada del otro mundo; tal vez eso se debió por el momento en el que llegó a mi vida, pues bien sabemos que el significado e impacto que los libros tienen  en uno cambia, al tiempo que lo hacemos nosotros, con el pasar de los años.

En un artículo de prensa de 1981, titulado “mi Hemingway Personal”, García Márquez a sus 28 años, relató una ocasión en la que, “con una novela publicada y un premio literario en Colombia, pero varado y sin rumbo en Paris”, según sus propias palabras, vio al legendario escritor norteamericano, que acababa de cumplir 59 años, caminando junto a su esposa por la acera opuesta. En medio del éxtasis que le produjo el avistamiento, solo atinó a gritarle “Maeeestro”, a lo que Hemingway le respondió con un saludo con la mano, y las palabras: Adióoooos Amigo”. 

En el artículo Márquez también habla de que Hemingway era un monstruo para escribir relatos cortos, pero que algo fallaba en su técnica en los relatos de largo aliento; que uno podía diseccionar sus cuentos y asombrarse con la manera en que todas sus partes habían sido escritas para acoplarse de manera perfecta, como el engranaje de un reloj, al contrario de sus novelas que, al momento de someterlas a ese mismo estudio riguroso, resultaban ser “cuentos desmedidos a los que le sobran demasiadas cosas”. 

No creo que mi yo lector de ese entonces hubiera precisado lo mismo que el Nobel colombiano, sino que simplemente no me gusto y ya. A ella, la mujer que conocí en la fiesta, el libro la había tocado profundamente por alguna razón: un recuerdo, una experiencia, la relación con un personaje, vaya uno a saber qué cosa en particular. 

Recuerdo también como La Metamorfosis de Kafka se me apareció el año pasado de diferentes maneras y la volví a leer. Quizá haga lo mismo, este año, con la novela de Hemingway.

miércoles, 11 de abril de 2018

Libros sin dueño

Alguna vez leí, no recuerdo si en una novela o un artículo, sobre un libro usado que pasaba de persona en persona, y quien lo recibía tenía como condición no romper la tradición,   y entregárselo a otro lector al terminarlo, no sin antes dejar constancia, en una de las páginas del libro destinada a eso, en qué lugar geográfico (país, ciudad, provincia, etc.) había sido leído; así la nueva persona que lo recibía, adicional a la lectura, se sentía a la vez parte de un viaje, promotor de una aventura, y se creaba, de alguna manera, un lazo fraternal entre los lectores del libro. 

El año pasado, el 24 de diciembre, compré el libro de las Notas de prensa de Gabriel García Márquez en un mercado callejero, y las páginas del libro, que alguna vez fueron blancas, ya comienzan a tomar un color amarillento, y parece que dentro de poco se va a descuadernar.

¿Quién lo leyó?, ¿quién lo vendió o donó?, ¿por cuántas manos pasó antes de llegar a las mías?, me pregunto. Reviso el libro con la esperanza de encontrar una nota de alguno de sus anteriores dueños, pero no hay nada, solo tiene una anotación a lápiz en la primera página, y es el precio que, supongo, anotó el librero callejero. 

¿Por qué no pasar los libros a alguien, una vez los terminamos de leer? Como a todos los que les gusta leer, comparto ese placer casi enfermizo de atesorar libros, pero no lo entiendo;  supongo que está ligado a esa compulsión enfermiza por comprarlos, aun cuando tenemos varios en cola pendientes por leer.

Sería una especie de trueque eterno, de uno de los objetos más fascinantes que ha creado la raza humana.