viernes, 11 de mayo de 2018

Ansias

Tengo muchas ganas de escribir algo. Eso es bueno, lo único malo es que no sé qué, pero el solo hecho de querer hacerlo es un buen indicio. 

Supongo que hay infinidad de niveles de ganas para hacer cualquier cosa, pero para ser prácticos digamos que son cuatro: Alto, medio, bajo y penumbra, este último, un estado en el que, con cada una de nuestras acciones, podemos caer en la luz tan fácil como en la oscuridad, como si anduviéramos por un camino de éxtasis con el precipicio de la depresión al lado.  El nirvana y la oscuridad total, que están más cerca de lo que pensamos.

Hoy, afortunadamente, me encuentro lejos de esa zona de penumbra, pero mi musa está dormida. La verdad tiendo a creer que esa ensoñación poética no existe, que lo único con lo que contamos son las ganas de querer hacer algo y ya, y que no hay necesidad de ponerle tantas arandelas al asunto ni de fingir una sensibilidad artística especial cuando no la hay. 

En medio de esas ansias de escribir di, como en muchas otras ocasiones, con una columna de Millás que quizá da en el blanco de mi estado: 


“Estar a punto de ponerse a escribir es como estar a punto 
de tirarte por la ventana de un séptimo piso: de un lado 
lo deseas, para acabar con todo, pero de otro notas cómo 
el pánico, que tiene una mano grande y vigorosa, en 
cuyo interior cabe todo el sistema digestivo, comprime 
tus vísceras” 


De pronto ese párrafo lo explica todo, pues, ¿cómo uno no va a sentirse ansioso de cometer un acto de esos, de tirarse por la ventana o escribir? Es que solo imaginémoslo: pararse en la cornisa sentir cómo el viento golpea la cara, el agarre fuerte de los dedos a los marcos de la ventana, una gota de sudor que lentamente resbala por una mejilla; mientras esperamos que alguien nos hale hacia adentro de nuevo, pues supongo, no lo sé, sé muy pocas cosas la verdad, que por más mal que estemos, siempre esperamos que algo o alguien nos salve. 

Quién sabe en cuántas situaciones de nuestras vidas hemos saltado al vacío, pero, ya ve usted, estimado lector, seguimos aquí con o sin musa, con o sin escritura; sin muchas cosas que creemos necesitar y con otras tantas que, sin saberlo, son nuestra salvación.

jueves, 10 de mayo de 2018

Vamos a fingir

“Vamos a fingir que la vida es una sustancia sólida, con forma 
de globo, que giramos en nuestros dedos. Vamos a fingir que 
podemos distinguir una historia simple y lógica, que cuando 
despachamos un asunto—el amor por ejemplo— vamos, 
de manera ordenada, al siguiente.” 
— Las Olas — 

Cuando leí ese libro, ese párrafo se me quedó grabado en la cabeza. Es perfecto, una verdad, me atrevo a decir, absoluta, pues no hacemos otra cosa que fingir: fingir que lo tenemos todo claro, que controlamos todas las variables; fingir que sabemos qué es lo que hacemos, fingir que luego de A viene B y luego C, etc. fingir, fingir y fingir. 

En medio de esta conducta rutinaria, y como le ocurrió ayer a la esposa del hermano de un amigo, que murió atropellada por un bus, llega la muerte y nos deja en claro que no sabemos nada o, de pronto sí, sino que le estamos prestando demasiada atención a temas secundarios. 

Da rabia entonces que la muerte sea la única encargada de abrirnos los ojos, de sacudirnos para que comencemos a fijarnos en todo aquello que sabemos vale la pena, pero tenemos relegado.

miércoles, 9 de mayo de 2018

Hablar en poesía

Hoy volví a hacer trampa acá, es decir, tenía toda la intención de escribir sobre un tema, pero me distraje en otros asuntos y cuando retomé el escrito ya eran las 11:47 p.m, así que guardé el post escribiendo un punto en el título, para que la entrada quedara con  fecha de ayer, y así poder escribirlo hoy,  en la madrugada, como si lo hiciera ayer; una especie de escrito del futuro en el pasado o viceversa, que enredado está esto. 

Después cambié el punto por el título que lleva el post y que tiene que ver con el tema sobre el cual quería escribir, pero luego de investigar un poco, lo catalogué de fascinante y pensé que dedicarle unas cuantas palabras a la ligera sería desperdiciarlo. 

A veces eso me ocurre. Se me presentan temas y una de dos: o  no estoy listo para escribirlo, o el tema no lo está para mí; en ambos casos sobresale mi falta de conocimiento. Cuando eso ocurre, creo que lo mejor es dejar las ideas en remojo y empaparlas con otras que vayan llegando en los días venideros. 

En este punto ya le estoy dando vueltas a este escrito que, claro está, no es poesía ni nada tiene que ver con ese tema, en fin, quería escribir algo, lo que fuera, mientras el frío de la madrugada no me sacara corriendo del escritorio. 

Han pasado más de 10 minutos y no se me ocurre que más escribir, es una lástima que no hubiera podido desarrollar la idea inicial. También es una lástima que a estás alturas del partido haya leído tan poca poesía en mi vida, y aún da más lástima que el día solo tenga 24 horas.

La escritora Margarita García Robayo dice que es muy importante leer poesía, pues es el mayor esfuerzo que uno puede hacer con el lenguaje o, en otras palabras, las mías, de estirarlo todo lo posible.

martes, 8 de mayo de 2018

El hombre

Llueve y hace frío. Es un día gris que más bien parece una película muda. 

El hombre que entra al café lleva un traje negro y una camisa blanca de rayas azules, desapuntada al nivel del cuello. No lleva corbata, suponemos que la carga en su maletín, destinada para un momento que lo amerite. ¿Cuál?, no lo sabemos, es algo que solo le concierne al hombre. 

Apenas se sienta, pone un paraguas contra la pared y lo observa durante un par de segundos, como pensando: “Ni por el putas se le ocurra resbalarse”. El paraguas le hace caso y se queda inmóvil. 

Luego el hombre descansa un maletín café de cuero sobre una silla. Acto seguido saca un portátil muy pequeño, lo abre y enciende con ágiles movimientos. A la par de esas acciones pone un bloc de hojas grapadas sobre la mesa, lo que parece una especie de informe, ¿de qué?, imposible saberlo. 

Teclea un rato en el computador. ¿Qué hace el hombre?, ¿Quién es el hombre? No sabemos. ¿Quiénes son esos con “desconocidos” con los que nos cruzamos a diario?, ¿qué papel juegan en nuestras vidas? El hombre ordena que le traigan un tinto. “¿Con azúcar?”, pregunta la mesera. “No, así, solo”, responde serio. Ahora lee el informe, con un marcador rojo en su mano derecha, listo para masacrarlo. 

Podemos pensar lo que queramos sobre el hombre. Que es un escritor que trabaja en su novela de a poquitos, a punta de frases sueltas, pues ya dejo de teclear y ahora solo se dedica con detenimiento a su lectura. Puede que no sea un informe, sino el borrador de su novela. También puede ser que no le interese para nada la literatura, y que sea un ejecutivo que trabaja en finanzas, alguien que maneja cifras que no nos caben en la cabeza, miles de millones que resultan difíciles de pronunciar, o bien, el hombre podría ser las dos cosas al mismo tiempo o ninguna 

En la muñeca izquierda lleva un reloj muy grande. Podemos imaginar que el hombre vive pendiente del tiempo, que lo obsesiona esa variable que inventamos y que determina en gran parte nuestras vidas. El hombre dirige la mirada a un reloj que cuelga en la pared, parece haber olvidado el que lleva puesto, como si los segundos, minutos y horas que lleva en la muñeca no le pesaran. 

El celular le suena. Lo contesta y con un acento que parece chileno, con frases pegadas ininteligibles y picos en la entonación, saluda a un tal Eduardo. Responde que si a lo que este le pregunta, que más tarde va a estar en el lugar acordado. “Un abrazo Eduardo”, dice para despedirse, “nos vemos más tarde”. 

El hombre ordena otro tinto.    

lunes, 7 de mayo de 2018

Desléame

Siempre me ha llamado la atención el prefijo Des que denota negación o inversión de algo: Des-lactosado, descafeinado, desatinado, descachalandrado; esta última no existe, o bien la podemos llamar es una no-palabra, pero el lenguaje sería más divertido si nos diéramos ciertas licencias creativas con él. Dejemos claro que para ese último ejemplo que pongo,  que cachalandrado, vendría a significar como bien puesto o arreglado. 

Volviendo al tema del Des en estos días me lo encontré dos veces de forma diferente. La Primera fue en Pedro Páramo cuando uno de los personajes utiliza el término “Des-mañanarse”, que significa madrugar y que, en mi humilde opinión, es demasiado preciso y tiene todo el sentido del mundo. 

Los mexicanos tienen un montón de palabras que, aunque lejos de ingresar al riguroso mundo de la RAE, son exactas para denotar una situación. De ahí que García Márquez haya escrito en uno de sus artículos: “El mejor idioma no es el más puro sino el más vivo. Es decir, el más impuro; el de México, que parece el más imaginativo, el más expresivo, el más flexible”. De pronto esa era una de las razones por las que al escritor le gustaba tanto ese país, por ese español elástico. 

Hoy por los misteriosos artilugios de un simple clic que  lleva a un sinnúmero de ellos, di con un cuento titulado “El Escritor Des-leído, que trata sobre el escritor Errelese (R.L.S), así firmaba sus libros y lo conocía todo el mundo. Al escritor no le gusta mucho el estrellato, y en 30 años había decidido no dar ninguna entrevista a la televisión, como si, extrañamente, no quisiera ser leído. 

Hace poco, en otra novela leí que las palabras siempre buscan algo más allá del placer propio, y que escribir para uno mismo sería como hacer el equipaje y no irse de viaje. 

De cierta forma es un pensamiento, digamos, inteligente, pero que lástima que hasta en la escritura se presente ese afán de reconocimiento que está tan presente en los demás campos de la vida. Si, uno escribe para que otros lean, pero es innegable que también uno escribe con ánimos de salvarse, como de curarse de algo que es difícil precisar. 

Este escrito, hasta el momento desleído, tomó otro rumbo, o bien, se des-controlo. La verdad no es que tuviera uno definido en un principio, pero se me acabo la gasolina con lo del Des, así que, estimado lector, bien pueda léame o desléame.

sábado, 5 de mayo de 2018

Desayuno

El protagonista de la novela “Ese dulce mal” de Patricia Highsmith, vive en una pensión. El narrador cuenta que al personaje le parece una falta de respeto, con el resto de los inquilinos, leer un libro durante la hora de la comida, y por eso realiza esa actividad al momento del desayuno. 

Una jefe que tuve, quien en ese entonces vivía con su mamá y un hermano, una vez me contó  que le molestaba de sobremanera que alguien le hablara durante el desayuno. Según ella el momento de la mañana en la mesa no era para hablar; “Que estrés eso”, me dijo en esa ocasión. “¿Y nadie habla ni dice nada al momento del desayuno?”, le pregunté, y me respondió que no, que ese ya era un acuerdo tácito entre todos los miembros de la familia. 

A mí tampoco me gusta conversar en los desayunos, pero no porque me moleste que alguien me dirija la palabra, sino porque es un momento contemplativo del día, uno de los únicos, junto con el tiempo que paso en la ducha, en el que me parece que se puede pensar con cabeza fría todos los asuntos que por una u otra razón dan vueltas en la cabeza. 

Pero ya ve, estimado lector, cada quien, en la ficción y/o la realidad, con sus rituales y manías al momento del desayuno.

viernes, 4 de mayo de 2018

Un lugar

Un hombre cuyo saco se pasea entre la frontera de los colores morado y vino tinto está sentado con las piernas abiertas y sus pies marcan las 4:40, no sabemos si de la tarde o de la mañana. Luego, en su madrugada o tarde, abandona junto a su acompañante el lugar y la mesa es ocupada por una pareja de novios adolescentes.

Ella lleva un uniforme de colegio gris con cuadros azules y él viste todo de azul con jeans y una chaqueta. Arriman los asientos hasta quedar lo más cerca posible para besarse seguido. Cada vez que lo hacen, la mujer lo toma firme de la nuca firme y hala su cabeza hasta que las bocas inquietas se encuentran.

A dos mesas una mujer con un chal de lana que cubre toda su espalda, pantalón negro y botas grises hasta las rodillas teclea frenéticamente en su teléfono celular. Dos botellas de agua fría, con gotas de agua que resbalan, reposan encima de la mesa. Al rato llega su pareja, un hombre con un saco amarillo de capucha. Apenas se sienta pone una mano sobre uno de los muslos de la mujer y comienza a acariciarlo. Ella, ante el gesto de su pareja, recuesta la cabeza sobre uno de los hombros del hombre, quien ahora le revuelca el pelo cariñosamente.

Complementa la escena un abuelo de pelo blanco y su nieta. La pequeña parece indecisa, y no sabe si sentarse o no. Al fin lo hacen y entablan una conversación en la que solo habla el viejo y la pequeña asiente o niega con su cabeza. Al cabo de un rato, el abuelo deja a la niña sola y se va a hacer fila para comprar algo de comer. En la fila, mientras habla por celular, no le quita los ojos de encima a su nieta, que ahora está desgonzada en la silla, con la cabeza echada hacia atrás y todo su pelo, largo y negro, colgando; una Rapunzel en miniatura.

Un niño de unos 10 años se pasea por el lugar de un lado a otro con una bandeja en sus manos. Distraído tumba un letrero amarillo que dice, en letras rojas: “Piso Mojado”. En una maniobra complicada se agacha a recogerlo, mientras hace equilibrio con la bandeja en una mano. Una señora que va pasando a su lado se da cuenta y se apresura a ayudarle. El niño, aliviado, se reincorpora y continúa caminando sin rumbo fijo; aún no encuentra a la persona que busca.

La mesa de las botellas de agua sudorosas, ahora está ocupada por un hombre de mediana edad, si suponemos que va a morir a los 86 años. A esa mesa la vamos a llamar: “mesa de los sacos amarillos”, pues este hombre también lleva uno de lana en ese color. Cruza una pierna sobre la otra a manera de contorsionista, mientras la luz del lugar se refleja sobre un zapato de charol negro muy brillante que quedó suspendido en el aire. De un momento a otro descruza las piernas sin ningún tipo de esfuerzo, y se pone de pie como activado por unos resortes. 

Al instante otra pareja ocupa la mesa y la despojan del título: “mesa de los sacos amarillos”pues ninguno de los dos lleva una prenda de ese color.

En este punto la tinta del esfero, que ya venía cansada, dejó de existir, evento que coincidió con la llegada de la persona que estaba esperando.