viernes, 3 de agosto de 2018

Gotas

Cuando era pequeño, tendría unos 6 o 7 años, escuché hablar a alguien sobre un método de tortura que consistía en amarrar a un preso, dejándolo en una posición en la que su cara quedara mirando hacia el cielo, mientras una gotera de agua le caía justo en la mitad de la frente, unos centímetros arriba del tabique. 

Al preso, delincuente o pobre diablo, lo dejaban en esa posición por mucho tiempo, hasta que la gotera le abría un hueco en la cabeza. Por las noches, al momento de dormir, me ponía a pensar que podían haber hecho las personas apresadas para recibir esa tortura tan macabra; “Mejor que a uno le abran un hueco en la cabeza de un balazo”, pensaba. 

A veces, apenas abro el grifo de la ducha, vuelvo a repasar la historia de “la tortura a gotas”, “tortura en gotera”, aún no me decido por el título. 

Ese espacio de tiempo, me refiero al tiempo que duro duchándome, es uno que disfruto mucho porque es uno de los pocos en que realmente estoy solo, solo y vulnerable; por eso es que en las películas de suspenso, muchos crímenes ocurren cuando alguien está en la ducha, pues está indefenso, pero no nos desviemos del tema, si es que lo hay en este puñado de palabras. 

Decía que me gusta ese momento, porque algo bueno de la soledad es estar libre de los estímulos que nos distraen, como los de la tecnología, por ejemplo. Sin nada a la mano con que distraernos, la soledad nos permite rumiar tema tras tema y esa contemplación de lo que sea que llevamos en la cabeza junto a los miles de gotas que la golpean resulta relajante, aunque algunas veces podemos caer en un recuerdo doloroso y si no buscamos la manera rápida de saltar a otro pensamiento o idea, esos callejones sin salida que todos tenemos en la mente, de cierta forma nos perforan la cabeza, como a esos presos de los que nunca supe cual fue el crimen que cometieron; igual, al final, culpables todos, ¿o no?

jueves, 2 de agosto de 2018

Significados

Leo una novela de un escritor argentino. Su prosa es agradable y varias veces me ha hecho reír. En uno de los capítulos utiliza mucho la palabra “boludo”: 


“La inconciencia y el empuje, entonces, tornan peligroso 
al boludo. Lo colocan en el estatus de amenaza no tanto para sí 
como para terceros” 
- El secreto de sus ojos - 


Creo entender el significado de la palabra, pero no estoy seguro que no es así, pues los argentinos la deben utilizar en diferentes contextos culturales y para situaciones específicas, entonces, estando en argentina, si a uno alguien le parece un boludo, podría ser perfectamente un hijo de puta o viceversa. 

Algo similar pasa con el vulgarismo mal-parido que aquí utilizamos como una ofensa (cabe decir que no tiene nada que hacer al lado de bobo-hijueputa, combo de palabras que este humilde servidor considera como las más ofensivas de todas), y que los gauchos no tienen problema alguno en decirla, incluso transmitían la telenovela “Malparida”, así no más, sin anteponerle el pronombre femenino. 

Parece que el enredo de los significados tiene que ver mucho con los insultos o las groserías, pues creo que ocurre lo mismo con la palabra Fuck, que traducida literalmente significa joder en términos sexuales, pero que tiene infinidad de aplicaciones y usos y que muchas veces, de puros fantoches, la utilizamos a la ligera, pero si la utilizáramos con los gringos, tan superfluamente, tal vez nos meteríamos en problemas. 

Y es que llegar a dominar otro idioma en su totalidad, con todos sus modismos y vericuetos resulta muy complicado. Recuerdo una ocasión en la que, con mis pocas habilidades de flirteo en redes sociales, le dejé un comentario a una mujer que tenía unos ojos verdes hermosísimos. Era un comentario simplón, con el que supuestamente admiraba su belleza en general, resaltando la de sus ojos, ¡hágame al favor semejante ridiculez! En fin, pero la mujer no lo entendió y me respondió algo que escondía, creo yo, un  Fuck off!

Pero bueno, a veces tenemos que aprender sobre cualquier lenguaje a punta de prueba y error. Así vamos por el mundo, disparando palabras, frases y tratando de entender lo que otros nos quieren decir. 

miércoles, 1 de agosto de 2018

Sueños rotos

No sé en qué momento mis sueños se quiebran y pierden una secuencia lógica, pues los que tengo son una mezcla de escenas, sin pies ni cabeza, en donde participan personajes conocidos y desconocidos; digo personajes porque creo que a pesar de que algunos sueños sean muy extraños, no dejan de ser historias. 

En el de hoy, justo antes de que sonara el despertador, me encontraba en Europa. Era en un lugar similar a Bratislava, por el parecido de las locaciones del sueño con las de algunas escenas de la película Hostal. 

Voy caminando por una calle adoquinada con otra persona, un amigo, creo, al que nunca le veo la cara. Vamos charlando y de un momento a otro me encuentro caminando por mi universidad justo en frente de la facultad de música. 

Me quedó mirando a una mujer de pelo crespo y rubio que va bajando unas escaleras y, sin saber por qué, la saludo en alemán “Guten Abend”. La mujer responde con un par de frases fluidas de las que no entiendo ninguna palabra. 

Ella se da cuenta de mi desconcierto y en un español precario, me pregunta “¿Es soltera?”. Cuando termina de bajar las escaleras comienza a caminar a mi lado. “¿Si, soy soltero— le digo —por qué la pregunta?”. 

Me explica a media lengua o en una lengua que solo entiendo en el sueño que lo dedujo por la forma en que la miré. Me da algo de pena, pues no recuerdo si la manera en que lo hice fue lujuriosa. 

El director del sueño corta esa escena y en la próxima ya es de noche. Me encuentro en una fiesta. Supongo que es en un apartamento de un edificio estudiantil y mi amigo ahora está completamente borracho, tendido sobre una cama. Yo, que estoy prendido, deambulo por el lugar, hasta que vuelve a aparecer la mujer que había saludado horas antes; me presenta a dos mujeres rubias de pelo liso largo, facciones finas y ojos de colores increíbles. Las saludo con un beso en la mejilla a una, y a la otra se lo doy andeneado. 

Estamos en una cocina, pero nadie habla, no porque no queramos hacerlo, sino porque nos entendemos a punta de miradas. Me sirvo un licor verde en un vaso y desde otro lugar escucho el inicio del solo de guitarra de Whole Lotta Love. Siempre me hace sentir bien esa canción, así que decido averiguar dónde está sonando. Abandono la cocina y me despido de las mujeres que acabo de conocer, pero esta vez es sin beso ni nada, solo lo hacemos con un ligero movimiento de cabeza mezclado con ese sistema de miradas que tan bien dominamos. 

Encuentro el lugar donde suena la canción. Es un cuarto que solo tiene un televisor muy viejo en el que se ve como Jimmy Page se arquea hacia atrás para arrancarle las notas a su guitarra. El cuarto tiene una alfombra que debió haber sido café oscura algún día y un sofá de color beige. Me quedo en el lugar hasta que se termina la canción y al mirar por una ventana caigo en cuenta que está amaneciendo. 

Cuando me dirijo hacia el lugar dónde creo que queda la salida, me encuentro a mi amigo agarrándose la cabeza con ambas manos pues tiene un guayabo monumental. Alguien hace alguna broma al respecto y, aunque floja, ambos reímos, mientras abandonamos el extraño lugar.

martes, 31 de julio de 2018

Estímulos

Vamos a suponer que todo a lo que estamos expuestos, todos los estímulos que nuestros sentidos captan durante el día y la noche son los que determinan lo que va a pasar con nuestras vidas. De esa forma se derrumba el mito del libre albedrío y esas ansías infinitas de libertad que llevamos encima, pues podríamos suponer que no somos dueños de nuestras acciones, y que lo que ocurre en nuestras vidas no depende de nosotros. 

De esa forma todo lo que nos pasa: una charla con un amigo o un desconocido, una noticia que vemos en el televisor de un restaurante de corrientazo, lo que escuchamos a cualquier hora del día en un programa de radio; lo que leemos, desde la etiqueta de la salsa de tomate hasta una novela; todo y todas las situaciones que se nos puedan ocurrir, influyen en nuestro destino y, mejor aún, son sucesos que están misteriosamente conectados. 

De esa manera, entenderíamos todo lo que ocurre en nuestra vida y no cuestionaríamos lo extraña que esta resulta a veces, ni por qué nos tocó interpretar el papel que desempeñamos ahora. 

El truco para lograrlo consiste en entender cómo se relaciona esa lluvia de estímulos a la que estamos expuestos. 

Dado que esta es una tarea de nunca acabar, pues con solo los estímulos de internet, por ejemplo, tendríamos de sobra para el análisis que propongo, recomiendo, a modo práctico, seguir creyendo que manejamos las riendas de nuestras vidas. 

Ayer, por ejemplo, internet me anunció varias cosas: El fin de tomorrowland, el festival musical imagino, pues no creo que hayan hecho referencia a la película que lleva ese título en la que sale George Clooney, aunque uno nunca sabe; los goles de Ibrahimovic en la MLS, con una foto en la que el jugador sale sin camisa y con todos los músculos brotados, celebrando, supongo, un gol, pero como si lo convirtiera en el rey del mundo. 

Justo después la gran autopista de la información me puso al tanto del hallazgo de un proyectil de la segunda guerra mundial en Francia; supongo que el gol que celebró el jugador Sueco fue producto del proyectil en el que se convirtió el balón luego de patearlo; he ahí, por ejemplo, una relación, floja, superflua, pero relación al fin y al cabo entre dos eventos de la vida que parecen distantes. 

Mas tarde, un correo electrónico me cuenta que ¡Miles de Damas! Están buscando hombres y debajo de ese prometedor mensaje. aparecen varias fotos de mujeres atractivas de las que, investigando un poco más, me entero que son Ucranianas. 

Amazon no se queda atrás y me recomienda el libro: “Escriba y vuélvase rico, El secreto de autores exitosos y…así es, me dejaron en puntos suspensivos, para que le de clic al enlace, deje de escribir posts y me entere de una vez por todas cómo debo escribir para volverme millonario. 

Trato de concentrarme y mirar cuál es la relación entre todos y cada uno de esos estímulos que recibí a lo largo del día, pero las pocas que se me ocurren me parecen erradas, o bien, muy simples. 

Mas tarde, con ganas de tumbarme en la cama y no darle más vueltas al asunto, aparece otro correo en el que promocionan un Sofá en L, que se convierte fácilmente en una cama doble o en dos camas individuales, pero justo en ese momento sentí afinidad hacía un sofá en M que, seguro, puede convertirse en más cosas y que,  cuando lo vea, me lo voy a comprar.

lunes, 30 de julio de 2018

Terminar un libro

Me refiero a esos libros que logran engancharnos de principio a fin, que uno quiere y no quiere acabar, en últimas, digamos, un libro “bueno” o lo que cada uno considere que es eso. 

Terminar un libro brinda cierta satisfacción. Algunos dirán que no es nada del otro mundo, y si uno se fija bien, están en lo cierto; un libro leído puede que no parezca más que un puñado, un tropel, un batallón de palabras leídas que, quizá, pueden deshabitarnos tan pronto las leemos. Palabras, aventurémonos a decir, que entran por un ojo y salen por el otro. 

Esos libros “buenos”, logran remover algo que llevamos dentro, ¿qué?, supongo que recuerdos, emociones, sentimientos, eso de lo que realmente estamos hechos; ayudan a comprendernos y harta falta que eso nos hace. 

Hablo de ese tipo de libros que dejan aporreado al lector, que al terminar la lectura descubre que su yo narrativo ya no es el mismo. Libros que ofrecen más preguntas que respuestas, en últimas aquellos que nos descolocan, al tiempo que subrayan lo realmente importante. 

Pero no todo es color rosa, a veces la relación Lector-libro termina mal pues uno de los dos decide dejar al otro. En estos días leí la reseña de una mujer sobre un libro, en la que la lectora decía que había perdido el tiempo con ese libro y que por eso decidió abandonarlo. Solemos creer que somos nosotros quienes tomamos tal decisión, pero puede que también ocurra al revés, y que los libros sean quienes nos abandonen. 

Terminar un libro también viene acompañado de otra acción que no tiene nada que ver con el libro terminado; ese momento casi Zen en que, dado el caso, liberamos de su envoltura al siguiente, pues en el simple acto de rasgar el celofán que los envuelve hay algo primitivo y que da placer.

jueves, 26 de julio de 2018

Ladridos a la madrugada

Me despierto en la madrugada. 

El reloj marca las 2:30, “¿Por qué mierdas me desperté?”, me pregunto; al instante el cuerpo me da la respuesta: Me duele la cabeza. 

En un edificio de parqueaderos cercano un perro gime. Supongo que tiene hambre, frío o puede que también le duela algo. En silencio me solidarizo con el animal en su pena. 

Caigo en cuenta de mi posición y me parece que estoy tronchado. “Tronchado, tronchado”, repito la palabra varias veces en mi mente, y me suena desprovista de cualquier significado. Palabras bobas, llamo a aquellas que, como esta, carecen de sentido en un momento determinado. 

Tronchar significa: “Partir o romper con violencia cualquier cosa de forma parecida a la de un tronco o un tallo”. Imagino que mi cuello es ese tallo del que habla la definición y que la posición en la que me encuentro lo está quebrando. 

Ahora siento nauseas, bienvenido el dolor de cabeza en pleno. “¿Tendrá está nueva sensación algo que ver con el pedazo de pizza que engullí de más en la comida?”, me pregunto. 

Decido ponerme de pie y me muevo nervioso de un lado al otro del cuarto, mientras maldigo al universo por obsequiarme un dolor de cabeza, de espalda y nauseas en la madrugada. 

Recuerdo que en algún lugar tengo una caja de un relajante muscular. La busco y, para mi sorpresa, la encuentro rápido. El médico que llevo por dentro dictamina que me zampe una pastilla, lo hago; me auto-receto, cosas que uno hace de madrugada. 

Pasados unos minutos el dolor persiste. Ahora, ese buen hombre que lleva una bata blanca y que me habita o en el que me he convertido, sugiere que me masajee la espalda. Me tumbo boca abajo e intento aplicarme presión, pero es una posición incómoda. Recuerdo que mi cuello es como un tallo quebrado y abandono esa misión. 

“Es una cefalea tensional”, que nombre tan trágico ese, determina ahora el buen hombre. Con el nuevo dictamen, tomo el celular y tecleo en google “masajes para aliviar una cefalea tensional”. 

Doy con una página que indica como aliviar una cefalea tensional, sin recurrir primero a la medicación, al trabajar los puntos de presión. 

Trato de seguir los masajes al pie de la letra y funcionan, el dolor comienza a disminuir. De vez en cuando una que otra picada arremete, aunque saben que, contra mis manos y los puntos de presión, tienen la batalla perdida. 

El dolor ahora está en su decrescendo, pero ahora el problema es que son las 3:40 a.m. y no tengo rastros de sueño. Opto por leer un artículo que me encontré, mientras buscaba información sobre los masajes, que habla sobre los trastornos psicóticos breves que, intuyo, debe ser como volverse loco por un breve instante de tiempo. 

El texto dice que son estados repletos de ideas delirantes, alucinaciones o un comportamiento catatónico; una perdida de las fronteras de si mismo. Me pregunto cuántas veces no hemos experimentado, así sea por un segundo, un estado de esos, pues todos tenemos algo de locura.

Ahora el perro ladra, y no sé si el ladrido es producto de mi imaginación.

miércoles, 25 de julio de 2018

El esfero mágico

Ayer almorcé tarde, a eso de las tres de la tarde. Al restaurante que decidí entrar estaba casi desocupado; solo había una mujer en otra mesa cuchareando un plato de sopa con desgano. “Todavía hay almuerzo”, pregunté. Si me respondió un mesero, al tiempo que extendía uno de sus brazos invitándome a sentar en una mesa. 

Apenas me senté me englobé en mis pensamientos, hasta que el mesero se me acercó, con las manos en la espalda, como si lo hubieran regañado, a preguntarme cuál de los dos menús quería, si el de pescado o el de carne. Me decidí rápido por el primero. Apenas le mencioné mi decisión, el hombre dio medía vuelta de forma ágil y se fue. 

Al rato, mientras ordenaba las mesas y corría de un lado para otro, paso por mí lado, recogió un esfero plateado que estaba en el piso y me dijo: “Mire, se le cayó, esto”. “No es mio, pero gracias”, le respondí, al tiempo que me lo pasaba. 

Es un esfero común y sencillo, de tinta negra; de esos que dan como souvenirs en las empresas y, a pesar de que no es de gel, como los que me gusta usar, decidí quedarme con  él. 

Tal vez sea posible que las buenas ideas no solo sean producto de nuestra imaginación, sino también se deban, en gran parte, a la herramienta que utilizamos para consignarlas en una hoja. 

Por eso me quedé con el esfero. Quizá su aparición en mi vida no fue una simple casualidad y  su tinta esconde quién sabe que cantidad de grandes historias. Les estaré contando.