martes, 14 de agosto de 2018

Encuentro entre yoes

A veces, cuando mi musa está dormida, si es que ese ser fantástico existe, acudo a la vieja práctica de escuchar conversaciones ajenas, pues las historias que una persona le cuenta a otra, en una conversación casual, son buenísimas. 

Hoy lo hago mientras espero que me entreguen una pizza personal, pero la mesa en la que decido sentarme, intentando pasar por un cliente casual que solo espera su pedido, queda muy lejos de las mesas que están ocupadas. Una de estas, que se encuentra a mi derecha, la ocupan dos mujeres de unos 50 años. Ambas combinan mordiscos de un pastel, con sorbos de una bebida caliente, a medida que hablan. 

En diagonal, un hombre que está solo ocupa otra mesa. Está cruzado de piernas y no se cansa de mover frenéticamente la que le cuelga. También revisa su celular con una determinación y ansiedad que inquieta, como si todas las respuestas de la humanidad, quiénes somos y qué hacemos aquí, estuvieran contenidas dentro de ese aparatejo. 

Más adelante, en la última mes a la que accede mi campo visual, también están conversando dos mujeres, pero más jóvenes que las de la primer mesa en la que me fijé. 

Al carecer de un oído biónico, me aventuro a imaginar sus conversaciones, que se cuentan entre ellas; amores, desamores, tragedias, líos en el trabajo, con sus parejas, aciertos, en fin, esas cosas y eventos que componen nuestras vidas. En el caso del hombre intento imaginar en qué piensa, si de pronto es un loco que lleva una pistola escondida debajo de su abrigo y está a punto de agujerarnos a punta de balazos, pues está claro que no hay forma de saber cuando es que a uno le toca

Según mi musa, que se rehúsa a colaborar, las personas que componen la escena son mudas o hablan a punta de monosílabos que responden a preguntas torpes que repiten una y otra vez: ¿Cómo se llama?, ¿Cuántos años tiene?, ¿Cómo está?, ¿en qué trabaja?, y así. 

En un momento dejó ese ejercicio imaginativo, pues me percato de algo más interesante de lo que puede llegar a ser una conversación. Caigo en cuenta de que las mujeres son las mismas, es decir que las dos mujeres jóvenes, son al mismo tiempo las mujeres cincuentonas que charlan cerca de mí. 

Un encuentro entre yoes en semejante lugar tan anodino ¿Se imagina usted el evento que presencio estimado lector?, ¿Que de repente uno se encuentre con un yo pasado o futuro?, ¿tendríamos el valor suficiente para afrontar tal situación? 

Ninguna de ellas se ha percatado de que están repetidas en un mismo instante de tiempo. Solo espero que mi pizza esté lista antes de que eso llegase a ocurrir, pues es evidente que es un defecto del destino, y que si se llegan a ver a los ojos o cruzar palabra, desaparecerían como por acto de magia, y si, uno quiere ficción en su vida, pero no de una manera tan agresiva, que puede dejar secuelas psicológicas. 

De pronto estoy exagerando, quizás esos yoes ya se han visto en otro lugar o viven juntas y se la pasan mortificando a personas que, como yo, se dan cuenta de quién son realmente. 

El par de mujeres jóvenes se pone de pie y abandona el lugar. Volteo a mirar a sus yoes viejos, pero no se inmutan y continúan inmersas en su charla como si nada.

“Pizza Hawaiana para llevar” grita el cajero. Me apresuro en ponerme d pie y abandonar el lugar mientras por los parlantes del lugar suena one de U2, justo en el momento en que Bono canta: "We’re one but we’re not the same", como si les estuviera dedicando esa frase a esas cuatro extrañas, conocidas o lo que sean.

lunes, 13 de agosto de 2018

Cuando a uno le toca

Apenas me subo al taxi, el conductor, de un poco más de 40 años, me saluda efusivamente,como si fuera un amigo cercano al que hace rato no ve. Intercambiamos un par de frases y, casi siempre, ríe al final de estas. "Un hombre alegre", pienso.

Noto que tiene ganas de conversar y para mi resulta ser uno de esos días en los que no me quiero perder en mis pensamientos, así que me entregó a la conversación, suponiendo que, en efecto, es un gran amigo al que hace rato no veo. 

Al principio hablamos de cosas simples; los temas que siempre se tocan: la ciudad, su clima, el tráfico. Quizás, es este último tema el que descarrila la conversación, y alguno de los dos menciona la noticia del hombre que asesinaron en un barrio de los cerros orientales de la ciudad. 

“Menos mal que yo no soy presidente”, dice el hombre a modo de conclusión, cuando nuestras miradas se encuentran en el espejo retrovisor, le pregunto:“¿Y eso por qué?. “Yo si pasaría al papayo a todos esos delincuentes, es gente que ya no tiene arreglo”, responde. 

Me cuenta que el hombre que mataron tuvo la mala suerte de que la aplicación Waze lo llevará por esa ruta. “Definitivamente es que cuando a uno le toca, le toca”, y antes de que me anime a responderle, y afortunadamente, pues no tenía ninguna frase a la mano o, mejor, a la mente, continúa hablando: “Si, por ejemplo, mi hermano mayor. Él estuvo a punto de morir en dos vuelos en Indonesia. En uno, el más tenaz, alcanzó a enviarle un mensaje de texto a mi cuñada y todo. Al avión se le apagaron los motores y el piloto logró aterrizarlo planeándolo.” Le pregunto que en qué trabajaba su hermano y me cuenta que era desarrollador de software, y que siempre andaba 20 días por fuera y 10 en el país. Suspira y continúa su historia: “Y mire que hace siete años cuando estaba de visita acá, lo mataron en un fleteo.” 

Luego tocamos el tema de la seguridad en la ciudad. "Bueno, pero la verdad yo ya no me preocupo por eso”, me dice, “Yo en menos de tres meses me voy del país con la zángana”. Asumo que se refiere a su pareja. El silencio envuelve nuestra conversación por un instante. La verdad quiero saber para dónde se va y noto que él también quiere que se lo pregunte. No dilato más nuestra mudez. “¿Y para dónde se va?” Para xvgdgdd (no entiendo lo que dice). “Un pueblito cerca a Valencia”, mi primo ya está viviendo allá” 

“La zángana es mi mamá. Yo hace un tiempo ya estuve viviendo por fuera, en Montreal manejando tractomula. pero a ella no le gusta el frío por eso nos vamos a vivir a ese lugar. 

La carrera termina. Le pago le doy las gracias, me despido y le deseo un buen viaje. Luego de cerrar la puerta, apenas dos doy pasos, me pregunto si se podrá descifrar cuando le va a tocar a uno, si habrá forma alguna de esquivar a la muerte.

viernes, 10 de agosto de 2018

71 personas

Supongo que las tres mujeres que llegan son Abuela, madre e hija. Están uniformadas con sastres negros que imprimen tristeza. Yo, sentado en una de las barras del café y con una sed infinita, tomo un jugo con mucho hielo, mientras mis pensamientos son como una bandada de pájaros inquietos, que cada nada levantan vuelo de un lado al otro de mi cabeza. 

No sé porque escogen sentarse en el lugar en el que estoy, que es el más apartado de todos. Al principio mi yo huraño se molesta con su presencia. Ocupan el resto de la barra y la madre, tal vez notando mi fastidio, y ya cuando sus acompañantes están sentadas, dice: “perdón señor nos sentamos”. El tipo agrio que me habita se acobarda y le da paso al decente: “Si claro señora, siga”, responde. 

Quedan a mi derecha la madre, la hija y la abuela, en ese orden. La mujer más joven a cada rato se dirige a la segunda con todo tipo de frases que comienzan con la palabra abuelita: “abuelita quiere un poquito”, “abuelita, ¿está rico?”, abuelita esto y abuelita lo otro. A pesar de todo el interés que su nieta muestra por ella, la abuelita no responde nada y le da sorbos a su bebida, como si estuviera atafagada de tanta cantaleta. Tiene la mirada perdida en un punto que solo ella parece ver y, seguramente, se pasea por un recuerdo o pensamiento que nada tiene que ver con el momento presente. 

En ese momento, a la mujer que me dirigió la palabra, la que creo tiene pinta de mamá o tía, le suena el celular. “Hola papá, dice”. Guarda silencio por unos segundos y luego responde: “Yo conté 71 personas.” Tapa el teléfono con una mano y les dice a sus acompañantes: “Papá, pregunta que si fue la misma cantidad que la del sepelio”. Su vestimenta cobra sentido. 

“Si, creo que sí, yo conté más o menos las mismas”, responde la hija. Silencio de nuevo. 
“Carlos si sigue muy mal papá” … “No, no quiere ir al psiquiatra”. 

¿Quién es ese Carlos que no quiere ir al psiquiatra?, ¿Qué le pasó?, ¿hacía parte de las 71 personas?, todo son preguntas. 

“Muchas gracias señor”, dice la mamá al tiempo que las tres ponen de pie.

jueves, 9 de agosto de 2018

Un cuento

En el cuento, en un día gris que apenas comienza, un hombre está sentado en una cafetería. Intento describir la atmósfera del lugar en el que está, en qué se fija, y su interacción con la mesera, una mujer madura y rolliza, pero lo importante no es lo que le ocurre, sino lo que le pasó. 

Antes de que a alguien se le ocurra pensar: “¿Cómo así que lo importante fue lo que le pasó? ¿Acaso no sabe usted que lo importante es estar anclados en el presente, que el ahora es lo único con lo que contamos?”, quiero decir que el pasado es importante en términos narrativos para el cuento; allá, en esa porción de tiempo tan desprestigiada, es donde reside todo el conflicto, dónde el tipo hizo lo que le carcome la cabeza, y que repasa una y otra vez mientras se quema la lengua con el tinto que le sirvieron. 

Creo tener esa escena avanzada, pero desde que la acabé, mis artilugios narrativos entraron en huelga: “Hombre, la manera en que quiere contar eso es muy jodida, déjenos descansar”, “¿En serio quiere enredarse de esa manera?”; esos y otros comentarios son los que me vienen repitiendo cada vez que pienso en el cuento. 

Lo que ocurre es que quiero contar lo que le ocurrió al hombre, pero sin recurrir a la vapuleada técnica del flashback. Creo que esto se debe a que hace poco leí algo que dijo García Márquez sobre el tema, que cuando uno recurre a ellos es porque se le acabó la imaginación o algo así fue lo que quiso dar a entender el escritor. 

Entonces me distraigo con la palabra flashback, tal vez evitando evadir el asunto importante: Contar el cuento. 

“Escena retrospectiva”, la traduce el traductor de google. Una buena definición, pero me parece enredada, debe ser porque no me sabe bien la palabra retrospectiva. El diccionario de Oxford se va al otro extremo y simplemente la traduce como retroceder, volver. La quiebro en flash y back; “fogonazo del pasado”, pienso. Luego se me viene a la mente la palabra remembranza que, creo , puede ser la traducción más precisa: “memoria de algo del pasado”, sin tanta retrospectiva, flash ni otros términos que compliquen lo que significa. 

Recuerdo que eso es lo de menos y que lo que debo hacer es escribir, lo que sea: las imágenes que se me vengan a la cabeza, lo que piensa el personaje, Hacer un recuento de los hechos de esa noche trágica, digamos, de la mejor manera posible. 

Simplemente contar, con el ánimo de que las palabras y la historia encuentren, por sí solas, el camino más adecuado.

martes, 7 de agosto de 2018

Nada

Parece que hoy no tengo nada por decir, me refiero a escribir, pues si les dijera algo, digamos, al oído, no me escucharían, pues no los tengo a mi lado, en fin, usted, estimado lector, me entiende, eso espero. 

A lo que realmente me refiero es que, como en muchas otras ocasiones no tengo ni idea sobre que escribir, y cuando eso siempre me ocurre, cuento que no tengo nada por escribir. A la larga uno como que siempre se repite, se encuentra y se desencuentra. 

Hablando de nada, sería chévere, en realidad, no tener nada por decir; como aquellas personas que dicen que para meditar es necesario dejar la mente en blanco; algo falso, pues el mero hecho de intentar pensar en nada significa estar pensando en que no se quiere pensar en nada, ¿no? Sería algo similar a esos que dicen que son ateos porque no creen en dios y otros se les burlan en la cara, porque les dicen que si lo niegan es porque suponen que sí existe, algo así va ese enredo, ¿cierto? 

En medio de todo, o bien, de nada, no fui de todo sincero al comienzo de esta entrada, porque hace un momento, tendido en la cama, pensé en eso de la nada, es decir de tener la mente en nada o con nada, pero intenté no desarrollar la idea, cosa, con el perdón de la palabra cosa, tan ultrajada en nuestro lenguaje, que pretendo lograr con estas palabras. 

Pues nada, les venía hablando de la nada, o de tener la mente en blanco como para meterle sinónimos al tema, me refiero al blanco y la nada que bien lo podrían ser, pero entonces la palabra transparente podría armar camorra, como me encanta esa palabra, pues también solicitaría hacer acto de presencia. Y es que si usted se fija, estimado lector, a veces no es cuestión de que nos sobren o nos falten las palabras, sino que no las encontramos, es como si se tranparentaran. 

El punto, que muchas veces se nos escabulle, como las palabras, de ahí que las personas no nos entiendan y saltemos de un mal entendido al otro, en fin, el punto que en varias situaciones debería multiplicarse por tres para convertirse en los puntos suspensivos que, si nos fijamos bien, tienen algo de nada, pues lo dejan todo como en el aire. 

El aire. E Ahí otra cosa que no es nada, porque nada es eso que transparente habíamos sugerido y que no podemos agarrar, pero que elemento raro es ese pues sin él no podríamos vivir. 

La vida, estimado lector, ¡ja! la vida, la vida, creo que con esto concluyo estas palabras, porque me faltarían hojas para desarrollar esa idea, pero todos sabemos que esto no es una hoja per se, sino el remedo de una, entonces digamos que me faltarían caracteres, bytes, memoria y procesador para procesarla debidamente, aunque todos sabemos que no hay maquina en el mundo que logre compilar un programa tan enredado como vida.exe, por eso es que nos la pasamos con caras de consternación tipo error 404 Not Found, porque duramos toda una vida tratando de encontrarnos.

lunes, 6 de agosto de 2018

Libros insistentes

Nunca he sido muy ordenado para decidir en qué orden voy a leer los libros que tengo por leer. Cuando acabo uno, escojo el siguiente debido a, digamos, una especie de capricho momentáneo. 

A veces, de ese montón de libros sin leer, algunos todavía envueltos en su celofán transparente, lo complementa otro que se me cruza y que no tengo, pero que logra colarse porque comienza a repetirse y aparecer de diferentes maneras en mi vida durante un lapso considerable. 

Así me paso hace un tiempo con La Metamorfosis, novela que, aunque había leído en el colegio y a pesar de que no me gusta mucho releer libros, volví a leer porque parecía que, si no hacía eso, no me iba a dejar en paz. 

Ahora me está pasando algo similar con Madame Bovary. Últimamente esa novela se me aparece en todos lados: en artículos que leo, cuando hojeo libros en una librería, en una conversación, etc. 

Hoy, por ejemplo, me acordé del diario de Virginia Woolf. Los diarios de los escritores son textos que me atraen, por lo visceral de su escritura y porque están cargados de esa mezcla compuesta de neurosis y frenetismo; aspectos, a veces, tan necesarios al momento de escribir. 

Ese recuerdo me llevó a otro: una vez en una librería, duré mucho tiempo hojeando los diarios de Anais Nin, y me gustó mucho lo que alcancé a leer. Hoy busqué ese libro en internet y comienza con una entrada titulada: Invierno 1931-1932 En la que Nin escribe: 

Louveciennes resembles the village where Madam Bovary lived and died. 

It is old, untouched and unchanged by modern life. 

Rato después saltando de link en link, di con esta página en la que comparten de manera gratuita 18 libros que Ernest Hemingway habría deseado leer de nuevo por primera vez. Entre ellos se encuentra el libro de Flaubert. 

Lo he dicho y lo sostengo: A veces los libros nos llaman.

viernes, 3 de agosto de 2018

Gotas

Cuando era pequeño, tendría unos 6 o 7 años, escuché hablar a alguien sobre un método de tortura que consistía en amarrar a un preso, dejándolo en una posición en la que su cara quedara mirando hacia el cielo, mientras una gotera de agua le caía justo en la mitad de la frente, unos centímetros arriba del tabique. 

Al preso, delincuente o pobre diablo, lo dejaban en esa posición por mucho tiempo, hasta que la gotera le abría un hueco en la cabeza. Por las noches, al momento de dormir, me ponía a pensar que podían haber hecho las personas apresadas para recibir esa tortura tan macabra; “Mejor que a uno le abran un hueco en la cabeza de un balazo”, pensaba. 

A veces, apenas abro el grifo de la ducha, vuelvo a repasar la historia de “la tortura a gotas”, “tortura en gotera”, aún no me decido por el título. 

Ese espacio de tiempo, me refiero al tiempo que duro duchándome, es uno que disfruto mucho porque es uno de los pocos en que realmente estoy solo, solo y vulnerable; por eso es que en las películas de suspenso, muchos crímenes ocurren cuando alguien está en la ducha, pues está indefenso, pero no nos desviemos del tema, si es que lo hay en este puñado de palabras. 

Decía que me gusta ese momento, porque algo bueno de la soledad es estar libre de los estímulos que nos distraen, como los de la tecnología, por ejemplo. Sin nada a la mano con que distraernos, la soledad nos permite rumiar tema tras tema y esa contemplación de lo que sea que llevamos en la cabeza junto a los miles de gotas que la golpean resulta relajante, aunque algunas veces podemos caer en un recuerdo doloroso y si no buscamos la manera rápida de saltar a otro pensamiento o idea, esos callejones sin salida que todos tenemos en la mente, de cierta forma nos perforan la cabeza, como a esos presos de los que nunca supe cual fue el crimen que cometieron; igual, al final, culpables todos, ¿o no?