martes, 28 de agosto de 2018

Unas cuantas palabras

Salgo de clase tarde y estoy en el centro. Mientras pido un taxi veo a una mujer con cara de preocupación sentada sobre un sobre un andén; habla por teléfono con picos trágicos en su tono de voz. 

Somos los únicas personas que estamos en la calle, junto con un guardia que lleva un pasamontañas negro y que se pasea con un perro, un Rottweiler sin bozal con cara de pocos amigos, de un lado a otro. 

¿Qué le habrá pasado la mujer? No sé si dará para una historia, lo más probable es que sí, pues por la forma en la que habla y gesticula se nota que hay drama y mucho sentimiento, y si algo nos despierta nuestras emociones, seguro que una historia atraviesa el incidente. 


Me hago el loco y me acerco al andén simulando mirar la dirección de una placa. Ahora veo que la mujer llora. “Eduardo, pero las cosas no deben ser así…” alcanzo a escuchar que le dice al tal Eduardo, el causante, supongo, de su tristeza y desolación, de que esté sentada en un andén, sola, en pleno centro en horas de la noche. 

Todo esto pasa, y digo todo aunque parezca poco, pues los "pocos" de alguien a veces son "muchos" para sus espectadores y viceversa; mientras pienso de donde carajos voy a sacar las 300 palabras que me hacen falta para un artículo de 1500. Lo sé, solo son unas cuantas palabras, pero el texto me ha costado mucho trabajo. 



Si nos fijamos bien, las palabras, las adecuadas digo, siempre nos hacen falta y las que nos sobran son las inadecuadas. A la mujer del andén seguro le hacen falta las palabras necesarias para tener a Eduardo de vuelta en sus brazos o para mandarlo al carajo de una buena vez; a Eduardo también le habrán faltado o sobrado palabras en muchas de las ocasiones que ha hablado con ella. 

No solemos prestarles mucha atención a nuestras palabras, pero son las que conforman la realidad, la de cada una por lo menos, y pueden convertirla en un infierno o un paraíso. 

Ya en el trayecto a casa, el conductor lleva puesta música reggaeton en el radio, pero faltando pocas cuadras cambia el género y pone música de despecho. Las palabras de la canción que escucho me llaman la atención:


“Yo no te odio 
Ni te guardo rencor 

Ni mucho menos amor 

Y con mucho respeto 

te lo diré 
Ya te olvidé 
Ya te saqué 
Y tus recuerdos 
Yo los quemé.” 



De pronto esas son las palabras que buscaba, y que nunca encontró, la mujer del andén. 

sábado, 25 de agosto de 2018

Recibir odio

Cuando llego al edificio el celador me pregunta para cuál apartamento voy. “Para el 302”, le digo. Me mira, quizá con algo de burla en sus ojos, y responde con suficiencia: “Dígame el nombre del inquilino, porque en el 302 no vive nadie”. Se lo doy, y me dice “Ah ya, es el 301” y con el tono de voz subraya el número del apartamento, como para que no se me olvide de camino al ascensor. Luego me pide mí número de cédula y lo anota, con un kilométrico de color azul, en una minuta, que casi no le cabe sobre el escritorio. 

Me pregunto qué harán con esos libros y si de algo sirve anotar el número de las cédulas de todos los visitantes a lo largo del día. Pienso que el único escenario para el que serviría llevar tal registro sería, por ejemplo, si ocurre un asesinato, y si la hora del crimen coincide, más o menos, con la hora en la que uno ingresó. Espero que esta vez no ocurra eso y que mi número de identificación se pierda entre muchos otros, que sea un dato más desprovisto de cualquier significado para las autoridades. 

Más tarde en el 301, porque ya sabemos que la reunión no era en el 302, donde no vive nadie; dato que, supongo, lo haría un lugar perfecto para asesinar a alguien; los que estamos reunidos no nos conocemos entre todos. 

Las amigas de una de una mujer cuentan que a ella le gusta preguntar: “Señor(a), ¿cómo se siente?”, con cierta frecuencia. No es una pregunta que le haga a cualquier persona, sino a algunas que ella tiene identificadas como receptoras de odio. ¿Del odio de quién? Del suyo, del mío, quizás del de todos, estimado lector. 

Uno de esos grupos de personas que, según ella, reciben odio todos los días, quizás uno del peor tipo, pues no es explicito, sino latente, son los celadores, me acuerdo del que acabo de conocer, y de estos existe un grupo especial que son los de las cajas de compensación. 

La mujer cuenta que esos lugares son como fortalezas con diferentes niveles de seguridad en las que uno se encuentra con celadores en cada puerta, quien, como sus otros amigos, solicitan que abramos la maleta, dictemos los últimos cuatro números del serial del computador, firmemos una minuta, etc. órdenes que a veces vienen precedidas por un : “Me colabora con…” mientras uno, en su afán, solo tiene ganas de entrar o largarse del lugar, no sin antes dejar una estela de odio por el camino. 

También existe otro grupo de celadores que reciben mucho odio, y son aquellos que están ubicados en las puertas de los supermercados, con esfero en mano, prestos a rayar las facturas de compra. 

Este tema del odio me recuerda lo que alguien me dijo alguna vez sobre el cáncer. Esa persona sostenía que la enfermedad y su carácter, aparentemente, de lotería, no es más que odio acumulado en el ambiente, que en cierto momento se concentra en una persona.

jueves, 23 de agosto de 2018

Condenado a muerte

El hombre está condenado a muerte y sabe que ya no hay nada que lo salve. Trata de hacerse a la idea de que en media hora su vida se va a acabar o, mejor, alguien la va acabar; que no fue el destino, y uno de sus tantos vericuetos el que se encargo de ponerle un punto final a la narración, sino alguien. “Que desgracia morir de esta manera”, piensa.

Antes de llevarlo al patíbulo le preguntan que si no tiene un último deseo. El hombre alguna vez había pensado acerco de eso, y todo el asunto le parece una farsa, "¿Qué sentido tiene toda esa estupidez del último deseo?”, se pregunta. Piensa en decirles que lo que desea es que lo maten lo más rápido posible, pero sabe que es una mentira. 

El hombre, como la gran mayoría, no quiere morir. Se Imagina entonces viejo, con el pelo totalmente blanco, en una reunión con una gran familia que nunca va a tener: Hijos, nietos, bisnietos; todos sentados a su alrededor en una gran mesa. Celebran su cumpleaños, el numero 103. Al yo de su fantasía se le escurren las lágrimas al ver a toda la familia reunida, celebrando su larga vida.

“¿Tiene alguno?”, la pregunta del guardia lo saca de su ensoñación. El hombre, en ese momento, siente urgencia por contar algo, lo que sea, así que pide una máquina de escribir y unas hojas.

Los guardias ríen, pero al hombre no le importa lo que piensen acerca de su petición, si es ridícula o no, es su último deseo y ojalá no se lo nieguen. Luego de la mofa, le traen una silla y mesa de madera descoloridas y cansadas, y ponen la máquina encima.

El hombre les pide el favor de que le quiten las esposas para poder escribir con libertad. Los guardias consultan por la radio con algún superior si pueden hacer eso.

Luego de un rato liberan sus manos y el hombre, con pasitos cortos, se acerca a la mesa y finalmente se sienta. “¿Qué debo contar?”, es la primera pregunta en la que piensa. El problema, como siempre, es el maldito tiempo, que no para de correr, y del que solo puede disfrutar media hora.

El hombre se queda mirando fijamente la hoja, pero nada se le ocurre, o de lo que se le ocurre nada le interesa. “Bonita hora para sufrir del síndrome de la hoja en blanco”, piensa.

Más que teclear, espicha algunas letras aleatoriamente y con rabia “xgxjkjdjfofnfoifndkdjdhdofnjcn”. Luego escribe: “El guardia que lea esto es un maricón”, pero no quiere irse de este mundo con una broma floja.

Con un movimiento decidido arranca la hoja del rodillo la arruga y la bota lo más lejos posible. Inserta otra y se queda mirándola por un largo rato. Un guardia le dice: “Ya solo le queda cinco minutos”.

“Me pareció que el desayuno de hoy fue uno de los mejores en mi estadía en la cárcel”, cuenta el hombre. La imagen de un café aguado, un huevo duro y un trozo de pan, fue la que le llegó  a su cabeza, y en sus ´últimos minutos de vida, trata de narrar esa breve experiencia de la mejor manera posible.

miércoles, 22 de agosto de 2018

El ritual del limpión de cocina

Preparar el desayuno es uno de los rituales del día que más me agrada. Hay algo, creo, en todos los pasos y/o subrituales que componen ese gran ritual que, digamos, resulta sanador. Debe ser, imagino, que el cerebro lo asocia con un momento zen de presencia plena; algo muy personal y que nos me brinda la oportunidad de estar realmente solo, al mismo tiempo que en paz con mis pensamientos. ¿A alguien más le ocurre eso?, espero que sí.

Sé que no tiene nada del otro mundo, pero el simple hecho de medir el agua, la cantidad de café para que quede en el punto que me gusta, ni muy fuerte, ni muy claro; decidir si utilizar la cafetera italiana o la prensa francesa; prender el fogón, calentar una arepa o un pan en el horno; alistar el huevo y lo que le voy echar, en fin, hacer lo uno y lo otro es algo que me tranquiliza.

En medio del proceso, utilizó el limpión de cocina para secarme las manos o secar la loza que voy a utilizar, actividad que representa el clímax del todo el ritual del desayuno; a ver me explico.

Cuando termino de utilizarlo lo lanzo, a veces con un estilo de basquetbolista, otras muy chambonamente, hacia los ganchitos de la pared donde se cuelgan esos trapos.

Mi ritual es el siguiente: Cuento con tres intentos para que el limpión quede colgando de un gancho. Si lo encesto, enchocolo, le atino al primero, significa que voy a tener un día maravilloso, y esa suerte disminuye si logro mi cometido en el segundo o tercer intento.

A veces ocurre que no me levanto con la puntería adecuada y no logro que el limpión quede colgando de un gancho en ninguno de los tres intentos. En ese caso repito la operación hasta que consigo dejar el trapo colgando, pues, de no ser así, significa que mi día va a ser muy normal, aburridor o, incluso, trágico. 

No llevo una estadística de éxitos y fracasos en mi lanzamiento de limpión y mucho menos una de días buenos y días malos; ni tampoco sé muy bien a que me refiero cuando hablo de un día genial o un día trágico. Solo quería contarles un poco sobre uno de mis rituales mañaneros.

martes, 21 de agosto de 2018

Chocolate con yuca frita

Mi padre, Ingeniero civil, pasó gran parte de su vida lejos de la familia, pues su trabajo siempre fue la construcción de carreteras por toda Colombia. 

En una de sus estadías en Bogotá, cuando yo tenía unos 10 años, me invitó a que lo acompañara en uno de sus viajes, con paradas en distintos lugares

Un día, en medio del viaje, nos levantamos muy temprano, y apenas salimos, recuerdo como el aire caliente que salía de mi boca se convertía en “humo” al estrellarse con el aire frío de la madrugada. 

Viajar con mi papá al volante, siempre fue un deleite para mi y mis hermanos, pues sus viajes estaban llenos de historias,reales, pero sobre todo fantásticas sobre infinidad de cosas, así que aburrirse era muy difícil, y  tenerlo para mí solo en esa ocasión, era como una especie de premio. 

Yo estaba expectante, pues mi padre me comentó que íbamos a pasar por Ambalema, Tolima, el lugar donde nació mi abuela. No sé por qué, pero en ese momento me pareció fascinante entrar, del alguna manera, en contacto con los orígenes de la familia. 

A eso de las 8 de la mañana paramos en un lugar de la carretera para desayunar. Recuerdo que yo tenía mucha hambre, y estaba pensando en unos huevitos pericos con pan y chocolate. Ya adentro del lugar, una choza con tejas de zinc, mi padre pidió la comida. 

Al rato el mesero se se acercó a la mesa con el pedido: Yuca frita, chocolate y carne en bistec. Al principio hice mala cara, y mi padre me dijo la misma frase de siempre: “Pruebe, y si no le gusta pues lo escupe”. Como tenía mucha hambre me llevé un trozo de yuca a la boca, seguido de un mordisco de carne en bistec, y maridé el revuelto con un sorbo de chocolate. 

¡Me supo a gloria!

lunes, 20 de agosto de 2018

Diario

Hablemos de nuevo sobre el amable recordatorio que llevo impreso en la garganta. Cada vez que veo la cicatriz, recuerdo a qué se debe, por qué está ahí y todos los incidentes que, de forma desordenada, revolotearon a su alrededor. 

Cuando digo recuerdo es un decir, pues estuve más de 15 días tendido en una cama de cuidados intensivos, así que todo me lo han contado. Dicen que fue un coma, pero el término me asusta, así que prefiero engañarme, y pensar que fue un sueño prolongado; dormir es morir un poco dicen por ahí. 

Para mí fue fácil, es decir, en esos días no me enteré qué era lo que estaba pasando y no sufrí ningún tipo de angustia por la gravedad de mi estado. Antes de que se pregunte, estimado lector, no vi ningún túnel, ninguna luz intensa y mucho menos sentí que flotara fuera de mi cuerpo. Menos mal, pues que pánico experimentar alguna de esas cosas, ¿no? 

En cambio, mi familia si que tuvo que haber pasado unos días de mierda; cada uno de ellos de la casa al hospital y del hospital a la casa, esperando una evolución en mí estado, pero no había forma de saber eso; transitaba la cuerda floja de la vida. 

Asumo que mis hermanos y mis padres, adoptaron diferentes mecanismos de supervivencia para poder sobrellevarlo todo sin derrumbarse, para poder continuar adelante con la vida y sus rutinas. 

El método que adoptó mi hermana mayor me gustó mucho. Ella decidió, cada vez que llegaba del trabajo a su apartamento, contarme esos días escribiendo en una libreta. Eran diferentes asuntos en los que me narraba, siempre se dirigía a mí, cosas que le pasaban a ella en su día a día, y cosas que ocurrían en el mundo. Recuerdo que en una de las entradas me contó sobre el carro que se había comprado y los paseos que íbamos a dar en él tan pronto me recuperara. También anotaba todo lo que los médicos decían, que si movía los ojos, un dedo, etc. 

Solo he visto ese diario, digamos, una sola vez, y en esa ocasión únicamente leí unos cuantos apartes. Lo hojeé rápido porque, pues aunque sé que trata mucho sobre mí, no me pertenece, pues hace parte de un momento muy privado de mi hermana, un ejercicio privado de escritura. 

Joan Didion dice en su ensayo Acerca de llevar una libreta, que esos ejercicios de registrar las experiencias propias no son para consumo público, sino que resultan ser un indiscriminado y errático montaje, con sentido solo para su creador. 

A veces pienso que si estoy vivo, en gran parte se lo debo a la buena energía que contiene ese diario.

viernes, 17 de agosto de 2018

Dos semanas de vida

Dos hombres están sentados en la mesa de un café. Hablan sobre negocios y mencionan algunas empresas mayoristas de tecnología; al rato llega otro. 

“Pero miren quien llego”, dice uno de los primeros en voz alta, y yo, que estoy leyendo, le hago caso y levanto la mirada para cumplir con su orden y examino al recién llegado: un hombre que lleva una camisa roja con pintas de rombos y pepas blancas, blue jeans y unos tenis, también rojos. 

El nuevo integrante del grupo les cuenta cuál fue la ruta que escogió para que le rindiera de tal manera. “¿Pero hoy vernos en un café?”, alega. “Si me dicen que nos veamos en un BBC, seguro que llego más temprano. 

“Si quiere ahorita después vamos, le responde uno algo ofendido, seguro el que escogio el café como lugar de reunión. 

Los envidio un poco. Estoy en el lugar quemando tiempo para una cita médica que tengo a las 5:40 p.m. ¿Pero en qué carajos estaba pensando cuándo la programé? 

Miro nuevamente a los bebedores de cerveza en potencia. Lo más sensato, para equilibrar los asuntos que me competen a mí y a ellos, sería que yo estuviera esperando a a una mujer que me gustara mucho para tomar un café y charlar de la vida, de todo y de nada. Pero no, mi plan de viernes es una cita médica. 

Se me ocurre pensar que el médico, después del saludo y una conversación sonsa que da arranque a nuestro encuentro, me va a decir que me quedan dos semanas de vida. Aparte del pavor, me daría mucha rabia que fuera así, pues 14 días no son nada; seguro pasarían volando y san se acabó. 

¿Qué tal que hubiera programado la cita para una fecha posterior a esas dos supuesta semanas de vida? ¿Moriría sin saber que la parca me iba a visitar?, ¿es eso una ventaja o una desventaja? 

¡A las 5:40 p.m.! ¿A Quién diablos se le ocurre? 5:40, 5:40. Repito la hora varias veces, más con un sentimiento de aburrimiento que de rabia. 

Minutos antes de la cita llego al lugar y la sala de espera está casi desocupada; obvio, pocos son los tarados que programaron citas para un virnes que precede un lunes festivo. Aparte de la recepcionista, solo me acompañan una abuela, su hija y nieta. 

El médico las hace pasar y aprovecho para leer otro par de capítulos de la novela. 

Cuando las mujeres salen, bromean con la recepcionista. Cuando dejan de hacerlo, la segunda me indica que puedo seguir. Ya en el consultorio, el médico me saluda y comienza a preguntarme que cómo me he sentido, me toma al presión, el pulso, me hace tomar aire y botarlo lentamente. La cita, al parecer transcurre normalmente. 

Cuando siento que va a acabar, le pregunto a bocajarro: Doctor, dejemos el teatro para otro momento, ¿cuánto tiempo me queda de vida? 

Abre los ojos y me mira sorprendido, sus labios se curvan, no sé si en una sonrisa sincera o malévola. 
“ ¿Qué quiere que le diga?, seguro más de dos semanas”.