lunes, 3 de septiembre de 2018

La mapa

Hoy, en clase, el profesor hizo una dinámica en la que debíamos pasar por diferentes mesas explicando algo, al tiempo que debíamos recibir preguntas al finalizar nuestra presentación. El ejercicio me recordó a Björn. 

Hace unos años me obsesioné con el idioma alemán, y quise comenzar a aprenderlo lo más rápido posible. Primero lo tomé como electiva en la universidad y luego, cuando entré a trabajar, me metí a clases más formales, por decirlo de alguna manera. 

El profesor del primer nivel se llamaba Björn, un mono oji-claro más blanco que la leche y de actitud noble. Él, sin no estoy mal, era suizo y sabía poco, más bien nada, de español. Mis compañeros de clase y yo estábamos emocionados porque nuestro primer contacto con el idioma iba a ser a través de un hablante nativo. 

Comenzar a aprender un idioma nunca es fácil y constantemente caíamos en el error de traducir literal del español, lo que queríamos decir en alemán. En medio de esos primeros pasos lingüísticos solíamos preguntar: “¿Y si quiero decir esto o lo otro en alemán, cómo sería? 

Björn le ponía atención a todas las dudas que nos surgían, pero como no sabía español, sus explicaciones aparte de confusas, solo eran en alemán. 

Algo que se nos quedo grabado fue la confusión que tenía con los artículos femenino y masculino para algunas palabras en español; inconveniente que, supongo, tenía que ver con los artículos alemanes der, die, das. En una clase Björn no se cansó de decir La mapa: la mapa esto, la mapa aquello, etc. 

En otra ocasión, en una clase que estaba intentando explicar la conjugación de verbos, Björn tuvo la brillante idea de conformar grupos de 3 personas y cada grupo debía pasar por las otras mesas verificando que todos hubieramos aprendido bien la lección. La dinámica fue un desastre porque si alguien tenía alguna duda, nadie se la podía solucionar. 

En medio de todo, era un buen tipo el tal Björn.

viernes, 31 de agosto de 2018

Equivalencias

Desayuno. No sé porque últimamente hablo tanto acerca de ese momento del día. Debe ser, como ya lo he dicho antes, porque es uno de relativa calma, previo a la avalancha de caos que a veces se nos viene encima, y que desordena nuestros planes como si nada, acabando con nuestra percepción de justicia, divina o la que sea en que creamos. 

Les decía, desayuno. 

A punto de terminar me sobra café y me hace falta pan. Me gustaría estar en capacidad de calcular la cantidad exacta de ambos alimentos al momento de alistar el primero y preparar el segundo, y luego, que aquel momento en el que me introduzco el último trozo de pan en la boca, coincida con el último sorbo de café, pero eso nunca ocurre, bien sea porque los pellizcos que le doy al pan son desiguales, o algunos sorbos de café son más largos que otros; o porque el uno y el otro me saben muy rico y abuso, por decirlo de alguna manera, de cada uno de ellos en un momento determinado. 

Con la comida pasa mucho eso. ¿Quién no, alguna vez en su vida, se ha descachado comiendo hamburguesa y al final la cantidad de pan que le queda es exagerada, al compararla con un minúsculo trozo de carne?, ¿Qué ocurre en esas ocasiones? A esa escena también le podríamos sumar unas manos untadas de salsa o grasa, en fin. 

El café ya está casi frío. Decido ir a sacar más pan. Uno entero sería un exabrupto, me encanta esa palabra, así que corto un pedazo, una cantidad, considero, equivalente a la que me queda de bebida. 

Ya sentado en la mesa, le doy otro sorbo al café y muerdo el trozo de pan sin untarle nada, pues ahora la mantequilla se acabó. La mermelada también está a punto de acabarse pero no concibo untarla sola en él pan; siempre debe ir acompañada de mantequilla, caso contrario sería como bailar merengue solo, que claramente se puede, pero resulta aburridor. Caprichos pendejos que se inventa uno. 

Resulta, entonces, que la actividad de comer es la metáfora perfecta para describir lo desigual que es la vida, su desequilibrio constante, los altos y bajos en los que navegamos todos los días. La comida, su falta o abundancia, me refiero, o mejor, su casual desequilibrio, quizás intente decirnos algo. 

En medio de todo, entre toda la locura e injusticias de la vida, seguimos comiendo.

jueves, 30 de agosto de 2018

Desubicado

No sé cómo llegué acá. Será debido a gajes del oficio, me imagino. El punto es que uno está descansando y de repente comienza a hablar sobre algo, lo que sea, y el punto de vista salta de una primera persona a una tercera como si nada, como si en una narración estuviera bien visto eso. Imagino que algún día enloqueceré, cuando ya me sea difícil manejar tanta información en mí cabeza, si es que tengo una. 

“Bueno, si eso es lo que quieres Gabriela, la verdad no puedo hacer nada. Déjame en paz”, le dijo Ricardo, mientras dejaba caer los brazos hacia los costados. 

Gabriela abandonó el salón con la cabeza gacha. Él alcanzó a escuchar sus sollozos, pero igual dejó que se marchara. "Suficiente tengo con los líos en el trabajo para sumarles una de sus pataletas", pensó . 

No tengo idea quién carajos es Ricardo y por qué está tratando mal a su pareja. Queda claro que me falta información, o mejor, nos falta estimado lector, pues no la he narrado en ningún momento. Me imagino que más adelante se insertará en el texto, cuando al escritor le de la gana, un fogonazo del pasado, un flashback que le va a dejar, a usted, a mí y a todo el que se tropiece con estas letras, todo claro. 

Solo espero que ni se les ocurra utilizarme en segunda persona, esa zona sombría en la que no se distingue bien narrador, lector o personaje; porque ahí sí que todo se va al carajo, o bueno, puede que no, pero no me siento bien en esos zapatos. 

Gabriela está de pie junto a la cama, tiene un cuchillo en la mano y la mirada perdida. Su marido duerme profundamente. 

Ya el personaje de Gabriela está jugado, quizás podría darle un arrebate de culpa, un: “Entonces dejó deslizar el cuchillo por entre sus dedos, y después de que cayó en el piso, se sentó a llorar en el borde de la cama, mientras su marido murmuraba algo entre sueños”

Todo, en mi humilde opinión, depende de qué tan fuerte sean sus motivos, y si algo de lo que he contado le da la suficiente fuerza al personaje para que actúe de la manera en que lo piensa hacer. 

Por el momento ahí sigue callada y sola  en la oscuridad, en una lucha interna que la verdad no le deseo a nadie. De la decisión que tome dependen muchas cosas de esta narración.

miércoles, 29 de agosto de 2018

Algo

Dice la RAE que Algo es un pronombre indefinido neutro que designa una realidad ndeterninada cuya identidad no se conoce o no se especifica. Me parece una definición apropiada para este algo (post).

Llevo escribiendo todo el día. Bueno eso es un decir, digamos que desde las 2 de la tarde. En medio de esa actividad, a eso de las 11:30 p.m. grabe esta entrada con este título para que, ya saben, quedara como si hubiera sido escrita ayer.

Ahora escribo sobre eso, con el simple ánimo de contar algo, pues tengo el cerebro seco, estoy cansado y no pensé, durante todo el día, en ningún tema al que dedicarle unas palabras. De pronto fue que no ocurrió nada digno, como lo de la mujer del andén del día de ayer. 

Me pregunto que más habrá ocurrido con su Eduardo. De pronto hoy son nuevamente una pareja feliz y se van a casar a principios del otro año; fecha que estimo a la wachapanda, léase máldita sea o también a la loca, pues no tengo idea de cuánto es el tiempo que se necesita para preparar una boda, tema que mejor se lo dejamos a los(as) wedding planners

Hablando de la boda de esa mujer y Eduardo, evento que quiero dar como un hecho, tal vez lo mejor, a veces, sería pensar únicamente en cosas buenas, en que todo se va a solucionar o, mejor aún, empecinarnos en creer que todo lo que nos ocurre, independiente de si es catalogado como algo malo por el resto del mundo, pensamos que es bueno. Solo porque sí, porque se no da la gana y ya. Es una teoría que se me ocurre justo en este momento, debida al sueño, supongo, pero que me parece fantástica y sobre la cual, seguro, algún gurú de la superación personal ya escribió un libro, de no ser así espero que me avisen para escribirlo, y  y taparme en billete por la vía del porno motivacional. 

No sé muy bien que he dicho, de pronto hay algo importante y que esconden estás palabras, como dice la trillada frase del principito, eso  de lo esencial y todo ese rollo. ¿Un subtexto?, no creo, o de pronto sí porque todo tiene más capas de las que se ven a primera vista. Quizá este algo le sirva a alguien, incluso al tal Eduardo ese. 

Solo quería contar algo, lo que fuera.

martes, 28 de agosto de 2018

Unas cuantas palabras

Salgo de clase tarde y estoy en el centro. Mientras pido un taxi veo a una mujer con cara de preocupación sentada sobre un sobre un andén; habla por teléfono con picos trágicos en su tono de voz. 

Somos los únicas personas que estamos en la calle, junto con un guardia que lleva un pasamontañas negro y que se pasea con un perro, un Rottweiler sin bozal con cara de pocos amigos, de un lado a otro. 

¿Qué le habrá pasado la mujer? No sé si dará para una historia, lo más probable es que sí, pues por la forma en la que habla y gesticula se nota que hay drama y mucho sentimiento, y si algo nos despierta nuestras emociones, seguro que una historia atraviesa el incidente. 


Me hago el loco y me acerco al andén simulando mirar la dirección de una placa. Ahora veo que la mujer llora. “Eduardo, pero las cosas no deben ser así…” alcanzo a escuchar que le dice al tal Eduardo, el causante, supongo, de su tristeza y desolación, de que esté sentada en un andén, sola, en pleno centro en horas de la noche. 

Todo esto pasa, y digo todo aunque parezca poco, pues los "pocos" de alguien a veces son "muchos" para sus espectadores y viceversa; mientras pienso de donde carajos voy a sacar las 300 palabras que me hacen falta para un artículo de 1500. Lo sé, solo son unas cuantas palabras, pero el texto me ha costado mucho trabajo. 



Si nos fijamos bien, las palabras, las adecuadas digo, siempre nos hacen falta y las que nos sobran son las inadecuadas. A la mujer del andén seguro le hacen falta las palabras necesarias para tener a Eduardo de vuelta en sus brazos o para mandarlo al carajo de una buena vez; a Eduardo también le habrán faltado o sobrado palabras en muchas de las ocasiones que ha hablado con ella. 

No solemos prestarles mucha atención a nuestras palabras, pero son las que conforman la realidad, la de cada una por lo menos, y pueden convertirla en un infierno o un paraíso. 

Ya en el trayecto a casa, el conductor lleva puesta música reggaeton en el radio, pero faltando pocas cuadras cambia el género y pone música de despecho. Las palabras de la canción que escucho me llaman la atención:


“Yo no te odio 
Ni te guardo rencor 

Ni mucho menos amor 

Y con mucho respeto 

te lo diré 
Ya te olvidé 
Ya te saqué 
Y tus recuerdos 
Yo los quemé.” 



De pronto esas son las palabras que buscaba, y que nunca encontró, la mujer del andén. 

sábado, 25 de agosto de 2018

Recibir odio

Cuando llego al edificio el celador me pregunta para cuál apartamento voy. “Para el 302”, le digo. Me mira, quizá con algo de burla en sus ojos, y responde con suficiencia: “Dígame el nombre del inquilino, porque en el 302 no vive nadie”. Se lo doy, y me dice “Ah ya, es el 301” y con el tono de voz subraya el número del apartamento, como para que no se me olvide de camino al ascensor. Luego me pide mí número de cédula y lo anota, con un kilométrico de color azul, en una minuta, que casi no le cabe sobre el escritorio. 

Me pregunto qué harán con esos libros y si de algo sirve anotar el número de las cédulas de todos los visitantes a lo largo del día. Pienso que el único escenario para el que serviría llevar tal registro sería, por ejemplo, si ocurre un asesinato, y si la hora del crimen coincide, más o menos, con la hora en la que uno ingresó. Espero que esta vez no ocurra eso y que mi número de identificación se pierda entre muchos otros, que sea un dato más desprovisto de cualquier significado para las autoridades. 

Más tarde en el 301, porque ya sabemos que la reunión no era en el 302, donde no vive nadie; dato que, supongo, lo haría un lugar perfecto para asesinar a alguien; los que estamos reunidos no nos conocemos entre todos. 

Las amigas de una de una mujer cuentan que a ella le gusta preguntar: “Señor(a), ¿cómo se siente?”, con cierta frecuencia. No es una pregunta que le haga a cualquier persona, sino a algunas que ella tiene identificadas como receptoras de odio. ¿Del odio de quién? Del suyo, del mío, quizás del de todos, estimado lector. 

Uno de esos grupos de personas que, según ella, reciben odio todos los días, quizás uno del peor tipo, pues no es explicito, sino latente, son los celadores, me acuerdo del que acabo de conocer, y de estos existe un grupo especial que son los de las cajas de compensación. 

La mujer cuenta que esos lugares son como fortalezas con diferentes niveles de seguridad en las que uno se encuentra con celadores en cada puerta, quien, como sus otros amigos, solicitan que abramos la maleta, dictemos los últimos cuatro números del serial del computador, firmemos una minuta, etc. órdenes que a veces vienen precedidas por un : “Me colabora con…” mientras uno, en su afán, solo tiene ganas de entrar o largarse del lugar, no sin antes dejar una estela de odio por el camino. 

También existe otro grupo de celadores que reciben mucho odio, y son aquellos que están ubicados en las puertas de los supermercados, con esfero en mano, prestos a rayar las facturas de compra. 

Este tema del odio me recuerda lo que alguien me dijo alguna vez sobre el cáncer. Esa persona sostenía que la enfermedad y su carácter, aparentemente, de lotería, no es más que odio acumulado en el ambiente, que en cierto momento se concentra en una persona.

jueves, 23 de agosto de 2018

Condenado a muerte

El hombre está condenado a muerte y sabe que ya no hay nada que lo salve. Trata de hacerse a la idea de que en media hora su vida se va a acabar o, mejor, alguien la va acabar; que no fue el destino, y uno de sus tantos vericuetos el que se encargo de ponerle un punto final a la narración, sino alguien. “Que desgracia morir de esta manera”, piensa.

Antes de llevarlo al patíbulo le preguntan que si no tiene un último deseo. El hombre alguna vez había pensado acerco de eso, y todo el asunto le parece una farsa, "¿Qué sentido tiene toda esa estupidez del último deseo?”, se pregunta. Piensa en decirles que lo que desea es que lo maten lo más rápido posible, pero sabe que es una mentira. 

El hombre, como la gran mayoría, no quiere morir. Se Imagina entonces viejo, con el pelo totalmente blanco, en una reunión con una gran familia que nunca va a tener: Hijos, nietos, bisnietos; todos sentados a su alrededor en una gran mesa. Celebran su cumpleaños, el numero 103. Al yo de su fantasía se le escurren las lágrimas al ver a toda la familia reunida, celebrando su larga vida.

“¿Tiene alguno?”, la pregunta del guardia lo saca de su ensoñación. El hombre, en ese momento, siente urgencia por contar algo, lo que sea, así que pide una máquina de escribir y unas hojas.

Los guardias ríen, pero al hombre no le importa lo que piensen acerca de su petición, si es ridícula o no, es su último deseo y ojalá no se lo nieguen. Luego de la mofa, le traen una silla y mesa de madera descoloridas y cansadas, y ponen la máquina encima.

El hombre les pide el favor de que le quiten las esposas para poder escribir con libertad. Los guardias consultan por la radio con algún superior si pueden hacer eso.

Luego de un rato liberan sus manos y el hombre, con pasitos cortos, se acerca a la mesa y finalmente se sienta. “¿Qué debo contar?”, es la primera pregunta en la que piensa. El problema, como siempre, es el maldito tiempo, que no para de correr, y del que solo puede disfrutar media hora.

El hombre se queda mirando fijamente la hoja, pero nada se le ocurre, o de lo que se le ocurre nada le interesa. “Bonita hora para sufrir del síndrome de la hoja en blanco”, piensa.

Más que teclear, espicha algunas letras aleatoriamente y con rabia “xgxjkjdjfofnfoifndkdjdhdofnjcn”. Luego escribe: “El guardia que lea esto es un maricón”, pero no quiere irse de este mundo con una broma floja.

Con un movimiento decidido arranca la hoja del rodillo la arruga y la bota lo más lejos posible. Inserta otra y se queda mirándola por un largo rato. Un guardia le dice: “Ya solo le queda cinco minutos”.

“Me pareció que el desayuno de hoy fue uno de los mejores en mi estadía en la cárcel”, cuenta el hombre. La imagen de un café aguado, un huevo duro y un trozo de pan, fue la que le llegó  a su cabeza, y en sus ´últimos minutos de vida, trata de narrar esa breve experiencia de la mejor manera posible.