jueves, 20 de diciembre de 2018

Ser uno mismo

Salgo de la casa. Prendo el MP3 y me llevo los audífonos a las orejas. Hace Sol, y me siento como en la escena de una película en la que el personaje principal, yo por supuesto, se siente agradecido con la vida. Suena Strange kind of woman, canción que había dejado por la mitad ayer, del Made In Japan, mi álbum favorito. 

No suelo hacer eso, es decir, la manía que tengo es que cuando enciendo el aparato reproductor, debo escuchar una nueva canción desde el principio y no la que quedó a medias el día anterior, pero cuando la canción me gusta mucho hago excepciones; además esta quedó en ese punto en el que Ian Gillan hace el duelo de voz contra la guitarra de Ritchie Blackmore, del que me sé la melodía de memoria.

Luego de esa canción el dios de la aletoreidad me regala She Was, también de Deep Purple pero de una época más reciente, con Steve Morse en la guitarra. Esta canción no me gusta tanto como la otra, pero igual dejo que suene. La primera estrofa de la canción dice lo siguiente:

“She was, she was
She was all that she said she was
She was all that she said she was”
Que bueno sería eso, ¿no?, me refiero a ser todo lo que uno afirma ser, ser sinceros hasta el tuétano, ser los mismos en todos los escenarios de nuestras vidas. 

La canción me hace caminar con una cadencia lenta y su final coincide con la llegada a mí casa. apenas saco las llaves para abrir la puerta comienza a sonar, alineada con mis pensamientos, Come as you are: “Come as you are, as you were, as I want you to be. As a friend, as a friend as a Known enemy”…

Que bueno sería ser uno mismo, dar, llegar o ir tal como se es, entregarse igual en todo lado, tanto en la caracterización virtual que nos damos en  redes sociales,como en persona.

martes, 18 de diciembre de 2018

Amanda

Hoy, al escuchar Hot in here,  canción de moda en el verano del 2002, y que no dejaba de sonar en Freaky Tiki y Baja, dos discotecas de moda en ese entonces, me acordé de Amanda. Yo y mis amigos trabajabamos en un parque de diversiones en Myrtle Beach, y ella ara la supervisora de algunos de ellos. 

A veces la veía en el parque cuando me encontraba con Angela y Carolina, dos amigas. Era una mujer rubia, menuda y de ojos azules. Era bonita, pero nunca me sentí atraído hacia ella. 

Un día nos invitaron a una fiesta que organizaron unos colombianos en un hotel. Todos los hombres teníamos expectativa de conocer a una mujer de Bulgaria que iba a estar allá y que, según los rumores, era hermosa. Yo, la verdad, tenía más ganas de encontrarme con Vanessa una mujer de Lyon, Francia, con pelo negro que le llegaba debajo de los hombros y un acento que me encantaba. 

Cuando llegamos a la fiesta nos encontramos lo de siempre, mucho trago y música a todo volumen: vallenato pues ya sabemos quiénes eran los anfitriones. Me puse a tomar cerveza, bailé algunas canciones, hasta que llegó Amanda junto a mis amigas. 

Ángela me saludo, y me presentó a Amanda. Mucho gusto, como estás, qué haces, qué estudias, en fin, la típica conversación de dos personas que apenas se conoces o, mejor, que ya se conocen pero que nunca habían intercambiado más que un simple saludo. 

Nos pusimos a hablar hasta que mi yo galante salió a la superficie, y le pregunté que si quería una cerveza; me dijo que sí, así que fui a conseguirla, y en mi travesía hacia la cocina del lugar, alguien me presentó a la mujer de Bulgaria. 

Sonó un vallenato y la búlgara me dio a entender que quería bailar. Era muy bonita, cierto, pero lo poco que hablamos, que quién sabe qué temas tocamos en medio del baile, ella siempre terminaba sus frases con una risita sonsa y hacía lo mismo cuando yo terminaba de hablar. Como no encontré mucho terreno en común con la “reina” de la fiesta, hice todo lo posible para volver con Amanda, con quien la conversación fluía mejor o, si acaso, era más natural. 

No recuerdo si finalmente le entregué o no la cerveza—seguro la perdí luego de mi fugaz encuentro con la búlgara—, pero seguimos charlando como si nada. Otra canción sonó, y Amanda me dijo que ella quería aprender a bailar vallenato,  le dije que bueno. Me pare enfrente de ella, le puse una mano en la cintura y otra en la espalda, esperando que ella hiciera lo mismo; en cambio ella lanzo sus brazos detrás de mi cuello. Y bailamos, sí, solo eso, no pasó nada más. 

Como ya dije, no sé bien por qué, pues era una mujer bonita y su lenguaje corporal en esa ocasión tal vez significaba algo más, pero nunca me atrajo, y mucho menos pensé que yo le podía gustar a ella. 

Tiempo después le conté el episodio del vallenato a Andrea, una amiga que trabajó con Amanda, me contó que ella siempre le preguntaba mucho sobre mi vida. 

Me pregunto si con esa información me habría forzado a creer que me gustaba.

lunes, 17 de diciembre de 2018

Idea para un cuento

Estoy de vacaciones. Cuando me voy de la ciudad por unos días pienso en lo mucho o poco que voy a dejar de escribir y siempre, para remediar esa no-escritura, me prometo pensar, en los días de descanso que vienen, en muchos temas sobre los cuales podría escribir, pero nunca lo hago. 


Desayuno mirando hacia el mar. Una vista, de seguro, inspiradora. A ratos contemplo su inmensidad y me arrullo con el sonido de las olas. El mar, tanta agua junta, su ir y venir, no preciso qué, tranquiliza, anestesia las angustias, algo le hace a nuestro cerebro. 

Leo En estado de viaje de Clarice Lispector. El libro es un compendio de cartas y crónicas de esa autora, y mi primer encuentro con ella. Me he dado cuenta de que me llaman mucho la atención este tipo de libros, pues me parece que están desprovistos de la “seriedad” de las novelas, y dan a conocer una faceta diferente de los escritores; los expone más humanos o cercanos, por decirlo de alguna manera. Me gusta ver como escriben acerca de su día a día, desde desayunar, ir a comprar un vestido, unas flores o un perfume, hasta sus apreciaciones sobre la escritura, la literatura y sus novelas. Igual me ocurre con los diarios. 

Intercalo la lectura con vistazos al mar, en los que miles de pensamientos cruzan mi cabeza; en uno de esos avistamientos, en el que enfoco una lancha blanca, con una bandera amarilla, que se mece en las olas, se me ocurre una idea para un cuento. 

Al principio me parece buena y la anoto en mi libreta o, más bien, la garabateo. Escribo la idea principal y la encierro en un círculo, del que luego nacen varias flechitas erráticas, que terminan indicando otras ideas que, considero, soportan la gran idea o espina dorsal del cuento. 

Cuando creo que termino de anotar lo que se me ocurre, producto de esa presunta epifanía, vuelvo a leerlo todo, tacho algunas frases para no tenerlas en cuenta nunca y otras las paso a limpio con, lo que creo, una letra más estilizada. 

Me quedo pensando en la idea del cuento hasta que me sabe a feo. El cuento, la idea, lo que sea que se me ocurrió, es pretencioso, en el sentido que quiero sonar listo, pero la verdad no me veo escribiendo sobre el tema, es decir, creo que me aburriría, y que no me voy a divertir en lo más mínimo. 

Quizás a otra persona le quede mejor la idea—Puede que eso ocurra con las ideas, que tengan diferentes tallas y hormas y por más buenas o inteligentes que sean o parezcan serlo, simplemente no nos quedan bien—para utilizarla como mejor le parezca, pero no a mí. 


Dejo la libreta a un lado lado y me dedico de lleno a la lectura y a mirar el mar. 

“Tal vez querer escribir sea por orgullo, ¿no sientes a veces eso? 
Deberíamos contentarnos con ver, a veces. Felizmente muchas 
otras veces no es orgullo, es deseo humilde.” 
— Clarice Lispector —

lunes, 10 de diciembre de 2018

Impresiones navideñas

Es diciembre y parece que nos movemos a una velocidad diferente que la que llevamos el resto del año, no sé, se nos ve más alegres, más dispuestos, sin tanta ansiedad. Para notar esto, solo hace basta ir a un centro comercial y fijarnos como nos entregamos a consumir como si el mundo se fuera a acabar, pero con una sonrisa en nuestras caras.

Veo una mujer rubia, no natural, eso creo, a punto de tomar unas escaleras eléctricas que bajan. Me parece bonita, y también me gusta la pinta que lleva puesta: Un pantalón ancho a cuadros, un saco de lana gris y largo, y una cartera cruzada. Imagino que es una pinta de película, en el sentido que estaría perfecta para una escena navideña, en una cabaña, al frente de una chimenea. 

Afuera de ese lugar, el de mi fantasía, hay una tormenta de nieve, y la mujer está sentada en un sofá envuelta en una cobija. Yo estoy en una cocina muy iluminada, que tiene muebles de madera, y preparo las bebidas calientes que nos vamos a tomar. Al rato aparezco en escena con dos pocillos en la mano, el de ella es de color rojo y contiene chocolate caliente y el mío, de color blanco, te, pues la otra bebida me produce dolor de cabeza. No tengo idea quién es, si mi pareja, mi amiga, mi amante, o una extraña que acabo de conocer. Me siento a conversar con ella, pues quiero que me cuente qué la aflige, pues todos, indiscutiblemente y aunque no parezca, tenemos rayes en la cabeza que pesan demasiado, y es duro cargarlos solos. Al final de la escena nos besamos, pero tampoco sé en qué segmento de la historia nos encontramos, y mucho menos que género interpretamos, ¿será una comedia o un drama?

De vuelta a la realidad caigo en cuenta que la pinta de la mujer no coincide con su cara, dado que está muy maquillada, y como sabemos, estimado lector, su vestimenta, en cambio, es despreocupada, como de descanso o vacación; le doy vueltas a la mujer en mí cabeza hasta que la pierdo de vista.

Acoplado a la conducta de consumo general, me dirijo hacia una librería. Quiero comprarme un libro de Clarice Lispector, aunque todavía tengo otros por leer. La escritora se me ha aparecido frecuentemente en los últimos días, hoy, por ejemplo, como el Doodle de Google. Consulto con una amiga y me recomienda dos de sus libros: El libro de los placeres y La hora de la estrella. El título del primero me llama mucho la atención, pero antes había averiguado otro que se titula En estado de viaje, que también me suena mucho; mi amiga me dice que no lo conoce.

En la librería, que digamos alberga ¿cuántos, unos 5000 libros?, no tienen ninguno de esa escritora. Me da mal genio y más cuando mi hermano me dice que no empute. Pienso en visitar otra librería más tarde.

Mi hermano quiere comprar un parlante portátil y visitamos una tienda de aparatos electrónicos. Intento ingresar a una fantasía de una sala de control de operaciones, por la cantidad de pantallas encendidas al mismo tiempo, pero algo ocurre y no me la creo del todo. Mientras mi hermano averigua el parlante me pongo a mirar unas neveras. Juego con sus puertas, las abro e inspecciono; son gigantes, sobre todo en cuanto a su ancho; algunas parecen más bien cuevas pequeñas, como si estuvieran destinadas a guardar todo eso que vamos a comprar en esta época. 

Doy media vuelta y mi hermano se despareció. Intento ubicarlo con la mirada, pero el almacén es muy grande, así que decido caminar por sus pasillos a ver si me lo encuentro. En la sección de televisores, tres empleados miran con atención una película. Una actriz, tan maquillada como la mujer de la escalera eléctrica, camina por unas calles de una ciudad europea en plena segunda guerra mundial. De repente se arma una balacera y la mujer busca refugio. La escena cambia a otra toma en la que una viejita intenta dispararle a un oficial, que ingresa en su tienda, con una ametralladora, pero el arma es tan pesada y la velocidad de retroceso tan fuerte que la mujer termina por dispararle al techo y se cae hacia atrás. El oficial saca una pistola, le dispara, se agacha a recoger la metralleta y sale a la calle, a darle bala a quien, parece, se le cruce en su camino. El sonido de la escena es ensordecedor y todo ocurre muy rápido. Algo me dice que ya vi esa película, pero soy pésimo para recordar las caras de los actores, y a veces mezclo los hilos narrativos de una y otra. 

Abandonamos el lugar y llamo a una librería para averiguar si tienen libros de Lispector. La persona que me atiende menciona varios, entre ellos El libro de los placeres. Pregunto el precio y le doy las gracias; tiempo después me subo a un bus rumbo a ese lugar.

En el trayecto paso por otra librería que queda cerca de mí casa y antes de cruzarla converso conmigo:

“Mejor bajémonos acá para no ir tan lejos”
“pero, ¿qué tal que no tengan el libro?”
“Puede ser, pero seguro tienen otros de esa autora”
“¿Usted cree?”
“Si”
“Bueno, yo no sé”.

Ya en la librería, le pregunto a un librero por los libros de Lispector. Al principio no los encuentra, y le pregunta a otra persona “¿Dónde me pusieron los libros de Lispector”? “Si ve, yo le dije” me dice mi otro yo, pero finalmente el librero los encuentra y me pasa 7 títulos. Los hojeo y de acuerdo con mi teoría de cantidad de páginas vs precio, algunos están muy caros, hasta que me encuentro con Estado de viaje que, aunque está envuelto en ese ridículo papel transparente, considero que coincide con mi teoría. 

sábado, 8 de diciembre de 2018

Puntos suspensivos

“Que tiene la virtud o fuerza de suspender” dicen los eruditos de la RAE que significa suspensivo. Saltemos entonces al significado de suspender: “Colgar o detener algo alto o en el aire”; veamos ahora que significa aire…mejor dejémoslo ahí. 

Uno de los personajes de una novela de Ricardo Silva dice que los puntos suspensivos son el signo de puntuación más deprimente y mediocre que podemos imaginarnos. 

Los viejitos, me refiero a los de la RAE, pues imagino que todos los que trabajan allá son personas de edad avanzada, que no dan su brazo a torcer en querellas lingüísticas, han definido 8 usos para los puntos suspensivos. Uno de ellos es: 

“Cuando, por cualquier otro motivo, se desea dejar el enunciado incompleto y en suspenso: Fue todo muy violento, estuvo muy desagradable... No quiero seguir hablando de ello. 

¿Qué fue eso tan violento y muy desagradable? Parece que la respuesta está contenida, encriptada, en los puntos suspensivos de la frase. 

¿Qué significa ese signo de puntuación? Aventurémonos a decir que son los encargados de dejar una narración en vilo, en el aire, en suspenso, y permiten que uno sienta que una historia, la que sea que se consume, pueda tomar un camino inesperado, pero ¿qué son?, ¿cuándo y cómo se deben utilizar? 

Titulo la entrada así, porque siendo las 11:31 p.m. me entraron ganas de escribir algo y es posible que me demore más tiempo del que queda para que se acabe el día, y pues quiero que la entrada quede con fecha de hoy y no de mañana, caprichos pendejos, en fin (¿puedo finalizar este párrafo con puntos suspensivos?) 

Como no sabía que iba a escribir lo primero que se me vino a la mente fueron los puntos suspensivos, porque creo que también cargan algo de imprecisión, de ambigüedad, de incertidumbre. De pronto esa hora maldita de los domingos, cuando cae la tarde, está llena de ellos; por eso nos sentimos, como leí alguna vez, como si alguien muy cercano se hubiera muerto. 

Si uno se fija bien, los puntos suspensivos son deprimentes, como las tardes de domingo, y mediocres porque parece que los utilizamos cuando estamos cortos de palabras, como si los tres punticos significaran: “tengo mucho más por decir, pero no lo voy a hacer, pues tengo pereza de narrar”.

jueves, 6 de diciembre de 2018

Renunciar

Si yo fuera un ensayista prodigioso, seguro escribiría un ensayo acerca del noble acto, y de todo lo que conlleva el arte de renunciar, es decir, de deliberadamente dejar algo, alejarse, de decir: “yo aquí ya no voy más”. ¿De qué podemos renunciar?, de un trabajo, una persona, un proyecto, una relación, una conducta, de lo que sea, incluso a veces de nosotros mismos. 

Como no soy ese ensayista del que les hablé, voy a desparramar una que otra idea al respecto en las palabras que vienen a continuación. 

Una amiga, que anda metida de cabeza en el cuento del yoga, renunció a su trabajo acá en Colombia y se fue a Europa a dedicarse de lleno a eso, pero sin tener claro de qué manera, uno de esos bellos saltos al vacío, que tanto miedo nos dan. 

Como parte de su experiencia, hasta el momento, presto voluntariado en un Ashram, y en un viejo mail, que me escribió hace mucho, vuelvo a leer acerca de algunos altibajos emocionales que ha tenido, debido, en parte, a las diferentes renuncias que ha tomado en el camino. 

Ella, Magdalena, renunció a muchas cosas, desde lo más básico, su trabajo, su estabilidad, a su rol como ser funcional de la sociedad, hasta otras más tontas como el Whatsapp, porque un día nos anunció que se iba a salir del grupo, pues la la dinámica de los chats y mensajes no le estaba aportando mucho en su vida o,  mejor, no la necesitaba. 

Ninguno de los integrantes del grupo refutamos su posición, y la dejamos renunciar; creo que eso también es importante, es decir, que las personas involucradas en nuestra renuncia, independiente el tipo que sea, no monten un drama al respecto, sino que nos la dejen hacer como si nada, sin tanto bombo ni alharaca.

¿En qué momento de nuestra existencia el acto de renunciar adquirió una connotación negativa? Que cada quien renuncie y diga chao, hasta luego, suerte-muerte, me voy, auf wiedersehen, ¡TALUEGO!, como le dé la gana, ¿no cree usted, estimado lector?

miércoles, 5 de diciembre de 2018

Ubicuidad narrativa

Ubicuidad, me gusta esa palabra, es sonora, ¿no? Me gusta porque no se utiliza en las conversaciones habituales que tenemos. Cuando la incluimos en nuestro discurso, casi siempre hace referencia a la capacidad que tiene Dios de estar aquí y allá en un mismo instante. 

Imaginemos entonces a Dios, sin ánimo de ofender a nadie, mucho menos al mismísimo Dios, que puede estar aquí, ahora mismo, examinando estas palabras, como ese punto de vista en tercera persona, que tiene una visión periférica del mundo que en el que se desenvuelve la historia, y que narra de manera omnisciente, reportando las acciones y eventos que observa. 

A veces he escuchado decir, a personas que están muy ocupadas o que tienen varias cosas por hacer, frases tipo: “necesito poseer el don de la ubicuidad” para, ya sabemos, estar en dos lugares al mismo tiempo. Qué necesidad tan enfermiza de ser eficientes, de andar a mil, de abarcarlo todo, de no perdernos nada. De todas maneras, uno intenta apostarle a ese don de diferentes maneras. 

Justo en este momento, tengo dos ventanas de Word abiertas. Estaba, digamos, presente en otro documento, en otro texto y me aburrí de escribirlo, así que abrí un documento nuevo para escribir esto. Mientras lo hago, intento darle vueltas en mí cabeza al otro texto para ver como lo voy a abordar, de qué manera lo voy a desarrollar, pero apenas comienzo a teclear en este, esas ideas sueltas que apenas se estaban formando en mí cabeza, se desvanecen como el humo de una fogata. 

Esto me hace pensar que no puedo estar presente en dos textos al mismo tiempo, y que no poseo ubicuidad narrativa, es decir, tengo que prestarle toda la atención a lo que estoy escribiendo, porque como lo dijo Pedro Mairal, escribir significa bienestar, estar bien, estar presentes, que también significa dejar el afán.