miércoles, 2 de enero de 2019

Esferos

Busco una hebra mental de la cuál pueda prenderme, la que sea. Quiero encontrarla y comenzar a tirar de ella hasta ese punto en el que queda atascada, y luego dejarla ahí, colgando, pues espera uno envejecer sin perder la memoria. Así, deshilachando la mente, supongo que se escribe a veces, si no siempre. 

Apenas encuentre esa fisura, ese desperfecto de la bóveda craneal por el que se escapan las hebras mentales, no voy a soltar la que me encuentre, y a medida que escurra mis dedos sobre ella, la voy a ir contando. 

Ojalá me encuentre con un recuerdo, porque son muy parecidos a las historias. Están desprovistos de opinión y/o puntos de vista personales, que tanto daño le hacen a una narración, y lo mejor de que ya hayan pasado, es que se pueden contar como si fuera  la escena de una película que vimos.

Existen algunos de más fácil acceso que otros, porque nos gustan mucho y siempre están a la mano, pero ¿cuántas pequeñas escenas, imágenes, que llevamos con nosotros, ya hemos olvidado? 

Llevo un tiempo tocándome la cabeza, pero en ocasiones como esta, todas las vestimentas que  llevan los recuerdos están en buen estado. 

Creo tener una hebra mental, y aunque es corta, aleatoria, me agrada. Involucra a Mayra o Marcia, ya no recuerdo su nombre, se me mezclan las caras y épocas, una mujer con la que trabajé una vez, bueno, eso es solo un decir, pues estábamos en el mismo piso, pero nuestros trabajos no tenían nada que ver. Era un lugar con muchos cubículos, y rara vez intercambié una palabra, diferente al saludo, con ella. 

Todos, me refiero a los hombres y, por qué no, alguna que otra mujer, supongo, vivíamos pendiente de ella. Era muy bonita, tenía buen cuerpo, pelo negro largo, nariz respingada, etc. pero aparte de su físico, lo que más me gustaba era lo tierna que era, aparentaba ser o que a mí me parecía,  pues vaya uno a saber como son realmente las personas, me refiero a su esencia, lo que los sostiene y por lo que realmente viven, pero así, como una mujer tierna, fue como la guardé en mi memoria. 

Una vez la vi rayando unas hojas. A su lado tenía un tarro lleno de esferos y cada vez que terminaba de rayar una hoja con uno, le quitaba la tapa a otro y volvía a rayar como con rabia. 

Le conté a una amiga que siempre me molestaba con ella, acerca de la peculiar actividad de M, y me contó que su jefe era la que la ponía a hacer eso, para que le dijera cuáles esferos funcionaban y cuáles no.

martes, 1 de enero de 2019

Mujer en busca de Educación Sentimental

Poco a poco, después de las fiestas de fin de año, la vida retoma su carácter rutinario, con uno que otro coletazo tardío de fiesta y sensación de libertad. 


Pasada la navidad y antes de año nuevo, visito una librería, no para comprar libros, sino para cambiar uno que le regalé a una amiga, que ella ya había leído hace tres años… ¡tres años! No sé por qué se nos escapo hablar de él en alguna de nuestras conversaciones. 

Quise cambiarlo justo después de nuestro encuentro de fin de año. Desde hace unos años, no sé en qué preciso momento, dos amigas y yo adquirimos la costumbre de regalarnos libros en navidad, y es para mi una de las reuniones que más espero, para verlas, y también, obvio,  por los libros. 

Este año una de ellas nos regalo una botella de vino a cada uno, pues dijo que le era difícil saber que libro escoger para nosotros; la otra le fue fiel a la tradición de los libros. Cuando la última destapó el libro que le había comprado, se desinfló un poco porque ya lo había leído, pero dijo que no había problema, que lo tenía en digital y que también consideraba bueno tenerlo en físico. Aún así, note algo de desilusión en sus palabras; la herida que deja una expectativa no cumplida. 

Yo también me desinflé un poco por no haberle atinado al regalo y prometí cambiarlo. Por eso, ese mismo día, después de nuestra reunión, salí directo a la librería sin la factura de compra, rara vez guardo esos papelitos, únicamente con el libro envuelto en celofán transparente, y toda la disposición del mundo. 

Cuando llegué, me acerqué y le conté a la cajera sobre el cambio. “¿Y la factura?”, preguntó. Le dije que no la tenía, pero le di mi número de cédula para que mirara en el sistema la fecha de la compra. Luego de teclear frenéticamente, y de volver a preguntarme el número de la cédula, me dijo que no había problema alguno, que mirara con cuál libro lo quería cambiar. 

Comencé a pasearme, indeciso, por los pasillos de la librería, tomando los libros de los estantes, pesándolos, leyendo sus contraportadas. Una mujer, toda vestida de negro, con unos pantalones anchos como para tierra caliente, la de Bogotá en estos días, y con un sombrero colgándole a sus espaldas, andaba en las mismas, ojeaba libros con ansiedad, con varios en sus manos. 

Dejé de distraerme con la mujer de negro, y me acordé del nombre de un escritor al que quiero leer: Antonio Hungar. Pregunté por sus novelas y el librero me mostró dos. Le pregunté que cual consideraba mejor, y me indicó Tres Ataúdes Blancos. “Fue con la que se dio a conocer”, concluyó. 

Le escribí de inmediato a mi amiga: “Este es tu regalo de navidad, ¿ya lo leíste?”. “No”, respondió; luz verde para hacer el cambio. 


Coincidí en la caja con la mujer de negro. Llevaba un libro muy grande, como de arte, de esos que se suelen poner en los revisteros de las casas, y otro de ellos era “La Educación Sentimental”, de Flaubert. A Este último lo había liberado de su prisión de papel transparente, que también cargaba para que la cajera pasara el código de barras por el lector óptico. Momentos antes de entregar el libro, lo puso sobre el mostrador, lo abrió y leyó la primera página con suma concentración. 


¿Qué impulsó a la mujer a destapar ese libro, segura de que lo iba a comprar?, ¿habrá leído diferentes reseñas o comentarios positivos para comprarlo, digamos, a la ciega? ¿Le atrajo solo por el título que es tan enigmático y conciso? ¿Es una experta o fanática del escritor francés? 

Siempre, al momento de hacer la fila en la caja de en una librería, miro cuáles son los libros que están llevando las otras personas, e intentó descifrar cómo son, por qué los llevan, qué los aqueja. Todo lo que pienso de ellos no es más que una telaraña de suposiciones, pero es un ejercicio que me agrada. 

A la mujer de negro, quien quiera que sea y donde quiera que esté, le deseo una amena lectura.

lunes, 31 de diciembre de 2018

El columpio

A pocas horas para que acabe el año. veo a una niña rubia y pequeña, no debe tener más de 4 años, que lleva puesto un saco azul abierto, una camiseta rosada, blue jeans, y zapatos también rosados; meciéndose en un columpio. Sus manos se agarran de las cadenas como si su vida dependiera de ello; no parar de reír y le exige a su mamá que cada vez la empuje  más fuerte. 

Si uno se fija bien, un columpio es de lo más ridículo: ir de atrás hacia adelante, mecerse porque sí, porque no hay nada más que hacer; simplemente estar ahí, presentes, yendo y vieniendo. Pero ¡joder! (Y pido permiso a los españoles para usar su expresión, pero es que la siento muy apropiada para la frase) es que precisamente de eso se trata, ¿no? Aparte de no ser niño, se me debe hacer zonzo el columpio, pues estar, solo estar, sin esperar nada a cambio o que algo ocurra, es algo que, me atrevo a decir, nos cuesta. 

El columpio, La niña, o ambas cosas, me hacen pensar en el fin del año, y lo sobrevalorado que está. La verdad es una fecha que encuentro aburridora, y a la que, creo, se le da mucha importancia, sin realmente merecer tanto bombo, tanta preparación, tanta nostalgia, tanto alboroto, pues dentro de pocos días vamos a volver a lo mismo, a nuestras rutinas. 

Siempre fantaseo con que, de repente, todo cambie del año viejo al año nuevo, poder disfrutar de otra vida a las 00:01, y no necesariamente una repleta de lujos y riquezas, sino en verdad hacerle honor a la frase: “año nuevo, vida nueva”. 

De pronto me complico demasiado la existencia, al renegar de la rutina y desear cosas imposibles. Quizás, solo quizás, la vida está diseñada a manera de columpio, un ir y venir, en apariencia, sin sentido; días que se repiten uno detrás de otro, con cambios tan pequeños que resultan imperceptibles. 

El truco, entonces, debe estar en aprender a sacarle el jugo a ese vaivén “eterno” que es nuestra existencia, como cuando los niños se montan en un columpio. 

domingo, 30 de diciembre de 2018

La loca de la casa

El cuerpo la casa; la loca, la cabeza.

La Loca de la casa es un libro de Rosa Montero, una escritora española que conocí gracias a Millás. Supe acerca de Millás por su libro de Articuentos completos, que compré a la ciega en una feria del libro, luego de leer un pasaje que me hizo reír mucho. En un principio, no sé por qué, pensé que solo escribía columnas, pero luego me enteré de que también escribía novelas. Desde ahí comencé a devorar toda su obra, junto con sus columnas de el diario El País.

Un día decidí ver quiénes eran los otros columnistas de ese diario y entre ellos me encontré a Rosa Montero y Javier Marías. Leí algunas columnas de Montero y me encantaron, busqué sus novelas y la primera que leí fue El peso del corazón, la segunda de la saga de la detective Bruna Husky. Me encantó. Luego leí la Ridícula idea de no volver a verte, La vida desnuda, un compendio de sus artículos, y también me parecieron increíbles. Me gusta mucho como escribe Rosa Montero, la forma en que narra y ve la vida; le deseo larga vida.

Hoy terminé un libro, y mañana, como vengo haciendo desde hace un par de años, pienso cerrar este dedicando unas horas del día a leer. El libro que había escogido para mi ritual de fin de año había sido la Loca de la Casa, que no es una novela, sino un texto en el que la escritora española habla acerca de su profesión, de qué significa escribir para ella, la fantasía, en fin, el arte de crear.

Ayer lo comencé a leer en la madrugada y, como lo esperaba, me gusto, pero hoy decidí, con ayuda de la cabeza que esta loca, cambiar esa lectura por otra, pues quiero sumergirme en una historia, leer novela pura y dura. 

No pienso cambiar de autora, y si mi cabeza no tiene otro capricho de último momento, creo que voy a leer Historia del Rey Transparente, de la que un lector, hace poco, le dio las gracias a la escritora por Twitter, diciéndole que esa novela había marcado un antes y un después en su vida.

viernes, 28 de diciembre de 2018

La señora del ascensor

Ayer compré un six pack de cerveza. Lo llevaba en la mano y al momento de subir al ascensor, me encontré con una señora a quien, según parece, muchos residentes del edificio odian. 

A mí no me cae de maravilla, pero ni me va ni me viene. Me han dicho que jode mucho, que es de las que le pone pero a todo, pero a mi no me consta. Si algo me incomoda es que siempre está sonriendo, pero es una sonrisa extraña, forzada, una que esconde quien sabe que tipo de pensamientos y juicios. Me recuerda a una caricatura de Walt Disney en la que un caballo sonreía de manera hipócrita. 

Cuando me subo a un ascensor, a menos de que conozca a alguien, no me gusta hablar adentro de esos aparatos; así que  de acuerdo con lo lleno que esté, y de cómo haya quedado ubicado, guardo silencio mirando un punto fijo, el que sea. Una buena opción para evitar hablar es quedar de ascensorista, y como uno está ocupado oprimiendo el botón de cerrar o abrir la puerta, parece que la gente no intenta entablar conversación con uno. 

Ayer solo íbamos la señora y yo. Luego del saludo, marcamos los pisos en el tablero y justo después la señora dijo en voz alta:“¡Huy!, ¿dónde es la fiesta?”. Haciendo referencia al six pack. ¿Por qué me habló?, ¿qué necesidad tenía de hacerlo? Sonreí incomodo, le respondí cualquier bobada y guarde silencio hasta que me baje. 

Hoy, una amiga me regalo una botella de vino, y otra. la dueña de casa, me pregunto que si quería una bolsa para llevarlo. Le dije que sí, y me dio una de Juan Valdez. 

No sé qué carajos espera el destino, la vida o el universo de mi, pues hoy, apenas llegué al edificio, de nuevo me encontré a la señora, con la cartera al hombro y las llaves del carro en una de sus manos, tomando el ascensor. Nuestro encuentro fue casi una copia del de ayer, saludo, sonrisa extraña, etc. 

Hoy clave la mirada en un punto fijo del suelo. Va a hablar, fijo va a hablar, y tómalo, ocurrió. La mujer se fijó en la bolsa de Juan Valdez y, a modo de chiste, dijo: “Ahhh ya veo un día es licor y al otro café; para balancear,  ¿cierto?”. Sonreí de nuevo, sí, todo un hipócrita, pero como les decía la mujer ni me va ni me viene, y pues tampoco se trata de hacerle mala cara o decirle “no sea sapa”; de nuevo respondí cualquier cosa, intentando que el fin de mi respuesta coincidiera con el momento en el que debía abandonar el ascensor. 

Si me la vuelvo a encontrar en los próximos días, pienso subir por las escaleras.

jueves, 27 de diciembre de 2018

Héctor

En la mañana, cuando voy a salir del edificio, la puerta la abre un celador nuevo y joven. Le pregunto su nombre y me da también su apellido; solo se me graba el primero, Virgilio, que considero sonoro. 

También le pregunto que si lleva mucho trabajando en el edificio; me dice que no, que solo está haciendo un remplazo. 

“¿De quién, Christian?”, le pregunto. Me dice que no, mientras intenta recordar el nombre del celador al que está remplazando. No lo logra y busca un papel que tiene a la mano. “Héctor”, responde. “Y eso, ¿está de vacaciones?”, pregunto. 

De inmediato visualizo la cara de Héctor. ¿Qué sé acerca de él?, la verdad muy poco, por no decir nada, pero es un hombre de sonrisa eterna, una de esas personas que dan buena espina. 

Es hincha del deportivo Tolima, y de las pocas conversaciones que sostuve con él, la mayoría  trataban sobre su equipo, en preguntarle cómo iba, qué tal le había parecido el partido del fin de semana. Sus respuestas siempre llevaban sonrisas y risas atravesadas; es un un tipo muy alegre, de esos que le ve el lado bueno a todas las cosas . 

“No—responde Virgilio cortando mi chorro imaginativo—, tuvo un accidente en la moto. Esta en la UCI”. Le pregunto qué le pasó. 

El lunes pasado, al finalizar la tarde, mientras varios, supongo, nos alistábamos para la celebración de la navidad con nuestras familias, Héctor se reunió en la portería del edificio, con el resto de los celadores y trabajadores, para la repartición de los regalos. 

Tiempo después se subió a su moto, y cuando bajaba por una calle dos carros lo cerraron. Héctor intentó maniobrar para no chocarlos, con tan mala suerte que logro esquivarlos, pero un furgón lo atropello. 

Ojalá se recupere pronto. Quiero saber un poco más de su vida, averiguar por qué siempre está de buenas pulgas, y preguntarle de nuevo sobre el Tolima, su equipo del alma.

miércoles, 26 de diciembre de 2018

Cervezas amargas

Hace un tiempo me encontré con un amigo, al que llevaba un largo tiempo sin ver, en un evento. Después de que finalizó caminamos un rato, hasta que encontramos una tienda de barrio, compramos unas cervezas y nos fuimos a su apartamento. 

Esa noche hablamos de muchas cosas, ya no recuerdo qué, pero la conversación fluía de manera “normal”, o lo que sea que eso signifique, hasta que yo, supongo, hablé de libros,  o de un libro, la verdad ya no recuerdo. 

En ese entonces estaba leyendo Fugas de James Rhodes, y creí que una frase del libro. que había leído ese día, aplicaba totalmente para uno de los temas de nuestra conversación. Como llevaba el libro conmigo, le pedí a mí amigo que me diera un momento para encontrarla y leérsela, pues consideré necesario que la escuchara para que me contara qué le parecía. 

Mientras se la leía, la frase produjo en mí ese sentimiento que producen las buenas citas; esa sensación de verdad, de orden. Cuando terminé, levante la cabeza para ver qué me iba a decir, pero lo note aburrido; era claro que la frase no le produjo ningún efecto, no lo movió para nada, es probable que ni siquiera me hubiera prestado atención. 

 No lo culpo, de pronto me excedí con todo el cuento de sacar el libro para leer un fragmento. Supongo que a algunas personas les molesta eso, es decir, que yo hable tanto sobre libros, sobre mi gusto por la lectura, en fin. 

Intentamos que la conversación retomara el cauce previo, pero parece que algunas palabras: mías, de él, se habían desbordado, alterándola. No tenía el mismo ritmo, nos costaba encontrarla; igual seguimos hablando como si nada hubiera ocurrido. 

De un momento a otro mi amigo me dijo algo como: “¿Sabe?, lo que pasa es que usted se escuda mucho en los libros”. “Nahh ¿usted cree? La verdad no creo”, respondí. 

Di esa respuesta porque sentí como si eso estuviera mal, como si la lectura y mi gusto por los libros fuera algo de lo que me debiera avergonzar. Como en muchas ocasiones en las que alguien dice algo que me molesta, no dije nada, actué como si nada hubiera ocurrido, pero sus palabras desbordaron la conversación por completo, en resumidas cuentas, me emputé. 

Pensé en irme, pero no lo hice porque todavía quedaban un par de cervezas, en las que había invertido algo de dinero. Destape una y hablé cualquier pendejada por un rato, dando sorbos largos, quería acabarla rápido para largarme del lugar lo antes posible. 

Después del episodio, nunca le dije que su comentario(s) (Luego del de los libros hizo otro que me la volo por completo), me habían molestado; craso error, lo sé, pero también me gusta evitar el drama. 

Si mi amigo quería tener la razón, debí haberle respondido que sí, que sí me escudo en los libros, y que no le veo nada de malo, pues cada quién mira como sobrellevar mejor la vida, cada quién mira qué veneno o droga se aplica: estudio, alcohol, sexo, infidelidad, religión; el que sea, pues la verdad sobran. En mí caso son los libros, la lectura y la escritura, y no los voy a dejar nunca porque me ayudan a ponerle un poco de orden al caos, al mío y al del mundo.

"La verdad es que la fantasía es una droga:
Freud creía que era un mecanismo de defensa; 
Klein, una proyección; y Jung..., joder, menos mal que está Jung.
A él le parecía algo sano, un modo de acceder a la creatividad"
- James Rhodes, Fugas -