miércoles, 16 de enero de 2019

La espera

Llego a la cita. La persona con la que me voy a encontrar no ha llegado. Eso está bien, tengo algo de tiempo para hojear libros. Envío un mensaje: 

“Ya llegué, estoy en la librería”. 
“Deme 10 minutos. Se me hizo tarde, ya le caigo”. 

Ahora converso con el comprador compulsivo que llevo conmigo a todo lado. 

“No vaya a comprar ninguno, ¿no?”, me pregunta 
“Tranquilo hombre, le juro que solo voy a mirar”. 

La respuesta no es del todo cierta pues siempre puede que me encuentre algún libro que considere una joya, o una rebaja a la que no me pueda resistir; pero algo tenía que responderle para calmarlo. 

Tengo en mente Ordesa una novela de un escritor español que se llama Manuel Vilas, a la que le vengo haciendo seguimiento desde hace un tiempo, y de la que he leído buenos comentarios. 

Pregunto por la novela a uno de los hombres que atiende, y juega pin-pong con la pregunta, lanzándola hacia otra de las vendedoras, la que está cerca al computador. 

“Ordesa, vamos a mirar”, dice la mujer con desgano, Teclea el título y presiona la tecla enter. “Está agotada”. Me parece bueno que lo esté, así no tengo que contemplar la posibilidad de comprarla, y tal vez quiere decir que es una buena novela. 

Me pongo a pasear por los corredores de la librería a hojear libros en desorden, y me llama la atención uno,solo por su portada y título. Decido leer la contraportada y el texto, me parece, es enganchador: 

“La vida se parece mucho a una función de teatro a la que llegamos tarde; de ahí 
que nos pasemos parte del tiempo preguntándonos qué pasó antes de que nosotros 
entráramos en la sala. Lo que fue antes de que naciéramos es parte de lo que somos…” 
– El lugar del aire – 

Estoy en esas cuando me acuerdo de Los Tiempos del Odio de Rosa Montero, la última de la saga de la detective androide Bruna Husky. Ayer, aprovechando que aún tengo saldo de aquel episodio de Media pal' bobo, del que les hable ya hace un tiempo, me compré, en versión digital, Lágrimas en la Lluvia, porque quiero terminar de leer esa saga este año. Anoté el título del libro del aire y lo dejé en su lugar, para luego preguntarle a la vendedora por la novela de Montero. Después de su tecleo frenético, su diagnóstico fue el mismo que para Ordesa, “Agotada”, respondió, y casi le pregunto que si ella o la novela. 

Siento que alguien se acerca. Levanto la mirada y me encuentro con mi amigo y su mano extendida para saludarme. 

Se acabó la espera.

martes, 15 de enero de 2019

Friolero

Quiero escribir algo, pero mientras busco algún tema del que pueda extraer unas cuantas palabras, lo único a lo que le pone atención mi cerebro es a mis pies fríos. Hay días, como hoy, en que los siento helados. Muevo los dedos, procurando que la fricción contra la media, y la de esta contra el zapato los caliente, pero no sirve de nada, el frío gana la batalla. 

Esto se debe, supongo, a que soy friolento, palabra que para los de la RAE existe como friolero: Muy sensible al frio, aunque la verdad prefiero la primera, no sé, se me hace más sonora. 

Hace muchos años conocí a los hermanos Castillo, eran tres todos medio hippies con pintas al estilo Kurt Cobain. No sé como hacía Andrés, el de la mitad, pues cuando el buen hombre tenía clase temprano, salía de la casa en camiseta como si nada, como si  solo esa prenda de vestir y su mochila fueran lo necesario para conquistar el mundo, mientras que yo siempre salía abrigado, procurando que el frío no se me colara por ningún lado. Siempre he utilizado sacos gruesos por las mañanas, razón por la que quizá no he conquistado el mundo, pero ya ven ustedes que Andrés tampoco, aunque imagino que cada quien conquista el mundo a su manera, en fin.

Con Plazas, un amigo del colegio, ocurría lo mismo, siempre andaba en camiseta, como si el frío no le importara en lo más mínimo. Ahora que caigo en cuenta él también utilizaba mochila; quizás esa combinación: camiseta +  mochila, sea una especie de conjuro contra el frío o, de pronto, el frío le tiene  miedo a esos personajes de actitud altanera, que parece piensan: "Me importa un huevo el frío, a mí nunca me va a dar", y por eso se concentra en seres débiles como yo, que le huyen constantemente".

Una de esas tuercas que todos llevamos sueltas en la cabeza, me hace pensar que si me dejo golpear de forma prolongada por una corriente de viento, me voy a resfriar; de pronto todo el tema de no soportar el frío es psicológico, fijo mi atención tanto en el tema, que en vez de dejarlo ser, lo repaso en mi cerebro, cosa que hace que sienta que el frío nunca me abandona. 

Los pies continúan fríos. Ojalá se me pase rápido la sensación, porque a veces se prolonga y me es imposible dormir de esa manera, aunque tampoco puedo cuando se calientan mucho, así que sospecho que siempre me debo quedar dormido cuando se encuentran a una temperatura intermedia.

lunes, 14 de enero de 2019

Libros, extremos y felicidad


El otro día estaba mirando qué serie o película ver en Netflix, y me encontré con el documental de Marie Kondo. En ese momento, sin saber nada sobre esa mujer, decidí no verlo, porque entendí que era sobre consejos para ordenar el contenido de los closets, y que pereza eso, ¿no?, además estaba en modo película o serie, es decir quería enfrentarme a una historia, en vez de ver a alguien dándome consejos, sin importar para lo que fueran. 

Hace unos días escribí que uno de los fines de la lectura, entre muchos otros debe ser brindarnos un gran placer. En este orden de ideas mi tesis estaría, en parte, acorde con Marie Kondo y su comentario incendario acerca de que los libros también pueden contribuir con el desorden, y que nuestra biblioteca solo debería estar compuesta por 30 libros, y que solo deberían ser aquellos que nos producen alegría, o lo que eso signifique.

No estoy de acuerdo con Kondo. No voy a deshacerme de mis libros, así nunca los piense releer y además porque, no sé si es por masoquista o qué otra razón, me agradan más aquellos libros que me retuercen por dentro, que me generan muchas preguntas y, por qué no,   me ponen triste o nostálgico. 

Supongo que esto tiene que ver con que, al leer, nos gusta acercarnos a los extremos o sensaciones fuertes, es decir, nos gusta echarle una mirada a diferentes áreas que encierran oportunidad y peligro y que, como no vamos a experimentarlas nunca personalmente, las recreamos a través de un personaje envuelto en la trama de una novela. Los extremos son entonces esos lugares o situaciones que nos producen intrigan y nos atraen, pero que es muy difícil que los lleguemos a navegar en algún momento de nuestras vidas, porque están fuera de nuestro alcance o porque son situaciones que están mal vistas por la sociedad.

¿Por qué nos gustan los extremos? Porque entregarnos a una historia nos quita tiempo y energías y es en los extremos donde consideramos que vale la pena gastarlas, pues explorar lo conocido, lo que ya sabemos, nuestras zonas de confort, resulta aburridor. 

Dicho esto, es muy probable que en esos extremos no vayamos a encontrar esa alegría de la que habla o busca Kondo.

sábado, 12 de enero de 2019

Recuerdo

Estoy en  pijama y agachado a cuatro patas. Miro cómo mi mamá y Rosalba, la señora que ayuda con la limpieza de la casa, amarran un cordel a una de las patas del sofa. Algo le pasó al mueble, está averiado, y mientras ellas hacen eso, yo pienso que el daño, de pronto, tiene algo que ver con uno de mis juegos. 

No sé en qué momento tomé la costumbre de tomar cierta distancia del sofá y echar a correr hacia él a toda velocidad, y justo cuando lo voy a alcanzar, apoyo mis manos sobre uno de sus brazos, doy una voltereta en el aire y caigo sobre los cojines. Es algo muy divertido, pero algo que, seguramente,  mi madre no me va a a dejar hacer si se entera. Por eso mi juego acrobático es esporádico, cuando, por alguna razón, nadie está pendiente de lo que estoy haciendo. 

Ese es el recuerdo más viejo de mi niñez que tengo presente en mí memoria, y del que más o menos todavía conservo imágenes nítidas. Me pregunto cuantos estarán enterrados en las profundidades de mí cabeza: personas, lugares, eventos que han ayudado a definir quién soy justo en este momento. 

Parece que los recuerdos se nos van borrando o que el cerebro, con su particular método de indexación, decide cuáles tener a la mano o sobre la superficie. Mi cabeza, mi memoria, mi cerebro que, en parte, son lo mismo, se parecen al teclado del computador portátil en el que escribo: De tanto teclear, de tanto repasar con mis dedos cada una de sus letras, algunas ya se han borrado, ese es el caso de las letras: a,m,n, y la d ya comienza a despedirse; me da miedo que, en cierto momento del tiempo, cuando desaparezcan cierta cantidad de letras, el teclado comience a fallar, es decir a que lgun s e ell s o p rezc n en la p nt ll después de ser tecleadas, mientras tanto la ñ permanece intacta, impoluta. 

Menos mal que el cerebro hace una copia exacta de la posición de las letras en el teclado, sino escribir, buscando cada vez la letra que se quiere teclear, sería un proceso lento y tortuoso. 

Hablando de recuerdos, ayer el computador me dio una notificación en la que me recordaba el cumpleaños de una tal Amalia Haymon. No sé quién es esa mujer, aunque puede que el aparato se haya equivocado, pues con tanta información en la red, tantas fechas y datos volando en las nubes, puede ocurrir que, a veces, arponee uno que no es, similar a cuando a uno le aparece una transacción, que nunca se realizó, en la factura de la tarjeta de crédito.

De pronto los recuerdos es lo que define que aún seguimos muy cuerdos, de ahí su enfásis: re-cuerdos, y que cuando se nos empiezan a borrar, como las letras del teclado, es un indicio de que no hay marcha atrás; por eso nuestras vidas suelen terminar bordeando los terrenos de la locura, o la niñez que, si uno se fija bien, es una locura placentera.

jueves, 10 de enero de 2019

La silla


Hablo de la de mi escritorio, en la que me siento para escribir. La primera que tuve fue una muy vieja que le había pertenecido a mi padre. No se le podía graduar la altura, y recuerdo que tenía unos resortes a la vista, y chirriaba de forma violenta con el más mínimo movimiento, como si uno estuviera torturando a unos seres miserables de otro mundo. Me deshice de ella, un día en el que me incliné hacia atrás, para desperezarme, supongo, y di una voltereta que terminó en un porrazo muy fuerte; había cumplido su ciclo.

Lo único que conservo de esa silla es el cojín, de color caqui, y quién sabe qué tipo de espuma lleva por dentro, pues es demasiado cómodo y no se ha deteriorado con el paso de los años. 

La que tuve hasta hoy es muy enclenque, apenas tiene una estructura y parece que un fuerte viento la puede hacer volar por los aires. De un tiempo para acá me comenzó a doler la espalda cuando pasaba mucho tiempo en ella, y caí en cuenta que se debía a que quedaba un espacio entre mi espalda y el espaldar, un hueco maldito que me forzaba a adoptar una postura incomoda, que desencadenaba un  dolor de espalda el cual, muy posiblemente, también desencadenaba dolores de cabeza. La solución que encontré para ese problema fue utilizar una de las almohadas de mi cama que primero ubiqué de forma vertical y luego horizontal en el espaldar, pero al poco tiempo se estripaba y hacía sus veces de hueco fantasma. 

Hoy no me aguanté más eso, y es que uno tiene que invertir en uno, en lo suyo, en lo que le gusta, y si paso gran parte de mi tiempo escribiendo, debo hacerme un buen ambiente de escritura, y todo lo que eso involucre y, sin duda, la silla es fundamental. 

Al almacén que fui tenían todas las sillas, alrededor de unas 20, para escritorio en un pasillo por el que soplaba una fuerte corriente de viento, como si un pequeño torbellino hubiera entrado en el almacén y se hubiera quedado atascado en ese lugar; miré hacia el techo a ver si pasaba volando mi silla ya vieja, digamos, pero no, seguía en casa, quizá triste al verse relegada a la categoría de "mueble viejo".

Me senté en todas, menos las últimas 5, forradas en cuero, que parecían de sala de juntas o de mafioso italiano, pues me parecieron exageradas y suntuosas. Finalmente me decidí por una de color negro, en  la que mi espalda queda totalmente pegada al espaldar, podría decir que la silla y yo nos convertimos en uno, o alguna pendejada similar, pero mejor no. Ya les estaré contando como me va con mi nueva silla.

miércoles, 9 de enero de 2019

Poetas con rabia

Una mujer publica un fragmento de un poema en Instagram. En medio de lo cursi y autoayuda que pueda ser, me gusta. Sé muy poco de poesía, es decir, he leído muy poca en toda mi vida, algo que espero mejorar este año.

Busco el libro al que pertenece el poema en Internet y comienzo a leer diferentes comentarios de las personas que lo han leído. El poemario cuenta con varias opiniones; que tóxicas que son algunas, en general que tóxicas suelen ser las opiniones del tema que sea. 

Una mujer, una tal Daniela, cuenta que lo abandonó después de leer 50 páginas sin haber subrayado ni un solo poema, algo raro en ella, pues afirma ser alguien a quien le gusta subrayar mucho, en especial los libros de poemas; al final cataloga el libro como una obra deslucida. 

Un hombre llamado Sebastian, dice que es de la peor poesía que ha leído; para nada memorable sino tremendamente mediocre, y cree que le falta sustancia, lo que sea que eso signifique, y concluye que no entiende como pudo haber sido publicado. 

A Sheila le parece que es una obra mediocre y embarazosa, con estructuras obsoletas y atroces estilísticamente hablando, y que lo único que encuentra positivo es haberlo leído en digital, sino se habría sentido mal por los árboles que se convirtieron en las hojas del libro. 

Qué fácil nos transformamos en poetas con rabia; como nos convertimos, de un momento a otro, en una metralleta de comentarios negativos, pero bueno, ¿qué se yo? De pronto esos lectores son unos expertos en poesía y por eso hablan con tal propiedad. 

En mi caso prefiero no decir nada acerca de los libros que leo, si acaso compartir pasajes que me llaman la atención por diversas razones. 

Virgnia Woolf plantea una postura muy chévere en cuanto al tema de las opiniones, en su novela “Las olas”, quizá todos deberíamos hacerle algo de caso: 

I am like a log slipping smoothly over some waterfall. I am not a judge. 
I am not called upon to give my opinion." 
- The waves -

martes, 8 de enero de 2019

Pipa y madera

Nunca le cogí el gusto al cigarrillo; alguna vez, en el primer semestre de universidad, le pedí a un amigo que me enseñara. 

Teníamos una clase a las 7 de la mañana y muchos estudiantes se aplicaban un combo de tinto y cigarrillo. Al principio creí que lo hacían para contrarrestar el frío de la mañana, pero después me incliné a pensar que el tinto era una simple arandela y que fumar era la actividad importante, la que les brindaba un profundo placer. Imagino que eso fue lo que me llamó la atención del cigarrillo en ese entonces. 

Aprendí y creo que lo hice bien, no me atoré, ni me puse a toser, pero al final no encontré ese placer que buscaba; supongo que mi falta de interés fue producto del olor del cigarrillo que, a los que no nos gusta, simplemente nos resulta desagradable, al igual que la manera en que lo impregna todo, y lo difícil  que resulta deshacerse de él. 

De pronto con la pipa la historia habría sido otra, porque ese es un olor que me encanta, por lo menos el que producía el tabaco que utilizaba Fabio, un amigo de mis padres. 

Cuando era pequeño me gustaba mucho cuando nos invitaban a su casa, primero porque era como un castillo rústico en miniatura, en el que todo parecía estar hecho en madera; era un escenario perfecto para un cuento que podría ocurrir, que sé yo, digamos que en un bosque escandinavo, si, además, le clavamos a la casa una vista hacia un lago. 

No recuerdo que hacía yo en esas reuniones, con quién o qué jugaba, pero lo mejor era cuando mi olfato detectaba el olor a pipa. Yo dejaba de hacer lo que estuviera haciendo y me iba a la sala a embriagarme de ese olor tan desconocido para mí en ese entonces. 

Buscaba algún lugar en el cual sentarme y, ajeno a la conversación de los adultos, me ponía a a mirar o, más bien, admirar la madera; es que ustedes tendrían que haber visto esa madera, parecía milenaria, como de otro mundo, como si las personas que confeccionaron cada mueble hubieran destinado miles de años a su labor. 

Les decía, me sentaba a contemplar la madera y a aspirar fuerte sin que nadie se diera cuenta, tratando de absorber todo el olor a pipa posible.