lunes, 21 de enero de 2019

¿Por qué fracasan las amistades?

Le pongo ese título a esta entrada, porque me acorde de un libro que he visto algunas veces en las librerías que lleva por título: “¿Por qué fracasan los países?”. Podría escribir sobre qué tienen en común los países y las amistades, algo como: la amistad es como un país, por esto y lo otro pero, la verdad, en este momento no se me ocurre en qué puedan parecerse.  Seguro que ambos conceptos tendrán algo en común para dedicarles unas cuantas palabras; así que si alguien quiere entregarse a esa tarea, y elaborar sobre esa absurda comparación, bien pueda. 

El punto es que hay veces que las amistades fracasan, se mueren, llegan a un fin, llámese como quiera. Hoy hablaba con mi hermana sobre una muy buena amiga que ella tuvo hace un tiempo, y que de un momento a otro dejó de serlo, porque sí, porque todo es vida y muerte, todo tiene un final único y determinante, menos las salchichas que, ya sabemos, tienen dos. 

Supongo que a varios nos ha ocurrido eso, me refiero a que uno se deja de hablar con una persona, no solo por una pelea o malentendido, sino que, de repente, de la noche a la mañana, la persona deja de estar ahí, a la mano, disponible para una buena charla o dar un consejo, por ejemplo. 

En su libro de cartas “Aquí y ahora” Coetzee y Auster charlan sobre la amistad, y llegan a la conclusión de que la base de la amistad es la admiración hacia el amigo: 

“Las mejores amistades, las más duraderas, se basan 
en la admiración. Ese es el sentimiento fundamental que 
relaciona a dos personas durante un prolongado período de 
tiempo. Se admira a alguien por lo que hace, por lo que es, por 
cómo se las arregla para andar por el mundo.” 
- Aquí y ahora -

Supongo que cuando esa admiración se quiebra o interrumpe, es cuando las amistades fracasan, y no queda más remedio que seguir andando por el mundo sin el otro(a) al lado.

viernes, 18 de enero de 2019

Amigos fugaces

Un amigo, desde que lo conozco, siempre ha tenido novia o ha estado saliendo con alguien. Los pocos periodos que andaba solo parecía querer devorar el mundo, como si supiera que se iba a morir; siempre tenía algún plan y salía bastante. 

Varias noches, después de haber estado con un grupo de personas, y cuando el plan entraba en su recta final, siempre buscaba donde seguirla, hacer algo, lo que fuera, para prolongar la sensación de fiesta. 

Algunas veces conseguía quórum para sus andanzas nocturnas, y otras veces no convencía a nadie con sus propuestas.

Cuando eso pasaba, a mí amigo no le importaba irse solo en busca de plan. Me cuenta que, en ese entonces, siempre terminaba en esos bares que tenía esa figura de “club” o algo así, y que cerraban al amanecer. En esas noches de borrachín solitario, mi amigo conocía amigos fugaces, con los que compartía algunas horas y copas. “Hermano, lo que pasaba es que en esos sitios toda la gente llegaba de otras rumbas y ya estaba muy borracha, y por eso era fácil unirse a cualquier grupo", cuenta. 

Hace unos días tome un carro y, por alguna razón, la dirección de la casa de una amiga, aparece acompañada por la palabra Villavicencio en el mapa. 

Unas cuadras después de haber comenzado el viaje, el conductor me habló y se encontró con la respuesta de ese yo conversador que a veces me habita. Nos enredamos en una conversación desordenada, que saltaba de un tema a otro sin concluir ninguno. 

“Yo pensé que me había salido un viaje a Villavicencio”, me dijo luego de una pausa en la conversación. 
“ ¿Habría arrancado?, le pregunté”. 
“Uff, claro”. 

Me contó que tiene una casa allá y que va cada 15 días. Utilicé un comentario comodín para decir algo sobre el clima de ese lugar, en comparación con el frío que hace en Bogotá. Ahí murió ese tema y cambiamos a otro. 

Cuando llegamos a mi destino, y luego de despedirme, el yo conversador, un ser aparentemente alegre y compinche, irrumpió de nuevo y me obligo a decir algo como “Luego cuadramos para ir a Villavicencio”. 
“¿Qué?”, respondió. Repetí la frase. 
“Claro hermano, venga, páseme su celular y cuando vaya a arrancar para allá lo llamó” 
“Hasta luego hombre, que le vaya bien.”

jueves, 17 de enero de 2019

Un plan de lectura para toda la vida


Ese es el título de un libro que me encuentro al ordenar un mueble; no sé por qué lo tengo. El libro afirma que tenemos un tiempo finito para leer, nada nuevo la verdad, por eso resulta vital escoger nuestras lecturas, y que el libro, ese plan para toda la vida, presenta “la mejor selección disponible de todo lo que vale la pena leer.” 

No comparto esa postura de las lecturas obligatorias, pues pasa la vida y uno lee lo que le atrae, lo que le llama la atención, pues en el momento en que leer se convierte en una obligación, creo que  pierde gran parte de su gracia, si no es que toda.

Nunca lo voy a leer, porque el libro tiene 385 páginas, y prefiero gastarme ese tiempo leyendo una novela de mi agrado, en vez de un texto que pretende indicarme qué debo leer. 

Pero no todo esta tan mal con el plan de lectura. La persona que lo escribió presenta cada autor con los nombres de las obras que considera imprescindibles y da un poco de contexto sobre su vida, eso me gustó. 

Alguien lo comenzó a leer y cometió el sacrilegio de doblar la esquina de una página a falta de un separador. Esa persona llego hasta Sófocles (Edipo Rey, Edipo en Colono, Antígona) de quien se cuenta que nació en lo que denominaríamos un barrio residencial de Atenas, en el seno de una familia de clase alta. También que ganó muchos concursos dramáticos y que vivió muchos años, al parecer, así lo dice, feliz. 

Lo hojeo mientras desayuno y, resulta casi obvio, me falta leer a muchos de los autores que menciona. Me llama la atención la presentación de las hermanas Brontë. Cuenta que pasaron la mayor parte de sus vidas en la casa rectoral de Haworth, donde su padre ejercía de párroco, y que su imaginación era lo único con lo que contaban, además de las historias que escuchaban sobre los  comportamientos violentos de las personas del vecindario. 

Antes de ellas está Anthony Trollope, un escritor que no conozco del que me llama la atención los títulos de sus libros, en especial El mundo en que vivimos. Trollope trabajó como empleado subalterno del Servicio de Correo, y debido a su dedicación lo dieron un mejor puesto en Irlanda, donde comenzó a escribir en su tiempo libre. Trollope implementó el buzón de correos, pues antes de él había que acudir a la oficina de correos para enviar una carta.

Me gustan esas introducciones. Pienso que podría acudir al libro cuando decida leer la obra de algún  autor que se encuentre en él. 

miércoles, 16 de enero de 2019

La espera

Llego a la cita. La persona con la que me voy a encontrar no ha llegado. Eso está bien, tengo algo de tiempo para hojear libros. Envío un mensaje: 

“Ya llegué, estoy en la librería”. 
“Deme 10 minutos. Se me hizo tarde, ya le caigo”. 

Ahora converso con el comprador compulsivo que llevo conmigo a todo lado. 

“No vaya a comprar ninguno, ¿no?”, me pregunta 
“Tranquilo hombre, le juro que solo voy a mirar”. 

La respuesta no es del todo cierta pues siempre puede que me encuentre algún libro que considere una joya, o una rebaja a la que no me pueda resistir; pero algo tenía que responderle para calmarlo. 

Tengo en mente Ordesa una novela de un escritor español que se llama Manuel Vilas, a la que le vengo haciendo seguimiento desde hace un tiempo, y de la que he leído buenos comentarios. 

Pregunto por la novela a uno de los hombres que atiende, y juega pin-pong con la pregunta, lanzándola hacia otra de las vendedoras, la que está cerca al computador. 

“Ordesa, vamos a mirar”, dice la mujer con desgano, Teclea el título y presiona la tecla enter. “Está agotada”. Me parece bueno que lo esté, así no tengo que contemplar la posibilidad de comprarla, y tal vez quiere decir que es una buena novela. 

Me pongo a pasear por los corredores de la librería a hojear libros en desorden, y me llama la atención uno,solo por su portada y título. Decido leer la contraportada y el texto, me parece, es enganchador: 

“La vida se parece mucho a una función de teatro a la que llegamos tarde; de ahí 
que nos pasemos parte del tiempo preguntándonos qué pasó antes de que nosotros 
entráramos en la sala. Lo que fue antes de que naciéramos es parte de lo que somos…” 
– El lugar del aire – 

Estoy en esas cuando me acuerdo de Los Tiempos del Odio de Rosa Montero, la última de la saga de la detective androide Bruna Husky. Ayer, aprovechando que aún tengo saldo de aquel episodio de Media pal' bobo, del que les hable ya hace un tiempo, me compré, en versión digital, Lágrimas en la Lluvia, porque quiero terminar de leer esa saga este año. Anoté el título del libro del aire y lo dejé en su lugar, para luego preguntarle a la vendedora por la novela de Montero. Después de su tecleo frenético, su diagnóstico fue el mismo que para Ordesa, “Agotada”, respondió, y casi le pregunto que si ella o la novela. 

Siento que alguien se acerca. Levanto la mirada y me encuentro con mi amigo y su mano extendida para saludarme. 

Se acabó la espera.

martes, 15 de enero de 2019

Friolero

Quiero escribir algo, pero mientras busco algún tema del que pueda extraer unas cuantas palabras, lo único a lo que le pone atención mi cerebro es a mis pies fríos. Hay días, como hoy, en que los siento helados. Muevo los dedos, procurando que la fricción contra la media, y la de esta contra el zapato los caliente, pero no sirve de nada, el frío gana la batalla. 

Esto se debe, supongo, a que soy friolento, palabra que para los de la RAE existe como friolero: Muy sensible al frio, aunque la verdad prefiero la primera, no sé, se me hace más sonora. 

Hace muchos años conocí a los hermanos Castillo, eran tres todos medio hippies con pintas al estilo Kurt Cobain. No sé como hacía Andrés, el de la mitad, pues cuando el buen hombre tenía clase temprano, salía de la casa en camiseta como si nada, como si  solo esa prenda de vestir y su mochila fueran lo necesario para conquistar el mundo, mientras que yo siempre salía abrigado, procurando que el frío no se me colara por ningún lado. Siempre he utilizado sacos gruesos por las mañanas, razón por la que quizá no he conquistado el mundo, pero ya ven ustedes que Andrés tampoco, aunque imagino que cada quien conquista el mundo a su manera, en fin.

Con Plazas, un amigo del colegio, ocurría lo mismo, siempre andaba en camiseta, como si el frío no le importara en lo más mínimo. Ahora que caigo en cuenta él también utilizaba mochila; quizás esa combinación: camiseta +  mochila, sea una especie de conjuro contra el frío o, de pronto, el frío le tiene  miedo a esos personajes de actitud altanera, que parece piensan: "Me importa un huevo el frío, a mí nunca me va a dar", y por eso se concentra en seres débiles como yo, que le huyen constantemente".

Una de esas tuercas que todos llevamos sueltas en la cabeza, me hace pensar que si me dejo golpear de forma prolongada por una corriente de viento, me voy a resfriar; de pronto todo el tema de no soportar el frío es psicológico, fijo mi atención tanto en el tema, que en vez de dejarlo ser, lo repaso en mi cerebro, cosa que hace que sienta que el frío nunca me abandona. 

Los pies continúan fríos. Ojalá se me pase rápido la sensación, porque a veces se prolonga y me es imposible dormir de esa manera, aunque tampoco puedo cuando se calientan mucho, así que sospecho que siempre me debo quedar dormido cuando se encuentran a una temperatura intermedia.

lunes, 14 de enero de 2019

Libros, extremos y felicidad


El otro día estaba mirando qué serie o película ver en Netflix, y me encontré con el documental de Marie Kondo. En ese momento, sin saber nada sobre esa mujer, decidí no verlo, porque entendí que era sobre consejos para ordenar el contenido de los closets, y que pereza eso, ¿no?, además estaba en modo película o serie, es decir quería enfrentarme a una historia, en vez de ver a alguien dándome consejos, sin importar para lo que fueran. 

Hace unos días escribí que uno de los fines de la lectura, entre muchos otros debe ser brindarnos un gran placer. En este orden de ideas mi tesis estaría, en parte, acorde con Marie Kondo y su comentario incendario acerca de que los libros también pueden contribuir con el desorden, y que nuestra biblioteca solo debería estar compuesta por 30 libros, y que solo deberían ser aquellos que nos producen alegría, o lo que eso signifique.

No estoy de acuerdo con Kondo. No voy a deshacerme de mis libros, así nunca los piense releer y además porque, no sé si es por masoquista o qué otra razón, me agradan más aquellos libros que me retuercen por dentro, que me generan muchas preguntas y, por qué no,   me ponen triste o nostálgico. 

Supongo que esto tiene que ver con que, al leer, nos gusta acercarnos a los extremos o sensaciones fuertes, es decir, nos gusta echarle una mirada a diferentes áreas que encierran oportunidad y peligro y que, como no vamos a experimentarlas nunca personalmente, las recreamos a través de un personaje envuelto en la trama de una novela. Los extremos son entonces esos lugares o situaciones que nos producen intrigan y nos atraen, pero que es muy difícil que los lleguemos a navegar en algún momento de nuestras vidas, porque están fuera de nuestro alcance o porque son situaciones que están mal vistas por la sociedad.

¿Por qué nos gustan los extremos? Porque entregarnos a una historia nos quita tiempo y energías y es en los extremos donde consideramos que vale la pena gastarlas, pues explorar lo conocido, lo que ya sabemos, nuestras zonas de confort, resulta aburridor. 

Dicho esto, es muy probable que en esos extremos no vayamos a encontrar esa alegría de la que habla o busca Kondo.

sábado, 12 de enero de 2019

Recuerdo

Estoy en  pijama y agachado a cuatro patas. Miro cómo mi mamá y Rosalba, la señora que ayuda con la limpieza de la casa, amarran un cordel a una de las patas del sofa. Algo le pasó al mueble, está averiado, y mientras ellas hacen eso, yo pienso que el daño, de pronto, tiene algo que ver con uno de mis juegos. 

No sé en qué momento tomé la costumbre de tomar cierta distancia del sofá y echar a correr hacia él a toda velocidad, y justo cuando lo voy a alcanzar, apoyo mis manos sobre uno de sus brazos, doy una voltereta en el aire y caigo sobre los cojines. Es algo muy divertido, pero algo que, seguramente,  mi madre no me va a a dejar hacer si se entera. Por eso mi juego acrobático es esporádico, cuando, por alguna razón, nadie está pendiente de lo que estoy haciendo. 

Ese es el recuerdo más viejo de mi niñez que tengo presente en mí memoria, y del que más o menos todavía conservo imágenes nítidas. Me pregunto cuantos estarán enterrados en las profundidades de mí cabeza: personas, lugares, eventos que han ayudado a definir quién soy justo en este momento. 

Parece que los recuerdos se nos van borrando o que el cerebro, con su particular método de indexación, decide cuáles tener a la mano o sobre la superficie. Mi cabeza, mi memoria, mi cerebro que, en parte, son lo mismo, se parecen al teclado del computador portátil en el que escribo: De tanto teclear, de tanto repasar con mis dedos cada una de sus letras, algunas ya se han borrado, ese es el caso de las letras: a,m,n, y la d ya comienza a despedirse; me da miedo que, en cierto momento del tiempo, cuando desaparezcan cierta cantidad de letras, el teclado comience a fallar, es decir a que lgun s e ell s o p rezc n en la p nt ll después de ser tecleadas, mientras tanto la ñ permanece intacta, impoluta. 

Menos mal que el cerebro hace una copia exacta de la posición de las letras en el teclado, sino escribir, buscando cada vez la letra que se quiere teclear, sería un proceso lento y tortuoso. 

Hablando de recuerdos, ayer el computador me dio una notificación en la que me recordaba el cumpleaños de una tal Amalia Haymon. No sé quién es esa mujer, aunque puede que el aparato se haya equivocado, pues con tanta información en la red, tantas fechas y datos volando en las nubes, puede ocurrir que, a veces, arponee uno que no es, similar a cuando a uno le aparece una transacción, que nunca se realizó, en la factura de la tarjeta de crédito.

De pronto los recuerdos es lo que define que aún seguimos muy cuerdos, de ahí su enfásis: re-cuerdos, y que cuando se nos empiezan a borrar, como las letras del teclado, es un indicio de que no hay marcha atrás; por eso nuestras vidas suelen terminar bordeando los terrenos de la locura, o la niñez que, si uno se fija bien, es una locura placentera.