martes, 12 de marzo de 2019

Idealizar

Hace un tiempo escribí acerca del noble acto de renunciar, y hoy lo quiero hacer sobre idealizar término que considero totalmente negativo. 

La definición de los viejitos de barbas largas y que llevan túnica de la RAE es: “Elevar las cosas sobre la realidad sensible por medio de la inteligencia o la fantasía.” 

Como lo dije la vez pasada, esta también es una palabra que da para escribir páginas y páginas, grandes tratados con sus pros y contras, donde los últimos, imagino, rebasan a los primeros; de lo que ocurre cuando idealizamos. 

Lo mejor sería vestir con una historia las palabras que estoy a punto de escribir, pero si me ciño al concepto purista de lo que es una narración, un cuento para ser más precisos, me tocaría ponerme a buscar un protagonista, un conflicto, un punto de giro que haga que el personaje principal abandone la rutina en la que se encuentra inmersa, etc. y es algo que no quiero hacer y, además, la literatura cuenta con cientos de novelas que ya lo han hecho. 

Por otro lado, más que querer desmenuzar el término, creo que lo que pretendo es, si acaso, sembrar una semilla de duda, que, quizá, de para algo de reflexión personal; aspira uno a mucho en estos tiempos en los que la capacidad de atención de las personas está bien mermada, en fin. 

Lo primero que yo haría sería mocharle lo de la inteligencia a la definición, pues creo que es, en su totalidad, un proceso fantasioso. 

Llega entonces aquel momento en el que uno idealiza algo, lo que sea, y es difícil sacarse el tema de la cabeza. Lo rumiamos día y noche y es algo muy nocivo, porque parece que nos lleva a perder la capacidad de decisión, y a pensar que estamos incompletos si no obtenemos eso que idealizamos. 

También tiene mucho que ver, como me dijo un amigo, con perder la libertad, pues es depender de la decisión de un tercero para sentirnos tranquilos, y lo idealizado, o mejor, los que tienen que ver con ello, una persona o un trabajo, siempre van a estar tranquilos y van a tomar la opción que les de la gana sin tener en cuenta lo que siente aquella persona que los idealizó. 

Todo se resume, me decía mi amigo, en dejar de depositar las esperanzas en donde a uno no lo tienen en cuenta, un arte que, indiscutiblemente, todos debemos mejorar a punta de prueba y error hasta que le cojamos el tiro.

lunes, 11 de marzo de 2019

Sin excusa

Llevo 4 días sin escribir aquí en AlmojábanaConTinto. Los dos últimos días de la semana pasada llegué tarde a la casa y por eso no lo hice, pero habría podido ponerme al día el fin de semana, algo que tampoco ocurrió. 

No hay excusa que valga para dejar de hacer algo que a uno le gusta mucho, y ya sabemos que cuando uno cae en ese tipo de falta, el mundo se desbarajusta, que buena palabra esta, de alguna manera. Algo a nivel microscópico, no sé qué, se desencaja, incluso es posible que nuestra vida dependa de ello, de esos pequeños momentos que, sin darnos cuenta, definen el rumbo de nuestras vidas, que vaya uno a saber si ya está escrito o no, o si lo que sea que hagamos: escribir, jugar fútbol, tocar ukulele, patear un piedrita en la calle, tiene la fuerza necesaria para cambiarlo. 

No paso nada extraordinario en los días de no-escritura, pero para escribir no necesitamos experimentar una invasión alienígena, sino simplemente contar lo que sea por más insulso que parezca, y esperar sacarle al incidente algo de sabor con las palabras. 

Hoy en el banco, me tocó ser el número 182. Realiza uno una búsqueda de ese número en Google, para ver si se le puede achacar algún significado a esa asignación numérica, en apariencia, aleatoria, pero la información que sale desinfla la expectativa, pues el primer link que aparece muestra los horarios del autobús 182, que va de la Plaza Castilla hasta el Arroyo Fraguas en las afueras de Madrid. No conozco esa ciudad, solo estuve de paso una noche en la que comí jamón serrano, Baguette y tomé vino como si el mundo se fuera a acabar. 

En mi papel de ruta de bus que me tocó ser hoy, me senté en la entrada del Banco porque hay unas sillas rojas, dispuestas en círculo, que tienen espaldar y son más cómodas que las que quedan frente a la cajas; aprovechando que con la voz robótica de la mujer que anuncia los turnos no tenía necesidad de mirar la pantalla en la que salen. 

Apenas me senté, mis movimientos despertaron a una mujer, una ciento setenta y pico, supongo, que estaba dormitando en una silla, con su cartera aprisionada en el pecho y ajena al mundo,a los bancos, a a las rutas de bus y a los turnos.  La mujer me miro por un segundo e inmediatamente volvió a cerrar los ojos.

miércoles, 6 de marzo de 2019

Palabras muertas

El viernes pasado mi hermano me llamó al celular. Como la mayor parte del día suelo tenerlo en silencio, no contesté. 

Más tarde, cuando lo revisé, en la pantalla del teléfono estaba la notificación de la llamada perdida hasta ahí todo normal. En los días siguientes ha continuado apareciendo la notificación de esa llamada, y no sirve de nada que la elimine, pues a las pocas horas vuelve a aparecer. 

Supongo que a veces los sistemas de comunicación de telefonía celular se chiflan y por eso ocurren incidentes como el que les estoy contando, pero (ustedes saben que siempre existe un “pero”, una porción de realidad o irrealidad que no deja que lo que nos ocurra se pueda considerar 100 “normal”, por decirlo de alguna manera)...

¿Qué es lo que me quería decir mi hermano? ¿Acaso tenían tanto poder las palabras que me iba a decir ese día que, aunque nunca salieron de su boca, se niegan a quedar en el olvido? 

Esto me hace pensar que aparte de las palabras perdidas y las cansadas, también deben existir las “muertas”, las que se quedaron en la punta de la lengua, y que luego tragamos para condenarlas con nuestros jugos gástricos, aunque algunas pueden ser lo suficientemente fuertes e importantes para carcomernos las entrañas antes de morir. 

Para salir de la duda, lo más fácil sería preguntarle a mi hermano que me quería decir ese día, o tal vez no, tal vez lo mejor es que algunas palabras permanezcan muertas.

martes, 5 de marzo de 2019

Soplar las nubes

Hay días en los que me encuentro con temas para escribir, quizá porque dedico algo de tiempo a pensar sobre ellos o porque considero que puedo arrancarle unas cuantas palabras a una imagen producto de un avistamiento, o a una situación en particular mía o de un tercero que me llamo la atención por algún motivo.

Hay otros días en los que la mente parece un desierto y las palabras, ya sean las cansadas o las perdidas, o quién sabe de qué otro tipo, no se dejan ver, o bien, escribir, pero es algo que resulta casi obvio, pues las primeras, como su nombre lo indica, andan extraviadas y las segundas, durmiendo o lo que sea que hagan ese tipo de palabras cuando se encuentran en ese estado.

Hoy creo que es uno de esos días, así que solo les voy a contar, por encima, cuando salí a caminar al finalizar el día.

El cielo estaba encapotado con muchas nubes de distintos tonos grises y amenazantes, como si estuvieran de mal genio, y aunque las ramas de los árboles se mecían con ráfagas de viento que anuncian lluvia, de todas formas decidí salir a caminar.

Mi agüero o conducta, ante un aguacero que parece inminente, consiste, aunque suene ridículo, en soplar las nubes.

Cuando salí, el pavimento ya estaba manchado con goterones de agua; ahí soplé un poco las nubes, pero sin esforzarme mucho, pues parecía que tenía perdida la batalla contra el agua.

Llegué a los pasadizos de un hotel, justo cuando el cielo soltó un chubasco, con tan buena suerte que duro muy poco, y su final coincidió con en el momento en que abandoné la edificación. Las nubes continuaban inmersas en su papel serio, y dude si en continuar o regresar a la casa. Al final opté por lo segundo, y elegí bien, porque dejó de llover, e incluso el cielo se despejó un poco, y algunos rayos de sol, cansados, lograron atravesar las nubes.

Llevaba conmigo las Notas de prensa de García Márquez, un libro que he leído a pequeños sorbos de lectura a lo largo de 2 años, con la intención de llegar a un café, tomarme algo, y leer 3 notas; el número de artículos que, considero, debo leer como mínimo cada vez que tomo el libro.

En mi caminata me crucé con un par de mujeres, y una de ellas, que llevaba una chaqueta amarilla, me pareció muy bonita. El avistamiento duro poco y después de pasarlas de largo, la olvidé y me distraje con otros pensamientos.

Tiempo después llegué al café, y al rato entraron las mujeres que había visto, y se sentaron a mis espaldas. Me desnuqué un par de veces para mirar a la que me había parecido bonita.

Afuera, bajo la amenaza de lluvia, la gente caminaba de afán mientras yo le daba sorbos al café y leía. 2 de las 3 notas que me tocaron hoy: “Me alquilo para soñar” y “Aquel tablero de las noticias”, estuvieron buenísimas.

El café y las notas destinadas a mi lectura se acabaron y salí del lugar. Volví a soplar las nubes que de nuevo había tapado los rayos de sol y seguían amenazantes, y luego de unos pasos comenzó a llover, una llovizna con cara de chaparrón.

Poco tiempo después de que entré a mí casa el cielo dejo caer un aguacero. Soplar las nubes a veces funciona.

lunes, 4 de marzo de 2019

Palabras perdidas

Hay muchos tipos de palabras: Adverbios, preposiciones, adjetivos, verbos,  etc. que a su vez se pueden dividir, se me ocurre de momento, en: agudas, graves, esdrújulas, homónimas, antónimas, por ejemplo. 


También existen otros tipos de palabras, no a ese nivel gramatical, como las cansadas de las que escribí hace algunos días y las perdidas, sobre las que quiero escribir hoy. 

Ayer, cuando estaba a punto de dormirme, justo después de que apagué la luz de la lampara que reposa sobre un mueble modular que hace sus veces de mesa de noche, y apenas cerré los ojos, se me ocurrió un tema sobre el cuál escribir. 

Me pareció una idea chévere y Pensé en anotarla en el celular, pero me dio pereza así que lo único que hice fue elaborar un poco sobre ella y repetírmela mentalmente varias veces antes de dormirme, confiado de que hoy la iba a recordar. 

La memoria, muchas veces, por la cantidad de ideas, recuerdos y temas que pelean por llamar la atención de nuestro cerebro a toda hora, traiciona la confianza que le tenemos. 

Hoy en la tarde, mientras caminaba, me acordé de la idea a medias, es decir, me acordé de que había pensado en ella la noche anterior, y me concentré para recuperarla pero no logré hacerlo. Lo único que logré rescatar fue la palabra avalancha, que iba a utilizar como figura y conclusión para el tema sobre el que quería escribir, pero eso fue todo, y por más que esforcé tratando de recordar otras palabras que iluminaran el camino hasta esa gran idea principal, no pude hacerlo. 

Es probable que las palabras perdidas compartan lugar con las cansadas, pero poco sabemos de ellas; quizás algún día encuentren el camino de vuelta hasta nuestra cabeza; ojalá sobrevivan donde quiera que estén. 

No queda más remedio que anotar todo lo que se nos ocurra, por más desquiciado que parezca, que creamos puede tener potencial.

domingo, 3 de marzo de 2019

11 minutos

Ese es el título del libro de Pablo Coelho que atrapa mi atención. ¿11 minutos para qué o qué?, me pregunto. Imagino que parte del gran éxito de ese autor se debe a esa especie de incertidumbre y misticismo. Pienso esto mientras mi mirada se pasea por la imagen de la caratula: una flor roja que, al parecer, reposa sobre una sabana o almohada blanca, muy blanca, como de comercial de detergente. 

Hago fila en la caja de un supermercado para comprar unas cuchillas de afeitar. Hace un rato estaba haciendo fila en otra caja y cuando se suponía que era mi turno, la cajera con cara de cansancio combinada con un gesto de “jódanse todos” dijo: “Ya no voy a atender más”. Por eso me pase a esta fila, la de la caja “rápida”, que de rápida tiene más bien poco. 

Me distraigo viendo los libros, que compiten con dulces y gaseosas por la atención de las personas. 

Nunca he leído a Coelho; alguna vez lo intenté dándole una oportunidad a El Alquimista, si no estoy mal, pero me pareció un libro extraño, o no me enganchó, y lo abandoné después de leer pocas páginas. 

Al lado del libro del escritor brasileño, hay otros libros, pero me fijo en el suyo porque la imagen, me parece, da paz, resulta placentera. 

Otro de los libros es “Erase una vez el amor y tuve que matarlo”, uno de esos libros a los que el título les queda grande; como ese otro que compré de puro capricho y sufre de lo mismo: “La gente feliz lee y toma café”. 

También hay un libro de Dan Brown, y la novela Buda blues de Mario Mendoza, quien, creo, es muy bueno para ponerle títulos a sus novelas. 

No se cuánto tiempo llevo haciendo fila, es como si se hubiera detenido; eso pasa en algunos lugares, sobre todo en las salas de espera y, a veces, en sitios como este, cuando estamos rodeados de sonidos de cajas registradoras, anuncios de descuentos que salen de unos parlantes, y un fuerte barullo de voces. 

Llevo más de 11 minutos haciendo fila.

jueves, 28 de febrero de 2019

Revelación

Me despierto. Cuando configuré la alarma del radio la noche anterior, moví la rueda del dial hasta que apareció una emisora de música clásica. La dejé no por culto, sino porque pensé que sería bueno despertarme con música de violines, violonchelos y flautas;  que de esa forma mi entrada a la vigilia  no sería tan abrupta, pero no fue así porque el que me despertó fue un locutor que habla a mil por hora, "que pereza que alguien hable tanto por la mañana", pienso. Me da algo de mal genio, no me preocupo en ponerle atención a lo que dice y apago el radio del todo. 

Doy vueltas en la cama un buen rato, me levanto y camino hasta la ducha. Me baño, claro está. 

Cuando llego al cuarto después de bañarme hago lo de siempre; la vida, parece, son solo rituales. Abro el closet y le echo una mirada a la ropa que está ahí cómo muerta: camisas, camisetas, boxers, medias. Escojo la ropa a utilizar con el poco criterio de moda que tengo que, básicamente, consiste en seleccionar prendas con colores que medianamente combinen, lo que sea que eso signifique. 

Tomo una camiseta que más o menos se encuentra en medio de la pila de ellas, la halo y un papelito se cae al piso. ¿Qué carajos hacía eso en mi closet?. Mi mente comienza a trabajar a toda máquina: ¿Quién me dejó un mensaje secreto y desde hace cuánto tiempo? ¿Qué podrá significar que un papel aparezca en medio de la ropa que está en el closet?, ¿Será bueno que deje de ser tan escéptico con el tema de las señales?. 

Como para restarle importancia al tema, dejo el papelito justo donde cayó y me preocupo en escoger un par de medias, y antes de dirigirme a la cama para echarme el talco en los pies (rituales) Me agacho a recoger el papel, la señal, la basura, lo que sea. 

Esta doblado en dos. Tiro las medias a la cama para manejar la revelación que  la vida está a punto de darme con ambas manos. Estoy listo para abrirlo, y comienzo a hacerlo lentamente, pero en un arrebato de ansiedad lo desdoblo rápido. 

 Leo, en una letra escrita de de afán y casi ininteligible las siguientes palabras: una libra de café y un paquete de salchichas.