jueves, 21 de marzo de 2019

Piedras colina abajo

En Memoria por Correspondencia, el bellísimo libro de cartas de Emma Reyes, la artista cuenta cómo en sus primeros años de vida cuando aún vivía con su madre, y antes de terminar internada en un convento, se reunía con su hermana y los otros niños del barrio a jugar en un terreno baldío, con más apariencia de basurero que cualquier otra cosa. Narra como se divertían con los objetos que encontraban en ese lugar como, por ejemplo, un maniquí o escultura al que vestían, y que de un día para otro decidieron llamar “General Rebollo”, alguien a quién rendían pleitesía a manera de deidad, hasta que un buen día un niño del grupo decidió contarle al resto que el general Rebollo había muerto y entre todos le hicieron una gran ceremonia para honrarlo. 

Una vez trabajé con una fundación que tenía unos proyectos en Altos de Cazucá, varias veces que estuve en el lugar vi como los niños, muchos con la cara sucia, los pantalones y camisas con agujeros y algunos descalzos, se divertían lanzando piedras colina abajo en calles no pavimentadas y polvorientas. El juego solo consistía en eso, pero ellos reían y lo repetían una y otra vez, sin importar las condiciones del terreno o del clima. 

Anaïs Nin recalca mucho en sus diarios la importancia de la niñez, y dice que tanto el niño como el artista viven en mundos de su propia creación, gobernados por sus fantasías y sueños, sin necesidad de entender el mundo del dinero o la persecución del poder, y que ese mundo tarde o temprano entra en conflicto con el otro, el “real” digamos, que está regido por compromisos conscientes y auto-traiciones. 

También dice que las verdaderas maravillas de la vida residen en las profundidades, y que explorarlas en busca de verdades es la verdadera maravilla que el niño y el artista entienden a la perfección.

miércoles, 20 de marzo de 2019

Ofender

Es fácil mentarle la madre alguien, y las groserías nos sobran al momento de querer hacerlo, pero esa forma de ofensa, digamos, es la vía fácil, la que todos dominamos o estamos en capacidad de llegar a hacerlo. 

Partamos entonces del punto en el que, por X o Y motivo, suponemos que estamos en nuestro derecho de ofender a alguien. En esos casos somos unos maestros al momento de buscar una combinación de palabras que carezca de groserías, pero que por su contexto van a ofender mucho más; esto sin tener el cuenta el famoso tonito con el que las decimos. 

Por ejemplo, me viene a la mente aquella vez que tomé un taxi y a la cuadra de trayecto el conductor me dijo: “Que pena, ¿se puede bajar?, es que había reservado una carrera y no alcanzo a llevarlo”. Me dio mal genio y le respondí: “¿para que recoge pasajeros si reservó una carrera?”, apenas terminé la pregunta, el señor comenzó a alegar y cerró su perorata exigiéndome que me abriera del parche. Le hice caso y cuando iba a cerrar la puerta me agaché y le dije: “Señor, ojalá no alcance a llegar”, y me alejé mientras el buen hombre, con las venas del cuello brotadas y los ojos saltones, seguía alegando . Ese es un buen ejemplo de que para ofender a alguien no es necesario el uso de groserías. 

Ayer instalé whatsapp en el teléfono nuevo y la aplicación me comenzó a preguntar que si le iba a dar acceso a mis contactos, a las imágenes, a la ubicación, que si le quería vender mi alma al diablo, en fin, para hacer yo no sé que cosas. “No lo voy a hacer", pensé, y omití esa acción. 

El resultado de mi rebeldía tecnológica resultó en qué mis contactos no aparecían en la aplicación bajo el nombre, sino bajo su número de teléfono. Hoy tuve que reinstalarla y automáticamente, seguro porque omití otro comando, me saco de todos los grupos en los que estaba. 

Eso me hizo caer en cuenta de que, hoy en día, una de las formas más afectivas de “ofender” a alguien y sentar una voz de protesta, consiste en salirse de un grupo de whatsapp. Durante el día no he dejado de recibir mensajes de varios amigos, en los que, consternados, me preguntan que por qué me salí y que si estoy bien.

martes, 19 de marzo de 2019

De celulares y otros temas

Recuerdo que cuando era pequeño y estaba en el colegio, mi ruta de bus pasaba por un parque, y un muro de tablas impedía apreciarlo. Yo, a veces, me quedaba viendo fijamente las tablas que pasaban a toda velocidad y, por momentos, fracciones de segundo diría, veía el parque con claridad; esto, supongo, gracias a que, en ocasiones, había varios huecos en un mismo sector de esa pared de madera, y mi cerebro organizaba lo que mis ojos veían a través de ellos en una sola imagen. 

El universo, el mundo, la vida, el espacio que sea en el que estamos inmersos, va a mil por hora, y nosotros vamos mirando por la ventana sin entender muy bien las imágenes que pasan enfrente de nosotros, pero aparentamos que si, pues que vergüenza que se den cuenta que estamos desubicados.

Pienso en esto de la velocidad por los teléfonos celulares, que se insertaron en nuestras vidas aceleradas dándoles un nuevo impulso, y que ya nadie podrá, por más videos y escritos bonitos que pretenden generar consciencia sobre su uso desmedido, restarles importancia, independiente de si si la tienen o no, o si estamos condicionados a su uso, a no poder vivir sin ellos. 

Hoy compré uno nuevo porque el que tenía saco la mano, e insistía, como un disco rayado, con un mensaje: “Fuera de línea, inserte la tarjeta SIM”, pero el aparato la tenía instalada. Parece que todo el asunto radicaba en un problema de identidad, en el que el teléfono, de un momento a otro, dejó de reconocerse. Eso a veces nos pasa, ¿acaso no? 

Al principio lo traté con palabras suaves a ver si de pronto reaccionaba, hasta que me dio mal genio y lo maldije; en consecuencia, rompimos cualquier tipo de vínculo usuario-máquina que nos unía. 

El nuevo funciona a las mil maravillas. Queda claro que no tuvo problema alguno para adaptarse a la velocidad a la que gira el mundo y nuestras vidas. Vamos a ver cuánto dura,  en qué momento va a cansarse y va a empezar a ver todo en imágenes fragmentadas como  yo veía el parque del que les hable.

lunes, 18 de marzo de 2019

Tortas

Estoy en un café que queda en el primer piso de un edificio de consultorios médicos, y cada vez que las puertas que dan a la calle, que se activan con un sensor de movimiento, se abren y cierran, entra una corriente de viento frio como del más allá, como si la muerte viniera con ella. 

Hago el pedido y me ubico en una mesa que un señor acaba de abandonar. Dudo en sentarme porque no sé si va a volver, pues dejó una gaseosa oscura a medio terminar acompañada por los restos de un muffin, al parecer de agraz. Me cuesta entender a esas personas que no recogen los restos de lo que hayan consumido apenas terminan. 

Como el sitio está lleno me siento en la mesa pero como dando a entender que acabo de llegar y que la basura no es mía, actitud que no tengo modo de saber si es convincente o no. Al rato me llaman pues mi pedido: un capuchino y una galleta ya está listo. Después de tomarlo veo que hay otra mesa desocupada y me siento en ella, esperando a ver si alguien me protesta por el reguero que, se podría suponer, dejé en la otra. Nadie dice nada, menos mal porque me habría dado pereza defender mi reputación de, digamos, “consumidor responsable de restaurante”. 

Espero a alguien, y para matar el tiempo, me pongo a leer. Minutos después llegan tres señoras, una más joven que las otras dos, así que, imagino que son hija, mamá y tía. 

Como el lugar está lleno y estoy solo en la mesa, la hija me dice que si pueden utilizar los asientos disponibles. Le respondo que no hay problema alguno y la mamá y la tía se sientan, mientras la hija compra las bebidas y lo que van a comer. 

Las 2 dos mujeres que están en la mesa hablan sobre lo necesario que es respetar los horarios de comida en el día, bueno, una habla y la otra, más bien, escucha. La primera dice que es súper importante tomar onces entre las comidas importantes del día, pero la segunda hace un gesto escéptico y responde que ella a veces ni come, pues no le da hambre. “No, pero eso está mal, uno debe comer mínimo cinco veces al día”, le responde su interlocutora. 

EN medio de su conversación, la hija llega a la mesa con una bandeja en la que lleva tres cafés y dos tortas, como reforzando lo que había acabado de decir su madre o su tía; no se sabe bien quién es quién. 

Las tres toman tenedores y comienzan a picar trozos de torta, una tiene bocadillo y la otra es de naranja, según lo determina una de las mujeres: “Está es como de naranja con canela, ¿no le sienten el sabor?”.

domingo, 17 de marzo de 2019

Domingo

Alguna vez escribí o hable con alguien acerca de lo raro que me parecía escribir los fines de semana en este espacio, y que por eso es que casi nunca lo hago , ya no recuerdo dónde fue ni a quién se lo dije, a veces todo: pasado, presente, futuro y lugares se mezclan y convierten en una masa pastosa. Que excusas tan ridícula las que uno inventa para no hacer algo. Escribir es escribir y punto, y no debe pesar hacerlo ningún día de la semana. 

Me gustaría entonces sorprenderlos con un escrito revelador, uno que les de el empujón necesario para arrancar la semana; tener la capacidad lírica que tiene Margarita García Robayo, en los resúmenes semanales que escribe para un revista argentina, donde relata eventos sencillos, anodinos podría decirse, que le ocurren cada día. 

Siempre le apunto a escribir así, es decir, de contar algo sin tantas arandelas; como dice Millás, de decirles que tuve o tengo enfrente de los ojos. 

Hoy me había propuesto leer, pero leer con juicio, es decir, por varias horas. Me recosté en la cama, acomodé las almohadas, prendí la lámpara, apunté la luz hacia la pantalla del Kindle, y continué con la lectura de Lágrimas en la lluvia, la novela negra y futurista de Rosa Montero. 

Leí uno, dos capítulos, y en el tercero se me empezaron a cerrar los ojos; creo que me quedé dormido en un par de ocasiones, y cuando los volvía a abrir, hacía un esfuerzo gigante para leer otro par de líneas. 

“No doy más”, pensé, apagué el aparato, me quite los lentes, acomodé las almohadas para dormir que, claro, necesitan una posición diferente a la de leer, y me eché a dormir. 

No sé por cuánto tiempo lo hice, pero hacia las 6:30 me despertó el frío, sensación que venía acompañada por un ligero dolor de cabeza. Busqué una cobija para no interrumpir mi asistencia al concilio del sueño con quien sabe qué otra cantidad de gente, al otro lado del mundo donde ya era de noche, y quienes iban a ser los primeros en encontrarse con el lunes. Intenté entonces ponerme de acuerdo con el sueño de nuevo, pero no lo conseguí. 

Cuando definitivamente no lo logré, prendí el televisor y me puse a ver Love, Death & Robots. “Los Tres robots”, el segundo episodio, me pareció genial.

jueves, 14 de marzo de 2019

RAES ambulantes

Me gustaría tener un amplio dominio de la gramática, y poder hacer alarde de un profundo conocimiento lingüístico del idioma español. Tengo algo de conocimiento, pero sé que me falta mucho por aprender. De todas maneras considero que la gramática, la ortografía y todo lo relacionado con ambas cosas, son apenas unos de los tantos componentes de la escritura. 

Por eso me aburren en extremo los RAES ambulantes, esos oficiales de la gramática que van por ahí dando su opinión, no pedida en la mayoría de los casos, sobre qué está mal escrito; esos seres que no perdonan que a uno se le escape una tilde o que están prestos a burlarse en la cara de las personas que utilizan o escriben mal una palabra. 

En estos días en una red social alguien públicó una pregunta “¿Qué es lo que más recuerdan de los noventas?” Yo respondí: “El Ten de Pearl Jam”, un álbum que me trae buenos recuerdos, con joyas como: Porch, Even Flow, Deep, Once, entre otras canciones, y así cada usuario mencionaba algo, lo que fuera, un lugar o una moda que le activaba algún recuerdo de esa época, hasta que una mujer escribió lo siguiente: “La buena ortografía y el buen uso del lenguaje. Los noventas es un barbarismo, se dice Los noventa.” 

Querida señora, si por casualidad lee esto, lo realmente bárbaro es su actitud, Qué le costaba escribir: “Se escribe los noventa, no los noventas”?, y si alguien le preguntaba cuál era la razón, ahí si se podía explayar on una explicación ni la berraca que expusiera toda su erudición, ¿no cree? 

Me podría quedar exponiendo otros casos como, por ejemplo, el de los agentes especiales que son expertos conocedores de las diferencias y los usos correctos de: ay, hay y ahí. 

Dicho lo anterior, creo que uno de los aspectos más importantes al momento de escribir, como lo dijo Virgnia Woolf, es encontrar el ritmo adecuado, y yo le agregaría el lograr conectar ideas distantes que, en principio, parecen no tener nada que ver la una con la otra. 

Esto no quiere decir que opine que la gramática y la buena ortografía no son importantes, pero, creo yo, no lo son todo al momento de escribir.

miércoles, 13 de marzo de 2019

Símbolo

En el tercer piso de un edificio, la cortina de un ventanal está recogida. Un sofá de color verde alcanza a aparecer por encima del final de la ventana, y más al fondo una pared blanca tiene pintada o pegada, una letra oriental del lenguaje Chino o Japonés, alguno de los dos, supone uno, en color negro. 

Debe ser grande, más o menos de unos 50 centímetros de alto, porque la observo desde una acera, y alcanzo a ver sus curvas y contornos de forma clara. “Qué significará?”, me pregunto. ¿La pusieron ahí solo porque estéticamente resulta agradable y atrapa miradas como la mía, o tiene un significado complejo y profundo para la persona que vive en el apartamento? 

Una vez en una feria del libro, en una época en la que visitaba con fervor el pabellón de comic, había un hombre en un stand con un cartel que decía: "Escribimos su nombre en japonés."  La persona tenía un pincel, acuarelas y un papel blanco que absorbía la tinta muy rápido. Ya no recuerdo cuánto cobraba por hacer eso, pero yo, obnubilado, por sus trazos elegantes y las letras, le pedí que escribiera mi nombre en japonés. 

“Cómo se llama?”, me pregunto. “Juan Manuel”, le dije, y apenas terminé de hablar, el hombre pintó de afán  unos 5 símbolos o letras que, según él correspondían a mi nombre en japonés. Orgulloso lleve el papel rectangular a la casa y lo puse en una pared del cuarto. Por unos días lo observé por tiempo prolongado, imaginando cual sería la pronunciación de mi nombre en ese idioma, pero luego el papel me dejó de llamar la atención, y llegué a pensar que la persona que había hecho esos símbolos había aprendido a dibujar un puñado de ellos  y los combinaba de diferentes formas para engañar a incautos como yo. Después de un tiempo el papel tomó un color amarillento y lo boté a la basura. 

De todas formas, la fascinación por esas letras, o bien, símbolos me sigue acompañando, Quizá, de forma inconsciente, le achacamos un misticismo exagerado a todo lo que tenga que ver con esas culturas.