miércoles, 27 de marzo de 2019

Sueños

Leo un libro que profundiza sobre las historias y que, básicamente, intenta responder a la pegunta ¿Qué son y cómo se pueden identificar?, y a todas las que se derivan de ese cuestionamiento. 

En un capítulo habla sobre los sueños y como estos también son intentos en los que nuestro cerebro intenta forzar una narrativa, a partir de la “basura” que almacenamos en él y que, prácticamente, representan el caos diario de nuestras vidas. 

Dice el autor que si los sueños tienen que ver con el descanso, deberían ser apacibles, tranquilizantes y divertidos;  en cambio son todo lo contrario, y  la mayoría de veces están cargados de angustia, con situaciones de vida o muerte o de peligro inminente; en definitiva que predominan en ellos los problemas y el conflicto, la fuente primaria de las historias. 

Los sueños más típicos consisten, menciona el escritor basándose en estudios, en ser atacados, perseguidos, o en hundirse; caer desde grandes alturas, estar perdidos o atrapados; estar desnudos en público, lastimarnos, en morir o encontramos en medio de un desastre natural. 

Muy pocas veces son las que sentimos algo placentero cuando soñamos, y casi siempre esas historias, locas y extrañas, se relacionan con sentimientos de ira, miedo y tristeza. 

¿Y qué con los sueños húmedos, por ejemplo?, se preguntarán ustedes, y sí, a veces soñamos con eventos que nos hacen sentir bien como volar como un pájaro o tener sexo, pero esos sueños, digamos, “felices”, menciona el autor, ocurren rara vez: Las personas únicamente vuelan en uno de cada 200 sueños, y el contenido erótico únicamente hace presencia en 10, y cuando el sexo es el tema principal, rara vez consisten en un paraíso hedonista, y más bien están cargados de ansiedad, duda y arrepentimiento. 

Ayer soñé algo que creo que puede catalogarse como un sueño feliz; no tenía nada que ver con sexo, pero involucraba a una mujer, pero la verdad no recuerdo de qué trataba o cuál era mi papel en él.

martes, 26 de marzo de 2019

Sarah Sanders

Sábado. 

Camino y hace una fuerte brisa, pero a pesar de ello siento mucho calor, y mis manos, piernas y brazos y están muy calientes. Me gustaría zambullirme en una piscina con agua helada. 

Pienso en ello hasta que llego a la peluquería, y ahí abandono mi fantasía. Pregunto por A. “Si siga, está en su puesto”, dice la mujer de la caja. La buscó y me pide el favor de que la espere de 10 a 15 minutos, pues está terminando de peinar a una señora, que me mira recelosa a través del espejo. 

Me siento en un sofá a esperar, y veo una revista. Gran error haber abandonado la casa sin un libro, pero la visita a la peluquería no era algo que tenía previsto. Tomo la revista que lleva como nombre Sarah Sanders. 

En la portada sale una mujer, Sanders supongo, empujando una carreta que lleva unas calabazas grandes. A sus lados se ven campos de trigo y al fondo una casa. La palabra que llega a mi mente es “Acres” e imagino que la finca, casa de recreo, lo que sea de Sarah, se encuentra en un terreno que le pertenece, ha pasado en su familia de generación en genración, y está compuesto por miles de ellos. 

Reviso de dónde es la revista y en la esquina inferior izquierda, debajo de las calabazas, dice Canadá. ¿Qué carajos hace una revista canadiense en una peluquería? 

Esperaba leer chismes de la farándula criolla, que fulanito se separo de menganita, y que ahora está con tal otra, mientras que menganita ni corta ni perezosa se levanto a perencejo, pero la revista de Sanders es la única disponible. Comienzo a hojearla con desgano y en las primeras páginas aparece el índice con los temas que trae esa edición. Está dividido en grupos de días del mes de octubre, en los que Sarah nos va a enseñar algo o tiene algo que decirnos, qué sé yo, del 5 al 10: Bricolaje, 10 al 12, técnicas de maquillaje, y así. 

Sandres debe tener mucho billete para tener una revista propia en la que pueda hablar sobre lo que se le ocurra, y ni debe saber que su alcance cubre, incluso, a las peluquerías colombianas. 

Levanto la vista por un momento y un sonido de un televisor empotrado en la pared, que lucha contra el ruido de secadores de pelo, muestra una escena de un perro negro que habla con un niño; luego volteo la cabeza hacia la derecha y un aviso en la pared dice: “Se le recuerda a nuestra distinguida clientela que ya no recibimos pagos en tarjeta, solo en efectivo”. La palabra distinguida me hace pensar en Sanders, que, seguro, lo es. Vuelvo a volcar la atención sobre la revista y la termino de hojear de afán. A. ya se desocupo y me puede atender.

jueves, 21 de marzo de 2019

Piedras colina abajo

En Memoria por Correspondencia, el bellísimo libro de cartas de Emma Reyes, la artista cuenta cómo en sus primeros años de vida cuando aún vivía con su madre, y antes de terminar internada en un convento, se reunía con su hermana y los otros niños del barrio a jugar en un terreno baldío, con más apariencia de basurero que cualquier otra cosa. Narra como se divertían con los objetos que encontraban en ese lugar como, por ejemplo, un maniquí o escultura al que vestían, y que de un día para otro decidieron llamar “General Rebollo”, alguien a quién rendían pleitesía a manera de deidad, hasta que un buen día un niño del grupo decidió contarle al resto que el general Rebollo había muerto y entre todos le hicieron una gran ceremonia para honrarlo. 

Una vez trabajé con una fundación que tenía unos proyectos en Altos de Cazucá, varias veces que estuve en el lugar vi como los niños, muchos con la cara sucia, los pantalones y camisas con agujeros y algunos descalzos, se divertían lanzando piedras colina abajo en calles no pavimentadas y polvorientas. El juego solo consistía en eso, pero ellos reían y lo repetían una y otra vez, sin importar las condiciones del terreno o del clima. 

Anaïs Nin recalca mucho en sus diarios la importancia de la niñez, y dice que tanto el niño como el artista viven en mundos de su propia creación, gobernados por sus fantasías y sueños, sin necesidad de entender el mundo del dinero o la persecución del poder, y que ese mundo tarde o temprano entra en conflicto con el otro, el “real” digamos, que está regido por compromisos conscientes y auto-traiciones. 

También dice que las verdaderas maravillas de la vida residen en las profundidades, y que explorarlas en busca de verdades es la verdadera maravilla que el niño y el artista entienden a la perfección.

miércoles, 20 de marzo de 2019

Ofender

Es fácil mentarle la madre alguien, y las groserías nos sobran al momento de querer hacerlo, pero esa forma de ofensa, digamos, es la vía fácil, la que todos dominamos o estamos en capacidad de llegar a hacerlo. 

Partamos entonces del punto en el que, por X o Y motivo, suponemos que estamos en nuestro derecho de ofender a alguien. En esos casos somos unos maestros al momento de buscar una combinación de palabras que carezca de groserías, pero que por su contexto van a ofender mucho más; esto sin tener el cuenta el famoso tonito con el que las decimos. 

Por ejemplo, me viene a la mente aquella vez que tomé un taxi y a la cuadra de trayecto el conductor me dijo: “Que pena, ¿se puede bajar?, es que había reservado una carrera y no alcanzo a llevarlo”. Me dio mal genio y le respondí: “¿para que recoge pasajeros si reservó una carrera?”, apenas terminé la pregunta, el señor comenzó a alegar y cerró su perorata exigiéndome que me abriera del parche. Le hice caso y cuando iba a cerrar la puerta me agaché y le dije: “Señor, ojalá no alcance a llegar”, y me alejé mientras el buen hombre, con las venas del cuello brotadas y los ojos saltones, seguía alegando . Ese es un buen ejemplo de que para ofender a alguien no es necesario el uso de groserías. 

Ayer instalé whatsapp en el teléfono nuevo y la aplicación me comenzó a preguntar que si le iba a dar acceso a mis contactos, a las imágenes, a la ubicación, que si le quería vender mi alma al diablo, en fin, para hacer yo no sé que cosas. “No lo voy a hacer", pensé, y omití esa acción. 

El resultado de mi rebeldía tecnológica resultó en qué mis contactos no aparecían en la aplicación bajo el nombre, sino bajo su número de teléfono. Hoy tuve que reinstalarla y automáticamente, seguro porque omití otro comando, me saco de todos los grupos en los que estaba. 

Eso me hizo caer en cuenta de que, hoy en día, una de las formas más afectivas de “ofender” a alguien y sentar una voz de protesta, consiste en salirse de un grupo de whatsapp. Durante el día no he dejado de recibir mensajes de varios amigos, en los que, consternados, me preguntan que por qué me salí y que si estoy bien.

martes, 19 de marzo de 2019

De celulares y otros temas

Recuerdo que cuando era pequeño y estaba en el colegio, mi ruta de bus pasaba por un parque, y un muro de tablas impedía apreciarlo. Yo, a veces, me quedaba viendo fijamente las tablas que pasaban a toda velocidad y, por momentos, fracciones de segundo diría, veía el parque con claridad; esto, supongo, gracias a que, en ocasiones, había varios huecos en un mismo sector de esa pared de madera, y mi cerebro organizaba lo que mis ojos veían a través de ellos en una sola imagen. 

El universo, el mundo, la vida, el espacio que sea en el que estamos inmersos, va a mil por hora, y nosotros vamos mirando por la ventana sin entender muy bien las imágenes que pasan enfrente de nosotros, pero aparentamos que si, pues que vergüenza que se den cuenta que estamos desubicados.

Pienso en esto de la velocidad por los teléfonos celulares, que se insertaron en nuestras vidas aceleradas dándoles un nuevo impulso, y que ya nadie podrá, por más videos y escritos bonitos que pretenden generar consciencia sobre su uso desmedido, restarles importancia, independiente de si si la tienen o no, o si estamos condicionados a su uso, a no poder vivir sin ellos. 

Hoy compré uno nuevo porque el que tenía saco la mano, e insistía, como un disco rayado, con un mensaje: “Fuera de línea, inserte la tarjeta SIM”, pero el aparato la tenía instalada. Parece que todo el asunto radicaba en un problema de identidad, en el que el teléfono, de un momento a otro, dejó de reconocerse. Eso a veces nos pasa, ¿acaso no? 

Al principio lo traté con palabras suaves a ver si de pronto reaccionaba, hasta que me dio mal genio y lo maldije; en consecuencia, rompimos cualquier tipo de vínculo usuario-máquina que nos unía. 

El nuevo funciona a las mil maravillas. Queda claro que no tuvo problema alguno para adaptarse a la velocidad a la que gira el mundo y nuestras vidas. Vamos a ver cuánto dura,  en qué momento va a cansarse y va a empezar a ver todo en imágenes fragmentadas como  yo veía el parque del que les hable.

lunes, 18 de marzo de 2019

Tortas

Estoy en un café que queda en el primer piso de un edificio de consultorios médicos, y cada vez que las puertas que dan a la calle, que se activan con un sensor de movimiento, se abren y cierran, entra una corriente de viento frio como del más allá, como si la muerte viniera con ella. 

Hago el pedido y me ubico en una mesa que un señor acaba de abandonar. Dudo en sentarme porque no sé si va a volver, pues dejó una gaseosa oscura a medio terminar acompañada por los restos de un muffin, al parecer de agraz. Me cuesta entender a esas personas que no recogen los restos de lo que hayan consumido apenas terminan. 

Como el sitio está lleno me siento en la mesa pero como dando a entender que acabo de llegar y que la basura no es mía, actitud que no tengo modo de saber si es convincente o no. Al rato me llaman pues mi pedido: un capuchino y una galleta ya está listo. Después de tomarlo veo que hay otra mesa desocupada y me siento en ella, esperando a ver si alguien me protesta por el reguero que, se podría suponer, dejé en la otra. Nadie dice nada, menos mal porque me habría dado pereza defender mi reputación de, digamos, “consumidor responsable de restaurante”. 

Espero a alguien, y para matar el tiempo, me pongo a leer. Minutos después llegan tres señoras, una más joven que las otras dos, así que, imagino que son hija, mamá y tía. 

Como el lugar está lleno y estoy solo en la mesa, la hija me dice que si pueden utilizar los asientos disponibles. Le respondo que no hay problema alguno y la mamá y la tía se sientan, mientras la hija compra las bebidas y lo que van a comer. 

Las 2 dos mujeres que están en la mesa hablan sobre lo necesario que es respetar los horarios de comida en el día, bueno, una habla y la otra, más bien, escucha. La primera dice que es súper importante tomar onces entre las comidas importantes del día, pero la segunda hace un gesto escéptico y responde que ella a veces ni come, pues no le da hambre. “No, pero eso está mal, uno debe comer mínimo cinco veces al día”, le responde su interlocutora. 

EN medio de su conversación, la hija llega a la mesa con una bandeja en la que lleva tres cafés y dos tortas, como reforzando lo que había acabado de decir su madre o su tía; no se sabe bien quién es quién. 

Las tres toman tenedores y comienzan a picar trozos de torta, una tiene bocadillo y la otra es de naranja, según lo determina una de las mujeres: “Está es como de naranja con canela, ¿no le sienten el sabor?”.

domingo, 17 de marzo de 2019

Domingo

Alguna vez escribí o hable con alguien acerca de lo raro que me parecía escribir los fines de semana en este espacio, y que por eso es que casi nunca lo hago , ya no recuerdo dónde fue ni a quién se lo dije, a veces todo: pasado, presente, futuro y lugares se mezclan y convierten en una masa pastosa. Que excusas tan ridícula las que uno inventa para no hacer algo. Escribir es escribir y punto, y no debe pesar hacerlo ningún día de la semana. 

Me gustaría entonces sorprenderlos con un escrito revelador, uno que les de el empujón necesario para arrancar la semana; tener la capacidad lírica que tiene Margarita García Robayo, en los resúmenes semanales que escribe para un revista argentina, donde relata eventos sencillos, anodinos podría decirse, que le ocurren cada día. 

Siempre le apunto a escribir así, es decir, de contar algo sin tantas arandelas; como dice Millás, de decirles que tuve o tengo enfrente de los ojos. 

Hoy me había propuesto leer, pero leer con juicio, es decir, por varias horas. Me recosté en la cama, acomodé las almohadas, prendí la lámpara, apunté la luz hacia la pantalla del Kindle, y continué con la lectura de Lágrimas en la lluvia, la novela negra y futurista de Rosa Montero. 

Leí uno, dos capítulos, y en el tercero se me empezaron a cerrar los ojos; creo que me quedé dormido en un par de ocasiones, y cuando los volvía a abrir, hacía un esfuerzo gigante para leer otro par de líneas. 

“No doy más”, pensé, apagué el aparato, me quite los lentes, acomodé las almohadas para dormir que, claro, necesitan una posición diferente a la de leer, y me eché a dormir. 

No sé por cuánto tiempo lo hice, pero hacia las 6:30 me despertó el frío, sensación que venía acompañada por un ligero dolor de cabeza. Busqué una cobija para no interrumpir mi asistencia al concilio del sueño con quien sabe qué otra cantidad de gente, al otro lado del mundo donde ya era de noche, y quienes iban a ser los primeros en encontrarse con el lunes. Intenté entonces ponerme de acuerdo con el sueño de nuevo, pero no lo conseguí. 

Cuando definitivamente no lo logré, prendí el televisor y me puse a ver Love, Death & Robots. “Los Tres robots”, el segundo episodio, me pareció genial.