jueves, 11 de abril de 2019

Esto

Esto, escribir, es una actividad que me desconecta, pero llamarla actividad es poco, es más bien una religión, o como meditar, un ritual al que dedico un tiempo o, mejor, uno que me dedico, y en el que toda clase de angustia desaparece. Es puro sosiego. 

Sosiego. Me gusta como se desliza esa palabra por la boca, cómo las vocales toman las curvas de las consonantes apenas se las encuentran y vcieversa; no creo que la utilice cuando hablo con otras personas, pero la leí hace poco y, solo con pronunciarla calma, es como un mantra: sosiego, sosiego, sosiego. 

Pero volvamos a esto, lo de escribir. Se escribe y se escribe y puede que el resultado no sean textos con mérito literario, pero eso es lo de menos. 

No tengo ni idea qué significa eso del mérito literario; supongo que tiene que ver con ser un novelista importante y con una larga trayectoria. Seamos prácticos, mérito significa: “Derecho a reconocimiento, alabanza”, y literario: “perteneciente o relativo a la literatura”. Ahora bien, si pegamos las dos definiciones el Mérito Lietario vendría siendo: “Derecho a reconocimiento y/o alabanza por actos relativos a la literatura”. Que vergüenza con la RAE. 

Una vez participé en una convocatoria de escritura y el formulario de inscripción decía: “Los textos a enviar deben tener mérito literario”. 

En esa ocasión le di largas al tema, lo olvidé, y llegó de nuevo a mi cabeza el último día antes del cierre de la convocatoria. Eran las 10:30 p.m. Abrí un documento y, como muchas veces me ocurre, miré la página en blanco por varios minutos, sin teclear ni una sola palabra. 

No se me ocurría nada. De pronto escuché un ladrido, seguido de unos gemidos, que provenían de un parqueadero contiguo, y ese fue el disparador. Escribí un texto que trataba sobre un hombre que escuchaba un ladrido, pero que no sabía si había sido producto de su imaginación o de la realidad, lo que sea que esto último signifique. Fue muy corto porque el formulario solo permitía un número determinado de caracteres. El texto, con o sin merito literario, me gusto mucho, y me sentí orgulloso de él cuando lo terminé. 

Nunca me llamaron de la convocatoria; imagino que los evaluadores no le encontraron ese mérito que tanto andaban buscando, que a la larga viene a ser un punto de vista, una opinión, venenosa como suelen serlo, pues ¿entienden lo mismo por ese concepto los miembros de la academia Sueca del nobel de literatura, que los del grupo encargado de otorgar el Pullitzer, por ejemplo? 

Es importante saber que esto, escribir, valga la redundancia, de cierta manera está por encima de esa dicotomía de bien o mal; lo más importante, creo yo, es derrotar a la hoja en blanco y poner una palabra delante de la otra. 

Eso pienso de esto.

martes, 9 de abril de 2019

Manejar una relación

El taxista, un hombre con la cabeza rapada, como si estuviera prestando servicio militar, maneja de afán y da unos timonazos violentos. En los semáforos aprovecha para revisar unas notas de voz que alguien le ha enviado. Lleva audífonos puestos así que resulta imposible saber qué le dicen en ellas y, lo qué podría considerarse más importante, quién se las envió. 

Cuando el semáforo cambia de rojo a amarillo, el hombre vuelve a ubicar el celular entre sus piernas y pisa el acelerador con furia. Tiene la mirada fija hacia el frente, pero quien sabe qué situaciones está manejando en su cabeza, espero que no sean lo suficientemente poderosas como para que les preste más atención que  a la  vía por la que conduce, a la realidad, pues la mía, en parte, depende de la de él.

Otro semáforo, y otra vez lo mismo. Revisa la conversación en su celular con ansias, como buscando un mensaje revelador del que le hizo falta leer algo entre líneas. Esta vez decide contestarle a quien sea con la persona que chatea, con un mensaje de voz: 

“Hola, espero haber remediado mi equivocación, y no volver a caer en otro error, y sí, yo también TE AMO (así en mayúscula y negrita fue la pronunciación de esas dos palabras que pueden significar tanto o ser un mero formalismo). Mira yo la verdad quiero comprar una casa, estoy cansado de vivir en arriendo, y que los dueños del lugar me anden jodiendo cada mes. No sé si tu te le midas, si sí lo podemos hablar y cuando termine de pagar el crédito, que ya me falta poco, pedimos otro. 

Después del mensaje, de esa descarga emocional, el hombre disminuye la velocidad, como si el haber expulsado esas palabras que tenía atoradas quién sabe donde, lo hubiera sosegado. 

Llego a mi destino y no alcanzo a escuchar más planes a futuro de esa pareja que espera no repetir los errores que cometieron en el pasado.

lunes, 8 de abril de 2019

My Generation

Hoy escuché apartes de la entrevista que le hizo Vicki Dávila al “Doctor de la muerte”, sobrenombre un poco ridículo la verdad, un doctor que practica la eutanasia, y como dato importante, pero más bien amarillista, decían que solo le faltaba una muerte más para llegar a las cuatrocientas, pero el número, creo yo, le importa a él en lo más mínimo. 

La muerte es un tema muy jodido, y nos vuelve un nudo cada vez que nos roza de cualquier manera, porque no tenemos ni idea acerca de ella, no sabemos qué nos espera cuando finalmente llega, si el más allá realmente existe, o si simplemente la vida se acaba y ya, sin cielo ni infierno y todos esos escenarios que tenemos metidos en la cabeza. Supongo que eso a nosotros, los humanos, con nuestras ínfulas de sabiduría y quienes hemos sido capaces de descubrir la existencia de galaxias a millones de años luz, nos da rabia, es decir, no tener ni idea en qué realmente consiste la muerte, aparte del mero acto de morir. 

“¿Hasta que edad quiero vivir?”, me pregunto, pensando en la mítica frase de My generation, la canción de The Who: “I hope I die before I get old”, porque si uno se fija bien, pues sí, mejor morirse antes de que el cuerpo y sus órganos comiencen a fallar, cuando la vejez nos cubre con su manto de desagradecimiento. 

Contaba ese médico que el caso que más lo ha afectado, fue cuando le practico la eutanasia a una mujer de casi 50 años que era diabetica desde pequeña, y a la que le tenían que practicar diálisis cada día de por medio. La enfermedad también la había dejado ciega y lo más probable era que le tuvieran que amputar ambas piernas, pues ya estaban llenas de morados. 

Decía el médico, con la voz entrecortada, que eso no fue lo que más lo impacto, sino que el día del procedimiento la mujer se encerró con una amiga, en el cuarto de la pensión en la que vivía, y se vistió con la mejor pijama, se maquilló con polvos y labial rojo, y se puso unos aretes de oro, una de las pertenencias más valiosas que tenía. 

Todo el tema me hace recordar la crónica “Son 15 minutos. Dejas de respirar. Y fuera”, del libro Vidas al Límite de Juan José Millás, en la que el escritor acompaña a un hombre de 66 años, el día anterior al que decide quitarse la vida. La vuelvo a leer. 

El hombre le cuenta cómo su declive comenzó con dos ataques cardíacos después de ser un corredor que esprintaba, luego vino un problema de control de esfínteres, y como si no fuera suficiente, después le apareció un quiste radicular imposible de operar, porque una intervención quirúrgica significaba parálisis corporal. En ese punto los médicos, e incluso los tribunales, le dijeron que ya no había opción de nada, que solo le quedaba esperar a que la muerte le diera la gana de llevárselo. 

El hombre se preguntó “¿Qué hacer?” y evaluó la posibilidad de irse a Estados Unidos, comprarse una pistola y volarse los sesos. También había ido a edificios de Málaga a mirar desde un octavo piso, pero descartó esas opciones porque no le gustaba la violencia ni las cosas desagradables. 

Cuenta que ya no tenía energías para nada, que no puede caminar por más de 10 minutos, y que su casa parecía una farmacia por la cantidad de pastillas que tomaba, que también le producen muchos efectos secundarios. 

El hombre, de paso por Madrid, contactó al DMD (Asociación Derecho a Morir Dignamente) y le preguntan que cuando quiere hacerlo. “Mañana, ya que estoy aquí, mañana”, les respondió, y le dieron un llamado “Cóctel de Autoliberación”, compuesto por un hipnótico, y medicamentos contra la malaria que resultan mortales en altas dosis. 

Millás había quedado en asistir al momento en que se iba a tomar los medicamentos, pero no fue capaz de cumplir la cita; los únicos que lo acompañaron a eso de las 12:45 fueron dos funcionarios del DMD. 

Para su acto final, su desenlace digamos, el hombre su puso un pijama, dobló la ropa con cuidado, saco las pastillas pulverizadas y las echo en un yogur de fresa, que se tomó a cucharadas. Luego se sentó en un sofá, colocó los pies sobre una mesa, y medía hora después dejó de respirar.

viernes, 5 de abril de 2019

Ganas de metáforas

Tengo ganas de escribir. Siento que se me acumulan las palabras en los dedos, pero no sé que contar. Es un sentimiento raro. 

Pensaba terminar la frase anterior con una analogía precisa: “es un sentimiento raro, como cuando bla bla bla”, pero no se me ocurrió ninguna, bueno la verdad si se me ocurrió una; tenía que ver con tener sed y encontrarse una fuente de agua, pero la escribí, la leí un par de veces y no decía nada, todo un desacierto de palabras. 

Una de las cosas que más me gustan cuando leo, es encontrarme con figuras narrativas que me cachetean mentalmente. Cuando eso ocurre, las leo y releo varias veces como para atragantarme con esos aciertos narrativos, que despiertan recuerdos o experiencias y adquieren un significado más amplio cuando las relaciono con algo diferente. 

Hay muchas de las que ya no me acuerdo pero otras que se me quedaron grabadas para siempre, por la imagen tan precisa que recrean, como en el primer tomo de Juego de Tronos cuando decapitan a Ned Stark: 

“A lo lejos, como envuelto en una niebla, oyó…un sonido… 
Un ruido suave y siseante, como si un millón de personas dejaran 
De contener el aliento a la vez” 

Otra que me parece bellísima, la leí en “Conversación en la Catedral” de Mario Vargas Llosa:


“Un vestido del mismo color de su piel, que besaba el suelo 
y la obligaba a dar unos pasitos cortos, unos saltitos de grillo.” 

Para llegar a ese dominio de las palabras, imagino que no queda más remedio que la prueba y el error, ensayar y ensayar. Escribir y borrar. Podar las frases hasta dar con la indicada. 

También existe la posibilidad jugar el juego que inventaron Hemingway y Fitzgerald cuando viajaban en carro. Los escritores jugaban a señalarse objetos mutuamente, y tenían que elaborar figuras narrativas con él objeto señalado; el que no acertaba, debía darle un sorbo a una botella de vino.

jueves, 4 de abril de 2019

Abandonar un libro

Continuó con la lectura de la novela Go, went gone, que trata acerca de un grupo de inmigrantes africanos en Berlín. Hacia rato no la retomaba porque se me cruzó Girl At War, una novela que trata sobre le guerra de Yugoeslavia. Ese conflicto, por razones diferentes y más allá de un burdo amarillismo, siempre me ha atraído. Además, estoy escribiendo una historia que tiene como protagonista a Radiša Dobrilo, un francotirador croata, y quiero que la atmósfera sea precisa. 

Termino la novela en pocos días y me agrada bastante. Tengo pereza de regresar a la otra porque la siento lenta y falta de acción. 

Hay quienes dicen que uno debe abandonar una lectura en el momento en que se sienta la menor pizca de aburrimiento, pero no quiero hacerlo con esta, pues ya llevo más de la mitad y, por alguna razón, tengo fe de que me enganche de nuevo. 

He abandonado la lectura de muy pocas novelas, y una de ellas fue El Péndulo de Focault de Umberto Eco. Un amigo me había dicho que era una obra maestra y es considerada una obra de culto por muchos, y  por eso la empecé a leer, pero después de un tiempo me aburrió. 

Sé que Eco es brillante, un erudito podría decirse, pero por algo, no se precisar qué, su novela no me enganchó. Quizá lo que vivía en ese momento, no me permitió conectarme con la obra, pues bien sabemos que los libros tienen tiempos particulares para cada persona. De pronto le daré otra oportunidad en unos años. 

Hoy leí tres capítulos de Go, Went, Gone, y aunque sigo creyendo que podría tener más acción, me parece que la historia mejoró un poco y que, de una u otra forma, me he relacionado con los personajes.

miércoles, 3 de abril de 2019

Ínfulas de nada

Invito a un escritor a una reunión. Nos seguimos en una red social pero no lo conozco de forma cercana, aunque alguna vez charlé con el cuando fue como invitado a una sesión de un taller de crónica que tomé hace un par de años. 

Me dice que no puede asistir en la fecha que le doy porque tiene unos compromisos de trabajo el resto del mes. “Se que suena un poco odioso, pero créame, es puro rebusque”, afirma. 

La verdad no me importa, es decir, que esté ocupado porque está lleno de trabajo o por rebusque me tiene sin cuidado, pero me agrada cuando las personas demuestran ínfulas de nada, que, independiente de quién sean y lo que hayan hecho o deshecho en esta vida, no miren a las personas por encima del hombro. 

Existe mucha fauna de esa en el mundo de las letras, personajes que por haber publicado un libro se creen la reencarnación de Shakespeare, mientras que solo unos pocos serán recordados en la historia, y el resto se irán al olvido. Lo peor es que ellos lo saben. 

García Márquez menciona eso en una de sus notas de prensa. Dice que la literatura es muy desagradecida, pues a diferencia del boxeo, solo tiene dos categorías: los inmortales y el resto, mientras que ese deporte tiene un criterio de calificación más justo con pesos welter, pesos medios, pesos mosca, etc, donde “cada quien disfruta de una gloria universal dentro de sus límites respectivos”, mientras que en la literatura solo los grandes van al cielo y adquirirán cierta inmortalidad. 

Por eso, a menos de que uno sea un Tolstoy, una Woolf, un Dickens, un Dotoyevski, una Austen o cualquier otro gran autor, lo mejor es andar por la vida sin ínfulas de nada.

martes, 2 de abril de 2019

Pimienta en las sienes

Un dolor de cabeza golpea las puertas de mi cerebro en la tarde. Él, todo inocencia, le deja seguir, y pues ni corto ni perezoso el dolor se instala, como esa visita molesta que, de repente, llega a nuestra casa, y que queremos se vaya lo más pronto posible. 

Tomo dos dolex, uno para cada hemisferio de la cabeza, pues vaya uno a saber si el dolor de cabeza tiene que ver con cálculos matemáticos o funciones lógicas que siguen corriendo, a manera de programa, en mi cabeza, o si más bien tienen relación con un aspecto humano y/o cultural como las emociones, la creatividad o el arte. Parece que las pastillas funcionan y la molestia desaparece, pero solo para volver con más fuerza un par de horas después. 

No quiero tomar más pastillas, y recurro a un aceite de pimienta que me regaló mi hermana y que funciona para los dolores de cabeza. Debe uno echarse una gota en la yema de un dedo, y luego hacer un masaje sobre las sienes. Supongo que el índice es el más adecuado para la tarea y me lo aplico.

¿Dónde carajo quedan las sienes?, sabemos que en los costados de la cabeza, y supongo que el punto más o menos exacto corresponde a seguir una línea recta desde la comisura exterior del ojo hasta, más o menos, la altura de la hélice de la oreja, pero ¿es entonces la sien un punto o un área? Decido lo primero y me aplico el aceite, el Mentha Piperita, su nombre científico me imagino, en esa zona imprecisa a la que llamamos sien, mientras me imagino la planta de la que lo extrajeron con ramas de color verde oscuro, como una mona del album de Jet.

El olor es intenso y produce escozor, con razón indican que solo se debe frotar en en ese punto, y que por nada del mundo debe tocar los ojos, no alcanzo a imaginar cómo sería de molesto si eso llega a pasar.

El dolor de cabeza parece mermar a medida que escribo estas palabras. No sé si es producto del aceite o de mi sugestión y ganas de que el dolor de cabeza se esfume de una vez por todas. 

Hace mucho en mí casa había una banda, con velcro en sus extremos, que, se suponía, funcionaba para aliviar dolores de cabeza, pues tenía dizque unos imanes en su interior. La banda en verdad no servía de a mucho, y creo que producía más dolor porque uno creía que sus capacidades curativas tenían que ver con lo fuerte que se apretara alrededor de la cabeza.