domingo, 28 de abril de 2019

Hágale que no viene carro

El prefijo des indica la inversión o negación de un significado. Me parece entonces que la palabra Demente, “deterioro de las facultades mentales”, le hace falta una s o, mejor, para no afectarla, que debería existir otra nueva: Desmente

Esa palabra haría referencia a ese tipo de situaciones que, imagino, todos hemos experimentado, en las que nos enfrentamos a una situación con poca información, y en las que debemos tomar una decisión rápida. Una de esas en las que no tenemos tiempo para llamar a un amigo ni consultarlo con la almohada; una decisión, como todas, que bifurca nuestro camino para bien o para mal. 

Pare ese tipo de momentos es que aplica la palabra desmente, cuando le hacemos más caso a la intuición, al feeling interno que a la razón, y decidimos algo importante en nuestras vidas sin echarle mucha cabeza al asunto, es decir, sin mente. 

Esta palabra, no-palabra, implica perfeccionar el arte del porque sí, uno que muy pocos dominan, pues cuanto nos cuesta dejarnos llevar por el impulso, y no sentir la necesidad de tener cada palmo de nuestras vidas medido. 

Aquellas situaciones para las que aplica actuar bajo esa palabra, llegan en el momento menos pensado, cuando creemos estar en completa calma o tranquilidad, y de pronto aparece esa urgencia apremiante en la que debemos tomar una decisión, ser desmentes, si es que aplica esa palabra. 

Me gustaría escribir más sobre ella, pero se me dificulta porque aún no la he descubierto del todo, y creo que me hace falta experimentarla más, para poder dar una definición más acertada, pero básicamente el llamado es a actuar si pensarlo tanto o, como diría un viejo amigo, Hágale que no viene carro.

jueves, 25 de abril de 2019

Nueces

Me llega un mail el cual me informa que para terminar mi compra de nueces peladas (precio sobre 10 kilos), solo me falta pagar $5.500 en la sucursal Servipag. 

Imaginemos un día en el que uno se levanta con la cabeza libre de angustias, uno en el que, por alguna extraña razón, nos sentimos en completa paz con la vida, donde, en apariencia, ningún asunto presenta algún tipo de exceso o escazes. Además de eso, el clima que hace es perfecto: cielo despejado con un sol radiante, que viene acompañado de una brisa que evita cualquier tipo de bochorno. 

En ese día idílico, digamos, por llamarlo de alguna manera, tenemos que comprar nueces, ¿para qué? no sé, lo más sensato, creería yo, sería decir que las necesitamos para una receta, un pavo relleno, por ejemplo que, supongo, las lleva. 

No soy aficionado a las nueces, y lo primero que se me viene a la mente cuando las escucho mencionar, son aquellos casos que se escuchan de personas que son alérgicas a ese fruto seco y que sin querer las prueban, se les cierra la traquea, dejan de respirar y mueren. Alguna vez, por ejemplo, leí una historia de esas en la que un hombre comía un producto, en este caso tenía canela, y luego, besaba a a su novia. Al poco tiempo esta se moría, pues era alérgica a ese polvillo. 

Pero volvamos al día de clima perfecto en el que tenemos que comprar nueces. Digamos también que es un sábado, y entonces podemos hacer pereza en la cama: Abrir los ojos volverlos a cerrar, dar media vuelta y enrollarnos en las cobijas, o lo que sea que signifique hacer pereza para cada persona. 

Ya en la ducha, cuando el agua golpea nuestra cabeza, nos acordamos de que tenemos que comprar nueces. Jugamos con el pensamiento un rato, pero luego lo descartamos por cualquier otro.

Luego, en el cuarto, cuando nos estamos poniendo las medias y como de la nada, el tema de las nueces aparece de nuevo en nuestra cabeza. Podríamos salir a comprarlas, caminar un rato hasta el supermercado y aprovechar el buen clima, pero la tecnología nos ha hecho perezosos, y por eso decidimos pedir 10 kilos, una cantidad arbitraria, Como para que no falten, a través de una App. 

Nunca realicé un pedido de nueces. Que miedo que Internet, las redes, la tecnología, vayan dejando regadas diferentes identidades nuestras por todo el mundo. Hoy es solo eso, mañana me pueden estar buscando por estar involucrado en la muerte de una persona que se comió un trozo de torta que llevaba nueces. 

¡Qué mundo!

martes, 23 de abril de 2019

Separadores

En este día del libro, Rindámosle una especie de homenaje a ese adminículo que nos ayuda, de cierta forma, a no perder el hilo de una lectura. 

Es un elemento importante al que, a los que nos gusta leer, le guardamos un gran aprecio. Cuando era pequeño, siendo en ese entonces un lector esporádico, me parecía un sacrilegio que mi hermana mayor por practicidad, comodidad o lo que fuera, doblara la esquina de la página de un libro para marcar en donde iba su lectura. 

Me parece que se siente bien, y es hasta un acto poético, aquel momento en que uno termina de leer cuando, digamos, los ojos se nos empiezan a cerrar,  tomamos el separador y lo metemos entre el libro. 

Los míos están arrumados en uno de los niveles de mi biblioteca, y el tamaño del morro, me gusta esa palabra, aumenta de a uno o dos, cada vez que compro un libro. 

Aunque son varios siempre suelo utilizar el mismo, uno de imán que en una de sus caras tiene una caricatura de Virgnia Woolf. Ese, por ejemplo, me lo “robé” un día que solo estaba de visita en Bookworm y no compré ningún libro. 

“The way to rock oneself back into writing is this. 
First gentle exercise in the air. Second the reading of good literature. 
It is a mistake to think that literature can be produced from the raw” 
- Virginia Woolf, A Writer’s diary - 

Tengo dos de la Lerner. Creo que los obtuve en diciembre del año pasado cuando me obsesioné por comprar un libro de Clarice Lispector. Acompañé a mí hermano a una vuelta en Unicentro, y en la Nacional no tenían ninguno de esa autora así que llamé a Wlborada y en la casa de la patrona de los libros si tenían el que estaba buscando: Felicidad Clandestina. De camino a la librería, se me cruzo la Lerner y decidí bajarme ahí. Allá no tenían ese, así que me al final me lleve En Estado de Viaje, una recopilación de cartas, notas y crónicas de la escritora. 

“Estoy leyendo bastante, estoy intentando llegar a través 
de los libros a una conclusión sobre las cosas, que me parecen
más confusas que nunca” 
- En estado de viaje – 

Tengo uno que me trajo una amiga de Guatemala muy bonito,  tejido en hilos de diferentes colores. No recuerdo si cuando me lo dio me regalo un libro, pero me gustan mucho sus regalos cuando llega de viaje, pues casi siempre son libros de autores que no conozco, originarios de los lugares que visita. 

Otra amiga me regalo uno de El salvador. Una tablita de madera con un dibujo de montañas, pájaros y mariposas con colores muy vivos. Da algo de alegría mirarlo y sostenerlo en las manos. 

Otro es del Hay Festival del 2016, la primera vez que fui a ese festival. La mayoría son como ese, muy sencillos, como un trozo rectangular de algún material solido y flexible a la vez, que llevan mensajes provocativos: ¡Prueba a leer cuando no toca! Lee lo que quieras, pero lee; leer es mi estilo; Leer es la clave; Coma, duerma, lea; entre otros. 

Los más internacionales, por decirlo de alguna manera son: uno de imán que me trajo mi hermana de Alemania con una silueta de la fachada de la Kaiser-Wilhelm-Gedächtnis-Kirche , y otro que tiene una frase que dice algo como: leer libros significa ir de excursión a mundos distantes en las habitaciones, bajo las estrellas.

lunes, 22 de abril de 2019

Frases

El lenguaje está presente en nuestras vidas a todo momento. Absorbemos palabras, al tiempo que ellas nos absorben y bombardean nuestro cerebro sin parar, estamos a merced de ellas. 


Encima de un mostrador de una sala de espera de consultorios médicos un letrero dice: consulta externa y al lado en letras itálicas lleva está su traducción al inglés: Outpatient. Imagino que la traducción es errada, porque me la imagino literal: External consultation, hasta que decido que esa palabra que encierra a las dos en español, es la traducción indicada. A la derecha hay otro letrero: Baños Públicos Public Toilets, lo leo mentalmente como si fuera una cuña radial. 



Paseo la mirada por el lugar y una estructura de cartón de color verde chillón, que está recostada sobre una pared, dice: Uso preferencial Adulto mayor. Embarazadas. Discapacitados. Cada palabra debajo de la anterior. No indica de que se trata el el uso preferencial, y parece como si los discapacitados soportaran a los otros dos grupos de personas. 

Un hombre llega al lugar, y lleva puesta una camiseta azul que dice: “Leader on the field”. Por alguna razón imagino que el campo al que hace referencia la frase es uno de futbol americano, y ubico al hombre en la grama. Es un mariscal de campo, a punto de lanzar un pase profundo. 

“¿Cómo está el clima, rico?” Pregunta una mujer que está sentada a mi lado, y que lleva puesta una camiseta blanca a cuadros rojos y tenis. Tiene el celular en altavoz, pero aún así se lo pega a la oreja como si estuviera en una conversación privada. Habla sobre tiquetes de avión costosos y de que tiene que estar en el aeropuerto a las 8:30 p.m. 

Miro hacia la ventana y en el edificio de la acera de enfrente están arrendando una oficina, el número comienza por 357, pero no termino de leerlo, pues para lo único que me interesa es para llamarlos y decirles que no estoy interesado en la oferta. 

Al salir del edificio una mujer que lleva puesto un chaleco morado impermeable, blu-jeans y tenis blancos se me adelanta, va hablando por celular y le dice a su novio, esposo, quién sea: “Listo. Listo. Sí, sí, sí, mí amor.” 

En otro lugar, una pared azul tiene escritos varios tipos de carne: Salami selva negra, rollo suizo, Molleja cervecero. El último nombre patina en mi cabeza por la incongruencia en el género gramatical. 

“Los invitamos a visitar nuestra página web” dice un cartel pegado en una pared, y me imagino ese sitio web como un lugar físico. Junto a él otro dice: “Política de calidad” en letras mayúsculas y en letras diminutas está escrita, supongo, la política. Al lado un múñeco blanco sobre un fondo verde, en una posición que aparenta movimiento acompaña las palabras “Salida de emergencia, que resulta ser la misma salida del local, por la que todos entran de forma calmada. 

Más tarde pido un turno en una máquina, y escupe el RB 507. Me siento y miro la pantalla que los anuncia, pero todos tienen combinaciones con letras diferentes: el SB 320 en el módulo 1, el PB, así solo y extraño sin números, en el módulo 4, el RB 321 en el 2; estoy a 186 turnos de ese, pero no veo a más de 10 personas en el lugar; el SB318 en el módulo 3, y así. 

Leo un poco para calmar la desazón que me producen esos sistemas de turnos. Las páginas que alcanzo a leer hablan sobre qué significa escribir a lápiz y su extensa duración, y, de cierta manera, el escritor compara eso con un fumador empedernido que espera que su cigarrillo dure más de las caladas que le suele dar, al igual que los sorbos que una persona que está sentada en la barra de una bar, le da a su bebida. 

El RB 507, el turno, yo, sale o salgo en la pantalla. La espera se acabó. 

Camino a casa paso por un edificio que parece estar a punto de derrumbarse, está inclinado y su estructura tiene muchas grietas. Tiene un pendón en toda la mitad que dice: “VENDO O PERMUTO”. En el segundo piso, un ventanal sin cortinas deja ver dos maniquíes con vestidos de matrimonio. Imagino a un sastre muy viejo sentado al frente de su máquina de coser, el único inquilino que no ha abandonado ese barco de concreto que, poco a poco, se hunde.

viernes, 19 de abril de 2019

Monstruo

Escribir es también como un monstruo. Espera uno que las palabras salgan ordenadas de los dedos al teclado, y poder contener los textos, dominarlos, pero muchas veces ocurre lo contrario, se desbordan y adquieren vida propia. 

Quizás la tecnología y los computadores nos dan una ligera sensación de que estamos al mando, de que somos los amos y señores de lo que escribimos, que en la memoria del computador, o en la nube, el texto está a salvo, inerte, pero no nos damos cuenta de que quizás es imposible contener a ese monstruo. Pienso sobre esto porque leí un poco sobre Thomas De Quincey. 

El texto que leí dice que el escritor británico deambula mucho por las calles y que procuraba anotar todo en diferentes hojas, pedazos de papel y cuadernos: lo que veía, lo que comía, las personas con las que se cruzaba todos los días, las prostitutas que frecuentaba, en especial Ann, una a la que le tenía un gran aprecio. 

Alquilaba cuartos en pensiones donde vivía rodeado de libros y sus anotaciones y, a veces, cuando se inclinaba a escribir, se quemaba el pelo con la vela que tenía en su escritorio. 

Siempre cambiaba de lugar y, en ocasiones cuando se marchaba, para evadir el pago de su renta, dejaba todos sus pertenencias y escritos desperdigados, como si no le importaran, pero apenas dejaba un lugar, comenzaba a escribir de nuevo con la misma pulsión. 

Eso me hizo pensar en la escritura como un monstruo, un ser capaz de invadir nuestro cerebro sin permitirnos pensar en nada más, algo que no sigue ningún tipo de reglas, de inicios, nudos o desenlaces, sino más bien impulsos y deseos retorcidos. 

De pronto ese monstruo es el inconsciente del que habla Anaïs Nin en sus diarios, aquel lugar “donde reside la verdadera fuente de la creación”. 

No queda más que dejar que el monstruo nos habite y “escribir por puro hábito”, como decía Virginia Woolf en los suyos, sin prestarle mucha atención a los errores, y escoger las palabras sin más pausa que la que se necesita para mojar de tinta la pluma.

jueves, 18 de abril de 2019

La carnicera impoluta

Camino, es temprano y las calles están desoladas. Una mujer viene caminando en sentido contrario; lleva un delantal blanco, gorro y botas del mismo color. Es una carnicera pienso, aunque las botas no son negras y el delantal no tiene ni una sola mancha de sangre, está impoluto; me gusta como suena esa palabra. 

A medida que nos acercamos se perfila hacia mí, ¿Qué querrá? 
“Hola, buenos días, ¿usted sabe donde queda el supermercado? 
“Hola, sí. ¿Si ve allá ese parque?, cuando llegue a él, doble hacia la derecha, camina un poco y ahí lo encuentra”. 
“¿Ahí donde está el carro?”, pregunta ahora. La noto desubicada, así que le respondo: 
“No, no, en el parque. Si quiere vamos, que yo voy a pasar por ahí” 

Después de que empezamos a caminar, le pregunto si trabaja en un restaurante y responde que sí, que en la cocina de Crepes. Que la mandaron a comprar arroz y unas pastas, para el almuerzo. Siempre que escucho esa palabra, el lingüista que llevo por dentro entra en conflicto: ¿Es válida?, ¿no debería decirse pasta en vez de pastas? Igual me ocurre cuando escuchó la frase “las platas”, o cuando alguien me pregunta: “¿Quieres celebrar mis cumpleaños?”. 

Me encuentro con un link que dice que cuando se quiera utilizar el plural de pasta, debe usarse la forma espaguetis, pero esa palabra también me suena extraña, me parece que es una palabra que utiliza un personaje de una serie de televisión turca, por decir cualquier cosa, traducida al español. Siento lo mismo cuando alguien dice cena en vez de comida, en fin. 

Ahora Le pregunto a la carnicera no-carnicera que si no comen los platos de Crepes. Me responde que si, pero que hay veces que se aburren de comer siempre lo mismo y que por eso cocinan otras cosas más caseras. 

También me cuenta que cuando se encontró conmigo iba de vuelta al restaurante porque le había preguntado a un señor, pero este le había dicho que no tenía ni idea donde quedaba el supermercado. 

“Mire es aquí”, le digo a la carnicera impoluta una vez llegamos al sitio.
“Muchas gracias”, responde y luego cruza de afán la calle.

miércoles, 17 de abril de 2019

Huecos en la trama

Hoy tenía pensado escribir toda la tarde. Quería editar el cuento del francotirador que ya no se llama Radiša Dobrilo, sino Nikolče Drangov, pues emigró con su madre de Macedonia a Zagreb.   ¿Por qué le cambié el nombre?, porque en aquella época de la guerra de Yugoslavia, bajo el manto podrido de la limpieza étnica, los nombres eran muy importantes, ya que por el apellido de una persona se podía determinar si era amiga o enemiga, al igual que por la manera en que las personas se saludaban, el número de besos que se daban y esas cosas, se sabía que religión practicaban o de qué región eran, que locura , ¿cierto? 

Les decía que quería escribir o bien reescribir, pero finalmente eso no sucedió. La culpa la tuvo Black Summer, una serie de Netflix que trata, al parecer, sobre una epidemia zombi, pero que en mi humilde opinión tiene la trama llena de huecos. 

A continuación, voy a hablar específicamente de un capítulo, así que si usted, estimado lector, piensa verla, lo mejor es que deje de leer este post, si es de ese tipo de personas que por nada del mundo se pueden enterar de lo que va a ocurrir en una serie. 

El punto es que todo se fue al traste, y la raza humana está amenazada, por una especie de muertos vivientes que, paradójicamente, son inmortales, es decir, puede uno descargarles un cargador entero de metralleta en el pecho, y ellos, como si nada, se vuelven a poner de pie y continúan persiguiendo a las personas. 

En el penúltimo capítulo, el grupo de sobrevivientes y protagonistas de la serie llega a una especie de base militar y cuando logran entrar de fondo se escucha música electrónica. Un militar gordo y de bigote hace entrar a una mujer y un hombre en un ascensor para llevarlos a unos niveles subterráneos. A medida que cambian las escenas la música se escucha más fuerte y, de un momento a otro, abren las puertas de  un bar de música electrónica, que está en la mitad de la nada y fuertemente custodiado por militares y, para terminar, bajo tierra.

En un momento me pregunté si me había quedado dormido, una posible razón para no entender que estaba pasando, pero estoy seguro de que no fue así. 

La verdad me pareció un poco ridículo que ante semejante amenaza: el fin de la humanidad, el Armagedón, para ponerlo en términos bíblicos. ya que estamos en semana santa, existan personas preocupadas en ir a contonear el cuerpo a un bar de música electrónica, que queda en la mitad de la nada. 

Al final todo se va al carajo, pues, no sé como, uno de los muertos vivientes inmortales aparece en el lugar, y mientras que todo el mundo corre despavorido en  todas las direcciones, los militares comienzan a darle bala a lo que se mueva. 

No sé qué pretendieron los guionistas con ese capítulo, pero es algo que no quiero que le ocurra a la historia de Nikolče Drangov, es decir, quiero que me quede compacta y redondita, sin ninguna hebra narrativa suelta por la que se pueda deshilachar.