jueves, 1 de agosto de 2019

Ambiente familiar

Afuera, una mujer bajita, que parece una niña, pero que tiene rasgos faciales y un tono de voz de mujer mayor, carga una canasta con fresas. “¿Se le ofrece amor?”, me pregunta. Me desconciertan sus palabras cariñosas, por la facilidad con la que las pronuncia y porque no puedo dejar de pensar que es una niña. 

Apenas entro un hombre cucharea con ganas una taza de ajiaco. Un plato con una pequeña montaña de arroz, una porción de aguacate y una mazorca muy amarilla, casi blanca, reposa a su lado. Luce intacto, parece ser una de esas personas que comen en orden, es decir, que se dedican a comer un único alimento de su plato, y deben acabarlo por completo antes de comenzar con otro. Nunca los he entendido, mezclar diferentes sabores en la boca puede considerarse, creo, un pequeño placer. 

Dos meseras se mueven de afán preguntándole a los comensales qué quieren almorzar, pasando platos humeantes por encima de sus cabezas. 

Al lado una mujer mayor que almuerza con una anciana; hace trizas, con un tenedor y un cuchillo, las lechugas de una ensalada, y luego reparte el plato entre ella y la mujer canosa, al parecer su madre. 

En una de las paredes del lugar esta empotrado un televisor que proyecta imágenes de playas paradisíacas. Las imágenes se repiten, y la que parece la última viene acompañada de la leyenda: “Muchas gracias”, en letra cursiva amarilla. 

Por encima del ruido de cubiertos que se estrellan contra los platos y el barullo de las conversaciones de cada mesa, se alza una música instrumental que, supongo, debe ser melodía estéreo. 

Unas flautas interpretan las estrofas finales de Pedro Navaja: "La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida, ay dios”. 

El lugar contradice la estrofa, parece predecible seguro y libre de sorpresas, un pequeño santuario de comida en medio del caos de la ciudad.

miércoles, 31 de julio de 2019

Malas noticias

Le cuento a una amiga que todas las noches pongo el celular en silencio, porque no me gusta que me despierten los sonidos de las notificaciones de las aplicaciones o el de una llamada. Ella me mira con cara de asombro, y me dice que es incapaz de hacer eso, pues “¿Qué tal que tengan que avisarle algo— malo claro esta —a uno, algo que ocurrió mientras uno duerme?”, me pregunta. Imagino que su miedo esta fundado sobre esa creencia popular de que las malas noticias son de las primeras que uno se entera. 

No respondo nada, porque no tengo la respuesta, es decir, no sé si tenga alguna ventaja enterarse de una noticia mala poco tiempo después de que haya ocurrido o si lo mejor es disfrutar de una buena noche sueño antes de preocuparse por lo que sea que haya pasado. Yo, creo, le apostaría a lo segundo. 

Hace ya más de una década, en un viaje que hice al exterior por varios meses, un día estaba muy cansado y me propuse dormir toda la tarde. Ese día sonó el teléfono dos veces. La primera era para ofrecerme ya no recuerdo qué; le di las gracias a quién llamó y me volví a tumbar en la cama. 

Al poco tiempo cuando el sueño ya me estaba abrazando de nuevo, volvió a sonar el teléfono. Dudé en levantarme para contestarlo, pero luego pensé que quizás era una llamada urgente de mi familia, pues tenían que darme una mala noticia. Resulto ser un señor que estaba ofreciendo sistemas de alarmas para casas. Imagino que esos episodios han tenido que ver, en parte, con mi decisión de poner el teléfono en silencio todas las noches. 

No entiendo por qué uno tiene metido en la cabeza el “chip de la mala noticia”, parece que es algo incrustado en nuestro ADN, desde las épocas de las cavernas.

martes, 30 de julio de 2019

Tipos de sonrisa

La pareja está sentada en una mesa de la terraza de un bar. Es el cumpleaños del hombre y cada uno ríe de forma nerviosa a los comentarios del otro. Una jarra de cerveza rubia, que suda, reposa sobre la mesa. 

Cuando se quedan sin que decir, dan sorbos esporádicos a sus vasos de cerveza, como esperando una especie de ayuda divina del líquido, para que fluyan las palabras 

El hombre, el más interesado en que la conversación no muera, se las ingenia para soltar comentarios. Ella sonríe y responde de forma breve a cada uno de ellos. En un momento se acomoda un mechón de pelo que acaba de caer en su frente, detrás de su oreja derecha. 

¿Acaso es una señal? piensa el hombre, pues eso dicen, ¿no?, que si una mujer se toca el pelo, en una conversación, de esta o tal manera, significa que está coqueteando. Él nunca ha creído en ese ABC de la seducción, y por eso solo busca la manera de seguir hablando para llenar los silencios, y deposita toda su fe de conquista en las palabras que salen de su boca, en hilarlas lo mejor posible. 

Ahí están ambos, inmersos en ese juego lleno de lenguaje y expectativa en el que ninguno quiere dar un paso en falso. Ahora ella se acomoda en la silla para mirarlo completamente de frente, y él se anima a tocarle el hombro suavemente. 

Otra vez hay risas. Sostienen sus miradas y ella se acuerda del capítulo 7 de Rayuela: Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y nuestros ojos se agrandan, que se sabe de memoria. 

Todo alrededor de ellos se desdibuja, se desenfoca, pierde fuerza. El hombre le coge las manos, pero no se inclina hacia ella.

En ese momento casi perfecto, un tropel de amigos entra al bar. Dicen en voz alta ¡Camilo!, y él se pone de pie para saludar a cada uno con un fuerte abrazo. Los hombres también la saludan a ella, pero están ahí para celebrar el cumpleaños de su amigo. 

Tiempo después piden una jirafa, y ahora dos de ellos le hablan a ella, que vuelve a sonreír, pero de otra manera, con otra intención.

lunes, 29 de julio de 2019

Siete borradores

El número que aparece en la carpeta borradores del E-mail es siete. Es solo un número, y si no se compara con nada, si está desprovisto de contexto, parece que carece de emoción. Hay quienes dicen que es un número sagrado, que siete los días de la semana, las notas musicales, los pecados capitales, los mares, y así otras listas con aire místico

os expertos en el arte de contar historias dicen que es mejor evitar los datos y cifras al momento de narrarlas, pues estos no se conectan a un nivel emocional con la audiencia; vaya uno a saber; las historias se transforman y evolucionan de diferentes maneras y parece que no existe ninguna que afecte a dos personas exactamente de la misma forma, en fin.

Emocional o no, ahí está el número, ese siete, un hecho duro y frío o sagrado. Intento recordar que fue lo que quise decir en esos mensajes esas siete veces que dejé las palabras como borrador, en el tintero, pero no lo logro.

Miro algunos y la mayoría están en blanco, mensajes no-mensajes ¿Por qué me arrepentí de escribirlos? Puede ser que contengan palabras que me están haciendo daño, tóxicas, digamos; esas que lo mejor que nos puede pasar con ellas es expulsarlas de nuestro sistema, pero por una cuestión de masoquismo narrativo, nos empeñamos en conservarlas, y dejamos que sigan circulando en nuestro interior hasta que nos resulte imposible contenerlas y busquen una manera violenta de salir de nosotros, como a los gritos, por ejemplo.

¿Cuántas veces no hacemos eso?, ¿cuántas veces no dejamos palabras en borrador, y elaboramos respuestas, mensajes o ideas en nuestro cerebro que nunca salen o abandonan nuestra boca o manos?

A veces envidio a esas personas que no tienen filtro, esas que se van liberando de sus palabras en tropel, en desorden, sin importarles nada.

Quizás el mundo funcionaría mejor de esa manera, con una sinceridad cruda, sin adornos, sin tantas palmaditas en la espalda y críticas constructivas; pura anarquía comunicativa.

miércoles, 24 de julio de 2019

Escarbar el pasado

Leo una nota del diario español El País. 

Me gusta la forma en que escriben los columnistas de ese diario, que cuenta con pesos pesados como Juan José Millás y Rosa Montero. A veces cuando leo alguna columna, comienzo a saltar de link en link; así fue como llegué a la noticia que leo. 

A Martín de la Torre, un viejo de 83 años, le entregaron un sonajero. En una de las fotos se ve al hombre examinando el juguete con detenimiento, con una expresión que, parece, es una mezcla de melancolía, resignación y tristeza. Es una imagen extraña, como surreal, pero llega uno a comprender el gesto del hombre, al saber que lo que sostiene entre sus manos es uno de sus juguetes de infancia, cuando tenía 8 meses de edad. En ese entonces Catalina, su madre, lo llevaba en el bolsillo al momento de su fusilamiento en medio de la guerra civil española 

Se pregunta uno hasta que punto es bueno escarbar el pasado, si tiene algo de provecho desenterrar esos episodios fuertes de nuestra historia que nos descolocan, y nos obligan a rumiar ciertos hechos una y otra vez, a lanzar preguntas al vacío de la existencia. 

Imagino que para los antropólogos que realizaron el hallazgo del juguete junto a los restos del cuerpo de de la madre, el caso fue un deleite, ¿pero era necesario contactar al hijo, al viejo? 

Puede ser que de la Torre no necesitara ese encontronazo con una época de su vida de la que no recuerda nada. Quizás lo mejor era dejar enterrado el pasado. Me lo imagino tratando de conferirle significado al episodio, al sonajero: ¿Qué quiere decir? ¿Qué puede significar todo? Una madeja de preguntas interminable,  y llego a la conclusión de que quizás para un viejo, lo mejor es disfrutar lo que le queda de presente.

martes, 23 de julio de 2019

Deux ex machina

Es casi media noche y leo en mi cama metido dentro de las cobijas. La ciudad o, más bien, el planeta parece desolado. No percibo ningún sonido de la calle; solo estamos yo, mi libro y la lámpara sobre la mesa de noche, con su luz amarilla que proyecta las sombras de mis dedos sobre las paginas del libro. En momentos como ese me agrada esa sensación de soledad, que me deja fundir más fácil con la lectura. 

“Deux ex Machina”, es el pensamiento que, de repente, aparece en mi cabeza. No sé qué lo provocó, si fue algo que leí o simplemente apareció porque sí, por ese carácter caprichoso que presentan algunos pensamientos. 

“Dios desde una maquina” me dice Internet que es la traducción de esas palabras, de la expresión griega απò μηχανῆς θεóς. Andrea Marcolongo, la autora de “La lengua de los dioses” seguro me podría dar luces sobre la expresión más allá de una simple traducción, que, imagino, evita una considerable porción de su verdadero significado, pero solo la vi en una charla y no la conozco. No faltará el que diga que solo estoy a 6 personas para conocerla, pero mi duda, creo, no es tan importante como para ponerme en la tarea de averiguar cuál es esa cadena de personas que me podría llevar a ella, en fin. 

Anoto las tres palabras en mi celular. Se me antoja pensar que funcionarían para el título de un cuento. ¿De qué va a tratar? No lo se, pero igual así voy  titular el cuento, y luego voy a escribir lo que se me ocurra, lo que sienta en el momento, lo que me dicte Dios, digamos. 

Me gusta eso de la escritura, es decir, la manera en que refleja el caos de la vida, su porque sí, poder acudir a ella sin necesidad de tener un estricto plan a seguir. Su apuesta al absurdo.

lunes, 22 de julio de 2019

Donar sangre

Nunca había donado sangre. 

Siempre le he tenido algo de miedo a las agujas, un miedo que tuvo su episodio fundacional aquella vez en la que tenía 6 años y como mis brazos eran regordetes no pudieron encontrarles ninguna vena. Entonces ni cortos ni perezosos los salvajes decidieron sacármela del cuello. Me tomaron entre seis personas, dos sostenían mis piernas, otros dos mis brazos, otro la cabeza, y el último fue el que me pincho el cuello, mientras yo intentaba, con todas mis fuerzas, zafarme de su agarre, mientras gritaba y me retorcía como si estuviera poseído por un demonio. 

Desde esa vez siempre me inquieta tener que hacerme exámenes de sangre, pero intento no prestarle atención al miedo, como dejarlo ser, un acercamiento, digamos, budista al asunto. Hace unos años cuando pasé al módulo, el número 3, recuerdo bien, en el siguiente le estaban sacando sangre a un niño pequeño, que lloraba y gritaba como si lo estuvieran torturando. Sus súplicas me hicieron recordar mi episodio de la infancia, y me dio por mirar cómo entraba la aguja en mi brazo. Ahí  me desmayé. 

Pero les decía que nunca había donado sangre, ¿cierto?, pero siempre llega ese momento en donde toca enfrentarse a los miedos, donde la vida, por diferentes caminos, nos conduce a ellos. 
Lo más raro es que esa vez no tuve miedo. Me sentaron en una silla y me insertaron una aguja en el brazo izquierdo, luego hicieron lo mismo en el derecho y me dieron una pelota de goma para que la apretara. Eso, imagino, sirve para bombear la sangre. Esta salía de mi brazo izquierdo, pasaba por una máquina que le extraía las plaquetas y entraba de nuevo a mi cuerpo, sin ellas, por el brazo derecho. Se sentía raro, mucho, pero estuve tranquilo. 

Las plaquetas eran para J. pero no le alcanzaron, no sé si existan plaquetas defectuosas o si simplemente ella necesitaba muchas más de las que pude donar.