miércoles, 21 de agosto de 2019

Martínez y el amor

Dos amigos hablan. Uno le cuenta al otro sobre el blog de una mujer, una desconocida, una tal Claudia. Le dice que leyó una de las entradas recientes que estaba dedicaba a un hombre, el amor de su vida. 

El que tiene la palabra le dice a su interlocutor que a pesar de que leyó de afán, le quedó la sensación de que la mujer estaba dispuesta a dar la vida por su pareja. El hombre también recalca que era un escrito con la correcta dosis de cariño, para nada empalagoso; una bonita manera de darle las gracias a su pareja por el simple hecho de existir, “como si existir fuera tan fácil, ¿no cree?”, pregunta. 

El que escucha lo hace con detenimiento, y parece que trata de imaginar a la mujer mientras lo hace. Cuando la conversación cae en un silencio, concluye: “Pues vea, yo he tenido parejas, pero creo que nunca he estado enamorado.

El que habló queda consternado ante la confesión de su amigo, y la califica como una desgracia. El primero no lo siente así, de hecho no lo siente de ninguna manera, simplemente cree que no se ha enamorado y ya, y que eso no es un delito o un pecado, y le pantea una serie de preguntas a su amigo: ¿en que consiste enamorarse?, ¿sentirse atraído por alguien y compartir la vida con esa persona?, ¿acaso solo se enamoran aquellos que, al parecer, han encontrado su media naranja?, ¿Solo se puede estar enamorado de verdad de esa otra persona, que vaya a saber uno dónde está, y qué se supone tenemos destinada?, ¿Qué tal que uno solo pueda decir que está enamorado cuando haya encontrado a su alma gemela y que millones de parejas hoy en día juntas, solo lo aparentan? 

Los hombres se sostienen la mirada por un par de segundos, hasta que el primero sonríe y le dice: “Deje la maricada Martínez”, y se ponen a hablar sobre fútbol, un tema que si tiene las reglas claras.

martes, 20 de agosto de 2019

Volver, dormir, leer y/o escribir

Vuelve y juega, otra vez me ausenté de este espacio por más de dos días. Vuelvo e insisto, vuelvo a lo mismo; vuelvo a escribir acá y me repito, uno no deja de ser solo eso, una serie de repeticiones, en fin. 

Vuelvo y les digo, cuando uno deja de escribir, el mundo, por lo menos el mío, el interno, se desbarajusta de manera microscópica; son cambios imperceptibles, pero con consecuencias catastróficas. Eso es algo que no puedo probar, pero en lo que me gusta creer. 

No escribí porque, claro está, dediqué mi tiempo a otras cosas: ver series, salir, dormir y leer, sobretodo las dos últimas. Tengo un amigo que dice que nunca le gusta tomar una siesta en la tarde. Un día en el que yo tenía mucho sueño, en un viaje que hicimos a Cartagena, le pregunté que por qué no le gustaba dormir con lo rico que es, y él respondió: “Para dormir la eternidad”. Y sí, puede que tenga razón, y que su respuesta evidencia lo efímera que es la vida, pero es que pocas cosas sobrepasan el tumbarse sobre la cama un Domingo a eso de las 5 de la tarde, sobretodo cuando está haciendo frío, ¿acaso no? 

Les decía que lo otro que hice fue leer, una actividad que a veces resulta una paradoja, porque es difícil seleccionar qué hacer entre leer y escribir. ¿De las dos cuál será la más importante?, a veces me inclino a pensar que la segunda es la base de todo, que no puede haber escritura, buena digamos, sin lectura, y que la lectura es más primitiva, casi una necesidad tan básica como comer o el sexo. 

En su libro La Loca de la Casa, Rosa Montero habla sobre el ensayo Letra Herida, de la escritora Nuria Amat quien plantea una pregunta catastrófica: ¿si, por alguna circunstancia que no viene al caso, tuvieras que elegir entre no volver a escribir o no volver a leer nunca jamás, ¿qué escogerías? 

Montero concluye que en los últimos años se ha planteado esa pregunta y que, a modo de juego, se la ha hecho a todos los autores con los que se ha cruzado, y que la inmensa mayoría, por lo menos el noventa por ciento, entre los que ella se incluye,  e incluso más, escogen seguir leyendo.

jueves, 15 de agosto de 2019

El jarro

El jarro es blanco, y está hecho de una porcelana maciza, gruesa, como indestructible. Lleva  impreso el escudo del Real Madrid, pero no soy hincha de ese equipo. Me lo regalo Federico, un español que es socio de ese club, que conocí porque mi hermana trabajo con su esposa en un proyecto, hace ya muchos años. 

“¡Pero que gilipollez tener un jarro de un equipo de fútbol del que no se es hincha!” podrán pensar algunos, sobretodo sin son españoles, y esto me hace pensar en esa fea costumbre que tenemos de tomar bando, de seguir algo o a alguien solo porque sí, porque todo es uno o cero, o blanco y negro, y es necesario pertenecer. Debería entonces seguir al Madrid o al Barcelona que, como dice Manuel Vilas, son las instituciones sobre las que España gravita, pero yo no sigo a a ningún equipo de fútbol internacional, y por eso tengo ese jarro ahí, como un satélite perdido en el espacio  con el que no tengo ningún tipo de vínculo emocional; cumple su función de objeto a cabalidad. 

Veo que un pito negro, con un cordel amarillo, le cuelga por un lado como una lengua cansada. La cuerda es de color amarillo intenso. Estoy seguro que nunca lo he utilizado. Pienso que me puede funcionar si llega a haber un terremoto y quedo sepultado debajo de varios escombros. Una escena aterradora. 

Estiro la mano para mirar qué otros objetos contiene el jarro. Guarda 4 sharpies: dos rojos, uno morado y otro verde, que rara vez utilizo. Parecen igual de nuevos que el pito. También hay una pluma de colore verde militar que no tiene tinta. Recuerdo que cuando era pequeño me sentía muy afortunado de poder utilizar una pluma plateada que tenía mi mamá, para repasar las líneas de los dibujos que hacía a lápiz. En ese entonces la tinta, me parecía algo extravagante y de buen gusto.  

También hay un lápiz tajado hasta la mitad, es 2B y su marca es Staddler, que vaya uno a saber si es fina o extravagante. Otro más largo, de la misma marca, y que parece el padre del primero reposa a su lado. Un portaminas transparente y anaranjado está, como victorioso, cerca de ellos; nunca me gustaron, pues me la pasaba partiendo las minas. 

También hay una especie de almohadilla que me regalo mi hermana, y que sirve para limpiar la pantalla de los celulares. Quizá por ella fue que me fijé en el jarro, porque la pantalla de mi celular está completamente cochina y hoy me pregunte dónde la había dejado.

miércoles, 14 de agosto de 2019

Escritos viejos

Ayer me ausenté de este espacio. No me gusta que eso ocurra cuando había pensado escribir. Hoy me propuse hacerlo y tenía muchas ganas, pero no dediqué ningún espacio del día a pensar algún tema.

Cuando llegué a la casa y me senté en el escritorio, me quedé un buen rato mirando la pantalla, sin que ocurriera ninguna sinapsis en mi cerebro. Me acordé de lo que una vez me dijo un amigo para esos casos de sequía creativa. “Hermano, cuando eso me pasa, me zampo unas líneas de Alberto Salcedo Ramos. Ese man escribe muy chévere y después de leerlo, la escritura me fluye”.

Justo en este momento estoy leyendo La Eterna Parranda, su compendio de crónicas, pero no quise acudir al libro porque quiero leerlo antes de acostarme, y pensé que si lo hacía, tendría que leer otro libro al momento de acostarme, manías pendejas que se inventa uno.

Decidí entonces escarbar unos archivos del 2017 y di con una pequeñísima historia de menos de 500 palabras, la leí, me enganché con el tema de nuevo y me puse a editarla. Le mejoré la estructura describiendo al personaje en el primer párrafo y mejorando la acción en los siguientes, y también le cambié el título.

Me gusta volver a esos escritos viejos y editarlos otra vez, a veces eso  es lo mejor que le puede pasar a un escrito. Me refiero a dejarlos reposar un buen tiempo, como si fueran una botella de vino, para luego bebe-leerlos de nuevo, con esa sensación de que en el nuevo encuentro saben mejor. 

No sabe uno, entonces, cuál es el momento indicado de los escritos, y si estos nunca dejan de evolucionar o transformarse, no solo cuando se editan, sino también cuando son leídos por su autor o un tercero.

lunes, 12 de agosto de 2019

Tres canciones

La aplicación dice que el carro está a 3 minutos. Acabo de un sorbo una cerveza, y salgo a esperarlo a la calle. Al poco tiempo vuelvo a revisar el celular para darme cuenta de que el conductor canceló el viaje.

Es casi medianoche y decido aminar un poco antes de volver a pedir otro servicio. No sé en qué baso mi decisión para echar a andar sin rumbo alguno, pero así lo hago hasta que llego a un edificio en el que celebran una fiesta. Por el ventanal amplio de un apartamento en el segundo piso sale mucha luz, la música está a todo volumen y un grupo de personas canta a todo pulmón. Sus risas y voces inspiran alegría, así que decido pedir el otro carro en ese lugar.

Me confirma uno que está a 11 minutos, 11 berracos minutos, aunque las calles están desoladas. Me siento en un murito de ladrillo a esperar, a veces la vida consiste solo en eso, en dejar pasar los minutos sin molestarse. Cada cierto tiempo pasa un carro a toda velocidad y pienso que uno de ellos lo va manejando un borracho que va a perder el control y se va a estampar contra el muro en el que estoy sentado.  Menos mal que las ficciones que monto en mi cabeza no ocurren.

Pienso en cancelar el servicio, para ver si puedo conseguir otro carro que esté más cerca, pero al final lo dejo ser, decido, como les dije, esperar. 

La primera canción que suena durante mi espera es El Cóndor herido: Mejor me voy, mejor me voy como hace el cóndor herido, “¡ja! Como hace el cóndor herido”, dice un hombre en voz alta y luego ríe”. La fiesta disfruta de una tanda de vallenatos, y la otra canción comienza en medio de una algarabía del grupo de fiesta: “Para que me quieres culpar si tú eras para mí, como agua pa'l sediento”.

Reviso de nuevo el celular, y el carro que pedí ya está a un minuto. La última canción que escucho de la fiesta es un merengue, mientras imagino a las parejas de baile dando vueltas en una pista de baile improvisada, la sala del apartamento para ser más precisos.

Desde que me dejaste la ventanita del amor se me cerro…

domingo, 11 de agosto de 2019

Cordones

Me despierto pasadas las cinco de la mañana. Apenas lo hago intento descifrar la causa, pero no identifico ninguna. Decido echarle la culpa a unos perros que ladran en un parqueadero cercano. 

Cierro los ojos e intento dormirme de nuevo, pero no lo consigo, así que prendo el televisor y me pongo a ver el capítulo de una serie. A las siete el sueño vuelve a mí, doy media vuelta y caigo en un sueño profundo al instante. 

Me sumerjo en un sueño extraño, uno de esos en los que uno parece caminar por el filo que divide al sueño de la vigilia, y nunca se está del todo en ninguno de los dos territorios.

Sueño algo, nada conciso; como siempre son imágenes desconectadas, una película sin editar. En la primera escena salgo amarrándome los zapatos, pero tengo problemas para hacer el nudo, pues los cordones son muy largos; me da mal genio eso. No entiendo por qué los zapatos tienen unos cordones tan largos, si son los que siempre utilizo. 

Estoy sentado en una cana, en lo que parece el cuarto de un hostal ubicado en Teusaquillo. Estoy en una habitación con muchas camas destendidas, como si las personas que durmieron ahí hubieran tenido que evacuar el lugar debido a una emergencia. 

Me despierto, eso creo, y miro el reloj, son las ocho y media. Tengo una cita a las 10:00 así que configuro otra alarma y vuelvo a cerrar los ojos. Al parecer había dejado el sueño en pausa y apenas me vuelvo a dormir este continúa. 

Ahora estoy con María, una amiga, en otro lugar del centro de la ciudad. Caminamos apurados, vamos tarde para una cita. Por fin llegamos a una especie de auditorio donde, supongo, tenemos una reunión. Una mesa, con sillas negras de espaldar alto, ocupa el centro de la sala, pero parece que somos los primeros en llegar porque no hay nadie más en ese lugar, aparte de otra persona que nos acompaña, pero que tiene carácter de bulto opaco en mi sueño. En ese momento caigo en cuenta que estoy descalzo. 

Le digo a María que así no puedo estar en la reunión, que voy a tomar  un taxi para devolverme al hostal y buscar mis zapatos. 

María me responde algo, pero es un murmullo que no logro descifrar. 

 Me despierto de un sobresalto, miro el reloj y son las 9:40. Se me hizo tarde para mi cita.

jueves, 8 de agosto de 2019

Trufas

En una de mis primeras salidas con A, historia patria, después de salir de la oficina le compré unas trufas de chocolate. No sé por qué se me ocurrió comprarle eso, creo que vi un local en el que las vendían y decidí comprarlas para no tener que dar más más vueltas, pues la verdad nunca me han parecido gran cosa.

Luego me fui a Prólogo, la librería, cuando su sede quedaba en la calle 97. Me compré un capuchino y una torta de manzana, y me senté en la terraza a esperar a que me llamara. Me gustaba mucho el ambiente de esa librería en ese sitio; de las tres sedes que ha tenido esa, a mi modo de ver, ha sido la mejor. En un revistero siempre tenían un suplemento literario con buenos artículos; recuerdo que ese día tomé uno y leí un artículo que me gustó mucho, aunque ya no recuerdo sobre qué autor y novela trataba. 

Algún día debería escribir un gran ensayo sobre la torta de manzana que vendían en ese lugar, era simplemente deliciosa y su maridaje con sorbos de capuchino resultaba perfecto. 

Los demás clientes de la librería debían pensar lo mismo, pues la torta casi siempre estaba agotada y era casi un milagro conseguir una porción. Uno de nuestros planes preferidos con L. al salir de la oficina, era ir a tomar café con torta de manzana, y ponernos a hojear libros. 

¿Cuántas horas de mi vida las he pasado hojeando libros? Muchas me imagino; una actividad que dista mucho de perder el tiempo, como esperar el ascensor, por ejemplo, actividad en la que seguro hemos desperdiciado valiosísimo tiempo que bien podríamos haber empleado en el fino arte de hojear libros. 

Pero les decía que estaba esperando la llamada de A. ¿cierto?, en esa época en la que whatsapp era una fantasía futurista, por fin timbró mi teléfono bruto, porque de inteligente no tenía nada, contesté. Recuerdo que en esa ocasión duré bastante tiempo en la librería y antes de que el celular sonara,  llegué a pensar que A. me iba a dejar plantado. 

Después de eso nunca supe si le habían gustado las trufas.