miércoles, 4 de septiembre de 2019

En el supermercado

Tengo una mala relación con los pasillos de los supermercados, pues para encontrar el producto que estoy buscando, los recorro de un lado a otro y muy rara vez doy con él; hasta que le pregunto a uno de los empleados que de inmediato y con suma autoridad y firmeza me dice algo como: “2 pasillos más hacia la derecha”. 

Hoy fue igual caminé y caminé por ellos y no encontraba nada, hasta que me dio por mirar los letreros que cuelgan del techo que, se supone, indican los productos que uno va encontrar en los pasillos. En ese momento pensé que de esa manera iba a solucionar para siempre mis inconvenientes con la búsqueda de productos, pero no fue así, pues el aviso era ambiguo: “Placeres del mundo”. 

Después de un tiempo por fin di con lo que quería llevar y me fui a hacer fila a la caja rápida, que de rápida más bien poco, pues no se movía para nada. Adelante había un grupo de tres amigos: un hombre de pelo largo y barba, otro que hablaba con un acento, de otra región, que no logré identificar y una mujer de pelo negro largo, que tenía puesta una cachucha verde hacia atrás. 

Le puse, por un momento, atención a la conversación que sostenían, y uno de ellos, el del acento indescifrable, estaba hablando sobre la endulzada del amigo secreto. Ese hombre decía que lo realmente importante ,para esa dinámica, es el volumen y no el producto; que es mejor comprar X cantidad de kilos de una chocolatina normal, que una caja de Ferrero Rocher, por ejemplo. 

La mujer y el hombre de barba se rieron de su comentario, para luego dar su punto de vista. Un aviso de la caja decía que máximo se podían pagar 10 productos, aunque me pareció que el hombre que habló sobre dulces llevaba más. 

Mientras la cajera terminaba de registrar los productos, volteé a mirar a la derecha y había unos vasos, los Schott Zwiesel, en promoción. “Perfectos para cualquier ocasión”, es la frase que los acompañaba. Por su nombre, imaginé que eran alemanes, pero, al parecer, la palabra Zwiesel, que relacióné con Zwievel, cebolla, no significa nada, mientras que Schott se traduce como mamparo que, según los eruditos de la RAE, significa: “Tabique de tablas o planchas de hierro con que se divide en compartimentos el interior de un barco.”

lunes, 2 de septiembre de 2019

Sombra

El disparador dice que mis sueños se están comenzando a colar en la realidad, y que tengo miedo de dormir, pues no tengo el control y él quiere escapar. 

Antes de arrancar a escribir, pienso en el punto de vista, que puede ser cualquiera, pero creo que el más indicado es la primera persona. Comienzo entonces a redactar lo primero que se me venga a la cabeza y de un momento a otro aparece en mi mente la imagen de un hombre ojeroso, con barba de unos tres días y que está despeinado y sentado en su cubículo de oficina.

¡Y Quién es ese él? Imagino que es la sombra del ese hombre, que en los sueños que tiene lo sobrepasa en tamaño y, además, cuenta con tendencias asesinas. Escribo 509 palabras con esa especie de trama, si se le puede llamar de esa manera, pero me pasé en 59, pues solo deben ser 450. 

No sé si eso que escribí se pueda catalogar como un cuento, pero me gusta pensar que sí, que las historias presentan múltiples caras y están por encima del principio aristotélico de inicio, conflicto y desenlace o de la estructura de cinco fases: Exposición, acción, Crisis, Clímax y resolución planteada por un novelista, francés sin no estoy mal, del cual no recuerdo el nombre. 

Leo ahora A Lydia Davis y su libro Can’t and Won’t, y a Lucía Berlin con su Manual para las mujeres de la limpieza; dos autoras que, creo, reafirman mi postura sobre la flexibilidad que presentan las historias.

jueves, 29 de agosto de 2019

De caprichos y otras cosas


Tengo una entrega de contenidos. Imprimo los textos en la oficina y echo un esfero verde en mi mochila, el primero que encuentro, pues, por puro capricho, no me gusta escribir con esferos que no sean de tinta negra. Cuando salgo, siento urgencia por comprar un esfero negro de gel, otro capricho. 

Tiempo después, cuando llego al restaurante donde tengo la cita, saco el esfero del estuche que lo contiene y lo pongo encima de la mesa. Luego saco las hojas que imprimí y me pongo a leer lo que escribí, y a editarlo solo en mì cabeza, pues no quiero hacerle cambios sin que el cliente este presente, un capricho más a la cuenta. 

Al rato, llega la mesera y me entrega la carta. Le digo que estoy esperando a otra persona y se retira. Se supone que la carta tapa ahora al esfero, pero la levanto y ya no está. Me pongo a buscarlo por todo lado, miro en mi mochila, en lo bolsillos de la chaqueta, incluso me agacho y aopto una posición ridícula para buscarlo debajo de la silla, encendiendo la linterna del celular, pero el esfero, al parecer, se esfumó. 

Enveneno mi estado de ánimo por un instante, pues pienso que la mesera lo vio en la mesa y lo tomó; incluso cuando vuelve a acercarse le pregunto si de pronto no lo recogió por error cuando me dejó la carta. Me muestra los que lleva en el delantal, un Vic de tinta normal y otro similar que, definitivamente, no son de gel. 

Intento dejar ser todo el asunto. En ese momento llega la persona con la que voy a revisar los textos, y volcó toda mi atención hacia eso. Hablamos de habilidades blandas y educación. Me dice que no le gusta el primer termino, pues que de blandas no le ve nada. Tomo nota de todo lo que creo necesario me va a servir para editar los textos después. 

A una mesa de distancia, a mi derecha, dos hombres encorbatados hablan sobre finanzas e inversiones de un banco, con tal propiedad que parecen los dueños del mundo. Cuando la mesera se acerca a tomarles el pedido, ordenan dos aromáticas. 

Termino de la revisión del contenido y vuelvo a pensar en el esfero de gel que compré, miro a la mesera, y pienso: “Ojalá le sirva” 

Cuando nos ponemos de pie, la cliente me dice: “¿Ese esfero es tuyo?” Miro la silla y ahí está el esfero que compré. En algún momento lo puse sobre la silla y terminé sentado sobre el. 

Me disculpo mentalmente con la mesera.

martes, 27 de agosto de 2019

Creer


Gran parte de la vida se nos va en creer en algo, lo que sea; en dios, la Pachamama, los extraterrestres, en la lectura o escritura, el trabajo, en el chupacabras, el sexo, el alcohol, la biosanación, en fin, las opciones parecen ser infinitas, pues cuando se trata de creencias y/o gustos, por no decir filias, parece que no tenemos límites. 

Me llega un mail sobre lo último, la biosanación, que me informa sobre un taller: el primer nivel de biomagnetismo médico, nombre que me gusta por su sonoridad, además que no estaría mal poder decir: “Voy a asistir el fin de semana a curso de biomagnetismo médico”, aunque no tengamos ni idea de qué trate todo el asunto. 

Quienquiera que sea la persona que me envió el mail, parece estar al tanto de mi ignorancia, pues adjuntó un documento en pdf y el link de un video que, seguro, me darán algo de luz sobre el tema. 

No pierdo tiempo y voy a ellos. El documento dice que el biomagnetismo es una terapia que busca corregir las distorsiones del ph (potencial de hidrógeno), estado al que se llega por diversas disfunciones que llevan al organismo hacia la acidez o alcalinidad.  Para corregir eso,  se utilizan unos imanes que logran equilibrar el cuerpo o, en otras palabras, dejar la acidez de lado que, parece, es lo que, en últimas, nos termina jodiendo. 

También dice que funciona con enfermedades muy graves, siempre y cuando los tejidos no hayan sobrepasado un proceso degenerativo irreversible. Luego de la hojeada al documento salto al video, una exposición que dura 2 horas y que, imagino, cuenta lo mismo, así que no lo miro. Ahí está la biosanación por si necesitamos creer en algo diferente.

lunes, 26 de agosto de 2019

De inicios y sabores

Trincho un trozo de pescado junto con otro de una tajada de plátano maduro, me gusta experimentar la sensación de sabores dulces y salados al mismo tiempo. Luego de llevarlos a la boca y masticarlos, se me ocurre cómo comenzar un cuento que llevo, desde hace varios días, en el confuso tintero de la mente. 

Mientras mastico el bocado le doy varias vueltas a ese posible comienzo, pienso en las palabras que voy a utilizar, su narrador, el punto de vista, al tiempo que recuerdo “Acostarse Temprano”, una columna de Manuel Vilas que leí hace poco. En ella el escritor español cuenta, palabras más, palabras menos, que está en todo su derecho de zambullirse o evitar de lleno la lectura de una novela con tan solo leer sus primeras líneas, pues con eso le basta para saber qué tanto tiempo le dedicó el escritor a ese primer puñetazo, digamos, de palabras, que tiene la importante obligación de llamarnos a la guerra y nos obliga a tener múltiples rounds de lectura  hasta acabar el libro. 

Vilas pone como ejemplo la frase: “Mucho tiempo he estado acostándome temprano” de en busca del tiempo perdido de Proust, y dice que nadie ha superado ese inicio. 

En su columna el “El hijo del joyero”, Millás también toca el tema y habla de la primera frase de la novela La Regenta de Leopoldo Alas: “La heroica ciudad dormía la siesta”, y también del inicio de un cuento de Raymond Chandler: “Era uno de esos hermosos días de finales de abril, si a uno le importan esas cosas”, y dice que lo importante de esas frases, de esos inicios es el magnetismo que cargan, y que “en su interior sucede un drama semántico”. 

Dar con ese drama, imagino yo, es como meterse en la boca la correcta cantidad de dulce y sal, para que el bocado sepa bien.

jueves, 22 de agosto de 2019

Bug de realidad

Un bug, es un término informático que hace referencia a una inconsistencia de un programa, que provoca un resultado indeseado. ¿Qué tal si esto que llamamos realidad simplemente es un programa que alguien puso a correr? 

El fin de semana pasado me antojé de perro caliente, y a eso de las 9 de la noche llamé a un local para hacer un pedido a domicilio. Me contestó un hombre que comenzó a preguntarme que quería ordenar, y a ratos la señal se perdía. “Alo, alo, no lo escucho”, decía el trabajador del lugar. Parece que a veces la señal de celular en mi cuarto falla, así que me puse pie y con los pasos que daba por todo el cuarto, también repetía: “Alo”, la única palabra que pobló nuestro diálogo. 

Por fin logre ubicarme en un lugar, más o menos en la mitad, y el hombre respondió  a mi último alo: “Ahora sí lo escucho, ¿qué quiere ordenar?” Hice el pedido, pregunté el precio y cuánto tiempo se iba a demorar. El hombre respondió que de 30 a 40 minutos. 

Pasaron 30, 40 minutos, y la hora decidí llamar para averiguar que había pasado. La comunicación fue igual de pésima que en la primera llamada, y después de mucho insistir por fin pude decirle al hombre que contesto, para qué había llamado. Me preguntó la dirección, se la di y luego preguntó que si  había hecho el pedido por aplicación. Le dije que no, que había llamado directamente al local. 

Quien sabe qué fue lo que entendió, pues dejo de hablarme para preguntar por los pedidos que tenían registrados por aplicación. 

Cuando logramos hablar de nuevo, después de otra tanda de “¿Alo?, ¿Alo? no le escucho”, le dije, otra vez, que el pedido lo había hecho llamando directamente. El hombre volvió a consultarle a alguien, hasta que volvió al teléfono: “No, lo siento, su pedido no quedo registrado” 

Pensé en volverlo a hacer, pero desistí, y me preparé una arepa con salchicha. 

¿Con quién hable la primera vez que llame al local? ¿Le habrá llegado a alguien mi pedido? Me inclino a pensar que todo el episodio fue un fallo de la realidad.

miércoles, 21 de agosto de 2019

Martínez y el amor

Dos amigos hablan. Uno le cuenta al otro sobre el blog de una mujer, una desconocida, una tal Claudia. Le dice que leyó una de las entradas recientes que estaba dedicaba a un hombre, el amor de su vida. 

El que tiene la palabra le dice a su interlocutor que a pesar de que leyó de afán, le quedó la sensación de que la mujer estaba dispuesta a dar la vida por su pareja. El hombre también recalca que era un escrito con la correcta dosis de cariño, para nada empalagoso; una bonita manera de darle las gracias a su pareja por el simple hecho de existir, “como si existir fuera tan fácil, ¿no cree?”, pregunta. 

El que escucha lo hace con detenimiento, y parece que trata de imaginar a la mujer mientras lo hace. Cuando la conversación cae en un silencio, concluye: “Pues vea, yo he tenido parejas, pero creo que nunca he estado enamorado.

El que habló queda consternado ante la confesión de su amigo, y la califica como una desgracia. El primero no lo siente así, de hecho no lo siente de ninguna manera, simplemente cree que no se ha enamorado y ya, y que eso no es un delito o un pecado, y le pantea una serie de preguntas a su amigo: ¿en que consiste enamorarse?, ¿sentirse atraído por alguien y compartir la vida con esa persona?, ¿acaso solo se enamoran aquellos que, al parecer, han encontrado su media naranja?, ¿Solo se puede estar enamorado de verdad de esa otra persona, que vaya a saber uno dónde está, y qué se supone tenemos destinada?, ¿Qué tal que uno solo pueda decir que está enamorado cuando haya encontrado a su alma gemela y que millones de parejas hoy en día juntas, solo lo aparentan? 

Los hombres se sostienen la mirada por un par de segundos, hasta que el primero sonríe y le dice: “Deje la maricada Martínez”, y se ponen a hablar sobre fútbol, un tema que si tiene las reglas claras.