lunes, 9 de septiembre de 2019

¿Por qué se voló los sesos Hemingway?

¿Cuánto tiempo de nuestras vidas desperdiciamos haciendo scroll down? Si lo sumamos con el de otras actividades como esperar un ascensor, estar sentados en una sala de espera, ir en el transporte público, resulta, digamos, inquietante.

Hoy, justo en esas, me topé con una foto de Hemingway. Salia sentado en un sofá y reposaba sobre él un rifle. A su lado derecho estaba, supongo, Mary Welsh, su mujer, quien lo miraba con intriga y cariño a la vez, como pensando: quién es este extraño con la que me acuesto todas las noches al que, de vez en cuando, le digo: "te quiero"; situación que, imagino, ocurre en todas las relaciones.

Mientras observaba la foto me pregunté si esa fue la escopeta con la que se voló los sesos el escritor, pero, sobretodo, me pregunté por qué lo hizo ¿Sera que, de repente, en un día como cualquier otro, de buenas a primeras, tomó la nefasta decisión? 

Cuentan que en una mañana de julio de 1961, Hemingway, vestido con su túnica de emperador, como llamaba a su bata, se sentó en una de las salas de su casa y se disparó con su escopeta preferida. 

No sabe uno si la condición suicida es un asunto hereditario, pues en su familia también se quitaron la vida su padre, un hermano, también escritor, y su nieta.

Debería leer más de su obra, pues solo he leído: Fiesta y Por quien doblas las campanas, y me hace falta El viejo y el mar, la que catalogan como su obra maestra.

viernes, 6 de septiembre de 2019

Mañana y noche

Mañana 

De camino a la oficina, entro a un café para comprar un capuchino. Janeth, una de las 2 baristas que atiende el lugar me saluda con una amplia sonrisa. Solo hay una clienta más en el local, que acaba de pedir un café y una torta de zanahoria. 

Luego de hacer el pedido tomo una revista de un revistero empotrado en la pared y empiezo a pasar sus hojas con desgano, solo para quemar tiempo. Caigo en un artículo que habla sobre los toderos y los especialistas; compara a Roger Federer con Tiger Woods, pues el artículo afirma que cada uno hace parte a uno de esos dos grupos. No sé quién corresponde a cuál, y me da una pereza infinita leer el artículo, que tiene varias páginas y al final hace referencia a un libro que explica esa teoría, es decir, en qué consiste pertenecer a un un grupo o al otro, y  sus respectivas ventajas y desventajas. 

Paso otro par de hojas y doy con un artículo que explica por qué, según un estudio de una universidad gringa, los Millenials tienen menos sexo; lo acompaña una foto de una pareja sentada en un sofa rojo que parece aburrida. Supongo que lucen así por la falta de sexo. 

En los parlantes del lugar, suena la canción Mr jones justo en el coro: “Mr Jones and me no se qué no se qué”, una canción que considero extraña, pues a veces me parece medianamente interesante y otras veces, como ahora, la detesto. 

La mujer recibe su café, mete la torta de zanahoria en su cartera y abandona el lugar. En ese momento me acerco al mostrador a recibir el mio, mientras Janeth me pregunta si le echa canela o algo por encima. Como siempre, le digo que nada. 

Cuando saco la plata para pagar llega otro cliente: “Buenos días Don Daniel, ¡le preparo su cafecito?, pregunta Janeth”, y el hombre solo asiente con la cabeza. 


Noche 

Entro a una librería a para dedicar unos minutos a perfeccionar el arte de hojear libros. También quemo tiempo porque espero a una persona. Ninguno de los libros me llama la atención. 

Dos hombres jóvenes hablan sobre Walter White, el personaje protagonista de Breaking Bad, y uno le cuenta al otro, con asombro, sobre el capítulo en el que su cuñado encuentra las iniciales W.W el libro de notas de su aprendiz que, luego, con la qyuda de White, se convence que hacen  referencia a Walt Whitman. “¿Si entiende?, ¿Walter White, Walt whitman?", le pregunta al hombre a su amigo, a quien parece no importarle el tema. 

Me acerco al lugar donde hablan, pero no veo ningún libro del poeta estadounidense. Justo en ese instante entra una mujer con su hija y pregunta por el libro “El poder del ahora, que alguna vez, hace muchos años y por recomendación de mi hermana, intenté leer, pero que me pareció extraño, me aburrió y lo abandoné después de leer solo un par de hojas. 

El celular vibra. Abandono la librería.

miércoles, 4 de septiembre de 2019

En el supermercado

Tengo una mala relación con los pasillos de los supermercados, pues para encontrar el producto que estoy buscando, los recorro de un lado a otro y muy rara vez doy con él; hasta que le pregunto a uno de los empleados que de inmediato y con suma autoridad y firmeza me dice algo como: “2 pasillos más hacia la derecha”. 

Hoy fue igual caminé y caminé por ellos y no encontraba nada, hasta que me dio por mirar los letreros que cuelgan del techo que, se supone, indican los productos que uno va encontrar en los pasillos. En ese momento pensé que de esa manera iba a solucionar para siempre mis inconvenientes con la búsqueda de productos, pero no fue así, pues el aviso era ambiguo: “Placeres del mundo”. 

Después de un tiempo por fin di con lo que quería llevar y me fui a hacer fila a la caja rápida, que de rápida más bien poco, pues no se movía para nada. Adelante había un grupo de tres amigos: un hombre de pelo largo y barba, otro que hablaba con un acento, de otra región, que no logré identificar y una mujer de pelo negro largo, que tenía puesta una cachucha verde hacia atrás. 

Le puse, por un momento, atención a la conversación que sostenían, y uno de ellos, el del acento indescifrable, estaba hablando sobre la endulzada del amigo secreto. Ese hombre decía que lo realmente importante ,para esa dinámica, es el volumen y no el producto; que es mejor comprar X cantidad de kilos de una chocolatina normal, que una caja de Ferrero Rocher, por ejemplo. 

La mujer y el hombre de barba se rieron de su comentario, para luego dar su punto de vista. Un aviso de la caja decía que máximo se podían pagar 10 productos, aunque me pareció que el hombre que habló sobre dulces llevaba más. 

Mientras la cajera terminaba de registrar los productos, volteé a mirar a la derecha y había unos vasos, los Schott Zwiesel, en promoción. “Perfectos para cualquier ocasión”, es la frase que los acompañaba. Por su nombre, imaginé que eran alemanes, pero, al parecer, la palabra Zwiesel, que relacióné con Zwievel, cebolla, no significa nada, mientras que Schott se traduce como mamparo que, según los eruditos de la RAE, significa: “Tabique de tablas o planchas de hierro con que se divide en compartimentos el interior de un barco.”

lunes, 2 de septiembre de 2019

Sombra

El disparador dice que mis sueños se están comenzando a colar en la realidad, y que tengo miedo de dormir, pues no tengo el control y él quiere escapar. 

Antes de arrancar a escribir, pienso en el punto de vista, que puede ser cualquiera, pero creo que el más indicado es la primera persona. Comienzo entonces a redactar lo primero que se me venga a la cabeza y de un momento a otro aparece en mi mente la imagen de un hombre ojeroso, con barba de unos tres días y que está despeinado y sentado en su cubículo de oficina.

¡Y Quién es ese él? Imagino que es la sombra del ese hombre, que en los sueños que tiene lo sobrepasa en tamaño y, además, cuenta con tendencias asesinas. Escribo 509 palabras con esa especie de trama, si se le puede llamar de esa manera, pero me pasé en 59, pues solo deben ser 450. 

No sé si eso que escribí se pueda catalogar como un cuento, pero me gusta pensar que sí, que las historias presentan múltiples caras y están por encima del principio aristotélico de inicio, conflicto y desenlace o de la estructura de cinco fases: Exposición, acción, Crisis, Clímax y resolución planteada por un novelista, francés sin no estoy mal, del cual no recuerdo el nombre. 

Leo ahora A Lydia Davis y su libro Can’t and Won’t, y a Lucía Berlin con su Manual para las mujeres de la limpieza; dos autoras que, creo, reafirman mi postura sobre la flexibilidad que presentan las historias.

jueves, 29 de agosto de 2019

De caprichos y otras cosas


Tengo una entrega de contenidos. Imprimo los textos en la oficina y echo un esfero verde en mi mochila, el primero que encuentro, pues, por puro capricho, no me gusta escribir con esferos que no sean de tinta negra. Cuando salgo, siento urgencia por comprar un esfero negro de gel, otro capricho. 

Tiempo después, cuando llego al restaurante donde tengo la cita, saco el esfero del estuche que lo contiene y lo pongo encima de la mesa. Luego saco las hojas que imprimí y me pongo a leer lo que escribí, y a editarlo solo en mì cabeza, pues no quiero hacerle cambios sin que el cliente este presente, un capricho más a la cuenta. 

Al rato, llega la mesera y me entrega la carta. Le digo que estoy esperando a otra persona y se retira. Se supone que la carta tapa ahora al esfero, pero la levanto y ya no está. Me pongo a buscarlo por todo lado, miro en mi mochila, en lo bolsillos de la chaqueta, incluso me agacho y aopto una posición ridícula para buscarlo debajo de la silla, encendiendo la linterna del celular, pero el esfero, al parecer, se esfumó. 

Enveneno mi estado de ánimo por un instante, pues pienso que la mesera lo vio en la mesa y lo tomó; incluso cuando vuelve a acercarse le pregunto si de pronto no lo recogió por error cuando me dejó la carta. Me muestra los que lleva en el delantal, un Vic de tinta normal y otro similar que, definitivamente, no son de gel. 

Intento dejar ser todo el asunto. En ese momento llega la persona con la que voy a revisar los textos, y volcó toda mi atención hacia eso. Hablamos de habilidades blandas y educación. Me dice que no le gusta el primer termino, pues que de blandas no le ve nada. Tomo nota de todo lo que creo necesario me va a servir para editar los textos después. 

A una mesa de distancia, a mi derecha, dos hombres encorbatados hablan sobre finanzas e inversiones de un banco, con tal propiedad que parecen los dueños del mundo. Cuando la mesera se acerca a tomarles el pedido, ordenan dos aromáticas. 

Termino de la revisión del contenido y vuelvo a pensar en el esfero de gel que compré, miro a la mesera, y pienso: “Ojalá le sirva” 

Cuando nos ponemos de pie, la cliente me dice: “¿Ese esfero es tuyo?” Miro la silla y ahí está el esfero que compré. En algún momento lo puse sobre la silla y terminé sentado sobre el. 

Me disculpo mentalmente con la mesera.

martes, 27 de agosto de 2019

Creer


Gran parte de la vida se nos va en creer en algo, lo que sea; en dios, la Pachamama, los extraterrestres, en la lectura o escritura, el trabajo, en el chupacabras, el sexo, el alcohol, la biosanación, en fin, las opciones parecen ser infinitas, pues cuando se trata de creencias y/o gustos, por no decir filias, parece que no tenemos límites. 

Me llega un mail sobre lo último, la biosanación, que me informa sobre un taller: el primer nivel de biomagnetismo médico, nombre que me gusta por su sonoridad, además que no estaría mal poder decir: “Voy a asistir el fin de semana a curso de biomagnetismo médico”, aunque no tengamos ni idea de qué trate todo el asunto. 

Quienquiera que sea la persona que me envió el mail, parece estar al tanto de mi ignorancia, pues adjuntó un documento en pdf y el link de un video que, seguro, me darán algo de luz sobre el tema. 

No pierdo tiempo y voy a ellos. El documento dice que el biomagnetismo es una terapia que busca corregir las distorsiones del ph (potencial de hidrógeno), estado al que se llega por diversas disfunciones que llevan al organismo hacia la acidez o alcalinidad.  Para corregir eso,  se utilizan unos imanes que logran equilibrar el cuerpo o, en otras palabras, dejar la acidez de lado que, parece, es lo que, en últimas, nos termina jodiendo. 

También dice que funciona con enfermedades muy graves, siempre y cuando los tejidos no hayan sobrepasado un proceso degenerativo irreversible. Luego de la hojeada al documento salto al video, una exposición que dura 2 horas y que, imagino, cuenta lo mismo, así que no lo miro. Ahí está la biosanación por si necesitamos creer en algo diferente.

lunes, 26 de agosto de 2019

De inicios y sabores

Trincho un trozo de pescado junto con otro de una tajada de plátano maduro, me gusta experimentar la sensación de sabores dulces y salados al mismo tiempo. Luego de llevarlos a la boca y masticarlos, se me ocurre cómo comenzar un cuento que llevo, desde hace varios días, en el confuso tintero de la mente. 

Mientras mastico el bocado le doy varias vueltas a ese posible comienzo, pienso en las palabras que voy a utilizar, su narrador, el punto de vista, al tiempo que recuerdo “Acostarse Temprano”, una columna de Manuel Vilas que leí hace poco. En ella el escritor español cuenta, palabras más, palabras menos, que está en todo su derecho de zambullirse o evitar de lleno la lectura de una novela con tan solo leer sus primeras líneas, pues con eso le basta para saber qué tanto tiempo le dedicó el escritor a ese primer puñetazo, digamos, de palabras, que tiene la importante obligación de llamarnos a la guerra y nos obliga a tener múltiples rounds de lectura  hasta acabar el libro. 

Vilas pone como ejemplo la frase: “Mucho tiempo he estado acostándome temprano” de en busca del tiempo perdido de Proust, y dice que nadie ha superado ese inicio. 

En su columna el “El hijo del joyero”, Millás también toca el tema y habla de la primera frase de la novela La Regenta de Leopoldo Alas: “La heroica ciudad dormía la siesta”, y también del inicio de un cuento de Raymond Chandler: “Era uno de esos hermosos días de finales de abril, si a uno le importan esas cosas”, y dice que lo importante de esas frases, de esos inicios es el magnetismo que cargan, y que “en su interior sucede un drama semántico”. 

Dar con ese drama, imagino yo, es como meterse en la boca la correcta cantidad de dulce y sal, para que el bocado sepa bien.