jueves, 31 de octubre de 2019

Pedir dulces

Un niño llega a un café con su mamá y no es claro de qué está disfrazado. Tiene pegado un papel en la cara, una especie de mascara que, parece, fue elaborada a último momento. 

La cajera del lugar sale con una bolsa en la mano, pero le exige al niño que tiene que cantar si quiere que le de dulces. El niño mira a la mamá, mira a la mujer del establecimiento, y se queda callado. Vuelve a mirar a la cajera y hacen un pulso con la mirada que ninguno gana. Cuando la mamá se da cuenta que la cajera no le va a dar nada a su hijo a menos de que cante, dice “Gracias” de forma sarcástica, lo toma de  la mano y se alejan del lugar. 

Después de un tiempo llega una familia, son tres mujeres adultas, un hombre y un niño. Todos están muy bien disfrazados, como con vestidos de la época victoriana y unas pelucas bien peinadas. El niño lleva puesto un sombrero negro a lo Jack Sparrow, un chaleco café y unas botas, también negras. 

Cuando llegan a la puerta la cajera repite su retahíla: “Si quieres dulces tienes que cantar”. El niño hace lo mismo que el anterior mirar a su mama y luego a la mujer. Parece que se le esfumó toda la emoción de la fecha. Su gesto es triste, como si pensara “¿Qué mierdas hago acá?”. Otra de sus familiares, una mujer bajita y con un vestido verde esmeralda que llega hasta el piso le insiste para que cante. Finalmente el niño, con cara de tedio, derrotado, deja salir un triste: “Quiero paz, quiero amor, quiero dulces por favor”. La cajera hace un gesto de triunfo y le echa una manotada de dulces en la bolsa . El niño sonríe con desgano por un segundo y se pone serio al instante.

martes, 29 de octubre de 2019

Hambre

Domingo. Almuerzo tarde en un restaurante asiático que queda cerca a mí casa. Una de las cosas que más me gustan de los días de votación es que siempre almuerzo, esta vez lo hago solo, en ese restaurante. Es pequeño y parece que pasa desapercibido porque siempre se puede conseguir puesto.  

Cuando salgo del lugar  hace sol, y me siento encartado y ridículo con la bufanda. No sé para que me la puse. La enrollo y logro meterla a un bolsillo. Luego de haber calmado el hambre comienzo a caminar, y juego en mi mente con cualquier pensamiento de domingo que, antes de esa hora maldita de las 6 de la tarde, imagino, resultan perezosos.  

En el trayecto hacia la casa paso por un restaurante de hamburguesas que queda en una esquina. Antes de cruzar la calle, veo a un hombre con que lleva puesta una camisa de cuadros roja y un Jean gris, desteñido en los muslos, que en algún momento de la vida debió haber sido negro. 

El hombre se acerca a una caneca de metal, y observa que objetos contiene. De repente mete la mano y saca una caja de icopor, de esas  en las que empacan corrientazos. Mira hacia los lados, como con pena y luego la abre. Dedica otro momento a mirar qué contiene, la acerca a su nariz y huele su contenido; su método para distinguir si la comida es consumible o ya se encuentra en mal estado. 

El hombre dictamina lo primero y con una de sus manos toma algo que parece una tortilla y, sin dudarlo, le da un mordisco. 

Una nube blanca y gorda tapa el sol y una brisa enfría un poco el ambiente.

lunes, 28 de octubre de 2019

Escritos que valen la pena

Escribe uno y, no nos digamos mentiras, espera que lo lean muchas personas, y no solo que lean, sino que además les guste lo que uno escribió. En ese caso el acto de escribir está alimentado por la vanidad. Bien lo dijo Rosa Montero en La Loca de la Casa: 

“Como la vanidad es una droga para nosotros, la única 
manera de no caer esclavo de ella es abstenerse de 
su uso lo más posible. Algo verdaderamente difícil, 
porque el mundo actual fomenta la vanidad hasta el paroxismo. 

Montero, que definitivamente ha escrito textos que valen mucho la pena, también dice que la vanidad tiene una estrecha relación con ver si lo que se hace tiene algún sentido, y que de ahí proviene la fragilidad en los escritores. 

Hace unos días escribí un cuento. Nada del otro mundo la verdad, sobretodo porque el texto apenas va en su primer borrador, es decir, una mierda en la escala de Hemingway, en fin. 

Le mostré el cuento a algunos amigos y me dieron su opinión al respecto, qué les perecía que funciona, qué necesitaba cambios y que, definitivamente, tengo que eliminar: segmentos muy aburridores en los que no hay nada de acción y que más bien parecen apartes de un ensayo. 

Creo que ese cuento en su primera versión es un escrito que vale la pena, no porque sea bueno o tenga mucho potencial, sino porque no me lo he podido sacar de la cabeza. No veo la hora de sentarme a arreglarlo, para incorporarle todo eso que creo que le hace falta para que no tenga grietas narrativas.

jueves, 24 de octubre de 2019

Desconexión

Cuando Claudia llega al restaurante consigue hacerse con la última mesa que está desocupada, mientras una parrilla en la que se está asando un trozo de carne sisea de forma desesperada. 

Un hombre de una mesa cercana la mira y ella sonríe sin ánimo de coqueteo. Al rato se acerca la mesera y le cuenta qué es el almuerzo: sopa de verduras, ensalada rusa, carne y tajadas de plátano. “Ese es el menú del día”, le dice la mujer y antes de que le mencione el resto de las opciones, Claudia le responde: “Ese está bien”. 

Pone una sombrilla azul encima de la mesa y mira hacia todos los lados, como si fuera una niña muy pequeña que quiere absorberlo todo. En la entrada del restaurante varias personas hacen fila. 

Claudia continua en modo contemplativo. Su taza de sopa libera una corriente de vaho mientras la revuelve con la cuchara. 

La mesera se acerca y le pregunta que si uno de los comensales que está haciendo fila puede sentarse con ella en la mesa. “Si claro, no hay problema” responde con una sonrisa. 

“Hola, como estás?” le pregunta Claudia al hombre que se acaba de sentar en su mesa, justo al frente de ella, como si fuera un viejo amigo. Parece que tiene ganas de conversar con él, por lo menos saber cuál es su nombre y hablar de lo que sea: el clima, el trabajo, el tráfico, pero hablar, el tema poco le importa. 

El hombre le responde el saludo de forma desinteresada, y luego de ordenar el almuerzo conecta unos audífonos blancos y largos a su celular para atender una llamada. Cuando cuelga continúa con los audífonos puestos. No habla con Claudia, no dice nada, ni la mira; se concentra en su celular. 

Claudia ya termino su sopa y ahora está dedicada a trinchar trozos de salchicha de la ensalada Rusa. Ya no sonríe ni tiene la misma curiosidad en su mirada. Al final adopta la misma actitud del hombre y se sumerge en el celular.

miércoles, 23 de octubre de 2019

Aceite balsámico

Cuando el ascensor para en el octavo piso una mujer sale distraída de él y da dos pasos, luego da media vuelta y vuelve a entrar. Sigo su recorrido con la mirada y entro al ascensor después de que ella lo hace 


Aparte de la primera mujer hay otra en el ascensor. Este vuelve a parar en el cuarto y la segunda mujer se baja, y la otra, de nuevo, piensa que ya llegamos al primer piso y vuelve a dar un par de pasos por el hall. 

Apenas entra de nuevo al ascensor me dice: “Como se nota que me quiero ir de esta mierda, ¿no?”. Imagino que hace referencia al edificio y no el ascensor. La mujer tiene la cara congestionada, y respira profusamente, mientras me mira a los ojos fijamente. Es claro que espera que diga algo, así que respondo con un tímido “si”, euficiente para abrir su grifo de palabras. 

Es que imagínese, tenía que cobrar un millón de pesos y el hijueputa ese no me quería pagar dizque porque se perdió un tarro de aceite balsámico, ¿Qué tal esa vaina? Tiene huevo, ¿no? 

Parece que la mujer cae en cuenta de que no tengo idea alguna de lo que habla e intenta contextualizarme: 
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“Yo soy Chef”, y le hice un trabajo a ese hijueputa hace ya bastante, y no me quería pagar. Ahora entiendo sus ganas de abandonar el lugar. El desprecio y repulsión que siente por ese hombre y todo lo que tenga que ver con él es visceral. 

No se me ocurre otra cosa que asentir con la cabeza y concluir con la siguiente pregunta: “¿Pero finalmente pudo cobrar?” Sonríe, es la primera vez que lo hace en nuestro corto recorrido, y concluye “Claro, le compré 2 tarros de aceite balsámico a ese hijueputa, ¡Qué tal!, dizque no me iba a pagar por uno, pues le traje 2” 

En ese momento ya estamos en la calle y la mujer vuelve a sonreír, como cayendo en cuenta de que se acaba de desahogar con un completo desconocido. Me despido, y nos separamos en dirección opuesta.

lunes, 21 de octubre de 2019

Cita médica

Sábado. 

Tengo una chita médica de chequeo, digamos, rutinario. Siempre he pensado que las de ese tipo son las peores, en la que le pueden dar a uno la noticia de que le quedan 6 meses de vida, o algo por el estilo. 

Es a las 11 de la mañana. Me despierto temprano y pienso en bañarme e irme temprano y ponerme a leer en un café que queda cerca al consultorio, pero me pongo a hacer pereza y llego al lugar cuando faltan 15 minutos para la hora de mi cita. 

No he comido nada y me urgen las ganas de tomarme un café, así que hago fila para comprarme uno, pero adelante mí hay dos personas. La primera ya termino de hacer su pedido y la que le sigue comienza a hacerlo, pero parece que su pedido es para una familia completa: un cafecito mediano, un tinto, un palito de queso, una porción de torta de esto, un no se qué, y nada que termina. Miro el reloj y ya solo quedan 10 minutos para las 11. Desisto de la idea de comprarme el café y me dirijo hacia el consultorio. 

Cuando llego al piso en el que tengo la cita, me anuncio con la mujer de la recepción que, me parece, tiene más pereza de estar allá que nosotros los pacientes. La sala de espera luce aún más triste que en un día entre semana, y los que estamos ahí ocupamos las cuatro esquinas de esta, como evitando interactuar con los demás. 

Después de anunciarme me pongo a leer y luego saco el celular para mirar la hora. Ya son las 11:15. “¡Si ve! Habría alcanzado a comprar el café y la galleta que se pensó comer, pero usted como siempre todo afanado”, me recrimina mi yo interno. Con algo de pena le doy la razón, y para evitar seguir conversando con él, me pongo de pie para preguntarle a la recepcionista si la doctora se demora. “Yo creo que usted es el que sigue", me dice. 

La mujer tenía razón, yo era el que seguía, pero muy a las 11:40. Entro y la consulta no dura más de 10 minutos. Aunque el tiempo de espera no es proporcional al de atención, agradezco que la doctora no me dice que me queda poco tiempo de vida. 

Antes de despedirme me dice que me quiere hacer otro control en Mayo del 2020. A la salida, Martha su asistente me cobra la consulta. Mientras saco la plata de la billetera, me cuenta que le duele la espalda y que tiene inicios de gripa. Le respondo con un comentario simple, para que no considere que desperdició sus palabras, y luego le digo que necesito programar una cita para Mayo de 2020. 

“Uyy no me gusta eso” 
“¿Qué?”, le pregunto, pensando que vio algo que la doctora, por alguna razón, no detectó. 
“Lo de programar citas tan lejos, ¿Si me entiende?” 

Y la entiendo. Se refiere a lo rara qué es la vida y cuánta incertidumbre alberga nuestra existencia, y como nosotros vamos por ahí, muy campantes, haciendo plantes a futuro, aún cuando sabemos que puede acabarse en el momento menos pensado. Le doy la razón, y recuerdo una cita de una crónica de Salcedo Ramos, que me impactó mucho: 

"Estás vivo, haces planes y hasta tienes vanidades, le subes
 el volumen a la música, pero de repente, cuando vas en lo
 mejor del baile, una mano invisible te señala, y entonces, de
 un solo golpe, la fiesta se te acaba" 
- Cita a ciegas con la muerte -

Si algo salva el tedio que me producen las citas médicas en ese consultorio un fin de semana, es saber que voy a tener un breve intercambio de palabras con Martha, quien, mientras me cobra la consulta, siempre sale con un tema que analiza de forma interesante. En la anterior , recuerdo, me hablo sobre el amor.

jueves, 17 de octubre de 2019

Giro inesperado

Ayer llegué muy cansado a la casa y me tumbé en la cama. Tenía intención de escribir algo acá, pero el cansancio me ganó y pensé en ver una película que había dejado a la mitad, no sin antes sentirme un poco mal de no haber tenido la voluntad suficiente para pararme de la cama y teclear unas cuantas palabras. 

Antes de prender el televisor cerré los ojos y casi me quedo dormido, pero aproveché que tenía los lentes de contacto puestos, y cuando me puse de pie para quitármelos, decidí terminar de ver la película. 

Era, digamos, un thriller psicológico, en el que no se sabía si el personaje alucinaba o si en verdad estaba viviendo todo lo que le pasaba. 

Al final la historia tenía un giro inesperado que lo dejaba todo claro, y ese, creo, fue el gancho narrativo con el que sus creadores querían dejar claro lo tesos que son al momento de narrar una historia. 

No sé que tanto se debe recurrir a esos giros inesperados de último momento para concluir una historia. Creo que me habría gustado más si hubieran dejado el final abierto. A pesar de lo absurdo que resultaba todo, tenía ganas de que en verdad el personaje estuviera alucinando o, mejor aún, que no fuera ilusión sino la mera realidad patas arriba. 

Igual no culpo a los creadores de la película, pues bien se sabe que una de las partes más jodidas de la creación de una historia es el final, quizá el segmento que debe ser más pulcro, y del que uno, como lector o televidente y por pura pereza, siempre espera uno de esos finales redonditos que conectan todos los puntos, por decirlo de alguna manera.