jueves, 14 de noviembre de 2019

Vicente y el frío


Vicente debe tener un poco menos de 60 años. Es de Tez morena, ojos negros grandes y sus canas son las que delatan que ya no es tan joven. Trabaja como celador en mi oficina. 

Ayer, mientras esperaba un carro, y cuando todo parecía indicar que iba a caer un aguacero, me puse a charlar con él. Me contó que Henry, otro de los celadores todavía sigue en la clínica. Él, Henry, un día, de repente, no pudo respirar y lo tuvieron que llevar de urgencia, y ya lleva dos meses allá. 

“Los problemas respiratorios que tuvo fueron por montar en moto, ¿cierto?", le pregunto  Me dice que no sabe bien, pero que lo que él monta es bicicleta. 

Camino hacia la puerta y miro por el vidrio a ver si logro ver el carro, pues la aplicación hace más de 5 minutos, me dice que está a tan solo dos por llegar. AL rato Vicente se acerca y mirando hacia la calle me dice: “yo si manejo moto”. Le pregunto que hace cuánto lo hace. “15 años”, me responde. Sugiero que ya debe ser un ducho manejando  y me dice que sí, pero que cuando llueve la experiencia no sirve para nada, que en cambio lo que siempre sirve es la intuición. 

Le digo que me explique. “Si hombre, varias veces me ha pasado que voy manejando y siento como un frío en el pecho. Cuando eso pasa siempre reduzco la velocidad. El otro día iba por una carretera llegando a (y pronuncia el nombre de un lugar que no conozco, pero no digo nada, para no cortar su flujo narrativo), tuve esa sensación y desaceleré, Al ratico había una mancha de aceite en la carretera con la que fijo me habría accidentando. 

“Es que dicen que los Tauro, tenemos una habilidad especial para esas cosas. Sí, alguna vez leí o le oí decir a alguien eso, que somos buenos para las corazonadas.

miércoles, 13 de noviembre de 2019

El culirrojo

Creo que uno de los mejores postres es una chocolatina Jet de las pequeñas acompañada con un tinto. Ese era un ritual que practicaba mucho en la universidad y que ahora hago de vez en cuando, como hoy. 

El truco, el mío por lo menos, consiste en darle mordiscos pequeños a la chocolatina, al tiempo que se le dan sorbos al tinto, y en medio de eso uno echa globos sobre la vida, desde el tema más insulso hasta el más trascendental. Así hacíamos Javier y yo antes de entrar a clase después del almuerzo: Nos sentábamos en la mesa de alguna cafetería y tocábamos algún tema, pero lo hablábamos muy despacio, con unos silencios enormes en los que cada uno rumiaba el tema por su cuenta; apenas ese estado contemplativo terminaba, procedía a mirar la lamina de la chocolatina. 

Hoy me encontré nada más ni nada menos que con el Alaurcorhynchus haematopygus que lleva por nombre, artístico digamos, “El Tucanete Culirrojo”. Que rabia tener un nombre como europeo lleno de consonantes y muchas sílabas, solo para que nadie se lo aprenda y lo llamen a uno: “El culirrojo”. Es como si uno,, por cosas de la vida, se llamara Von Sturzenegger y fuera conocido como “El Greñas”, por decir algo.

En fin, el caso es que me puse a leer sobre el culirrojo y me enteré de que mide 41 cm de largo, y que “sus cantos y llamados retumban en el bosque”, sobretodo cuando anda en búsqueda de pareja, y que prefiere la parte alta de los árboles, lugar donde suele confundirse con el follaje.

Después de conocer un poco al culirrojo y sus costumbres, intenté buscar una señal en esa lamina, extrapolar algo de esa información a alguna situación personal, pero no discerní nada. 

Uno se la pasa haciendo eso, buscando señales en trozos de realidad que no son más que eso, cosas que pasan y ya está, como el canto del culirrojo que retumba en el bosque y el follaje de los árboles donde se posa, que no significan nada más aparte de lo que son.

lunes, 11 de noviembre de 2019

La palabra como antídoto

Las palabras curan, contrarrestan los efectos nocivos de esa neurosis que a veces nos roza o abraza por completo, producto de vivir, que no deja de ser una locura. 

Hace un tiempo, el año pasado si no estoy mal, escribí que me encontré con un artículo del escritor argentino Pedro Mairal es una revista médica. Es un escrito bellísimo que se titula “No estoy acá”, en el que relata un día en una casa de campo con su esposa y su hija de tres años. 

Di con él en una cita al oftalmólogo y, antes de entrar a consulta, lo leí y releí varias veces deleitándome con apartes precisos y preciosos. No sé por qué ese día no me llevé esa revista, que ya tenía las puntas de las hojas dobladas y estaba medio descuadernada, a mi casa. Lo que si hice fue llegar a buscar el artículo en internet, lo encontré y se lo envié a unos amigos. 

Unos meses después traté de buscar de nuevo ese antídoto de palabras, pero no pude dar con la página y tampoco pude encontrar el E-mail que había enviado.

Una conversación que tuve con una amiga el viernes, me hizo recordar el texto de Mairal y cuando llegué a casa por la noche, lo volví a buscar y lo encontré en una versión digital de esa edición de la revista. Como no podía copiarlo me tomé el trabajo de transcribirlo antídoto por antídoto, 1211 en total. Lo disfruté igual o más que la primera vez que lo leí, y estoy seguro de que volveré a él en el futuro cuando lo necesite como antídoto. 

El título del post se lo debo a la escritora española Marina Perezagua que contó que una abeja la picó mientras leía junto al nacimiento de un río, pero que terminó de leer la página no porque no le doliera, sino porque le gusta sentir que la palabra es antídoto.

jueves, 7 de noviembre de 2019

Contar

Alguna vez, hace mucho, en este o en otro blog, escribí que nunca iba a hacer posts tipo diario, es decir, contando lo que me había ocurrido en el día y como me había sentido. 

Era una época en que escribía como con rabia, no sé por qué. Imagino que todos tenemos esos momentos en la vida en los que creemos que tenemos la razón y que los que piensan distinto son unos completos idiotas. 

Eran escritos cargados de opiniones en los que, imagino, intentaba mostrarme inteligente o salir con posturas que consideraba brillantes. 

Ayer, por un taller al que asistí, la mujer que lo dictó hablo acerca de la importancia de escribir todo lo que se hizo en el día, pero sin juzgarlo; simplemente sentarse a escribir por un espacio de 10 minutos o un poco más, para contar en detalle qué hizo uno desde el momento en que se levantó hasta ese momento en el que uno se sienta a narrarlo. 

Me quede pensando en el tema y no entiendo por qué antes despotricaba de los escritos tipo diario. Puede que parezcan insulsos, pero lo valioso es que están completamente a favor de contar cosas, lo que sea.

Y es que contar sin dar opiniones resulta bien jodido, porque las condenadas siempre están buscando la manera de colarse en una narración. 

De mí día les voy a contar algunos momentos relacionados con comida: En la mañana salí justo sobre el tiempo, pasé por un Tostao y compré un blondie. Cuando llegué a la oficina me serví un tinto y lo calenté más en el microondas, una manía que tengo, pues puede que esté muy caliente pero igual siempre lo termino calentando más, y luego me lo comí junto con una tajada de queso que había llevado. 

Al almuerzo pedí pollo a la plancha con salsa de champiñones, ensalada tropical y yuca frita, y hoy, por fin, tenían de nuevo limonada como opción de bebida, porque desde hacía rato solo tenían te de durazno y jugos que no me gustan. 

lunes, 4 de noviembre de 2019

Escribir a mano

Escribir debería ser más fácil. Me refiero a que con las ventajas que tenemos hoy en día: computadores, la nube, etc. uno no debería sacarle tanto el cuerpo a escribir. Afirmo esto mientras trato de imaginar cómo era el oficio de escritor en aquellas épocas de la creación de los grandes clásicos. 

Pensemos por un segundo en Tolstoi: ¿cómo escribió, por ejemplo, su pieza maestra Guerra y Paz? Imagino que lo hizo a mano; no sé si en su tiempo ya existían las maquinas de escribir, creo que no pero no lo puedo asegurar. Quizás es un dato de cultura general que debería saber, pero a cada rato me sorprendo de lo poco que sé sobre todo, en fin. 

También me gustaría conocer más datos curiosos de los escritores famosos, sus rutinas, caprichos, etc. Leía en estos días en Twitter un intercambio de trinos entre dos mujeres que hablaban sobre Proust y su obra En Busca del Tiempo perdido. No conversaban estrictamente sobre su obra, sino sobre un ritual de alimentación del escritor que, al parecer, reflejaba en sus obras con algunos de sus personajes. Me gustó conocer un poco sobre el autor, aunque no sepa nada de su vida, y sin aún haberlo leído.

Pero volvamos con Tolstoi; me aventuro a pensar que escribió sus obras a mano, y no alcanzo a imaginarme cómo lo logró. De pronto ese es el truco para escribir textos de largo aliento. Es probable que escribir a mano estimule el cerebro de manera diferente que un teclado, no sé, de pronto convierte a la escritura en algo más intimo, y lo dota a uno de esa sensibilidad que se necesita para escribir, y que va mucho más allá de poner una palabra detrás de la otra. 

También se me viene a la mente Murakami, que un día, de buenas a primeras y en pleno partido de béisbol, se le ocurrió que quería ser escritor, ¿y que hizo? Pues lo que los escritores-no-escritores, imagino, deben hacer, cuando se estrellan con una epifanía de ese calibre: compró un cuaderno y esa noche llego a su casa, se sentó en la mesa de la cocina, agarró un esfero, y se puso a escribir  su primera novela, como si de ello dependiera su vida. 

domingo, 3 de noviembre de 2019

Techo

A veces, cuando me despierto en los fines de semana en la mañana, me quedo mirando el techo de mi cuarto como si fuera el responsable de, digamos, iluminarme, en el sentido de solucionar diferentes inquietudes y preguntas de la vida que, creo, nunca faltan. 


Es un techo blanco y corrugado, como si estuviera repleto de estalactitas diminutas. No sé por qué, al ser tan simple, me quedo mirándolo como hipnotizado. Cuando eso ocurre regulo mi respiración de forma inconsciente y me tranquilizo mucho, como que analizo todo desde lejos, y soy un simple espectador que ve pasar miles de imágenes enfrente suyo, pero que no tiene tiempo ni ganas para juzgarlas. 


En varias ocasiones me quedo mirando la esquina sur-occidental e imagino que ahí debería tener colgado un móvil de un dragón rojo en madera que compré, si no estoy mal, en una versión de la fería del libro de hace ya muchos años. No entiendo porque nunca lo colgué, si me parecía muy chévere; tampoco sé si con el paso del tiempo llegué a pensar que era algo muy infantil y esa fue la razón para no instalarlo. Ahora no tengo ni idea en qué lugar de mi cuarto se encuentra, de pronto en uno de esos días de contemplación del techo, puede que me de un arranque y me ponga de pie para instalarlo, aunque en verdad lo dudo, pues son momentos en los que le bajo todos los cambios a las revoluciones de la vida y estoy como sin estar, si es que me entienden. 


Quién sabe cuál es el mensaje cifrado que esconde el techo de mi cuarto. Los mantendré al tanto si algún día lo descubro.

jueves, 31 de octubre de 2019

Pedir dulces

Un niño llega a un café con su mamá y no es claro de qué está disfrazado. Tiene pegado un papel en la cara, una especie de mascara que, parece, fue elaborada a último momento. 

La cajera del lugar sale con una bolsa en la mano, pero le exige al niño que tiene que cantar si quiere que le de dulces. El niño mira a la mamá, mira a la mujer del establecimiento, y se queda callado. Vuelve a mirar a la cajera y hacen un pulso con la mirada que ninguno gana. Cuando la mamá se da cuenta que la cajera no le va a dar nada a su hijo a menos de que cante, dice “Gracias” de forma sarcástica, lo toma de  la mano y se alejan del lugar. 

Después de un tiempo llega una familia, son tres mujeres adultas, un hombre y un niño. Todos están muy bien disfrazados, como con vestidos de la época victoriana y unas pelucas bien peinadas. El niño lleva puesto un sombrero negro a lo Jack Sparrow, un chaleco café y unas botas, también negras. 

Cuando llegan a la puerta la cajera repite su retahíla: “Si quieres dulces tienes que cantar”. El niño hace lo mismo que el anterior mirar a su mama y luego a la mujer. Parece que se le esfumó toda la emoción de la fecha. Su gesto es triste, como si pensara “¿Qué mierdas hago acá?”. Otra de sus familiares, una mujer bajita y con un vestido verde esmeralda que llega hasta el piso le insiste para que cante. Finalmente el niño, con cara de tedio, derrotado, deja salir un triste: “Quiero paz, quiero amor, quiero dulces por favor”. La cajera hace un gesto de triunfo y le echa una manotada de dulces en la bolsa . El niño sonríe con desgano por un segundo y se pone serio al instante.