sábado, 23 de noviembre de 2019

En caso de emergencia


Luego de pasar la registradora me ubico en la mitad del pasillo y me agarro del tubo del techo. En la silla del fondo, la de los músicos, hay un puesto desocupado junto a la ventana. Ninguno de los que estamos de pie nos hemos preocupamos por ocuparlo, pues seguro es un espacio minúsculo al que es muy difícil ingresar y mucho más salir de él.

Suelto el tubo por un momento para meter los billetes de las vueltas en la billetera y procuro, con el bus en movimiento, hacer el mayor equilibrio posible. Confío en que no frené y salga disparado para incrustarme la caja de cambios en, digamos, el estómago. 

En el pasillo a tan solo unas sillas de distancia, se encuentra un joven, universitario al parecer, todo vestido de negro. En la muñeca de una de sus manos lleva varias manillas de colores también oscuros. Todo él es opaco y en un momento sonríe de forma maliciosa. Lleva puestos unos audífonos de orejeras, también negros. 

En el puesto justo enfrente mío está sentado un viejo. Tiene en sus manos un celular flecha y presiona las teclas aleatoriamente y con nerviosismo. El teléfono suena y el hombre contesta y lo lleva hacia una de sus orejas temblando, con un Parkinson que no había notado. La voz que tiene no concuerda con su imagen, sino que, mas bien, parece la de un hombre de mediana edad. 

Miro hacia el frente y me encuentro con ese vidrio grande para emergencias que suelen llevar los buses y por el que deberíamos escapar si algo sucede. Lleva un texto en letras blancas que casi no se ve. Alcanzo a leer el mismo mensaje de siempre: “En caso de emergencia, rompa el vidrio con el martillo". El único problema es que el martillo no se ve por ninguna parte. Es una lástima, uno nunca sabe, si algo llegara a ocurrir en este trayecto. Me pregunto qué tanta fuerza se necesitará para romper el vidrio a punta de patadas. 

En medio de mis cavilaciones una mujer, que lleva puestas unas gafas negras grandes y redondas y una maleta café en la espalda, sube al bus. Al igual que yo hace algo de equilibrio recostándose contra uno de los tubos del bus, mientras saca un billete de un monedero pequeño de color azul pastel. 

Al fondo en el puesto que está delante de la silla desocupada, está sentado otro estudiante que también lleva puesto audífonos de orejeras. A diferencia del que va de pie, que estudia a los pasajeros detenidamente, este observa distraído por la ventana. 

Ya es hora de bajarme. Me voy a la parte de atrás y un hombre gordo ocupa las escaleras. Timbro, y cuando el bus frena, el sujeto trata de hacerse el flaco, pero no lo logra y me deja un espacio muy reducido para bajarme. 

No me da buena espina y meto la mano a los bolsillos para cuidar mi billetera y celular y confío, de nuevo, en mi equilibrio para bajar del bus. Apenas piso el andén pienso cuál de mis ex-compañeros de trayecto será el encargado de romper el vidrio, sin el martillo, en caso de emergencia.

jueves, 21 de noviembre de 2019

Sarajevo


Por alguna razón, me imagino que porque me impactó mucho ver las imágenes en los noticieros en ese entonces, me siento atraído hacia el conflicto bélico de Yugoslavia a inicios de los años 90. 

Un día di con la historia de Vedran Smailović uno de los chelistas de la filarmónica de Sarajevo que soporto el sitio de su ciudad, y decidió honrar a las veintidós personas que fallecieron en un bombardeo mientras hacían fila para reclamar pan, interpretando el el Adagio de Albinoni, en plena calle, y sin importarle el fuego cruzado. 

Tiempo después, me encontré la novela “El chelista de Sarajevo” que, en parte, cuenta la historia de Smailović, y que está narrada desde el punto de vista de 3 o cuatro personajes, con uno que me gustó mucho que es la famosa francotiradora Strijela (Arrow) de 20 años, que tres meses antes de que estallara la guerra era una estudiante de periodismo de la universidad de Sarajevo. 

Tengo cierta fascinación con los francotiradores, así que un par de años después, luego de leer ese libro, comencé a escribir la historia de uno que se llama Nikolče Drangov. 

Para empaparme más del tema me leí otra novela que se llama Girl at war que también tiene que ver con ese conflicto y justo ahora me estoy leyendo el diario de Zlata Filipovic, al  que ella llamo Mimi porque Anne Frank también le había puesto nombre al suyo. En él narra situaciones situaciones anodinas de su día a día, hasta que estalla la guerra, y Zlata no deja de registrar acontecimientos. 

Esos libros los he leído porque porque el tema del conflicto absorbe mi atención como un agujero negro, y también porque la historia de Drangov aún está en proceso y quiero empaparme lo suficiente de la atmósfera de la ciudad en ese entonces, para que resulte creíble.

Hasta el momento el diario de Zlata me ha gustado mucho, porque simplemente cuenta cosas y ya, sin ganas de querer parecer inteligente. 

“Martes 21 de Abril de 1992 

Querida Mimmy, 

Sarajevo está horrible hoy. Bombas cayendo, personas y niños siendo 
asesinados, tiroteos. Probablemente pasaremos la noche en el sótano.
 Como el de nosotros no es seguro, vamos a ir al de nuestros vecinos los Bobar. 
 La familia Bobar está compuesta por la abuela Mira, La tía Boda, el tío Zika (su esposo), 
Maja y bojana”.

miércoles, 20 de noviembre de 2019

Escribir novelas

Algunos escritores dicen que hay dos formas para escribir una novela: La primera consiste en planear hasta el más mínimo detalle, estructurando todo los momentos de la trama; en esa el escritor sabe que va a ocurrir en con cada personaje en cada segmento, es decir, tiene toda la novela en su cabeza. 

La otra es tener un norte fijo; saber cuál va a ser el puerto final de la historia, pero comenzar a escribirla como con una brújula que nos va indicando el camino. En esta se pueden tomar atajos no previstos o caminos no contemplados que dan cierta flexibilidad , como la aparición de personajes o escenas no contempladas, por ejemplo.

También hay quienes dicen que es bueno escribir escenas por separado cuando así se crea necesario y que, por ejemplo, uno puede escribir el final al comienzo del proceso de escritura, y así uno tiene claro hacia dónde carajos va la historia. 

No sé cuál sea el método más adecuado para escribir una novela; imagino que lo importante es comenzar a escribir, poner una palabra detrás de la otra y, como dice Ricardo Silva, terminar el manuscrito, sin importar si es basura o no, pues el mundo ya tiene muchos primeros capítulos de novelas sin terminar. 

Escribo sobre esto, porque me llegó al mail un tablero de Pinterest con el nombre: “Escribir una novela”, en el que me muestran 45 adjetivos que pueden remplazar la palabra “muy”, como sustituir “decir” por otra palabra; 12 consejos de García Márquez: Escribe sobre lo que conoces, mantén contacto con la realidad, trabaja duro, entre otros.  Todas las imágenes, la verdad, no me dan una idea muy clara de cómo escribir una novela. 

Imagino que el truco consiste en embarcarse en tal proyecto sin dar tanto bombo al respecto, es decir, escribir primero para uno.

martes, 19 de noviembre de 2019

A los 51

“Para mis hermanos y hermanas en el negocio del fracaso”: 

Fra-ca-so; tres sílabas que generan miedo, pero puede ser que lo único grave sea la palabra en sí. 

Hace un tiempo leí el libro la situación y la historia de Vivian Gornick, que toca el tema de los ensayos personales y uno de los ejemplos que utiliza es el ensayo “for my brothers and sisters in the failure business” de Seymor Krim. 

Lo he buscado como loco en internet, pero no he dado con ninguna página donde lo pueda leer gratis, y solo he logrado leer una pedazo de la primera página. Krim lo inicia hablando sobre el sueño americano, y cómo las personas lo ven como si consistiera en llegar a algún lado, o bien, llegar a ser alguien en la vida. 

¿Qué carajos es llegar a ser alguien? vaya uno a saberlo. Intuyo que el ensayo es una crítica hacía esos paradigmas que tenemos metidos en la cabeza sobre lo que es el éxito y cuales son las formas de alcanzarlo. 

en su libro, Gornick copia unos pequeños apartes del ensayo como el siguiente: 

“A los 51 años, aunque no lo crean, y ten piedad de mí si eres joven y ágil, realmente no sé qué es lo que quiero ser”. 

¿Qué tal que uno se dedique a ser alguien que en realidad no se quiere ser durante toda una vida? Eso es algo que me aterra. 

Creí haber leído algo similar en las notas de prensa de García Márquez, donde el escritor colombiano afirmaba algo parecido a Krim en una de ellas, pero revisé las notas que tomé de ese libro y no encontré nada. A veces señalo apartes que olvido; imagino que eso fue lo que sucedió y por eso no registre esa nota.

lunes, 18 de noviembre de 2019

La musa

A veces me pregunto si la musa realmente existe, si es un ente personalizado para cada persona o si solo hay una que se reparte entre todos los seres humanos; de ser así me la imagino como una diosa, con cualidades de omnipresencia, omnipotencia, omnisciencia y todo eso. 

¿O será que es una mezcla de deidades, es decir, son varias y entre ellas deciden a quién ayudan de acuerdo con su campo de experiencia? No sé, se me ocurre que parte de ese trabajo lo podría desempeñar Saraswati la diosa hindú de la palabra, las artes, la música y el conocimiento. 

Supe de su existencia en un libro que leí hace mucho y que cuenta en qué consiste cada religión del planeta y que enumera sus rituales. Me cautivó mucho la parte en que la describen, y por un tiempo me obsesioné con ella, tanto así que en una feria del hogar me compré una estatuilla de bronce, a la que supuestamente le iba a hacer un altar con elementos relacionados con la escritura, pero nunca ocurrió y ahí la tengo encima de mi escritorio, y me vigila sentada sobre un cisne mientras toca una cítara. 

Es probable que Saraswati se reparta su trabajo con Calíope, la musa griega encargada de la elocuencia de la poesía, y quién sabe con que otras diosas más lo hagan ambas, en el lugar que residen que, también supongo, es el éter. 

El punto es que uno siempre espera que en los momentos de sequía creativa cuando la hoja en blanco parece ganar la batalla, alguna de ellas alga al rescate, no dictando todo el texto, pero por lo menos manifestándose con una idea, o bien, una lluvia de ellas; que prendan la chispa encargada de detonar la escritura.

jueves, 14 de noviembre de 2019

Vicente y el frío


Vicente debe tener un poco menos de 60 años. Es de Tez morena, ojos negros grandes y sus canas son las que delatan que ya no es tan joven. Trabaja como celador en mi oficina. 

Ayer, mientras esperaba un carro, y cuando todo parecía indicar que iba a caer un aguacero, me puse a charlar con él. Me contó que Henry, otro de los celadores todavía sigue en la clínica. Él, Henry, un día, de repente, no pudo respirar y lo tuvieron que llevar de urgencia, y ya lleva dos meses allá. 

“Los problemas respiratorios que tuvo fueron por montar en moto, ¿cierto?", le pregunto  Me dice que no sabe bien, pero que lo que él monta es bicicleta. 

Camino hacia la puerta y miro por el vidrio a ver si logro ver el carro, pues la aplicación hace más de 5 minutos, me dice que está a tan solo dos por llegar. AL rato Vicente se acerca y mirando hacia la calle me dice: “yo si manejo moto”. Le pregunto que hace cuánto lo hace. “15 años”, me responde. Sugiero que ya debe ser un ducho manejando  y me dice que sí, pero que cuando llueve la experiencia no sirve para nada, que en cambio lo que siempre sirve es la intuición. 

Le digo que me explique. “Si hombre, varias veces me ha pasado que voy manejando y siento como un frío en el pecho. Cuando eso pasa siempre reduzco la velocidad. El otro día iba por una carretera llegando a (y pronuncia el nombre de un lugar que no conozco, pero no digo nada, para no cortar su flujo narrativo), tuve esa sensación y desaceleré, Al ratico había una mancha de aceite en la carretera con la que fijo me habría accidentando. 

“Es que dicen que los Tauro, tenemos una habilidad especial para esas cosas. Sí, alguna vez leí o le oí decir a alguien eso, que somos buenos para las corazonadas.

miércoles, 13 de noviembre de 2019

El culirrojo

Creo que uno de los mejores postres es una chocolatina Jet de las pequeñas acompañada con un tinto. Ese era un ritual que practicaba mucho en la universidad y que ahora hago de vez en cuando, como hoy. 

El truco, el mío por lo menos, consiste en darle mordiscos pequeños a la chocolatina, al tiempo que se le dan sorbos al tinto, y en medio de eso uno echa globos sobre la vida, desde el tema más insulso hasta el más trascendental. Así hacíamos Javier y yo antes de entrar a clase después del almuerzo: Nos sentábamos en la mesa de alguna cafetería y tocábamos algún tema, pero lo hablábamos muy despacio, con unos silencios enormes en los que cada uno rumiaba el tema por su cuenta; apenas ese estado contemplativo terminaba, procedía a mirar la lamina de la chocolatina. 

Hoy me encontré nada más ni nada menos que con el Alaurcorhynchus haematopygus que lleva por nombre, artístico digamos, “El Tucanete Culirrojo”. Que rabia tener un nombre como europeo lleno de consonantes y muchas sílabas, solo para que nadie se lo aprenda y lo llamen a uno: “El culirrojo”. Es como si uno,, por cosas de la vida, se llamara Von Sturzenegger y fuera conocido como “El Greñas”, por decir algo.

En fin, el caso es que me puse a leer sobre el culirrojo y me enteré de que mide 41 cm de largo, y que “sus cantos y llamados retumban en el bosque”, sobretodo cuando anda en búsqueda de pareja, y que prefiere la parte alta de los árboles, lugar donde suele confundirse con el follaje.

Después de conocer un poco al culirrojo y sus costumbres, intenté buscar una señal en esa lamina, extrapolar algo de esa información a alguna situación personal, pero no discerní nada. 

Uno se la pasa haciendo eso, buscando señales en trozos de realidad que no son más que eso, cosas que pasan y ya está, como el canto del culirrojo que retumba en el bosque y el follaje de los árboles donde se posa, que no significan nada más aparte de lo que son.