sábado, 28 de diciembre de 2019

Viaje sin retorno

Carlos Montero se pasea en un Mercedes con vidrios polarizados que va lento. No lo conozco, pero me aventuro a pensar que su pasatiempo favorito era saber todo acerca de los carros de lujo: Cilindraje, modelos, tipos de motor, etc. A pesar de que siempre soñó con tener uno, nunca le alcanzo el dinero para comprarlo.

¿Quién es Montero? No lo sabemos. La única certeza que tenemos de su existencia es que murió hace poco, pues va en un coche fúnebre camino, imagino, al cementerio. Supongo que ese es su destino final, sería feo terminar ese último viaje elegante convertido en cenizas, por eso creo que lo van a enterrar, o a sembrar en la muerte, en fin.

La vida es así de rara, se desea algo, con mucho fervor, a lo largo de la existencia, y a la condenada le da por obsequiarnos lo que queremos cuando ya no nos sirve para nada.

La caravana de carros es lánguida, y la velocidad a la que va hace pensar que Montero aún se resiste en aceptar lo que le ocurrió, pero ya no tiene ni voz ni voto y es más bien como un bulto que trasladan de un lugar a otro como si nada.

El coche fúnebre lleva una corona gigante de rosas blancas pegada al vidrio trasero. El conductor del carro en el que voy hace una cabrilla para adelantar por la izquierda la fila de vehículos y la dejamos atrás rápido.

Al rato entretengo mi mente con cualquier pensamiento. La muerte es un tema lodoso en el que uno se puede quedar incrustado fácilmente.

martes, 24 de diciembre de 2019

Preguntas e historias

Imagino que vivir con preguntas a todo momento es algo que nos impulsa a vivir, y que por eso nos intriga tanto la muerte, la gran pregunta que envuelve todo esto. 

 Parece que para preguntar somos expertos y se nos ocurre cualquier cosa, mejor dicho, queremos saberlo todo, desde qué clima va a hacer, hasta como fabricar una bomba atómica. 

Desde hace un tiempo me llegan al correo unos mails de Quora que, imagino le llegan a muchas personas. No recuerdo haberme inscrito nunca en eso, pero bueno llegan y son respuestas a cualquier tipo de pregunta. Muchas tienen que ver con las búsquedas que uno hace en internet. 

En una época que estaba escribiendo el cuento del francotirador, me puse a buscar muchos videos para ver cómo conversan las duplas, es decir, el soldado que ubica los blancos y el que dispara. A los pocos días me comenzaron a llegar e-mails que respondían a preguntas sobre calibres de diferentes balas y su capacidad destructiva. 

Hace poco leí otro correo de esos en el que alguien preguntaba: ¿Qué pasa si dejas un céntimo en una cuenta bancaria durante cien años? 

No se me ocurre por qué le interesaría saber a alguien eso, pero cada uno pregunta lo que le de la gana. En medio de lo sonsa que puede parecer, generó una buena respuesta de otro usuario: 

“Pues yo dejé $65 dólares americanos en una cuenta y no los toqué durante casi un año, un día estaba dentro del banco con mi esposa y mientras esperaba decidí preguntar…”. 

La respuesta de los 65 dólares en apariencia es sencilla, pero note usted, querido lector, que apenas la persona utiliza la marca temporal de: “un día estaba dentro del banco con mi esposa”, el relato de inmediato succiona toda nuestra atención. Quedamos pegados a él, porque somos animales curiosos y queremos saber qué le paso al hombre y su esposa, ese día que menciona, en el banco. 

Al final el hombre contaba que sus 65 dólares habían disminuido significativamente por la cuota de manejo de su cuenta bancaria. Así las cosas, la publicidad aun nos quiere contar la historia de que un banco es un amigo.

lunes, 23 de diciembre de 2019

Momentos navideños

“Yo pienso que lo mejor es regalarle el tratamiento para la cara”, le dice un adolescente a su padre que, absorto en sus propios pensamientos, sostiene la mirada en un punto fijo, como entretenido con un recuerdo. “Es un regalo bonito; Para ella su cara es lo más importante”, concluye el joven. 

¿Acaso no dicen que la belleza se encuentra en la mirada del espectador?, en fin. La belleza: he ahí un tema del que se han escrito y del que aún se pueden escribir tratados, novelas y sagas enteras. Padre e hijo dejan el tema de lado y se van a recoger su pedido: dos combos de hamburguesa. La comida, otro gran tema que, quizá, es más importante que la belleza. 

En una librería tres amigos, 2 hombres y una mujer, se dedican al fino arte de hojear libros. Hablan sobre la lectura y el poco tiempo que se tiene para ella, en comparación con la cantidad de libros que existen. “Hay algo que si debemos tener claro” dice uno de ellos con un libro en sus manos, “Hay dos tipos de actividades: una es leer libros y la otra es comprarlos”. Tiene razón, da mucho placer leer, pero también da un inmenso placer comprar libros aun así tengamos varios en fila de espera sin ni siquiera haberlos destapado; así somos ¿qué le vamos a hacer? 

Ahora leo en el café de un anticuario. Me gusta el lugar por tres cosas: tienen un sofá cómodo, el café es bueno y me agrada Daniela, la barista del lugar. Me gustaría invitarla a tomar algo, pero aún no he tenido el suficiente aplomo para hacerlo, podría ser un propósito de año nuevo. 

Parece que tienen una novena. Daniela y otras personas del lugar van de afán de un lado a otro. En un momento ella levanta un pesebre y cuando da media vuelta varias de las figuritas de cerámica, caen al piso, un terremoto pequeño pero catastrófico. Me agacho a recoger una de ellas. Es Melchor montado en su camello. Daniela examina la pieza. Dictamen: se le rompió una pata, no a Melchor sino al camello.

Digo que no es tan grave, que otro sería el caso si la figura rota fuera la del niño Dios. Un hombre de barba que está sentado me da la razón y, no sé cómo, dice que no hay problema porque el rey mago era el del oro y no el del incienso. No entiendo en que basa su afirmación pero sonrió, pues el hombre también había sonreído a mi comentario. Lo hacemos, siento, de pura cordialidad porque ambos comentarios estuvieron flojos, quizás a él también le atrae Daniela.

sábado, 21 de diciembre de 2019

Realidad líquida

Leo. 

Estoy en un café con un ambiente agradable en el que ponen música, jazz instrumental, perfecta para leer, pues no hay forma de ponerle atención a una letra. La luz natural entra debilitada por un tragaluz y su reflejo sobre las páginas del libro no molesta la vista. 

En una mesa, diagonal a mi izquierda, una mujer lleva puestos unos audífonos negros, lee un libro y tiene otro sobre la mesa. De vez en cuando y con un lápiz, realiza anotaciones directamente sobre el libro. Alterna su lectura y las anotaciones con revisar el celular, pero sin signos de ansiedad, como si en verdad esperara un mensaje de alguien.

Hace un rato fui a ver los postres que tenían en una vitrina y cuando me devolvía a la mesa intenté ver el título del libro que no lee, pero no lo logré. Luego fui al baño y cuando me devolvía a mi puesto pase en cámara lenta por su mesa y esa vez si alcancé a leer el título: “Colombia”, así, a secas. 

En la mesa de al lado está una pareja de adolescentes. Lo primero que capto de su conversación es que la mujer le dice al hombre que ella prefiere comerse una manzana a tomar tinto cuando tiene sueño, pues asegura que es más efectivo para quitarlo. El hombre ríe e inmediatamente saca su celular para buscar el dato en Google

No sé si sea cierto. Tal vez algún día esa información me sirva para algo, así que abro el cajón: “información, aparentemente, no importante” de mi cerebro, la guardo y lo cierro, esperando que aparezca en la superficie del consciente si la llego a necesitar. 

Sigo leyendo. Enfoco las letras, pero parte de mi campo visual capta una mancha negra que se mueve encima de la mesa. Ese sector de la mesa está desenfocado y cuando lo miro fijamente, la realidad pasa de liquida a compacta en un segundo y solo veo la mesa de madera. Es rústica y tiene varios de esos lunares que lleva la madera, que no sé como se llaman. 

Imagino que uno de ellos era el que se estaba moviendo. Olvido el asunto y sigo leyendo. 
Los adolescentes ahora hablan sobre relaciones sentimentales. Al rato la mujer del libro le pide la cuenta en inglés al mesero, de ahí, imagino, su interés por leer un libro titulado “Colombia” a secas.

jueves, 19 de diciembre de 2019

Ikigai

Estamos en una terraza. Hace sol y el cielo, azul claro, está manchado con pocas nubes blancas; también hace mucha brisa. Comemos empanadas de dulce y de sal dispuestas sobre una mesa en tres cajas de icopor y junto a diferentes bebidas. Pruebo una de sal y me parece que están buenas, pero las segundas no tanto y son más bien como una fritura con un bloque de queso por dentro. Lamento no haberme comido otra de sal. 

Participo en una reunión en la que, creo, no debería estar. Después de comer empanadas comienzan a hablar de un cliente, que ha funcionado y qué no, pero el tema deriva en otras conversaciones, hasta que uno de los asistentes, un hombre con barba canosa y desordenada comienza a hablar sobre la importancia del manejo del tiempo. 

Para encarrilarse hacia ese tema, lo primero que dice es que cada uno debe esforzarse por encontrar su propio ikigai. Cuando escucho el término dejo de echar globos. Recuerdo que hace mucho leí sobre ese tema y que tiene que ver con algo oriental y místico. 

Una búsqueda rápida me lo confirma. Ikigai significa la razón de ser y, según la cultura japonesa, cada persona cuenta con uno propio. Dicen que las actividades que nos permiten alcanzar ese estado nunca deben ser impuestas, sino que deben ser espontáneas y voluntarias, brindando satisfacción y un sentido de vida. 

Nadie dice nada acerca del ikigai, quizás ya todo lo encontraron o tienen claro qué significa. 

Para concluir su intervención el hombre dice que el tiempo de las personas es lo más valioso y que es algo que se debe respetar, y que el gran desgaste de todos es tener que esperar. 

Quiero participar y decirle que el tiempo, a la larga, es una ilusión y también hablarle de los Amondawa, la tribu amazónica que no sabe lo que es el tiempo, pues no cuentan con tiempos verbales, y viven inmersos en el bloque del ahora. 

No digo nada. Ya se acabaron las empanadas y, además, hace mucho frio. Tengo trabajo y quiero irme. Afortunadamente la reunión se acaba y nos marchamos con o sin nuestro ikigai a cuestas.

miércoles, 18 de diciembre de 2019

Fiebre de buñuelos

Voy tarde para la oficina. De todas formas paso por una panadería a comprar mi desayuno. Muchos afirman y otros tantos me han dicho que debería fijarme más en mis hábitos alimenticios, que el desayuno es la comida más importante del día y que debe ser trancada, pero balanceada. Quizás están en lo cierto, pero me gusta llegar a comer algo en el lugar de trabajo apenas comienza la jornada. El ritual de servirme un café, prender el computador y buscar una columna para leer es, creo, una buena manera de iniciar el día. 

Mientras hago fila en la panadería veo que en el mostrador tienen buñuelos recién hechos; decido que ese es el producto que voy a comprar. 

Enfrente de mí, encuentra un hombre encorbatado y con barba rala. Apenas llega a la caja, pregunta que si hay buñuelos de los grandes. 

“¿cuántos necesita?”, pregunta la cajera. 
“¿cuántos tiene?” 
“Siete”. 
Deme esos siete, responde el hombre con seguridad. 

No me quedo callado y digo en tono de broma mezclado con súplica: “¿cómo se va a llevar todos los buñuelos?”. 

El buen hombre voltea a mirarme: “¿Cuántos necesita?”, me pregunta. “Solo uno”, le respondo. Al instante le dice a la cajera: “Solo empáqueme seis”. Una pequeña victoria.  

A nuestro lado hay dos mujeres. Ambas llevan unas diademas con figuras de Papá Noel que sobresalen como cachos y cada una lleva una prenda roja. Le preguntan a la cajera que si el pedido ya está listo, que son más de las 8 y que esa era la hora de entrega que habían acordado. 

“Usted hace más de diez minutos nos  lleva diciendo que ya va a salir y nada”, dice una de ellas. 

“Señora por favor espere atiendo al señor—ese soy yo—. Soy la única en caja” 

“pero respóndame lo que le pregunte” 

Señora un momento, solo tengo dos manos” 

En medio de la pelea por el pedido de buñuelos, una mujer que acaba de llegar pregunta que si aún quedan de los grandes” 

“Me llevé el último”, le respondo mentalmente, mientras la cajera me da las vueltas. Abandono la panadería contento.

martes, 17 de diciembre de 2019

La charla

Charlan animadamente, ¿quiénes? son 4: a mis espaldas están dos diseñadores que lo hacen sin dejar de mirar su pantalla y manejar su lápiz con el que, al parecer, podrían dominar el mundo. A mi derecha, junto a una ventana que va del piso hasta el techo, está una mujer, que es administrativa o contable, o ambas cosas al tiempo, no lo sé, solo conozco su nombre y escasamente cruzamos un par de palabras más allá del saludo; el último es el director creativo que también está a mi derecha pero justo a mi lado. 

Hace sol y sus rayos bañan la oficina con un ambiente de vacaciones, bien podrían estar los 4, ellos los charladores, con sendos cócteles en sus manos, esos que terminan coronados con sombrillitas de colores, pero no, no estamos en la playa y, además, cada uno está concentrado en su pantalla y, por supuesto, en la charla. 

Caigo en cuenta de su conversación mientras redacto algo, es un párrafo al que le he dado muchas vueltas, pero que, creo, carece del ritmo necesario y se encuentra en en la línea que divide los terrenos de lo emocionante y lo aburridor. 

Es una situación de vida o muerte para esas palabras, y por eso decido poner atención a lo que están hablando, para ver si de pronto, algo de lo que dicen se convierte en un salvavidas narrativo, si logro una conexión forzada. 

Pierdo mi tiempo. Llego tarde a y estoy descontextualizado. Ellos ríen, parece que es una buena charla. Me esfuerzo por agarrar el hilo para participar con algún comentario, el que sea, pero nada. Me quedo callado, a veces es lo mejor que podemos hacer. 

Me concentro de nuevo en mi pantalla, edito por última vez el texto y lo envío.