viernes, 20 de marzo de 2020

Lunares

Varias veces mi hermana se queda mirándome fijamente y exclama: “¡Tienes muchos lunares!”, le respondo que sí, y luego cambiamos de tema como si nada. 

Me miro los brazos. Es cierto, son un montón de pequeños puntos cafés, de los que no soy consciente, como si alguien hubiera estornudado, mala cosa en estos momentos, chocolate encima de mí. 

Imagino entonces mi piel desplegada en el piso o pegada a un tablero, y yo, enfrente, con una piel de repuesto y un marcador negro. Comienzo a unir los lunares, como si fuera uno de esos juegos de revistas infantiles para descubrir cuál es la figura que forman, pero la que obtengo no tiene sentido alguno. 

Me decepcionó un poco, pues por un momento pensé que gracias a la piel y sus lunares, iba a encontrar el verdadero significado de la vida, pero el dibujo final, si se le puede llamar así, resulto ser similar a lo poco que sé de ella hasta ahora: caos y desorden, nada fijo. 

Miro el montón de líneas y como se entrecruzan unas sobre otras y trato de dotarlas de significado, por más mínimo que sea, pero sigo sin entender nada. 

Quizá en la piel están las respuestas de todo, pero lo que les hace falta a los lunares es venir acompañados de un número; así sabría cuál es el primero y hacía donde debo dirigir el trazo una vez ubique la punta del marcador en él. 

Vuelvo a mirar mi piel para ver si algún lunar es diferente a los otros, si alguno se destaca como  el número 1, ese punto de partida, pero la única diferencia entre todos es el tamaño, de resto son idénticos en su forma. 

De pronto estoy equivocado y estoy mirando dónde no es. A lo mejor, para entenderlo todo, debo fijarme más bien en el hemangioma que llevo en la planta del pie izquierdo. Quizás esa pequeña marca rojiza  de nacimiento sea la respuesta a todas mis dudas.

jueves, 19 de marzo de 2020

Colas, compras y carros.

En los pasillos del supermercado las personas tienen cara de expectativa. Sus movimientos son precisos y están cargados de una mezcla de angustia y afán. 


Luego de echar en el carro los productos que consideramos necesarios, nos vamos a hacer la cola para pagar. Tardamos en ubicar su fin pues casi le da la vuelta a todo el establecimiento. 



El carrito de adelante es de una pareja mayor. El hombre cuida su puesto en la cola, mientras su esposa tiene la misión de conseguir los productos para echarlos en el carro; apenas lo hace se va a conseguir otros. 


Algunos carros están llenos casi hasta el tope, a diferencia del de mi vecino de atrás que solo lleva: Una caja de croissants pequeños, una garrafa de kumis, una bolsa de pan tajado y una botella de Bacardi limón. Nada de carnes, frutas o verduras. 

Parece que está solo. Lo miro disimuladamente, lleva cachucha azul y una sudadera gris, y a diferencia del resto de compradores se ve muy tranquilo, despreocupado  y ajeno por completo a lo que ocurre en el mundo.

Trato de analizar su variopinta compra y me pregunto cuál será su estilo de vida: ¿está casado?, ¿vive solo? ¿Por qué no lleva jamón y queso para el pan y un pasante para el trago? Quizá tiene una montaña de provisiones en su casa y esos productos solo son un capricho repentino, algo de lo que se antojó mientras estaba echado en su sillón viendo la televisión. 

“¿Será que usted me puede cuidar el puesto mientras voy y cojo una guanábana?”, me pregunta el señor del carro de adelante, calvo en la coronilla y con pelo canoso a los costados. Le respondo que claro, que no hay problema. Va rápido y cuando vuelve cruzamos un par de palabras. Creo que se va a poner a conversar conmigo, pero al final decide hacerlo con una pareja joven que está delante de él. 

A la salida del supermercado debemos pedir un Uber, pero el celador que vigila la puerta nos dice que no podemos sacar el carrito a la calle. Le pregunto que cómo es posible eso, que si no nos puede ayudar y nos dice que no. Otra pareja que está detrás de nosotros pregunta qué pasa y cuando les contamos que es lo que ocurre, el hombre exclama: ¡Pero como no! y sigue con el carro de mercado como si nada. El celador intenta detenerlo y le pone una mano en uno de los costados del carro para detenerlo, pero el comprador sigue como si nada. Forcejean un rato hasta que el segundo le gana y sale por la puerta, yo lo sigo con nuestro carro y el celador ya no me dice nada, solo murmura algo por el micrófono de su solapa, parece que pregunta qué hacer o llama refuerzos. Estoy listo para lo que venga, pero no llega nadie ni pasa nada. 

Salimos del lugar y el carro ya nos está esperando.

martes, 17 de marzo de 2020

Condones y maní

Han sido días extraños. 

Hoy, armado con un tapabocas, salí a comprar unos medicamentos. Todo se veía tan normal: hacía sol, había bastante tráfico y personas riendo y charlando a menos de un metro de distancia las unas de las otras. Todos íbamos por ahí como tratando de aparentar que no pasa nada, pero a lo mejor si somos conscientes, solo que nuestra conducta, en apariencia tranquila, es un mecanismo de defensa inconsciente para no alimentar el pánico colectivo. 

Cuando llegué a la droguería, pensé en comer algo, pero ¿qué en ese lugar, aparte de vitaminas? En las droguerías deberían vender empanadas. 

Me puse a pasear los estantes buscando lo que necesitaba, pero en ese lugar siempre me ocurre lo mismo que en los supermercados: nunca encuentro nada y tengo que preguntarle a uno de los empleados en dónde están los productos que busco. 

Una mujer de ojos negros intensos, y que llevaba el pelo recogido en una cola de caballo y un tapabocas, me dio las indicaciones. Eran unos ojos con pestañas largas, y mientras la mujer me hablaba, intenté imaginar cómo era la porción de su cara que se encontraba cubierta. 

Luego, cuando me dirigía hacía la caja, me tope con un estante que tenía paqueticos de maní. Me puse a buscar uno de arándanos, que me gusta por la combinación de dulce y sal, pero no había. En la otra mitad del armazón de ganchos que sostenían los paquetes, todavía quedaban unos con ajonjolí, y otros bajos en sodio. Me imagine a un comprador compulsivo que arrasó con los paqueticos de maní que yo estaba buscando y lo maldije en silencio. 

Cuando me dirigía hacía la caja, en otro lugar y en una disposición similar a la de los paquetes de maní, se encontraban en exhibición cajas de condones. Los había de todos los tamaños, colores, sabores, texturas, en fin. A diferencia del maní nadie, al parecer, se ha preocupado por comprar ese producto, tan importante en está época donde toca quedarse en casa y las actividades comienzan a escasear.

lunes, 16 de marzo de 2020

EL verdadero Yo


El yo, nuestra identidad, imagino, tiene que ver con lo que somos de verdad, no esa cáscara con la que tratamos de evitar vernos raros, sino nuestro centro, igual no lo sé, supongo que para esos temas, es mejor consultar lo escrito por grandes mentes que se dedicaron a estudiar lo complejo que es el ser humano junto con sus conductas; personajes como: Schopenhauer, Nietzche, Freud, Jung, como por nombrar algunos que se me vienen a la cabeza. 

Cuando reviso la bandeja de “borradores” del correo electrónico, la mayoría de los intentos de correo con los que me encuentro no tienen escrita ninguna palabra, son, digamos, correos fantasma o correos-no-correos, que simplemente creé para buscar el E-mail de alguna persona. 

En contadas ocasiones parece que sí tenía algo por escribir, un tema que, por alguna razón, se convirtió en palabras perdidas; me gusta imaginarme un territorio: un basurero de las palabras, espacio en el cual van parar todas aquellas que se tienen en mente en determinado momento, pero que nunca se dicen o escriben, en fin. 

“Encontrar tu verdadero yo y aferrarte a él”, es la frase que le di al asunto de un E-mail borrador con fecha del 10 de febrero. Imagino que fue un tema que se me ocurrió para escribir acá, pero la verdad no tengo idea a que quería hacer referencia con semejante título tan trascendental. 

Cierro los ojos y me concentro a ver si logro asociar la frase con alguna lectura reciente, pero nada, todo es tinieblas. Es un título que me intriga por lo del yo, y me parece que la palabra aferrarte le da fuerza a la frase a modo de súplica desesperada. 

Supongo, a la ligera, que, si uno no se aferra a lo que cree ser, se lo lleva el mismísimo. 


viernes, 13 de marzo de 2020

Ganas

García se levantó con muchas ganas de escribir. Con las persianas cerradas el cuarto estaba sumido en una penumbra acogedora, que parecía perfecta para hacerlo. 

Tiempo después, apenas se sentó en el escritorio, acompañado con una taza de té humeante, una porción de torta de zanahoria y un vaso de jugo de naranja, y mientras el computador cargaba todo su sistema operativo, las ganas seguían ahí, intactas, latentes, eran como un suero que le recorría las venas. 

Eran unas ganas de escritura distintas, como decirlo, de más de 1000, 3000 o 10.000 palabras, en fin, ganas de escribir una obra maestra. Luego de pensar en todo eso y con sus sentidos funcionando al 100%, tratando de absorber todo el mundo posible, García cayó en cuenta de que no tenía ni idea sobre qué escribir, pero eso le importó poco porque las ganas seguían ahí, acompañadas del incansable ruido del ventilador de la base del computador. 

García sintió que la situación era como estar completamente enamorado de una mujer y querer amarla, pero no poder hacerlo porque está lejos de su alcance, bien sea porque ya tiene a otra persona o simplemente las ganas solo están de su lado. 

Dedicó un tiempo a botar ideas sobre posibles tramas para una novela, pero todas le parecieron flojas o de pronto no; quizá no sea su momento. Hay un momento para todo: las ideas, los escritos, los libros y las personas. Un momento perfecto que, si coincide con las ganas, resulta ser el nirvana de los momentos y tiene la habilidad de sustraernos de la rutina y de darle significado a nuestras vidas. 

Las ganas permanecieron a lo largo del día con diferentes picos de intensidad. Al final García no escribió la obra maestra soñada, pero si otras piezas con las que se sintió a gusto. De eso se trata la vida, ¿acaso no?

jueves, 12 de marzo de 2020

Pérez y la locura

Comenzando por su nombre, Pedro Pérez no es más que otro lugar común, como todos lo omos: Un hombre trabajador, con una bella esposa y dos hijos. Afirma, en público, que los tres son la razón de su vida; en secreto, a veces los considera sus trofeos. 

De lunes a viernes, Pérez se levanta a las 4:30 de la mañana para meditar o eso es lo que cuenta, es decir, se sienta en una colchoneta, cierra los ojos, respira profundamente, pero su mente nunca se calla y proyecta una imagen detrás de otra. Después de quince minutos, cuando sus piernas están acalambradas debido a la posición de loto, se pone de pie y se prepara para ir al trabajo, lugar en el que lleva más de 10 años. Es afortunado Pérez, pues ya no se encuentran ese tipo de contratos. 

Siempre toma una ducha con agua fría, casi helada, de 3 minutos o de 5 si tiene que afeitarse. Luego se prepara un batido de verduras y frutas, que le sabe feo, pero igual se lo toma, porque hay que comer saludable, y estar conectados con el universo y la Pacha Mama. 

Parece que Pérez es un miembro funcional de la sociedad, alguien “normal”, si eso puede llegar a afirmarse de cualquier persona, pero él sabe que algo no anda bien. Ese es su gran secreto: Siente que lleva la locura por dentro y que esta en cualquier momento va a estallar y quién sabe a cuantas personas él, ella o los dos, se van a llevar por delante. 

Pérez cree que todos, por defecto, venimos al mundo locos, y que simplemente es un rasgo que llevamos oculto. Está a la espera, vigilante, del evento que va a disparar su locura y que lo va a llevar a cometer una barbaridad. 

Todos, en cierta medida, somos Pérez.

miércoles, 11 de marzo de 2020

No leer

No suelo abandonar la lectura de un libro, y procuro terminarlos así me cueste un poco. Una vez en Authors Bookstore un librero me recomendó On the Road de Jack Kerouac, todo un clásico, según él. Lo compré entusiasmado, pero me pareció aburridor; igual lo terminé, y eso solo sirvió para que le cogiera más rabia al libro. 

Hace un tiempo comencé a leer el asesino ciego de Atwood, también con mucha expectativa, pues un día en el que visité Bookworm, me puse a charlar con una mujer que estaba hojeando libros, y me dijo que era una novela increíble, la mejor de la escritora. Desde ese momento la tuve en mi radar de lectura hasta que por fin la compré a inicios de este año. 

No niego que Atwood es una gran escritora y que su obra es mucho más que solo El cuento de la Criada, pero por alguna razón no me he podido conectar con la novela que estoy leyendo, a pesar de lo cuidadosa que es con el lenguaje y de la compleja estructura que tiene, que es algo de admirar. 

Hoy, mientras hablaba con unos amigos, les pregunté que si ellos abandonaban lecturas. Varios dijeron que sí. Una de las respuestas fue que los libros pueden asemejarse a una película, una canción o una persona: si luego de entrar en contacto con la obra no hay feeling, lo mejor es marcharse. 

Ricardo Silva dice que uno no debe insistir con la lectura si uno no ha conectado con el libro, sino simplemente pensar que no es culpa de nadie y seguir adelante, y que puede que uno se lo encuentre más adelante y le vaya mejor. Muy similar a lo que pensaba García Márquez: “el método más saludable es renunciar a la lectura en la página en que se vuelva insoportable.” 

Hubo un comentario que resumió nuestra corta discusión; la persona que lo hizo también afirmaba que le había pasado lo mismo y que a pesar de lo importante del contexto y valor de libro, si no hay conexión y uno se obliga a leer, eso no deja nada más que letras amargas y el placer de leer pierde todo el sentido, que tiene casi todo que ver con sentirse a gusto. 

A futuro le prestaré menos atención a las recomendaciones de libros que me hagan diferentes personas, por mucho que sepan o les haya encantado uno en particular.