miércoles, 1 de abril de 2020

Chocolate

De pequeño, cuando comencé a ir al colegio, desayunaba mucho: Huevo, chocolate, cereal, tostadas con mantequilla y mermelada; todo muy temprano en la mañana. Ahora, desayunar tanto me parece una exageración y la mayoría de los días me conformo con un café y algo de comer. 

De esa época recuerdo que el chocolate me gustaba mucho, no había día en que no lo tomara. Así fue por mucho tiempo, hasta que lo comencé a alternar con café. 

Más tarde, ya de adulto, un episodio de migraña, el primero, irrumpió en mi vida con tambores y trompetas. Un médico me dijo que debía comenzar a identificar qué actividades o alimentos eran los que disparaban los dolores de cabeza, y sin más ni más decidí achacárselos al chocolate, y desde ese día dejé de tomarlo. 

Tiempo después intenté probarlo de nuevo, pero, ya desacostumbrado a su sabor, me pareció muy dulce. 

No sé por qué, pero en estos días de cuarentena me ha parecido que la temperatura cae en picada en las tardes, y las manos y mis pies se enfrían bastante. Trato de calentarme y calentarlos de diferentes formas: Tomo té, me pongo medias gruesas, me echo encima una cobija, pero aun así hay ocasiones en que la sensación se prolonga. 

Ayer me pasó lo mismo, y de ese lugar misterioso de donde provienen los antojos, me dieron unas ganas inmensas de volver a tomar chocolate. Les hice caso y lo preparé muy claro, con más agua que leche, y esta vez lo acompañe solo con tostadas. Fue un grato reencuentro con mi infancia y, al parecer, ya hice las paces con el chocolate, pues no me dio dolor de cabeza.

martes, 31 de marzo de 2020

Peatones y trotadores

Con el ánimo de ser improductivo por un rato, me siento al lado de la ventana, con el propósito de ver pasar gente, ese fino arte que tanto nos falta por desarrollar. El único problema es que no hay gente en las calles. Trato de imaginarme algunas personas que van caminando por ahí, pero de esa forma la dinámica de ver pasar gente pierde gracia. 

No pierdo la fe y me quedo ahí, esperando a que aparezca alguien. Pasan buses vacíos y personas en moto. Está claro que los conductores son personas que pasan de largo, pero quiero ver peatones, por lo menos uno que lleve un andar desinteresado y que le de algún sentido de normalidad a esta dimensión desconocida en la que caímos hace unos días. 

En el piso de arriba alguien hace ejercicio en una banda trotadora y el ruido de sus pisadas traspasa las paredes. En otras circunstancias tal vez me parecería molesto, pero ahora todos, encerrados en la casa, tenemos derecho de analizar cuál es la mejor manera de consumir las horas del día. 

Tal vez debo consolarme con ese ruido repetitivo que acelera y disminuye su velocidad a cada cierto intervalo de tiempo. Quizás ese hombre o mujer que se ejercita es lo más cercano(a) a un peatón en estos días, un peatón extraño que corre sin desplazarse. 

Ahora que hablo de correr me acuerdo de aquella ocasión, en una estación de tren en Roma, en la que un hombre paso corriendo a toda velocidad por nuestro lado, a medida que un tren se ponía en movimiento. Nunca había visto a alguien correr tan velozmente o con angustia, por decirlo de alguna manera. Con mi hermana supusimos que se le había quedado la billetera dentro de uno de los vagones. Al final no supimos si fue así o qué le pasó, fue otro extraño más que se cruzó en nuestras vidas sin, al parecer, afectarlas. 

La persona del piso de arriba ya dejó de hacer ejercicio. “Voy a contar hasta 20 y si nadie aparece me voy de este lugar”, pienso. Cuando mi conteo va en 15, aparece un hombre en sudadera que va a entrar al edificio por el garaje. Lleva a un perro negro de una correa de color rojo y las llaves de su apartamento en una de sus manos. Cruza unas palabras con el celador y sigue de largo.

lunes, 30 de marzo de 2020

Diario en cuarentena

Un amigo escribe un diario de la cuarentena y nos envía cada entrega al final del día. Creo que es un buen ejercicio para estos días de encierro, y fue una idea que en algún momento llegué a contemplar y ya no recuerdo por qué motivo la descarté, pues con lo mucho que me gustan los diarios, lo más sensato sería escribir uno, ¿o no? 

Lo que me parece más retador de hacerlo en esta época es mirar como evitar repetirse, pues creo que una regla de oro de los diarios es nutrirlos con las actividades que realizamos a diario y contarlas sin muchas arandelas. Para el caso de mi amigo tienen que ver con contar todo lo que le ocurre dentro de su casa, las interacciones con su esposa y lo que le pasa en el poco tiempo que sale a la calle para reabastecerse de comida. 

Podría caer uno en la peligrosa actividad de empezar a dar opiniones, y se perdería, en gran parte creo yo, el sentido principal que tienen los diarios: contar lo que sea que nos ocurre por más insulso que parezca, y tomar una prudente distancia de las figuras literarias. Eso es algo muy jodido de lograr, según cuenta Millás en La Vida a Ratos, su novela tipo diario: “Decir lo que se dice exige una precisión de microcirugía casi imposible de lograr, pues donde menos lo esperas salta la metáfora”. 

Si yo escribiera un diario de lo que he hecho en estos días, les contaría que hace unos días hice una torta de manzana y luego  pan, que comencé una nueva temporada de Fifa 2014 — en ese me quedé—, en modo carrera, con un nuevo jugador que se llama Maycol Sizas. Al principio quería que jugara en el Barcelona, pero los malditos de la junta directiva decidieron ponerlo en préstamo y terminó en el Tenerife, de segunda división, con el que gané la liga y la copa española. Ahora estoy de vuelta en el Barcelona y de nuevo quieren prestarme dizque al Hércules, pero Maycol, o bien, el señor Sizas se rehúsa a marcharse, pues pretende quitarle la titularidad a Messi. 

Entre otras noticias a veces me dan ganas de ordenar mi biblioteca por autores y géneros, pero se me pasan rápido, pues me auto convenzo de que si la privo de su desorden perdería su esencia, es decir, dejaría de ser una biblioteca y pasaría a solo ser un estante con libros debidamente ordenados y catalogados. A veces, creo, no es recomendable perder el contacto, el que sea que tengamos, con el desorden. 

Por fin he vuelto a dormir bien, luego de esa temporada de mal sueño que tuve hace un tiempo. No sé a qué atribuirle eso: ¿la situación actual?, ¿el silencio en el que está envuelta la ciudad?, ¿qué? 

Finalmente abandoné la lectura del Asesino Ciego de Margaret Atwood, y estoy enganchado con El Arte de Perder de Alice Zeniter. También retomé el memoir Leyendo Lolita en Tehran, y tengo a los diarios de John Cheever en pausa lectora. A veces me entran ganas de consumir historias, de relacionarme con un personaje y por eso me ensaño con una novela hasta acabarla. 

Para finalizar les cuento es que me salió un grano en el mentón al que decidí bautizarlo Covid, pues parece tener vida propia. 

Así van pasando los días.

jueves, 26 de marzo de 2020

Lista de libros

Entre todo lo que han sido estos días, también han sido días para ordenar, para mirar que tanto es lo que se guarda en cajones y muebles y determinar qué sirve y qué no. 

Ayer ordené uno de los muebles de mi cuarto que tenía encima un montón de medicamentos que ya no uso, tarjetas de presentación de diferentes negocios y una bolsa ziplock con folletos, hojas y portavasos de cartón. 

De todo lo que había encima del mueble, la bolsa era lo único que resultaba medianamente intrigante. En ella encontré recibos, facturas, folletos del Hay Festival; basuritas que uno va acumulando. Mientras los rompía como si nada, di con una hoja carta doblada en cuatro. 

Cuando eso me ocurre, las desdoblo con mucha expectativa, pues ¿qué tal que por alguna razón el papel contenga un mensaje que me va a cambiar la vida? Siempre ando a la espera de ese mensaje a modo de correo electrónico, llamada, señal, etc. y, hasta el momento, no ha llegado, pero tampoco sé muy bien en qué consiste eso de cambiar de vida, en fin. 

En esta ocasión no fue diferente, y la hoja no tenía ningún mensaje. En cambio, me encontré con una lista de novelas que elaboré, si no estoy mal, para la feria del libro del año 2017. Muy pocas veces le hago caso a esas listas y termino comprando libros por puro antojo, pero revisándola recuerdo que de los 19 libros que había anotado, únicamente conseguí uno: Vibrato, de Isabel Mellado, una escritora y violinista chilena que vive en Berlín. Es una novela con una estructura de capítulos cortos que disfruté bastante, además de toda su relación con la música. 

Del resto de libros no encontré ninguno. Entre los que quería había libros de Jonathan Safran Foer, Almudena Grandes y Rosa Montero, entre otros autores, además de algunos que me leí después como: Memoría por correspondencia de Emma Reyes que, en mi humilde opinión, es un librazo. 

De la lista, solo por el título, me llaman la atención ahora: Ejercicios para el endurecimiento del espíritu de Gabriela Wiener y La Maravillosa historia de Peter Schlemihl de Adelbert von Chamisso, a quien no tengo presente, y Hablar Solos de Andrés Neuman.

miércoles, 25 de marzo de 2020

Cuento

A veces escribo más de una página y en otras solo un párrafo por día. Quiero empaparme bien de los personajes, la trama y dejarlo que fluya, que encuentre por si solo su cauce. Hay quienes dicen que uno no escoge lo que escribe, sino todo lo contrario, así que si el cuento me seleccionó, quiero estar en buenos términos con él para escribirlo. De ahí el no querer apresurarlo. 

Está dividido en tres escenas con las que he jugado todo el tiempo en mi cabeza, como si fueran las piezas de un engranaje, y donde cada una tiene una posición en la que encaja perfectamente. Aun así creía que las tres podían ir en cualquier parte. Hoy en la mañana todavía no me había decidido por ningún orden hasta que ocurrió algo inesperado. 

En una de las escenas, la que determiné como la última, necesitaba llevar al personaje principal a un aeropuerto. No sabía cómo hacerlo y mientras le daba vueltas al orden de las escenas, uno de los personajes apareció en mi cabeza con una línea de dialogo, que fue suficiente para encarrilar al protagonista hacia ese lugar sin que se viera, eso creo, forzado, pues quiero que el cuento tenga sentido, coherencia, ritmo y que las transiciones de una escena a otra no se vean forzadas. 

Aparte del orden de las escenas, siento que me falta incluirle acción, es decir, que algo ocurra con los personajes, en definitiva que hagan algo, lo que sea, porque el narrador solo cuenta sus vidas en tercera persona, pero a veces se siente como si no pasara nada. 

A diferencia de otros cuentos que he escrito, este no me ha atraído tanto, pero así me guste mucho o no, quiero sentir la satisfacción, esa pequeña victoria, de haberlo terminado.

martes, 24 de marzo de 2020

Los Castillo

Me entero, por redes sociales, del fallecimiento de Albert Uderzo, el ilustrador de Asterix y Obelix. Murió a los 92 años. ¡92 años! El número me hace pensar en parte de la letra de My generation: “I hope I die before I get old”. 

Esa caricatura me recuerda a los Castillo. Eran tres hermanos: Diego , el menor, Andrés, el de la mitad y Daniel, el mayor. Parecían personajes sacados de los 70. Todos llevaban pelo largo, andaban de mochila y camisetas de colores oscuros y blue jeans desteñidos, sin importar cual fuera el clima o la hora. 

Los Castillo tenían varios libros de Asterix y Obelix y se los prestaban a mi hermano. Yo era muy pequeño y aunque no sabía leer, aprovechaba para ojearlos, pues los dibujos me llamaban mucho la atención. 

Los Castillo también hacían sus veces de dealers de música rock, y mi hermano intercambiaba cassetes TDK con ellos. Así fue cómo, a los cinco años, conocí mi álbum favorito, el Made in Japan de Deep Purple. Recuerdo que mi hermano se ponía a escucharlo, y a mí me intrigaba el hombre que gritaba con voz aguda y rasposa. Luego me enteraría que era Ian Gillan, y la canción que tanto me llamaba la atención era Child in time

 Los Castillo eran personajes importantísimos en nuestras vidas, pues eran proveedores de distintas distracciones; otra de ellas era el Atari. Creo que fueron unos de los primeros en tener una consola y de vez en cuando, como los libros de Asterix y Obelix, nos la prestaban por unos días. 

Recuerdo que los juegos que tenían eran: Pitfall, una especie de Indiana ]Jones; Frog, el de la ranita que tenía que cruzar una calle con mucho tráfico y boxeo. 

Un día, de repente, desaparecieron junto con sus distracciones de nuestras vidas. Me pregunto en dónde y en qué andarán ahora.

domingo, 22 de marzo de 2020

Madrugada

1:30 a.m. Iba a dormir, pero me senté en el escritorio supuestamente para apagar el computador, abrí una página de internet y un link me llevo a otro, y ese a otro y así sucesivamente, hasta que la fuerza del silencio que cubre a la ciudad me hizo dar ganas de escribir. 

Piensa uno que esa es la condición perfecta para hacerlo, con el mundo supuestamente en calma. El único sonido que escuchó es el de mis dedos aporreando las teclas, de resto nada, es como si estuviera inmerso en una capsula que flota en el espacio sin rumbo alguno. 

Parece que no hay nadie en la calle, pero seguro sí, es muy probable que alguien ande deambulando por ahí. Intento imaginarme a esa persona, alguien muy diferente al personaje rudo de película apocalíptica que se pasea sin ningún tipo miedo. Alguien como yo o usted, estimado lector. 

Me asomo por la ventana y veo a un hombre caminando. Lleva puesta una cachucha, una chaqueta oscura y un morral a sus espaldas. ¿Quién es?, ¿Qué hace a esta hora solo por las calles vacías? Una ráfaga de viento golpea mi cara, y me pregunto si no sentirá frío. 

Los perros del parqueadero de al lado comienzan a ladrar como si hubieran sentido la presencia del hombre. Me dan ganas de gritarle algo porque ahora lo siento como una amenaza, así vaya con las manos metidas en los bolsillos como si no se quisiera meter con nadie. 

No hago nada, solo lo miro; a esta hora yo tampoco quiero meterme con nadie. Quiero dejar que todo pase y que el tiempo consuma nuestras angustias. 

Ahí va el hombre, sigue con las manos en los bolsillos como si nada. Lo miro hasta que se convierte en un punto que se funde con la ciudad y su silencio. 

Los perros dejan de ladrar.