lunes, 6 de abril de 2020

Perros sobrevivientes


Una vez, parece que fue hace mil años, trabajé indirectamente para un banco. Allí, luego de que los primeros días me hacía mala cara cuando la saludaba, conocí a M, quien ayudó a que el tiempo que duré allá no fuera tan aburridor. 

Tenía que usar corbata todos los días, pero la verdad eso era lo de menos. Lo que más me molestaba era la actitud de los empleados, pues la gran mayoría eran muy creídos. 

A veces caía en reuniones en las que mi trabajo tenía poco o nada que ver con el tema que se iba a tratar y eran un completo tedio, pues era el ambiente perfecto para que todos sacaran a relucir lo inteligentes que creían ser y lo oportunas que eran sus opiniones. 

Pocas veces participaba, a menos de que me preguntaran algo, pero estoy casi seguro de que en la mayoría de ocasiones muy pocos de los presentes sabían cuál era mi nombre o qué hacía yo ahí. Yo sí me sabía mi nombre y, dado el caso, estaba listo para presentarme, aunque también me preguntaba lo segundo. 

Una vez en una reunión en el décimo piso quedé ubicado justo al lado de la ventana. En un momento de distracción dejé de ver personas en la calle. Apenas empezaba la tarde y como era una avenida principal, eso se me hizo muy extraño. Me puse a contar, para ver cuántos segundos pasaban sin que apareciera una persona. 

En esos días había visto un programa, En National Geographic, si no estoy mal, en el que narraban un escenario de cómo sería la vida en la tierra sin personas. Recuerdo que una de las razas animales que iban a tener ventaja era una de perros—les debo el nombre, mi memoria falla como si nada—, pues debido a sus características serían más aptos para sobrevivir en un mundo sin humanos. 

Todo esto me viene a la mente en estos días, cuando me asomo por la ventana y no veo a ninguna persona en la calle.

viernes, 3 de abril de 2020

Animal lector

Hace mucho solo leía un libro a la vez y hasta que no lo terminaba no me interesaba por una nueva lectura, pero llegó un punto en el que esa dinámica me aburrió, pues creo que las ganas de leer vienen acompañadas de caprichos minúsculos que nunca llegaremos a comprender. 

Como he dicho antes, leer tiene algo de animal, de necesidad básica; una que todos llevamos, pero que se acentúa más en unas personas que otras. Por eso es la lectura le lleva cierta ventaja a la escritura. 

Llegó entonces un momento en el que comencé a leer varios libros a la vez, en digital y en físico—el medio no importa, sino la actividad en sí—, porque hay veces en que uno quiere consumir novela, otras textos de no ficción, otras veces textos académicos, poesía, diarios y así. 

Hoy, por ejemplo, después del almuerzo, me dieron unas ganas increíbles de leer El Arte de Perder, la novela de Alice Zeniter que estoy leyendo en este momento. No sé precisar por qué tenía que ser esa lectura y no otro libro de los que estoy leyendo, pero me gusta mucho cuando esa sensación me acompaña, pues la lectura resulta más placentera. 

Si leo varios libros a la vez es solo por eso, es decir, por tener con que satisfacer mis caprichos lectores en diferentes momentos y nunca por el afán de mejorar la estadística de libros leídos al año. Nada mejor que leer despacio, saboreando las palabras, que sea una actividad contemplativa, personal, de comunión con la luz y tinieblas que llevamos por dentro. 

Margarita García Robayo cuenta en una columna que escribía para un periódico argentino, a manera de diario de una semana, que en su mesa de noche suele tener una pila de libros y que cada vez que tiene ganas de leer algo, coge el que se encuentra en la cima, que es como si escogiera uno al azar, pues sus hijos, mientras juegan, a veces tumban la torre de libros y, en medio de risas, la vuelven a ordenar como mejor pueden.

jueves, 2 de abril de 2020

Actividad Zen

Me pongo los guantes de caucho, mientras pienso que son una membrana que se adhiere a mi piel. Abro el grifo y dejo que el agua se lleve los restos de comida que pueda sin ningún tipo de ayuda. Ahora tomo la esponja y le hecho jabón. Luego la oprimo para ver cuánta espuma produce. “Entre más, mejor”, pienso. 

Restriego cada plato y cada cubierto concentrado. En este momento no existe nada más que la loza sucia y yo. 

Pero hay algo que me molesta: olvidé arremangarme las mangas y estas comienzan a caer en cámara lenta, se van a mojar, pero no debo perder la concentración y la calma que me produce la actividad. 

No tengo a nadie cerca para pedirle el favor de que me las suba, así que la única solución que tengo a la mano es morder la punta de la manga y estirarla hasta donde pueda, y ese pueda suele ser un poco por encima del codo. Igual la maniobra no funciona porque es necesario arremangar las mangas para que permanezcan donde deben estar, así que comienzan a deslizarse en despacio, ajenas al momento,  hacia las manos, ¡Maldita sea, se van a mojar! 

No tengo otra alternativa que quitarme los guantes. Me armo de calma y lo hago. Siento que se van a romper porque los estiro con fuerza, pero se rehúsan a abandonar mis manos. Son los primeros en cumplir eso de ser uno en el momento, de compenetrarse. Al final lo logro, pongo las mangas en su lugar y continuo, ahí, inmerso en el momento. 

Me gusta lavar la loza, enjabonar cubiertos platos y ollas y luego enjuagarlos tiene algo de actividad Zen a la que quizá le colabora el sonido del agua que corre. El agua, siempre he pensado, es sinónimo de tranquilidad; bueno en guardadas proporciones porque llega un Tsunami y demuestra todo lo contrario 

Lavar la loza, creo, es una actividad que se ejecuta sin esperar nada a cambio; es y ya está. Además, lleva mucha fuerza, pues sí o sí tiene que ocurrir en algún momento.

miércoles, 1 de abril de 2020

Chocolate

De pequeño, cuando comencé a ir al colegio, desayunaba mucho: Huevo, chocolate, cereal, tostadas con mantequilla y mermelada; todo muy temprano en la mañana. Ahora, desayunar tanto me parece una exageración y la mayoría de los días me conformo con un café y algo de comer. 

De esa época recuerdo que el chocolate me gustaba mucho, no había día en que no lo tomara. Así fue por mucho tiempo, hasta que lo comencé a alternar con café. 

Más tarde, ya de adulto, un episodio de migraña, el primero, irrumpió en mi vida con tambores y trompetas. Un médico me dijo que debía comenzar a identificar qué actividades o alimentos eran los que disparaban los dolores de cabeza, y sin más ni más decidí achacárselos al chocolate, y desde ese día dejé de tomarlo. 

Tiempo después intenté probarlo de nuevo, pero, ya desacostumbrado a su sabor, me pareció muy dulce. 

No sé por qué, pero en estos días de cuarentena me ha parecido que la temperatura cae en picada en las tardes, y las manos y mis pies se enfrían bastante. Trato de calentarme y calentarlos de diferentes formas: Tomo té, me pongo medias gruesas, me echo encima una cobija, pero aun así hay ocasiones en que la sensación se prolonga. 

Ayer me pasó lo mismo, y de ese lugar misterioso de donde provienen los antojos, me dieron unas ganas inmensas de volver a tomar chocolate. Les hice caso y lo preparé muy claro, con más agua que leche, y esta vez lo acompañe solo con tostadas. Fue un grato reencuentro con mi infancia y, al parecer, ya hice las paces con el chocolate, pues no me dio dolor de cabeza.

martes, 31 de marzo de 2020

Peatones y trotadores

Con el ánimo de ser improductivo por un rato, me siento al lado de la ventana, con el propósito de ver pasar gente, ese fino arte que tanto nos falta por desarrollar. El único problema es que no hay gente en las calles. Trato de imaginarme algunas personas que van caminando por ahí, pero de esa forma la dinámica de ver pasar gente pierde gracia. 

No pierdo la fe y me quedo ahí, esperando a que aparezca alguien. Pasan buses vacíos y personas en moto. Está claro que los conductores son personas que pasan de largo, pero quiero ver peatones, por lo menos uno que lleve un andar desinteresado y que le de algún sentido de normalidad a esta dimensión desconocida en la que caímos hace unos días. 

En el piso de arriba alguien hace ejercicio en una banda trotadora y el ruido de sus pisadas traspasa las paredes. En otras circunstancias tal vez me parecería molesto, pero ahora todos, encerrados en la casa, tenemos derecho de analizar cuál es la mejor manera de consumir las horas del día. 

Tal vez debo consolarme con ese ruido repetitivo que acelera y disminuye su velocidad a cada cierto intervalo de tiempo. Quizás ese hombre o mujer que se ejercita es lo más cercano(a) a un peatón en estos días, un peatón extraño que corre sin desplazarse. 

Ahora que hablo de correr me acuerdo de aquella ocasión, en una estación de tren en Roma, en la que un hombre paso corriendo a toda velocidad por nuestro lado, a medida que un tren se ponía en movimiento. Nunca había visto a alguien correr tan velozmente o con angustia, por decirlo de alguna manera. Con mi hermana supusimos que se le había quedado la billetera dentro de uno de los vagones. Al final no supimos si fue así o qué le pasó, fue otro extraño más que se cruzó en nuestras vidas sin, al parecer, afectarlas. 

La persona del piso de arriba ya dejó de hacer ejercicio. “Voy a contar hasta 20 y si nadie aparece me voy de este lugar”, pienso. Cuando mi conteo va en 15, aparece un hombre en sudadera que va a entrar al edificio por el garaje. Lleva a un perro negro de una correa de color rojo y las llaves de su apartamento en una de sus manos. Cruza unas palabras con el celador y sigue de largo.

lunes, 30 de marzo de 2020

Diario en cuarentena

Un amigo escribe un diario de la cuarentena y nos envía cada entrega al final del día. Creo que es un buen ejercicio para estos días de encierro, y fue una idea que en algún momento llegué a contemplar y ya no recuerdo por qué motivo la descarté, pues con lo mucho que me gustan los diarios, lo más sensato sería escribir uno, ¿o no? 

Lo que me parece más retador de hacerlo en esta época es mirar como evitar repetirse, pues creo que una regla de oro de los diarios es nutrirlos con las actividades que realizamos a diario y contarlas sin muchas arandelas. Para el caso de mi amigo tienen que ver con contar todo lo que le ocurre dentro de su casa, las interacciones con su esposa y lo que le pasa en el poco tiempo que sale a la calle para reabastecerse de comida. 

Podría caer uno en la peligrosa actividad de empezar a dar opiniones, y se perdería, en gran parte creo yo, el sentido principal que tienen los diarios: contar lo que sea que nos ocurre por más insulso que parezca, y tomar una prudente distancia de las figuras literarias. Eso es algo muy jodido de lograr, según cuenta Millás en La Vida a Ratos, su novela tipo diario: “Decir lo que se dice exige una precisión de microcirugía casi imposible de lograr, pues donde menos lo esperas salta la metáfora”. 

Si yo escribiera un diario de lo que he hecho en estos días, les contaría que hace unos días hice una torta de manzana y luego  pan, que comencé una nueva temporada de Fifa 2014 — en ese me quedé—, en modo carrera, con un nuevo jugador que se llama Maycol Sizas. Al principio quería que jugara en el Barcelona, pero los malditos de la junta directiva decidieron ponerlo en préstamo y terminó en el Tenerife, de segunda división, con el que gané la liga y la copa española. Ahora estoy de vuelta en el Barcelona y de nuevo quieren prestarme dizque al Hércules, pero Maycol, o bien, el señor Sizas se rehúsa a marcharse, pues pretende quitarle la titularidad a Messi. 

Entre otras noticias a veces me dan ganas de ordenar mi biblioteca por autores y géneros, pero se me pasan rápido, pues me auto convenzo de que si la privo de su desorden perdería su esencia, es decir, dejaría de ser una biblioteca y pasaría a solo ser un estante con libros debidamente ordenados y catalogados. A veces, creo, no es recomendable perder el contacto, el que sea que tengamos, con el desorden. 

Por fin he vuelto a dormir bien, luego de esa temporada de mal sueño que tuve hace un tiempo. No sé a qué atribuirle eso: ¿la situación actual?, ¿el silencio en el que está envuelta la ciudad?, ¿qué? 

Finalmente abandoné la lectura del Asesino Ciego de Margaret Atwood, y estoy enganchado con El Arte de Perder de Alice Zeniter. También retomé el memoir Leyendo Lolita en Tehran, y tengo a los diarios de John Cheever en pausa lectora. A veces me entran ganas de consumir historias, de relacionarme con un personaje y por eso me ensaño con una novela hasta acabarla. 

Para finalizar les cuento es que me salió un grano en el mentón al que decidí bautizarlo Covid, pues parece tener vida propia. 

Así van pasando los días.

jueves, 26 de marzo de 2020

Lista de libros

Entre todo lo que han sido estos días, también han sido días para ordenar, para mirar que tanto es lo que se guarda en cajones y muebles y determinar qué sirve y qué no. 

Ayer ordené uno de los muebles de mi cuarto que tenía encima un montón de medicamentos que ya no uso, tarjetas de presentación de diferentes negocios y una bolsa ziplock con folletos, hojas y portavasos de cartón. 

De todo lo que había encima del mueble, la bolsa era lo único que resultaba medianamente intrigante. En ella encontré recibos, facturas, folletos del Hay Festival; basuritas que uno va acumulando. Mientras los rompía como si nada, di con una hoja carta doblada en cuatro. 

Cuando eso me ocurre, las desdoblo con mucha expectativa, pues ¿qué tal que por alguna razón el papel contenga un mensaje que me va a cambiar la vida? Siempre ando a la espera de ese mensaje a modo de correo electrónico, llamada, señal, etc. y, hasta el momento, no ha llegado, pero tampoco sé muy bien en qué consiste eso de cambiar de vida, en fin. 

En esta ocasión no fue diferente, y la hoja no tenía ningún mensaje. En cambio, me encontré con una lista de novelas que elaboré, si no estoy mal, para la feria del libro del año 2017. Muy pocas veces le hago caso a esas listas y termino comprando libros por puro antojo, pero revisándola recuerdo que de los 19 libros que había anotado, únicamente conseguí uno: Vibrato, de Isabel Mellado, una escritora y violinista chilena que vive en Berlín. Es una novela con una estructura de capítulos cortos que disfruté bastante, además de toda su relación con la música. 

Del resto de libros no encontré ninguno. Entre los que quería había libros de Jonathan Safran Foer, Almudena Grandes y Rosa Montero, entre otros autores, además de algunos que me leí después como: Memoría por correspondencia de Emma Reyes que, en mi humilde opinión, es un librazo. 

De la lista, solo por el título, me llaman la atención ahora: Ejercicios para el endurecimiento del espíritu de Gabriela Wiener y La Maravillosa historia de Peter Schlemihl de Adelbert von Chamisso, a quien no tengo presente, y Hablar Solos de Andrés Neuman.