lunes, 27 de abril de 2020

Vivir para siempre

Cuenta John Cheever en sus diarios, en una temporada que estuvo en Roma, que todas las personas en las calles estaban tosiendo. Más tarde le preguntó al portero de su edificio qué sabía acerca de la epidemia y este le dice que sí, que hay una peste en la ciudad, pero que, por medio de la infinita gracia de Dios, a él y su familia no los ha tocado. Que su hermana se llevó a los niños a Capranica para escaparse del aire venenoso, pero que él no tiene ningún lugar a donde enviar a sus hijos. El hombre concluye que lo único que le queda por hacer es rezar. 

No sé a qué época de los años 40 o 50 se refiere Cheever, pero lo que narra no tiene pinta de metáfora, y el escritor, al parecer, era muy fiel a contar lo que le pasaba sin adornarlo con simbolismos o figuras narrativas. 

También dice que lee el periódico para saber qué ocurre, pero que solo se encuentra con las noticias de siempre: la crisis actual del gobierno, nuevos campos de petróleo descubiertos en Sicilia y el asesinato de una persona en la Vía Cassia, y que la única noticia de la epidemia es que se van a celebrar misas, por la salud de la ciudad, en seis capillas. 

Luego,en su apartamento, mientras se toma un vaso de Whiskey, llama a un amigo y la persona que contesta le dice que se fue para Suiza, llama a otro y se entera de que viajó a Mallorca. Al final llama a su doctor, que contesta de mala gana porque estaba comiendo. Cheever le pregunta si la ciudad es peligrosa, y este responde a gritos: “Sí, la ciudad es peligrosa. Roma siempre ha sido peligrosa. La vida es peligrosa. ¿Acaso esperas vivir para siempre?”.

viernes, 24 de abril de 2020

De ventanas y nubes

A Hernández le gusta echarse boca arriba en el pasto y mirar las nubes. Sin importar si hace sol o es un día gris, siempre destina 10 minutos de su tiempo para hacer eso. Como los niños, a veces les busca forma de animales; en otras ocasiones solo observa esos cuerpos sin atribuirles ningún significado y se concentra en su movimiento, en ese desplazamiento desinteresado, perezoso, como si nada les importara. “Que bueno sería ser una nube”, piensa. 

Hernández, a diferencia de otras personas que no se dan tales licencias, se tropieza con uno de sus pensamientos, que son como pozos sin fondo, y cae de lleno en ellos. Ahí se queda por un buen rato hasta que algún evento de eso que llamamos realidad: el timbre del teléfono, el bocinazo de un carro, una alarma, logra rescatarlo de los abismos de su cerebro. 

Hoy hace un buen día y los trinos de los pájaros, contentos suponemos, refuerzan su estado contemplativo. Se pregunta si las nubes son seres conscientes y si tienen algún tipo de identidad. Considera bueno eso de flotar, de andar de un lado a otro sin tener que justificarse, de poder traspasar límites y fronteras cuando a uno le plazca. 

Anuda un pensamiento con otro y llega a la conclusión de que todo ese rollo de la identidad, a la larga, consiste en eso, es decir, en ponerse límites: Yo soy este(a) en la medida que no cruce cierta raya, pues al otro lado ya sería otro(a). 

Ahora, por alguna razón, en ese pozo en el que se encuentra pasa flotando la imagen de una ventana, una de su niñez, esa por la que solía mirar hacia la calle cuando era pequeño y se preguntaba qué era todo eso que había afuera. A medida que la observa y que el recuerdo se desvanece, concluye que definitivamente no le gustaría ser una ventana, porque esos objetos si que la deben tener difícil en la vida, pues siempre están en el filo de ese límite que divide lo de adentro y lo de afuera, pero nunca corresponden a ningún territorio del todo. “Las ventanas sí deben tener serios problemas de identidad”, concluye, mientras se levanta para devolverse a la oficina. La realidad, al final, siempre gana y lo trae de vuelta.

jueves, 23 de abril de 2020

Gusanos mentales

¿De qué forma se almacena la información en nuestro cerebro?, ¿por qué algunos recuerdos tienen más protagonismo que otros? Imagino que estas preguntas ya se las han hecho varios científicos y que hay libros y tratados enteros sobre el tema. 

“A través se escribe separado y con tilde” nos decía Ximena, una profesora de español, en el colegio. Recuerdo la clase en la que nos explicó eso y como escribió las palabras, con tiza de color blanco y una letra estilizada, sobre un tablero verde. Creo que para esa época la ortografía me importaba poco, entonces no entiendo por qué se clavo ese recuerdo en mi mente. 

De pequeño leí algo, vi un programa o alguien me contó, sobre un método de tortura que tenía que ver con gotas de agua. Consiste en atar a un hombre a una silla con la cabeza hacia atrás y ubicar su frente justo debajo de una gotera. Tengo entendido que después de miles de gotas que le caen en un mismo punto, estas comienzan a perforar el hueso. Eso es otra cosa que recuerdo con facilidad y que, de repente, llega a mi cabeza como si nada. 

“Es un sistema de ecuaciones”, me dijo una vez mi hermano,  hablando sobre el cubo Rubik. Nunca me gustó ese rompecabezas mecánico, y recuerdo que no entendí nada cuando me lo dijo, pero sí que tomé el cubo en mis manos y le di vueltas y vueltas y nunca le vi las ecuaciones por ningún lado. Igual, el dato quedó en mi memoria y la frase de las ecuaciones también aparece en mi cabeza con facilidad. 

Imagino que esos gusanos mentales tienen que ver mucho con la actividad sensorial del momento y que cada uno viene acompañado de imágenes muy potentes que hacen fácil recordarlos, por eso son como gotas mentales que nos martillan el cráneo a cada rato.

miércoles, 22 de abril de 2020

Conciertos

Me despierto antes de que suene el despertador, hago pereza y después de unos minutos, creo, me vuelvo a quedar dormido. Caigo en un sueño que, como siempre, tiene pinta de película, serie o programa de televisión, porque rara vez son continuos y hay cortes de una escena a otra a cada rato. 

Exterior ZONA DE PISCINAS – MAÑANA 

Estamos, mi personaje y un grupo de desconocidos, en lo que parece ser un resort de una ciudad costera. El cielo tiene un color azul intenso y está manchado por nubes aquí y allá. Estoy, o el sujeto al que interpreto en el sueño está, en una especie de curso o taller. Voy de un lado a otro con un grupo de personas que no identifico; los sigo, claro está, porque en esas actividades nunca sé dónde quedan los lugares a los que me debo dirigir. 

Interior SALA DE CONCIERTO- TARDE 

Ahora estoy solo, parece que me aburrí del taller o lo que sea que hago en ese lugar, y me encuentro en una sala con una tarima al fondo. El grupo que se presenta es Pearl Jam. Llevo una bebida en la mano. 

Interior SALA DE CONCIERTO- NOCHE 

Estoy en la misma sala, pero ahora el grupo que está en la tarima es Red Hot Chili Peppers. Anthony Kiedis, su cantante, le pregunta al público cuáles canciones queremos oír. Yo, a unos 10 metros de la tarima, grito: ¡Warped!, “What?”, responde Kiedis, pronuncio otra vez el nombre de la canción pero sigue sin entender; la pronunciación de esas palabras con las letras ed al final me maman gallo. Finalmente, sonrojado, le digo: “One hot minute's first song.” 

Kiedis ríe y dice que no la pueden tocar, pero que el próximo año van a volver. 

Ahí termina el sueño o el capítulo.

martes, 21 de abril de 2020

Marcas del tiempo

Si mi memoria no me falla, lo hace seguido, Offred, la protagonista del Cuento de la Criada, cuenta en algún momento de su narración cómo se pone a explorar su cuarto, en el que permanece gran parte del tiempo encerrada. 

Un día, mientras busca alguna manera de contrarrestar el tedio que la acompaña, se pone a explorar su habitación con otros ojos, es decir, como si nunca hubiera estado en ella, una turista, digamos, de su espacio. Es así como encuentra indicios de que alguien ocupó ese lugar antes que ella. Al examinar el armario centímetro a centímetro se encuentra la frase: “Nolite te Bastardes Carborundorum” (no dejes que esos cabrones te jodan). 

¿Con qué marcas del tiempo nos encontraríamos si revisáramos minuciosamente cada rincón de nuestras casas? 

No importa cuánto lleve uno viviendo en un lugar, es decir, puede que seamos los únicos que, supuestamente, hemos vivido en ese lugar, pero el ejercicio no perdería importancia, pues somos demasiado complejos como para decir: soy tal persona por esto y lo otro, es decir, nuestra identidad muta a cada instante. Resulta paradójico, pero en resumidas cuentas no somos nadie, aunque nos pasamos toda la vida intentando ser alguien. 

Imagino que el yo de hace unas semanas es un personaje diferente al yo del ahora, algo tuvo que cambiar en él. Lo que pasa es que nos empeñamos tanto en aferrarnos a nuestras rutinas que no le prestamos atención a ese tipo de cosas. 

Cuando Offred se da cuenta de que existió otra Offred, es un hecho que le ayuda a reafirmar quién cree ser y que, claro, le da un empujón violento a la trama de la novela.

Sipongo que ninguno de nosotros está completamente definido. Esto tiene mucho que ver con lo que piensa la escritora francesa Alice Zeniter sobre el concepto de identidad: 

“La identidad no es algo sólido. La identidad es relacionamiento. 
Estamos entrelazados. No podemos decir nada sobre una existencia”.

lunes, 20 de abril de 2020

Que en paz descanse

“Luis ha muerto, lo siento mucho”. 

Esa fue la frase que escuché ayer cuando contesté el teléfono, luego de tres pitazos que nunca reflejaron el calibre de la noticia que iba a recibir. El que llamó era un hombre o por lo menos así me pareció, durante los 2 o 3 segundos que le tomó dar esa descarga, fría y compacta, de letras empacadas en sílabas. Es extraño no escuchar un: “buenos días ¿cómo está?” o “habla con fulano de tal” previo, o cualquiera de esas frases hechas con las que comenzamos una conversación. 

“¿Con quién hablo?”, pregunté, pero el mensajero de la muerte había colgado, y al otro lado de la línea solo me acompañaba el tono de ocupado. Miré por la ventana y el viento movía con violencia las ramas de un árbol. Me pregunté si de pronto era Luis, que había encontrado una manera de despedirse desde el más allá. 

“¿Quién era?”, preguntó mi hermano. Le respondí que nadie para no ponerlo nervioso. Me senté en un sofá, fije la vista en una pared blanca y me pensé: “¿Cuál Luis?” 

Hice un repaso rápido de las personas que he conocido en mi vida y que llevan ese nombre. Está, por ejemplo, el Luis del colegio, el primero que se me vino a la mente, pero lo llamé y coincidencialmente, como la llamada que recibí, contestó al tercer timbrazo. Hacía tiempo que no hablábamos, así que eché mano de un lugar común, procurando que no fuera el clima, para darle oxígeno a la charla. 


Luego de 2 minutos de conversación incomoda, no me aguanté las ganas y le dije: 
“Me alegra que no estés muerto” 
“¿Qué dices?”, dijo alzando las cejas; lo supe por el tono de su voz. 
“Nada, olvídalo”, respondí y colgué más rápido que la persona que me contó que otro Luis había muerto. 

Quedamos en lo que siempre quedan dos personas que llevan tiempo sin verse ni hablar, en tomarnos un café o una cerveza; es casi seguro que no va a ocurrir, pero bueno nada se pierde con hacer esas promesas futuras. 

Luego me acordé de Luis Francisco, un amigo de la universidad, pero antes de llamarlo y tener otra conversación extraña, concluí que nunca lo hemos llamado Luis sino Pacho, así que no me comuniqué con él. 

A veces la vida tiene caminos extraños para revelarnos información que necesitamos saber, pero creo que soy muy torpe y siempre me la pierdo. Quizá, por alguna razón que desconozco, es importante que yo sepa que un Luis murió. 

Así las cosas, que en paz descanse.

viernes, 17 de abril de 2020

Trueque x 2

He participado en dos trueques de libros. Tal ves debería llamarlos intercambios, pero el concepto de trueque siempre me ha intrigado. Sin el dinero de por medio, me imagino tranquila la época en que existió; bueno, solo un decir, porque puede que no se tuviera nada para intercambiar: ni bienes, ni una habilidad, nada, y entonces que angustia eso, en fin, les decía que he participado en dos de esos eventos. 

El tema viene a mi cabeza porque no sabía qué escribir y mientras paseaba la mirada por mi cuarto vi, encima de uno de los muebles, un libro grueso: La Casa de los espíritus de Isabel Allende, novela que me gané en la última reunión de intercambio de libros. La tomé en mis manos, la pesé, no sé para qué, y me puse a hojearla. Pensé en leer un aparte y escribir lo que se me viniera a la cabeza, el que me salió fue este: “Relax hombre, we’re not going to let that happen”. Le di vueltas a la frase por un rato, pero no me dijo nada, o tal vez sí, pero no me di cuenta y por eso resulté escribiendo esto. Otro día le haré caso a ese “writing prompt”. 

Ese libro lo había llevado A. y lo tenía en inglés porque creció en Estados Unidos. Aunque ella habla español perfecto, se le dificulta leer en ese idioma. 

El día de la reunión salí de mi casa de afán, y mientras me tomaba algo y leía en un café cercano, hasta que fuera la hora precisa para irme a la reunión—siempre intento hacer eso, antes de llegar  a cualquier compromiso—, C. la anfitriona, me llamó para preguntar qué libro iba a intercambiar. Ahí fue cuando caí en cuenta de que había olvidado llevar un libro. Le pedí a mi amiga, profesora de literatura, que si me podía prestar uno. Se río y luego me dijo que no había problema alguno. 

Llegué a su casa antes que el resto de invitados y C. me hizo a entrar a un cuarto con pilas de libros de libros, pequeñas y grandes, por todo lado. Me dijo que buscara cuál libro quería para el intercambio. En medio de mi búsqueda di con Amantes y Enemigos, un libro de relatos de Rosa Montero y le dije: 

“Yo quiero este”. 
“¿Para intercambiarlo?”, me preguntó. 
“No, lo quiero para mí”, le dije. 
“ Bueno, entonces ese es el que yo voy a intercambiar y tú te lo pides”. 

Seguí mirando libros con algo de pena, pues qué vergüenza seleccionar un libro ajeno para dar como regalo, pero no me decidía por nada. Al final C. me ayudó a buscar y ella terminó escogiendo uno de Jonathan Safran Foer, no recuerdo cual. 

Luego, en la reunión, cada uno debía introducir el libro que había llevado. Creo que C. o alguien más lo hizo por mí, y cuando llegó mi turno para escoger, me lancé por el de Rosa Montero que, afortunadamente, nadie más lo tenía en la mira. 

Al final A. había llevado dos libros, uno de ellos el de Isabel Allende que nadie escogió. Como antes había mencionado que no había leído a esa escritora, A. me dijo que si lo quería llevar, y así fue como salí con dos libros sin haber llevado ninguno.