jueves, 30 de abril de 2020

La Pe

Pabellón: Se encuentra en un pabellón de enfermos de otra época con servicios de salud precarios. Es un hangar amplio, con miles de camas ordenadas simétricamente y que están separadas con sábanas. Por los corredores que se han creado, de acuerdo con la disposición de las camas, desfilan muchas enfermeras con paso apurado, que van de aquí a allá y llevan jeringas, almohadas, medicamentos, papeles cogidos por un gancho, etc. Hay mucho ruido, pero pocas conversaciones, pues el personal no puede perder tiempo. Si acaso hablan un poco cuando comienzan su turno, mientras se ponen el uniforme y se alistan para la dura jornada.

Pábilo: Cagliostro, renombrado médico y director del pabellón, se pregunta cuál fue ese incidente que prendió la mecha de los sucesos en curso, pero no a manera de paciente cero, sino de oportunidades, es decir, cuál fue esa acción que alguien eligió, por no tomar otra, y que fue la que lo descarriló todo. A veces le gustaría no estar en la capacidad de decidir nada y solo recibir órdenes. Así, piensa, se sentiría menos culpable de la consecuencia de sus acciones y las de los demás.

Pábulo: Le gustaría ser una especie de faro moral, que sus palabras y modo de actuar se convirtieran en algo que sirviera para mantener la existencia de algunas cosas o acciones, pero cae en cuenta de que solo es un hombre, y que su existencia es como una mota de polvo en la historia de la humanidad.

Paca: Piensa mucho en ella, en hace cuánto tiempo que no la ve, y si las cosas entre ellos seguirán normal, si es que tal estado existe, pues el pabellón demuestra todo lo contrario. “Al final la tal normalidad era una mentira que se venía contando quién sabe desde hace cuanto y que en el momento menos pensado explotó en nuestras caras”, concluye.

Pacana: “Me gustaría ser como un gran árbol, piensa Cagliostro, “echar raíces y después de haber aguantado una tormenta, haber perdido solo unas ramas. Tener un tronco grueso, de más o menos 30 metros de altura y una copa magnífica.” 
“Doctor Cagliostro lo necesitan en el módulo 9”, le dice una enfermera. Lleva tapabocas y tiene unos ojos tan oscuros como el petróleo. El médico apaga el pábilo de sus ensoñaciones y se deja bañar, de nuevo, por la realidad que lo rodea.

miércoles, 29 de abril de 2020

Objetos

Son tres y están ubicados uno al lado del otro en el mueble de mi computador: Una botella pequeña con lentejas, la calavera de una Katrina y una pila doble-A, si de algo sirve su clasificación.

La botella con lentejas me la dio alguien de mi familia, creo que fue M, una prima, en la última celebración de año nuevo, recuerdo que minutos antes de que fuera media noche y cuando llegó el momento de repartir las lentejas que, si no estoy mal, significan abundancia, me dijo: “Yo sé que no crees en estas cosas, pero ¿las quieres?”; sonreí y asentí con la cabeza, para no generar mal ambiente. En celebraciones pasadas me habían dado un puñado de lentejas en la mano, que echaba en el bolsillo de la chaqueta que llevaba puesta y ahí se quedaban por un buen tiempo, así que agradecí que en esa ocasión vinieran en un frasco de vidrio pequeño con un corcho a modo de tapa. Ahí siguen y ahí se quedarán probablemente hasta la próxima celebración de año nuevo. 

A la izquierda del frasco esta la calavera mexicana. Me la trajeron de México el año pasado y es muy pequeña, pero me gusta ver como le sonríe, si se le puede llamar de esa manera, hipócritamente al mundo , a la vida, a mi o a lo que sea. A ratos la cojo y juego con ella en mis manos por un rato, hasta que la devuelvo a su lugar de guardia y queda bailando por un rato, porque su base no es plana y se va de para atrás como si quisiera mirar hacia el techo. 

La pila, el otro objeto, no sé de dónde Salió. Imagino que del control remoto del televisor y que ya no debe tener carga. Debería botarla pero, desde hace bastante tiempo, como las lentejas, está ahí. Puede ser que inconscientemente la haya otorgado ciertas propiedades especiales y se ha convertido en un objeto del cual depende mi vida, es decir, que si me deshago de ella algo malo me va a ocurrir. 

El mueble tiene más objetos, pero con esos tres son los que me encuentro cada vez que dejo de mirar la pantalla y levanto la vista.

martes, 28 de abril de 2020

Rituales

Una vez, en un panel de escritores de un festival literario en Nantes, Francia, le preguntaron al aclamado novelista Jacinto Cabezas, qué rituales tenía para escribir. Cabezas tuvo la mala suerte de quedar al lado del moderador, así que, por descarte, era el primero al que le tocaba responder la pregunta. 

Sonrió nerviosamente y espero a que el murmullo del público, a la expectativa de su respuesta, se apagara. Cuando eso ocurrió, ganó otros segundos bebiendo un sorbo de un vaso de agua ubicado en una mesa de poca altura ubicada enfrente suyo, cubierta con un mantel rojo que le parecía de mal gusto. Alcanzar el vaso le exigió movimientos incómodos, pero precisos. Luego, como si el agua que acababa de tomar no le hubiera hecho efecto, tosió para aclarar la voz. 

Mientras hacía todo eso, buscaba una hebra suelta de alguna idea, para halarla y elaborar una respuesta medianamente coherente. Recordó, por ejemplo, que una vez un amigo le contó que el escritor japonés Ōe Kenzaburō se sentaba en un cuarto a oscuras con una grabadora de mano y se contaba las historias para luego transcribirlas. Cabezas pensó en decir que ese era su ritual, pero decidió no hacerlo, porque  quizás el moderador era fan de ese escritor. Miró a su izquierda y Auster lo miraba con los ojos bien abiertos. “Cabrón”, pensó, “seguro ya tiene lista la respuesta”. Más allá Llosa bostezaba, y se ponía la mano en la boca para disimular pereza o hambre. Cuando lo vio haciendo ese gesto, Cabezas también recordó que el escritor peruano tenía un libro de cartas que había intercambiado con Kenzaburō, lo que lo llevó a desechar por completo la respuesta que había pensado. 

Ya cansado, decidió contestar con su verdad: “No tengo ningún ritual, solo me siento a escribir”. Del auditorio salió un sonido como como si un gigante intentara tomar una bocanada de aire.

La respuesta le cayó al moderador como un baldado de agua fría, e hizo como si no hubiera escuchado nada. Le dio la palabra a Auster, que se puso a hablar sobre preparar bebidas calientes, poner música suave y no sé qué más cosas que a Cabezas no le parecían rituales, sino actividades tan mecánicas como caminar o respirar. 

Cuando el escritor norteramericano terminó de hablar, recibió un gran aplauso del público, mientras cabezas, que también lo aplaudía, seguía pensando en lo de los rituales: “¿Será que tengo rituales inconscientes?”, se preguntó, pero no llegó a ninguna conclusión. Decidió que para su próxima entrevista o simposio iba a preparar la mejor respuesta a esa pregunta.

lunes, 27 de abril de 2020

Vivir para siempre

Cuenta John Cheever en sus diarios, en una temporada que estuvo en Roma, que todas las personas en las calles estaban tosiendo. Más tarde le preguntó al portero de su edificio qué sabía acerca de la epidemia y este le dice que sí, que hay una peste en la ciudad, pero que, por medio de la infinita gracia de Dios, a él y su familia no los ha tocado. Que su hermana se llevó a los niños a Capranica para escaparse del aire venenoso, pero que él no tiene ningún lugar a donde enviar a sus hijos. El hombre concluye que lo único que le queda por hacer es rezar. 

No sé a qué época de los años 40 o 50 se refiere Cheever, pero lo que narra no tiene pinta de metáfora, y el escritor, al parecer, era muy fiel a contar lo que le pasaba sin adornarlo con simbolismos o figuras narrativas. 

También dice que lee el periódico para saber qué ocurre, pero que solo se encuentra con las noticias de siempre: la crisis actual del gobierno, nuevos campos de petróleo descubiertos en Sicilia y el asesinato de una persona en la Vía Cassia, y que la única noticia de la epidemia es que se van a celebrar misas, por la salud de la ciudad, en seis capillas. 

Luego,en su apartamento, mientras se toma un vaso de Whiskey, llama a un amigo y la persona que contesta le dice que se fue para Suiza, llama a otro y se entera de que viajó a Mallorca. Al final llama a su doctor, que contesta de mala gana porque estaba comiendo. Cheever le pregunta si la ciudad es peligrosa, y este responde a gritos: “Sí, la ciudad es peligrosa. Roma siempre ha sido peligrosa. La vida es peligrosa. ¿Acaso esperas vivir para siempre?”.

viernes, 24 de abril de 2020

De ventanas y nubes

A Hernández le gusta echarse boca arriba en el pasto y mirar las nubes. Sin importar si hace sol o es un día gris, siempre destina 10 minutos de su tiempo para hacer eso. Como los niños, a veces les busca forma de animales; en otras ocasiones solo observa esos cuerpos sin atribuirles ningún significado y se concentra en su movimiento, en ese desplazamiento desinteresado, perezoso, como si nada les importara. “Que bueno sería ser una nube”, piensa. 

Hernández, a diferencia de otras personas que no se dan tales licencias, se tropieza con uno de sus pensamientos, que son como pozos sin fondo, y cae de lleno en ellos. Ahí se queda por un buen rato hasta que algún evento de eso que llamamos realidad: el timbre del teléfono, el bocinazo de un carro, una alarma, logra rescatarlo de los abismos de su cerebro. 

Hoy hace un buen día y los trinos de los pájaros, contentos suponemos, refuerzan su estado contemplativo. Se pregunta si las nubes son seres conscientes y si tienen algún tipo de identidad. Considera bueno eso de flotar, de andar de un lado a otro sin tener que justificarse, de poder traspasar límites y fronteras cuando a uno le plazca. 

Anuda un pensamiento con otro y llega a la conclusión de que todo ese rollo de la identidad, a la larga, consiste en eso, es decir, en ponerse límites: Yo soy este(a) en la medida que no cruce cierta raya, pues al otro lado ya sería otro(a). 

Ahora, por alguna razón, en ese pozo en el que se encuentra pasa flotando la imagen de una ventana, una de su niñez, esa por la que solía mirar hacia la calle cuando era pequeño y se preguntaba qué era todo eso que había afuera. A medida que la observa y que el recuerdo se desvanece, concluye que definitivamente no le gustaría ser una ventana, porque esos objetos si que la deben tener difícil en la vida, pues siempre están en el filo de ese límite que divide lo de adentro y lo de afuera, pero nunca corresponden a ningún territorio del todo. “Las ventanas sí deben tener serios problemas de identidad”, concluye, mientras se levanta para devolverse a la oficina. La realidad, al final, siempre gana y lo trae de vuelta.

jueves, 23 de abril de 2020

Gusanos mentales

¿De qué forma se almacena la información en nuestro cerebro?, ¿por qué algunos recuerdos tienen más protagonismo que otros? Imagino que estas preguntas ya se las han hecho varios científicos y que hay libros y tratados enteros sobre el tema. 

“A través se escribe separado y con tilde” nos decía Ximena, una profesora de español, en el colegio. Recuerdo la clase en la que nos explicó eso y como escribió las palabras, con tiza de color blanco y una letra estilizada, sobre un tablero verde. Creo que para esa época la ortografía me importaba poco, entonces no entiendo por qué se clavo ese recuerdo en mi mente. 

De pequeño leí algo, vi un programa o alguien me contó, sobre un método de tortura que tenía que ver con gotas de agua. Consiste en atar a un hombre a una silla con la cabeza hacia atrás y ubicar su frente justo debajo de una gotera. Tengo entendido que después de miles de gotas que le caen en un mismo punto, estas comienzan a perforar el hueso. Eso es otra cosa que recuerdo con facilidad y que, de repente, llega a mi cabeza como si nada. 

“Es un sistema de ecuaciones”, me dijo una vez mi hermano,  hablando sobre el cubo Rubik. Nunca me gustó ese rompecabezas mecánico, y recuerdo que no entendí nada cuando me lo dijo, pero sí que tomé el cubo en mis manos y le di vueltas y vueltas y nunca le vi las ecuaciones por ningún lado. Igual, el dato quedó en mi memoria y la frase de las ecuaciones también aparece en mi cabeza con facilidad. 

Imagino que esos gusanos mentales tienen que ver mucho con la actividad sensorial del momento y que cada uno viene acompañado de imágenes muy potentes que hacen fácil recordarlos, por eso son como gotas mentales que nos martillan el cráneo a cada rato.

miércoles, 22 de abril de 2020

Conciertos

Me despierto antes de que suene el despertador, hago pereza y después de unos minutos, creo, me vuelvo a quedar dormido. Caigo en un sueño que, como siempre, tiene pinta de película, serie o programa de televisión, porque rara vez son continuos y hay cortes de una escena a otra a cada rato. 

Exterior ZONA DE PISCINAS – MAÑANA 

Estamos, mi personaje y un grupo de desconocidos, en lo que parece ser un resort de una ciudad costera. El cielo tiene un color azul intenso y está manchado por nubes aquí y allá. Estoy, o el sujeto al que interpreto en el sueño está, en una especie de curso o taller. Voy de un lado a otro con un grupo de personas que no identifico; los sigo, claro está, porque en esas actividades nunca sé dónde quedan los lugares a los que me debo dirigir. 

Interior SALA DE CONCIERTO- TARDE 

Ahora estoy solo, parece que me aburrí del taller o lo que sea que hago en ese lugar, y me encuentro en una sala con una tarima al fondo. El grupo que se presenta es Pearl Jam. Llevo una bebida en la mano. 

Interior SALA DE CONCIERTO- NOCHE 

Estoy en la misma sala, pero ahora el grupo que está en la tarima es Red Hot Chili Peppers. Anthony Kiedis, su cantante, le pregunta al público cuáles canciones queremos oír. Yo, a unos 10 metros de la tarima, grito: ¡Warped!, “What?”, responde Kiedis, pronuncio otra vez el nombre de la canción pero sigue sin entender; la pronunciación de esas palabras con las letras ed al final me maman gallo. Finalmente, sonrojado, le digo: “One hot minute's first song.” 

Kiedis ríe y dice que no la pueden tocar, pero que el próximo año van a volver. 

Ahí termina el sueño o el capítulo.