jueves, 21 de mayo de 2020

Agotador

R, a primera vista, se ve buena gente, bueno, incluso lo es, para que les voy a decir mentiras. Es de ese tipo de personas que dicen que hacen tantas cosas, que al final resulta difícil saber si son diseñadores, fotógrafos, periodistas, escritores, artistas o alguna otra cosa. Lo único que llegué a saber, de su personalidad, de algo que realmente le gusta, diferente a su trabajo y  que, a la larga, son las cosas que nos ayudan a percibir cómo son realmente las personas, es que le encanta montar bicicleta. 

Tenemos algunos conocidos en común y nuestras conversaciones iban tan solo un poco más allá del saludo. Justo después de estrecharnos la mano, en esos tiempos remotos donde todos practicábamos ese deporte de alto riesgo. Él comenzaba, sin yo haberle preguntado nada, a contarme qué había hecho y desecho desde la última vez que nos habíamos visto: que había estado en tal evento, que había asesorado a no sé quiencito, que le había tomado fotos a fulano o sutana, y al final siempre concluía que tenía mucho trabajo con clientes en el extranjero. 

Tanto Yo Yo y Yo en su discurso me cansaba, así que la mayoría de las veces le perdía el hilo a su incansable retahíla y me sumergía en cualquier tipo de fantasía, sin dejar de pronunciar monosílabos de asombro y asentir con la cabeza, que eran la gasolina que R. necesitaba para seguir hablando.Aprovechaba cualquier pausa que hacía para involucrar a alguien más en la conversación y poder escabullirme  a la primera oportunidad. 

Como él he conocido a otro par de personas; el que más recuerdo en este momento es a J. un “experto” en marketing digital y también un buen tipo. Cuando yo le presentaba a una persona en una reunión, él no se interesaba para nada en su interlocutor y parecía que se ponía a recitar su hoja de vida enumerando todas sus virtudes y credenciales. 

Independiente de lo bueno que sean en lo que hagan, resulta agotador hablar con ese tipo de personas.

miércoles, 20 de mayo de 2020

Cojines


Hace mucho tiempo, cuando era pequeño , tenía 3 cojines: dos verdes y uno rojo, que me caían bien. Eran cuadrados y no muy grandes. Me agradaban porque cuando los ponía debajo de la almohada al momento de dormir, mi cabeza quedaba en una posición cómoda y a una altura que, creo, era la perfecta. No recuerdo hasta qué momento los tuve.

Ahora, me cuesta encontrar una posición adecuada para mi cabeza al momento de dormir. Tengo dos almohadas que acomodo contra la pared hacia la que da la cama, para leer o ver televisión, y un cojín grande que tengo guardado en el closet porque me parece poco funcional o, más bien, un despropósito de cojín. 

Si durmiera con las dos almohadas, mi cabeza quedaría en una posición muy alta, y es muy probable que amanezca adolorido del cuello y que luego ese dolor se transporte hacia la cabeza. 

A principios de este año tuve un episodio de migraña y desde ese entonces duermo solo con una almohada, mi preferida, que se aplana con el peso de mi cabeza y vuelve a su forma inicial cuando la levanto. 

De todos modos siento que, pasado un tiempo, la almohada se aplana demasiado; digamos que se convierte en una almohada-oblea, y es como si se fundiera con la cama. Me doy cuenta de eso cuando me acuesto sin mucho sueño, y  me demoro mucho tiempo en dormirme, pues caso contrario, es algo que me importa poco. 

Mi hermana, que se queja de tener un dolor de espalda constante, no tiene problema alguno para dormir sin almohada, bueno de hecho no tiene problema alguno para dormir, y puede caer en un sueño profundo luego se haber dormido por varias horas. 

En estos días mientras acomodaba la almohada en la cama para dormir, me acorde de los 3 cojines que tenía cuando era pequeño. Hay algunos objetos de los que uno no se debería desprender nunca.

martes, 19 de mayo de 2020

De afán

21:30 p.m. Escribo esto de afán, porque quiero ver un programa de televisión. Creo que no debería ser así, es decir, que debería esforzarme para que este texto y todos los que escriba sean compactos a nivel de gramática, ritmo y significado, y que ninguna de sus hebras narrativas quede suelta, para que no se descosan. Para lograr eso se necesita tiempo y no tomar la escritura tan a la ligera, pero como les decía quiero hacer otras cosas y las horas, minutos y segundos, el tiempo, ese intangible que tanto nos jode la cabeza, se desmorona con una facilidad impresionante. 



Además de querer ver un programa de televisión, también quiero leer, como mínimo, un capítulo de una novela y ver el capítulo de una serie. Debería haber pensado antes sobre qué escribir, pero termina siempre uno desfasándose en los tiempos de las actividades del día y por eso ocurren este tipo de cosas. 


Ahora recuerdo que también tenía la intención de seguir escribiendo un cuento del que ayer redacte un diálogo, a mi parecer, con una buena carga de tensión, pero fue algo que tampoco hice. Lee usted, estimado lector, estas palabras y puede dar la sensación de que no hubiera hecho nada durante todo el día y no fue así, pero no viene al caso contarle cuales fueron mis ocupaciones; ya tenemos bastante con los miles de personas que se regodean contando en las redes sociales cuales fueron sus actividades diarias, en fin. 

Si escribo de afán es solo porque no quiero dejar pasar este día sin escribir algo, pues sabrá usted, querido lector, que cuando eso ocurre el mundo se desbarajusta. Puede que a primera vista todo parezca normal, que la vida sigue su curso si es que tiene alguno, pero no, presiento que su mecanismo, el de la mía claro está, sufre una alteración imperceptible.

A todos, imagino, nos pasa eso cuando dejamos de lado lo que más nos gusta hacer. Es ahí cuando la tristeza, la angustia, el estrés y demás sensaciones negativas se apoderan de nosotros. 

21:45 p.m. Alcancé. Ojalá pueda cumplir con el resto de mis planes.

lunes, 18 de mayo de 2020

Vidas

Me conecto a una charla en la que un escritor va a entrevistar a una escritora. Apenas ingreso a la sala de Zoom decido habilitar mi cámara, pero a punto de iniciar la entrevista la deshabilito pues no le veo sentido alguno el aparecer en la pantalla de unos desconocidos. 

La mayoría de los asistentes no encienden sus cámaras y no más de cinco personas lo hacen. ¿Por qué lo hacen?, ¿quieren que los vean?, ¿se sienten orgullosos de su hábitat de cuarentena? Nunca lo sabremos y, además, ¿qué me importa? 

Uno de ellos es un hombre con una camisa naranja que gesticula mucho y se toca la cara con frecuencia.  Juega, todo el rato, a inclinarse hacia la pantalla para luego alejarse. 

Aparte de los escritores, la persona en la que más me fijo es una mujer: María M. Lleva unas gafas de marco grueso negro y una trenza larga con la que juega, casi con la misma insistencia con la que el hombre se lleva las manos a la cara. No debe tener más de 25 años y me gusta como sonríe cada vez que alguno de los escritores cuenta una anécdota o dice algo gracioso. De resto mira de forma fría y muy sería hacía su cámara. ¿Se preguntará si alguien la espía? Creo que, a la larga, nos gusta fisgonear sin ser sorprendidos, que todos llevamos algo de voyeristas por dentro, guardadas las proporciones de ese término. 

Me fijé en ella por el fondo de su imagen: una biblioteca de color blanco con libros, la mayoría grandes como enciclopedias, y objetos de todo tipo: Una jarra de metal, un cenicero del mismo material, un trofeo, un porta retrato con una foto antigua de una pareja, ¿sus padres?; un carro deportivo rojo de juguete, una cajita de color café en la quizá ni ella sabe qué se guarda, una estatuilla de color rojo que hace juego con sus labios, un bodegón con figuras geométricas; son algunos de los que alcanzo a ver. 

Me aventuro a imaginar que esa biblioteca entre los libros y objetos que almacena bastaría para narrar la vida de María, para saber cómo es, qué le gusta o la mueve en la vida. 

La escritora comienza a leer unos fragmentos de sus novelas, pero su conexión falla y su imagen queda congelada en la pantalla. El escritor cuenta que le habló por whatsapp, pero que solo le salió un chulo al mensaje que le envió , así que la escritora no debe tener conexión. 

Abandono la reunión.

viernes, 15 de mayo de 2020

Al otro lado del espejo

Hay días en los que se asombra con el sujeto que, por lo general, le sonríe al otro lado del espejo. Se supone que es él, un negativo, digamos, de su imagen, pero ¿qué tal que no sea así? ¿Qué tal que ese tipejo ubicado en esa dimensión, por decirlo de alguna manera, fuera más que una simple imagen, una persona de verdad, si es que eso significa algo, con una vida funcional, si suponemos que la vida tiene una utilidad práctica? 

Por eso le gusta imaginar que esa persona casi idéntica a él tiene una vida distinta, una en la que en todo lo que él ha fallado, el hombre que ve lo ha conseguido. Más que envidia siente admiración por su doble, al que se imagina con una vida repleta de lujos y cosas buenas, con una esposa hermosa y unos hijos dignos de volante de banco, pues así se imagina siempre ese cuadro familiar: todos sonriendo mientras empacan maletas en el baúl de una camioneta 4x4. Como el hombre es millonario, se puede dar el lujo de estar de vacaciones todo el año, a diferencia de él que no ve la hora de disfrutar de los quince míseros días por año a los que tiene derecho. 

En otros días, cuando se levanta con ganas de meterle un puño a Dios, porque considera que él, el universo o la vida, con su practicidad, no le ha dado lo que realmente se merece, siente envidia del hombre al otro lado del espejo. 

En esos días siempre intenta algo: se aproxima sigiloso a baño, y procura no hacer ruido con sus pisadas. Cuando está cerca de la puerta la abre violentamente, para ver si pilla a ese sujeto desprevenido, cometiendo alguna falta como engañar a su mujer, por ejemplo, pero nunca lo ha conseguido, el tipejo ese siempre está ahí, listo para remedar todos sus movimientos, y el muy imbécil lo mira con su carita de yo no fui.

jueves, 14 de mayo de 2020

Ficción y realidad

El renombrado escritor Jacinto Cabezas sabe que la ficción y la realidad están malinterpretadas, que la primera no es tan fantasiosa ni la segunda tan sólida como creemos, sino que, según las circunstancias, una se superpone con facilidad sobre la otra. 

Hay días en los que se despierta y el mundo tiene un sabor extraño. Parece que no encaja en su nombre, en su ropa o en sus costumbres; que la mujer que duerme a su lado no es su esposa sino una extraña o que, por el contrario, él es un impostor, un marido falso. Se pregunta qué habrá pasado con aquel a quien representa y piensa que, sin ser consciente, se convirtió en un asesino en serie y dejó al pobre hombre tirado en una zanja que bordea una autopista en las afueras de la ciudad. Se siente como un personaje de esos programas de televisión que tratan sobre asesinos en serie y que intentan llevar una vida normal, pues gracias a la ficción se puede poner en los zapatos del que sea. 

Aunque parece que está del lado de la realidad, sabe que la ficción se coló por una de sus grietas pues la cascara que la cubre es realmente frágil, y aunque parece que la vida transcurre de manera “normal” y que él hace lo de siempre: levantarse al tercer timbrazo del despertador, trabajar hasta las 6 de la tarde, pelear con el tráfico, en fin, las rutinas de cualquier persona, y a pesar de que cree saber quién es, presiente que el día que se desliza hacia la noche, le tiene preparadas sorpresas dignas de ser narradas en una novela. 

Dicen, nuevamente los que saben —él no suele estar dentro de ese grupo—, que cualquier tipo de exceso es malo, y que en la vida todo debe estar equilibrado, pero a él no le importaría que su balanza se inclinara hacia el lado de la ficción. 

Piensa que le gustaría ser un personaje completamente degenerado, uno que interpreta todo tipo de fantasías retorcidas que las personas nunca van a estar dispuestas a admitir.

miércoles, 13 de mayo de 2020

Tercera persona


Camila Cifuentes no sabe muy bien quién es. A veces logra vislumbrar algo de identidad en su actuar, pero la mayoría del tiempo lo dedica a preguntarse: “¿Quién soy?”. Podría asirse de su profesión, pero decir que es abogada, le suena tan vacío como decir que tiene buenas relaciones interpersonales. 


Por ejemplo, hay días en los que se siente la mujer más bondadosa sobre la faz de la tierra y otros en los que se considera la más mezquina e infeliz. “¿Por qué?, ¿por qué no puedo ser solo una?”, se pregunta. 

En parte, es por eso es que no le agrada hablar en primera persona. No dice, por ejemplo, “es que yo soy una persona muy malgeniada”, sino que acude a la otra voz: “Es que Cifuentes es una persona muy malgeniada”. También le gusta referirse a ella por su apellido, una costumbre que adquirió de su padre, quien trabajó toda su vida en las fuerzas armadas y siempre la llamó así. 

A muchas personas les extraña que se refiera a sí misma en tercera persona, e incluso a ella también le suena un poco raro, pero justifica el uso de ese punto de vista porque cree que la primera persona le ha jodido la cabeza a la humanidad, y que está relacionada con excesos de autoestima y narcicismo. 

Cifuentes, al tener dudas sobre quién es, tiende a pensar que es muchas personas al mismo tiempo, una amalgama de identidades que resulta en una identidad cambiante y en constante evolución, o bien, una pluri-identidad, si es que el término aplica. 

No entiende por qué sus amigos y familiares no consideran su otredad, ni se dan el chance de ser otros. Piensa, en fin, que esas conductas nocivas, se deben al uso indiscriminado de la primera persona, de anteponer el yo al él o ella