sábado, 25 de julio de 2020

Preparar café


Se levantó a la misma hora como todos los días. Se pegó el duchazo exacto de 2 minutos con agua fría para terminar de despertarse, y cuando salió del baño no pasó por el cuarto, sino que se fue directo a la cocina a prepararse el primer café del día, el más importante de todos. 

Todo parecía normal, los pájaros trinaban, alegres o tristes, vaya uno a saber, el sol comenzaba a asomarse y el ruido del tráfico era, en apariencia, el mismo. Escuchó también el canto del vecino de todos los días, y pensó lo mismo de siempre: Que por favor alguien le diga que no tiene buena voz. 

Cuando la cafetera italiana comenzó a sonar, indicando que el café estaba listo, echó un poco de leche en el pocillo y la calentó en el horno microondas por 35 segundos. Se quedó ese tiempo mirando como la taza daba vueltas dentro del aparato y cuando la sacó, le echó el café despacio, hasta ese punto que creyó era perfecto para que la bebida no quedara ni muy clara ni muy fuerte. Ese sencillo ritual, pensaba, le daba significado a la vida. “En definitiva es un día normal”, pensó. 

Luego, el leve campanazo del horno le indicó que la tostada estaba lista. La saco y le untó primero mantequilla y luego mermelada, otro procedimiento preciso que también repetía todos los días. Cuando terminó, tomó el pocillo con la mano derecha y la tostada con la izquierda, le dio un mordisco, y se dirigió hacia su cuarto. 

Se sentó en el computador y lo prendió con tedio, ya que era una máquina vieja y demoraba mucho en cargar el sistema operativo, pero para su sorpresa la pantalla se encendió de inmediato y le mostró el documento en el que está trabajando; había olvidado que la noche anterior había dejado la máquina en reposo. 

Le dio un último mordisco a la tostada y se tomó el último sorbo de café, mientras repasaba lo que llevaba escrito. Cuando le puso una tilde a una palabra aguda, muchas veces olvida hacerlo,  ahí fue cuando se dio cuenta de que algo andaba mal. 

En la mayoría de los días, acaba la tostada antes de acabar el café, incluso a veces no lo llevaba ni por la mitad, pero hoy había acabado ambos en el mismo instante. ¿Qué otra señal necesitaba para saber que algo malo estaba por ocurrir? 

Anduvo todo el día inquieto, encerrado en sus pensamientos y prevenido de todas las personas que se le acercaban, pues ¿cómo identificar quién era el mensajero de la desgracia? Al final del día no pasó nada o, simplemente, no se dio cuenta. 

Ahora son las 3:21 de la madrugada y aunque está cansado, se ha empeñado en permanecer despierto, pues si deja que el sueño lo venza, alguna desgracia llegara a su vida mientras duerme. 

A las 5 de la mañana no se aguanta un segundo más metido dentro las cobijas y se levanta antes de que suene el reloj despertador. Se da el mismo duchazo de siempre, pero esta vez no se prepara el desayuno— Que miedo preparar café—, sino que sale a buscarlo en una cafetería que le queda cerca al trabajo.

jueves, 23 de julio de 2020

¿A dónde se va el tiempo?

Hace unas semanas un amigo escribió un cuento basándose en la canción Who knows where the time goes? Esa es una buena pregunta. 

Parece que, en esta época de pandemia (época de pandemia, hágame el berraco favor), el tiempo se contrae y las horas se van por entre un tubo, ¿a dónde? No lo sé. Comienza la semana en Lunes, como debe ser, pero se levanta uno al día siguiente y ya es viernes. 

Me aventuro a imaginar que esas horas, que en apariencia se pierden, entran a formar parte de ese terreno al que llamamos pasado, porque el tiempo, el muy condenado, también nos ayuda a precisarlo, a diferencia de la relación que tiene con el futuro, pues allá si no tiene mucho qué hacer. 

Entonces Einsten tuvo mucha razón al afirmar eso de que el tiempo es relativo y es cierto que transcurre de manera diferente debido a las circunstancias que se experimentan. El otro día, por ejemplo, vi una publicación que hizo una mujer, donde afirmaba que la semana le había parecido igual de larga que un mes. 

En la casa hay un reloj cku cku que da el número de campanadas de cada hora y una campanada a la mitad de cada hora, pero es un ruido de fondo al que ya me acostumbré y que a veces ni escucho. ¿Cuándo habrá nacido esa necesidad de marcar el tiempo y medirlo para saber cómo pasa? Las horas, si uno se fija bien, no tienen nada de diferente las unas de las otras exceptuando la luz del día y la oscuridad en la noche, pero aún así vivimos obsesionados con medir el tiempo, con atesorar ese intangible tan extraño y tan común. 

Imagino entonces que los Amondawa, la tribu amazónica que no cuenta con estructuras lingüísticas para referirse al tiempo, deben estar muy tranquilos en estos momentos, pues para ellos la vida solo se desarrolla en el bloque del presente. 

miércoles, 22 de julio de 2020

Mediciones

De pequeño andaba muy solo. En sus primeros años de colegio los otros niños lo tildaban de raro y lo hacían a un lado sin mucho esfuerzo, pues en los recreos se la pasaba pegado al césped de un claro en medio de unos árboles, mientras sus compañeros corrían detrás de una pelota en la cancha de fútbol. Al principio lo molestaban, pero apenas se daban cuenta de que no les prestaba atención lo dejaban solo. 


En ese entonces le intrigaba el pasto. Se preguntaba a qué velocidad crecía y por eso lo miraba de una manera en la que casi no pestañeaba. Para su tarea había inventado un sistema de medición con las falanges de sus dedos. Pero nunca, en alguna de sus observaciones de 30 minutos, pudo comprobar si el pasto crecía mientras lo miraba. 

La temporada de vacaciones le producía ansiedad, pues sabía que de un día para otro debía dejar sus mediciones. Estaba claro que podía seguir con su experimento en cualquier otro césped, pero por alguna razón era del colegio el que lo atraía. Además, los jardineros no le prestaban mucha atención a ese espacio y lo mantenían descuidado. Eso, pensaba, le permitía llevar una medición rigurosa por sectores, que anotaba en una pequeña libreta azul. Así podía enterarse si había cambios significativos en la altura del pasto. Irse de vacaciones  significaba entonces volver a empezar de nuevo todas las mediciones, pues durante ellas siempre podaban el claro. 

A medida que fue creciendo su fijación por el crecimiento del pasto fue pasando hasta desaparecer por completo. 

Pero desde la semana pasada anda inquieto pues, de un momento a otro, comenzaron a intrigarlo las uñas de sus manos, que mira embelesado a ver si logra captar el momento exacto en que estas crecen. Ahora las yemas de los dedos le duelen porque la semana pasada se las corto muy pequeñas, pues cree que de esa manera va a poder tomar mediciones exactas.

martes, 21 de julio de 2020

Llamada

Hablo con T. Me gusta conversar con ella porque procura evitar lugares comunes. No hablábamos desde el inicio de la cuarentena, momento en el que le conté que tenía algo de rabia, pues estaba cansado de la desgracia a punta de gotero y no en forma de meteorito o algo así, en fin. Ahora trato de conversar más seguido con ella. Hubo una vez en la que duramos sin hablar mucho tiempo y cuando lo volvimos a hacer me contó que su esposo estuvo a punto de morirse. 

A T. es una de las pocas personas a la que le recomiendo libros. Me gané ese título luego de recomendarle “La Ridícula Idea de no Volver a verte”. El último que le había recomendado hace unas tres semanas, en una conversación apresurada por chat, fue Primera Persona. Le pregunto que qué tal le pareció y me cuenta que le gustó mucho. “¿no he perdido mi título de recomendador de libros?”. “No, puedes estar tranquilo”. Me aventuro a recomendarle La Vida privada de los árboles, toma nota y luego nuestra conversación se tropieza con un silencio. A los pocos segundos ella lo rompe. 

Me dice que no se ha sentido muy bien de ánimo en las últimas semanas. Se ríe y me dice: “Estoy como estabas tú al inicio de la cuarentena”. Le pregunto que por qué se ha sentido así, y responde que está cansada de no poder planear nada, que antes le gustaba programar actividades, como sus vacaciones, por ejemplo, al detalle. 

A todos, imagino, la incertidumbre nos pega de diferentes maneras y recordamos con nostalgia el poder que teníamos sobre cualquier situación de nuestras vidas. Igual creo que nunca lo hemos tenido y todo era una mera ilusión, un contentillo en el que solíamos creer, pues el caos siempre camina a nuestro lado, solo que esta vez le hizo una zancadilla muy violenta a nuestro estilo de vida. 

Ayer, leyendo, me enteré de que yo he aplicado una técnica que se llama “Pesimismo defensivo”, que consiste en plantearse escenarios futuros terribles y prepararse para lo peor. Pensar de esa manera, por extraño que parezca, ayuda a reducir la ansiedad.

lunes, 20 de julio de 2020

Tocar guitarra

Ordeno un poco mi cuarto. En un instante miro detrás de la biblioteca y ahí está la guitarra negra que me regalaron en un cumpleaños hace ya muchos años. Días después del regalo me propuse aprender a tocarla pero luego de sacarle unos cuantos acordes, me di cuenta de que no me agradaba tanto hacerlo, y también de que era malo. Obvio era un principiante y quizá con algo de práctica lo habría logrado, el caso es que me dio pereza y entonces la guitarra se convirtió en uno de esos objetos que se guardan pero a los que rara vez se les pone cuidado.

La tomo, me siento en el borde de la cama y toco la sexta cuerda, la más gruesa. Luego ubico mi mano en el traste para tocar el arpegio del principio de Civil War, pero noto que está desafinada. Para convencerme de que es así ahora toco el bajo del incio de Jeremy y no suena para nada parecido a la canción.

Ahora me voy a las tres primeras cuerdas y parece que están bien pues toco el pincipio de Silent Lucidity. Si, esas tres no tienen problema. Me devuelvo a las últimas y trato de afinarlas moviendo las clavijas hasta que, creo, las ajusto donde debe ser.

En ese momento me acuerdo del principio de Thank You. “Re era el acorde del principio, ¿cierto?”, me pregunto, pero no lo recuerdo. De lo que si me acuerdo bien es de como van los cortes en la batería . 

En eso quedaron mis ganas de aprender a tocar guitarra: tres acordes y los inicios de algunas canciones

jueves, 16 de julio de 2020

Cómo funciona el universo

Trata uno, todos los días, de entender cómo funciona la vida que se lleva, por qué ocurren las cosas que nos ocurren y cuál va a ser el impacto que van a tener en lo que sea que hagamos. Trata uno de hacer eso, pero escasamente se alcanza a arañar la corteza del entendimiento, del sentido de las cosas.

Pienso en esto porque busco un video en youtube y en el anuncio que sale antes aparece un hombre hablando. Es un hombre de apariencia cualquiera, un Pedro Pérez, es decir, ese que nos podemos encontrar en el bus, haciendo fila en un supermercado o caminando en dirección contraria por la acera.

Mi intención es esperar a que pasen 5 segundos y aparezca el botón de “Saltar Anuncio”, así que escucho parte del mensaje que ese perfecto desconocido le quiere contar al mundo entero a través de Internet.

Cuenta que su sueño es ayudarme a entender cómo funciona el universo para que pueda encontrar mi camino y propósito único dentro del plan cósmico. Después de esa entrada impactante dice que desde los 3 años de edad, ¿cuáles otros?, comenzó a recordar sus vidas pasadas porque se le activó no se qué región del cerebro. ¡Hágame el berraco favor!

En ese punto me aburro y me salto el video. les decía que ya tiene uno bastante  con tratar de descifrar qué hacer en y con la vida, para que ahora llegue alguien a decirnos que tenemos un propósito dentro de un plan no a nivel de la tierra sino del cosmos.

Recuerdo que hace mucho mi hermana mayor compraba libros de temas esotéricos y paranormales y uno de esos fue Muchas Vidas, Muchos Sabios que trata sobre un psiquiatra, su paciente y el nacimiento de la terapia de regresión a vidas pasadas. Lo comencé a leer con entusiasmo, pero en un punto me aburrió.  Imagino que ya estaba destinado a la ficción.

Si eso es verdadero o falso ahora no me interesa, pero en ese entonces me parecía fascinante el haber existido en otro tiempo, en el cuerpo de una persona completamente diferente. Ahora, si tal conocimiento es necesario para saber qué debo hacer en esta vida, lo siento, pero me da mucha pereza ponerme a escarbar en el cerebro la información de mis vidas pasadas.

miércoles, 15 de julio de 2020

Nada

Con Mariela tuve buenos momentos, ¡y qué momentos! Pero de momento, valga la redundancia, no viene al caso relatarlos. Esa etapa de momentos, cuando se conoce a otra persona, esta repleta de altibajos, de premios de montaña, terrenos planos llenos de apatía y aburrimiento y unos descensos vertiginosos. 

En los primeros meses emprendimos el ascenso y fueron puras montañas repletas de dicha, esos momentos que hacen pensar que la felicidad si existe. Es verdad que a ratos pasábamos por valles rutinarios, casi una copia los unos de los otros, pero eran paisajes llevaderos, con casitas de campo y extensas plantaciones de cultivos con muchas flores. 

Pero llego ese momento al que todos le escapamos y es cuando se comienza a descender. La bajada estuvo repleta de lluvia y barro y raspones, producto de nuestras caídas. 

El caso es que la etapa acabó y unos meses después conocí a Natalia. No creo quererla como quise en su momento a Mariela, pero igual nos fuimos a vivir juntos, pues eso es lo que se debe hacer, ¿cierto?. De todas maneras siento que muchas cosas quedaron por decirnos entre Mariela y yo, no para quedar en buenos términos, sino para cantarle un par de verdades en su cara. 

El otro día, de la nada, bueno, de ella que es como lo mismo, me llego un mensaje, en el que me daba las gracias por los momentos compartidos y no sé que más chorradas. Era el momento perfecto para descargar toda mi rabia en unos cuantos párrafos, así que empecé a redactarlos como si de ellos dependiera mi vida. Al terminar, leí lo que había escrito, pero me pareció un arrume de argumentos flojos y lo borré todo. Volví a escribir un mensaje tres veces más, pero ninguno me convenció. 

“¿Qué haces mi amor?”, me pregunto Natalia al Salir del baño. 
“nada”, respondí, mientras ponía el celular sobre la mesita de noche. 

A la mañana siguiente tenía un mensaje de Mariela que decía: “¿Me quieres decir algo?”. Otra vez tenía la oportunidad de lanzarle un par de dardos venenosos en forma palabras, pero me contuve y solo le escribí: “No, nada”.