viernes, 21 de agosto de 2020

Donación

Uno se siente un poco mal porque parece que muchas personas se están reinventando en estos tiempos difíciles y uno sigue ahí, igual que antes, falto de ese gen de la reinvención que la gran mayoría parece tener. Otros cuantos informan por sus redes sociales que han conseguido el trabajo de sus sueños, que han terminado de pagar su vivienda, y cosas así. 

Entonces uno se pregunta: ¿Qué estoy haciendo mal?, ¿Por qué la vida, Dios, la Pachamama, el universo, el chupacabras, sea quien sea el que maneja las riendas de mi destino, no me concede algo? 

Entonces llegan otros, siempre los hay, me refiero a esos otros que refutan todo lo que uno dice, a informarnos, con un tufillo de superioridad y tintes motivacionales, que cada uno se labra su destino y no sé qué más cosas. Pues a esos otros, quiero decirles que hoy me llegó mi momento. 

Estaba revisando la bandeja de entrada de mi correo electrónico y apareció un nuevo mail con el asunto “Donación”, de un tal Jose. En él, Jose, antes que nada, me pide disculpas por la forma en que me contacta, así, sin conocerme. 

Después viene una frase que pide edición a gritos: “Es bueno después de varios días de intensa oración que lo haga es donde el Espíritu Santo me guió a ti por la gracia de Dios”. 

Luego me cuenta que es el presidente y fundador de una petrolera con sede en argentina, pero que lamentablemente sufre de un cáncer de garganta que lo va a matar; pobre Jose. 

Así a las patadas, como atragantándose con lo que me quiere contar, por eso la redacción apresurada, me dice que tiene 250.000 euros y que los quiere donar a una persona de confianza que, imagino, soy yo, para que los aproveche bien y pueda comenzar una nueva vida en familia y en paz. Me pregunto porque no los utilizará para tratar su enfermedad, pero cada quien con sus rarezas. 

Para cerrar su mensaje, me dice que me está donando el dinero porque el amor al prójimo es la base de toda su vida cristiana, y me pregunta si estoy dispuesto a recibir su donación. 

¿Quién no se reinventa con 250.000 euros así, como caídos del cielo?

jueves, 20 de agosto de 2020

Coherencia narrativa

El cuento que escribo es corto. Estimo que me debe salir de 6 páginas o menos, porque es una escena de vida, algo sobre lo que, dado el fin que le quiero dar, no se debería escribir más páginas que esas, pero solo porque es un cuento y no una novela. Alguna vez leí que un cuento es precisamente eso, como una mirada a la foto de un bosque, mientras que una novela es entrar a recorrerlo y perderse en él; algo así decía la cita, lo más probable es que este inventando un poco, pero bueno, eso no viene al caso. 

Lo retomo luego de haber escrito 2 páginas y acabo el primer borrador. Mi visión fue exacta: me salieron 6 páginas. 

Ahora viene la edición, lo bueno, eso que unos dicen, y se les llena la boca: “en lo que en verdad consiste la escritura”. No lo sé, pero no me gusta dar esas afirmaciones con pinta de verdad revelada; igual esto tampoco viene al caso, discúlpeme usted, querido lector, por desviarme del tema. 

Leo todo el cuento, primero de un tacazo a ver si tiene sentido, y luego comienzo a editarlo párrafo a párrafo. En un momento el personaje principal toma un radio de pilas que aparece de la nada, objeto que debería haber aparecido al principio del cuento para que la transición de una escena a la otra tenga coherencia. 

Ese simple detalle me obliga a reescribir una porción del cuento y reniego, pues quiero acabarlo. Parece que el computador se da cuenta de mi actitud infantil y obliga a que el procesador de palabras se trabe. Aporreo las teclas como un pianista enloquecido, pero no ocurre nada. ¿Acaso cuando se ha visto que esa acción bruta sirva de algo? No me queda más remedio que forzar el cierre de la aplicación. 

Cuando la vuelvo a abrir, pasó lo que temía: no se guardó ningún cambio. Le hecho un madrazo al computador, pero los dioses zen de la escritura vienen a mí y evitan que me empute, simplemente vuelvo a escribir lo que ya había escrito, porque díganme ustedes, ¿si Steinbeck pudo reescribir una novela desde cero, porque su perro se comió el manuscrito que estaba listo para ser entregado a su editor, como es que yo no voy a ser capaz de reescribir un par de párrafos? 

Termino de escribir el cuento, lo leo y creo que tiene sentido. Ahora necesito que se añeje, que madure solito, antes de volver a editarlo.

miércoles, 19 de agosto de 2020

El ruido

Es de madrugada y programo la alarma para dormir 7 horas. Toda la tarde había escuchado un ruido que parecía como si alguien estrellara una manguera de caucho contra el suelo sin cansarse. Cuando caí en cuenta de él me desesperé un poco, pero luego, cuando dejé de prestarle atención pasó a un segundo plano. El ruido resulto ser un corto circuito, o algo así, porque cuando abrí la ventana para ver qué era lo que sonaba, pude ver la chispa que lo producía en un edificio de parqueaderos de al lado. 

Ahora que pienso en dormir, luego de apagar el televisor, vuelvo a ser consciente del ruido. Ajusto la ventana, pero todavía lo alcanzo a escuchar. Quiero dejar de fijarme en él, pero ya perdí esa batalla: tac, tac, tac, tac, no se cansa el maldito. 

Cierro los ojos, plenamente consciente del ruido, y quién sabe cuánto tiempo demoro en dormirme, hasta que lo logro. Tiempo después me despierto y lo primero que hago es prestar atención a ver si el ruido aún está presente. Tac, Tac, Tac, ahí sigue intacto el desgraciado, no tiene nada más que hacer. El reloj cucú marca las tes de la mañana. El ruido, que pensé no me iba a dejar dormir por prestarle toda mi atención, ya me importa poco. Doy media vuelta al tiempo que jalo las cobijas. Que el ruido acabe con el mundo si eso lo hace feliz. 

Me despierto antes de que suene la alarma. Siento que descansé, así haya dormido menos horas del tiempo previsto. Acomodo las almohadas para recostarme contra la pared y me concentro a ver si logro oír el ruido. Ya no está, se cansó, se fue, o ambas cosas. Cierro los ojos y no logro volver a dormir. Estoy a la espera de que el ruido aparezca de nuevo, pero no pasa nada. 

Ya no hay ruido ni tampoco sueño. Estiro mi brazo hasta alcanzar el Kindle y me pongo a leer los últimos 25 minutos que me quedan de Una Habitación Propia, de Virginia Woolf. Las últimas páginas, pienso, son tremendas; Woolf está cerrando la charla y las conclusiones que saca sobre lo que dijo son muy precisas. 

La lectura me hace sentir bien. Cierro los ojos e intento dormir, pero fracaso de nuevo en el intento. 

Me levanto.

martes, 18 de agosto de 2020

Templo

Saraswati, la diosa de las palabras y el conocimiento me mira. Bueno, mira hacia el frente, pero imagino que dirige su mirada hacia mí. La verdad es que no mira a nada ni nadie, pues es una estatuilla, pero uno está en todo su derecho de tejer cualquier tipo de fantasías y/o ficciones, ¿acaso no?. 

Conocí de la existencia de esa diosa del Hinduismo, hace ya varios años, luego de leer Wisdom Walk, un libro que habla sobre las religiones del mundo, en qué consisten y cuales son los rituales de cada una. Saraswati aparece sentada sobre un cisne, tiene cuatro brazos y sostiene una vina, instrumento similar a una cítara, con dos de ellos. 

Los adeptos a esa religión creen en la reencarnación, pues las personas necesitan más de una vida para llegar a comprender ciertas lecciones. piensan que el infierno es un estado mental y que uno puede permanecer o salir de él en cualquier momento, y también creen en el karma y la ley de la causa y efecto. 

Uno de sus rituales consiste en hacer altares caseros, un sector del hogar que es como un  templo o santuario; el devatarchanam, un lugar para honrar la divinidad. Recuerdo que el libro decía que uno puede hacer altares de lo que quiera, aunque no se practique esa religión, y que son espacios que sirven para bajarle las revoluciones a los días y conectar con lo espiritual, independiente de cómo cada persona lo conciba. 

Más que lugares sagrados, son ambientes pacíficos y que nos deben agradar estéticamente. La idea es poder visitarlos preferiblemente en la mañana, o a cualquier hora para tener un momento contemplativo. 

Recuerdo que compré la estatuilla, para hacer uno relacionado con la escritura, pero al final nunca lo hice, y ahí quedo Saraswati, huérfana de altar, encima de un mueble. De pronto el hecho de que me haya puesto a escribir sobre esto es una señal para que lo haga, pero creo poco en eso de las señales.

lunes, 17 de agosto de 2020

De medio lado

Es un día nublado. Después del almuerzo me dan ganas de leer, así que preparo el lugar en el que suelo hacerlo: mi cama. Ejecuto con cuidado la tarea de acomodar las dos almohadas contra la pared, en la posición adecuada y, antes de recostarme, les doy golpes aquí y allá, pues creo que servirán para crear mayor comodidad. 

Me recuesto despacio. Siento que algo anda mal y me inclino hacia adelante, las jalo para abajo y vuelvo a recostarme. Con las almohadas en la posición correcta, prendo la lámpara y doblo su tubo, es flexible, para que el haz de luz apunte directamente sobre la pantalla del Kindle. 

Me termino de un sorbo un tinto ya casi frío que había preparado, y rescato de las profundidades de un paquete de chokis, una última bolita de chocolate. 

Comienzo a leer y lo hago despacio, saboreo las palabras, y ningún pensamiento me distrae. “Que bueno es caer en estos estados de lectura”, pienso. 

Mi caprichoso cuerpo, haciéndole caso a la cabeza, supongo, decide cambiar de posición. Acomodo el Kindle contra un mueble modular que hace sus veces de mesa de noche y doy media vuelta. No sé porque le hago caso a mi cerebro, pues es una postura incómoda, una en la que el cuello seguro sufre, al tiempo que algún músculo de la espalda. Qué difícil resulta, a veces, encontrar esa posición en la que uno se siente a gusto para leer. 

Pasados unos minutos, tengo que volver a leer un párrafo, y así ocurre con otro par. Se me están cerrando los ojos. Apago el aparato y decido entregarme por completo al sueño. Justo en ese momento suena el citófono, para avisar que llegó un domicilio. 

Bajo a recogerlo y cuando subo, el sueño ha abandonado mi cuerpo. Me pongo a leer de nuevo, pero esta vez solo boca arriba; creo que la postura de medio lado es la que me induce al sueño.

sábado, 15 de agosto de 2020

Días de días

Leo un artículo en el que cuentan que Jacinto Cabezas, el escritor, cree que hay días de días para escribir. Dice, después de botar el humo de un cigarrillo al que le da caladas profundas —así lo cuenta el escrito—, que Algunas veces escribe textos con los que se obsesiona y que no abandona hasta que, cree, les pone el punto final y los termina; aunque piensa, como muchos otros, que un texto, cuando se cree terminado, lo que se hace, escasamente, es abandonarlo. 

En esos días, piensa, las palabras le fluyen más fácil, las asociaciones libres brotan del subconsciente como si nada y siente que todo lo que hace, lee, escucha o le dicen, tiene que ver con el tema sobre el que está escribiendo, o busca alguna manera de relacionarlo. Cabezas anhela que todos los días sean así, pero afirma que son contados, como errores del sistema, por decirlo de alguna forma. 

Lleva, a manera de diario, un registro minucioso de esos días, para ver si puede descubrir el patrón de comportamiento que los genera. Es feliz en ellos, pues están llenos de adrenalina mental, es decir, se la pasa explorando los bordes y desfiladeros peligrosos de la periferia de la realidad que, como ya sabemos, están lejos del centro, aquel lugar tan peligroso repleto de ideas enquistadas y lugares comunes. 

En otros días, cuenta Cabezas, el órgano de la imaginación —así lo cree, que la imaginación es un órgano, una parte palpable del cuerpo— desaparece o se niega a trabajar y entonces las palabras se le atoran en los dedos. Esos días, la gran mayoría, —de ahí que le hayan diagnosticado depresión— tan distintos a los otros, lo invade una tristeza que lo obliga a recostarse en la cama y solo dormir. 

La vida, si uno se fija bien, se reduce a un sistema binario: se tienen días 1 y días 0, los unos y los otros, que son diametralmente opuestos.

jueves, 13 de agosto de 2020

Sensible

Me inscribo a unas charlas del Hay Festival Queretaro o QueretaRock, como la llamaba una mexicana muy graciosa, originaria de esa ciudad, que conocí hace unos años. A veces pienso que ya me saben a cacho los eventos virtuales, pero es lo que hay. Esto es, más o menos, una contradicción, porque también me saben a cacho las personas que reniegan y se indignan por todo, y a veces caigo en esa dinámica, en fin. 

No sé si vamos a tener diferencia horaria con México el próximo mes, así que luego de llenar un formulario con mis datos, y guardar la información, presiono un link que dice “agregar al calendario de Google”, solo porque soy pésimo para hacer esos cálculos de diferencias horarias. Siempre he pensado que el hecho de que acá sea de noche y en otro lugar de día, desequilibra algo. No me pregunten qué, pues es una teoría a la que le trabajo a ratos, cuando eventualmente me acuerdo de ella. 

Luego de un par de clics, aparece un botón que dice “Aceptar”, que también presiono. Inmediatamente sale un cuadro de texto a manera de mensaje preventivo, que me informa que mi acción va a permitir que Zoom vea y edite todos mis calendarios. No entiendo a qué se refiere Internet con eso de “todos”. La advertencia finaliza recordándome que puede ser que esté compartiendo información sensible con el sitio web o la aplicación. “Información sensible”, ¡ja¡ ni que manejara información súper importante, aunque de pronto no entiendo a que hace referencia ese término, y le estoy vendiendo mi alma virtual a las grandes corporaciones tecnológicas. Dudo por unos segundos en confirmar la acción y al final pienso: “¿qué más da?” Igual, ya estamos regados por la red quién sabe en cuántos miles de bits, y aunque no queramos,  le pertenecemos de cierta forma.