martes, 8 de septiembre de 2020

De fantasías y otras cosas

El reloj del computador marca las 22:33. Imposible saber si esa es realmente la hora exacta. ¿Para qué se necesita saber eso? No lo sé, amable e hipotético lector. Imagino, por ejemplo, que para un grupo de agentes secretos que sincronizan sus relojes al inicio de una misión, debe ser un dato supremamente importante. 

El punto, si es que existe, si no se ha descocido dejando un boquete por el que se vierte todo lo imaginable, es que hasta ahora me siento a escribir algo acá. Debería darme algo de vergüenza, porque desperdicié alrededor de una hora con un juego de Ipad, una dinámica repetitiva, sin ton ni son, pero que, creo, me apacigua, y por eso se me pasó el tiempo volando. 

Pienso en estas cosas mientras le doy sorbos a una taza de te que se está enfriando a una velocidad casi igual a la de la luz. Puse el anterior punto para darle otro sorbo. 

Debo tener cuidado. Aunque este escrito no es frondoso, tiene muchas ramas por las que me puedo desviar. 

Le decía a usted, ¡O gran lector!, que debería tener algo de vergüenza, y me refiero al hecho de sentarme hasta ahora a escribir algo, y no haber utilizado mejor el tiempo que, digamos, desperdicié con el Ipad. Pienso, por ejemplo, que debí haber aprovechado ese tiempo, que se fue pal carajo del pasado, para escribir un par de capítulos de una novela que va a revolucionar el mundo de la literatura. 

A veces fantaseo con eso, que un día, de buenas a primeras, me voy a iluminar con una idea tremenda, que me va a permitir escribir una novela a la que Guerra y Paz, por mencionar cualquier peso pesado de la literatura, le va a quedar en pañales. 

En esas ocasiones juego con ese pensamiento por un rato, y al final abandona mi cabeza como una hoja muerta que cae de un árbol. 

El té ya se enfrió por completo.

lunes, 7 de septiembre de 2020

No se necesita nada más

Sábado. 

Hace sol y me veo con mis hermanas. No las veía desde hace 6 meses, cuando Covid Alfonso nos sacudió el tapete de nuestra existencia. En un principio la idea era vernos estilo una parada de pits Stop and go, en la que los mecánicos trabajan a toda mierda y el carro no se demora más de 6 segundos detenido. 

Esa era la idea, pero, al parecer, teníamos mucho de que hablar, así lo hagamos seguido por teléfono, o simplemente los temas comenzaron a aparecer de la nada. Nos compramos unos helados, de Maracuya y Fresa, pusimos unos plásticos sobre las bancas de un parque—Que pereza tanto protocolo, tanta bioseguridad, tanta dosis de “nueva” normalidad—, y nos sentamos a la sombra de unos árboles de copas frondosas, para rendirnos ante el riachuelo de palabras que salían de nuestras bocas y zambullirnos en la conversación. 

En un momento, una viejita que llevaba un sombrero como el de Chiripa, el compañero de Olafo, caminaba apoyada en un bastón y tenía puestos unos guantes quirúrgicos, se sentó en una banca al frente de nosotros dándonos la espalda. 

Antes de que se sentara, me di cuenta de que llevaba un café en una mano y una bolsa, cómo la del doctor Chapatín, en la otra, de la que saco algo de comer para acompañar su bebida. 

Sus movimientos eran lentos, pero precisos. Se podría pensar que eran así debido a su avanzada edad, pero me dio la sensación de que su armonía corporal, se debía a que quería disfrutar de ese momento, siendo plenamente consciente de lo que estaba a punto de hacer: tomar un café y acompañarlo con algo de comer. 

Luego de sentarse, con otro par de movimientos calculados, se bajo el tapabocas para disfrutar de su pequeño banquete. 

Un café, un bizcocho y un poco de sol. No se necesita nada más.

jueves, 3 de septiembre de 2020

"¿Y quién soy yo...?"

Raúl Tola, un escritor y periodista peruano, entrevista a Vargas Llosa sobre su último libro, que trata sobre Borges, a quién Llosa alcanzó a entrevistar dos veces, a 20 años un encuentro del otro. 

El nobel cuenta que, en el segundo encuentro, cuando el escritor Argentino estaba casi totalmente ciego, él estaba a la expectativa de qué lo iba a poner a leer, pues ese era el rumor: Borges siempre hacía que sus entrevistadores leyeran fragmentos de los libros que más le gustaban. 

Cuando lo visitó en su apartamento que era muy modesto, con solo dos habitaciones, Llosa se dio cuenta que Borges no tenía ninguno de sus libros en la biblioteca, y le preguntó cuál era la razón de eso. “¿Quién soy yo para compararme con Cervantes o Shakespeare?, fue la respuesta del escritor argentino. 

Tiempo después, Borges dijo que nunca le iba a perdonar la mención de la gotera, que se filtraba desde el techo del apartamento y caía en un balde estratégicamente ubicado para recoger las gotas de agua. Que ese hombre que lo había visitado le había dicho que era un periodista, pero que a él le pareció que más bien era una persona que quería venderle una casa; de ahí que se hubiera fijado tanto en la gotera. 

Llosa También contó que con el paso del tiempo Borges había creado una persona diferente, una especie de yo alterno, con el que mantenía a raya a sus admiradores. Ese personaje tenía un arsenal de clichés que protegían su intimidad, con sus dudas y conflictos, al momento de dar entrevistas.

miércoles, 2 de septiembre de 2020

Bultos mentales

Acabo de ver una charla. Apenas termina, pienso que debería escribir un texto, aunque no tengo ni la más mínima idea de qué podría tratar. Es como si hubiera agotado todas las ideas o palabras, o ambas cosas, en el texto de 780 palabras, que escribí en horas de la tarde.

Además de eso, de repente, un cansancio de ese tipo que solo dan ganas de tumbarse en la cama, mirar hacia el techo y perderse en todo tipo de ensoñaciones, cae sobre mí, como si hubiera estado cargando bultos toda la tarde. 

Relaciono lo de los bultos con la palabra cotero y de ahí mi mente salta al dicho: “Tras de cotudo con paperas”. Sé que una cosa no tiene nada que ver con la otra, o seguro sí, pero tengo pereza de averiguarlo. Lo más probable es que esa asociación libre, o bien, conexión forzada, se debe a que mi cerebro está intentando buscar algún tema sobre el cual escribir.

Me relajo y pienso que si no escribo el mundo no se va a acabar, pero me da rabia eso, porque ya lo he dicho y lo vuelvo a repetir hoy, dado que, al parecer, no tengo muchas palabras a la mano: Cuando dejo de escribir acá, supongo que el curso de mi vida, si es que tiene alguno, se desbarajusta. Son cambios pequeños, infinitesimales, pero de consecuencias catastróficas. Por eso escribo este texto que, parece, no va para ningún lado; para salvar mi vida y si es el caso, también la de ustedes. 

Imagino que el cansancio que experimento se debe a bultos mentales, bultos que carecen de corporeidad, pero que pesan más, pues su fin es machacar y triturar el yo con su peso, ¿cuál?, digamos que el peso moral, solo por darle una definición.

Por eso acudo a la escritura, para descifrar el cansancio que llevo puesto, para descifrarlo todo;  esta nunca será un peso.

martes, 1 de septiembre de 2020

A punta de golpes

Leo Confesiones de un Burgués, la biografía novelada de Sandor Márai. Llegué a ese autor luego de leer La vida a Ratos de Juan José Millás, en donde menciona los diarios de ese escritor, y algo relacionado con su suicidio cuando tenía 89 años. 

Hasta el momento me ha gustado la obra porque procura alejarse de las reflexiones y del monólogo interior, que, como también dice Millás, administrado en grandes dosis, produce en el cerebro de la trama unas lesiones irreversibles.  Márai se dedica a contar sus eventos, incluso sin muchos adornos ni figuras narrativas, algo, que, si uno se fija bien, es difícil.

“Las bofetadas formaban parte integrante de la marcha cotidiana de los días, como las oraciones o los deberes” cuenta Marai sobre la educación en esos tiempos,

Apenas leo eso, me acuerdo de una historia que mi padre siempre cuenta entre risas en medio de lo cruel.

Cuando era pequeño, debía tener 10 años, mi abuelo lo metió a estudiar a un internado, donde el pan de cada día eran los golpes. Mi padre dice que él era un buen estudiante, y que muchos estudiantes le tenían envidia porque era muy bueno en matemáticas, pero que siempre pasaba disciplina raspando.

Un día él iba caminando como si nada, procurando meterse con nadie, por uno de los pasillos del colegio y en dirección contraria venía caminando el director de la institución, un cura mala clase. Mi padre cuenta que apenas lo vio y sin mediar ni una palabra le dijo: “Ahh pero mire al señor Rodríguez, el de la guachafita” y sin ninguna razón le mandó una cachetada porque sí. Mi padre alcanzó a cubrirse y pensó: “Si me tiro al suelo, el viejo fijo me deja en paz”, pero cuál sería su sorpresa cuando el miserable ese, ni corto ni perezoso lo agarro a patadas.

lunes, 31 de agosto de 2020

La línea de la vida

Hace unos días, más o menos una semana, me desperté con picazón en la palma de la mano izquierda. Me la rasqué como si el mundo se fuera a acabar, y esa acción sería lo que evitaría tal evento. 

La rasquiña resultó ser producto de una especie de raspón, muy pequeño, justo encima de una de las líneas de la mano, pero que me ardía y a lo único que me inducía era a rascarlo. Cuando logré abandonar esa obsesión, me apliqué una crema por un par de días, hasta que la pequeña herida desapareció. 

Ahora que repaso el episodio, pienso que podría haber sido el rastro de una combustión espontánea fallida, y estoy vivo de milagro. ¿Cuántas veces habremos estado a punto de morir y no nos dimos cuenta? Ahora el raspón solo es una pequeña mancha rojiza casi imperceptible. 

No sé precisar por qué, pero a lo largo del día me examino la palma de la mano, y miro la mancha como si tuviera que revelarme algo: “¿qué será?”, me pregunto. 

Decido buscar en internet para ver cuál es el nombre de esa línea. Según la imagen que consulto resulta ser la de la vida. Lo más fácil sería pensar que el raspón corresponde a un bache en el camino, correspondiente a este año extraño que a todos nos tocó vivir, pero, la verdad, me parece una conclusión muy obvia, un lugar común fácil de trillar. 

Busco un poco más en internet, pero no encuentro ningún enlace que diga qué significa un raspón justo encima de la línea de la vida. Al final doy con un buscador de quiromantes (lectores de manos o palmistas) en el que me preguntan que tipo de lectura quiero: occidental, oriental; que si la lectura es para un niño, un adolescente o un adulto, y luego me dejan escoger, de una lista desplegable, la hora a la que quiero la consulta. Lleno todos los datos y me llamo Pedro Pérez para ese formulario. Al final me piden que registre un número de celular y escribo uno de los primeros que tuve: 310-8670709, que no sé por qué aún guardo en mi cabeza. Luego de eso, aparece un mensaje en la pantalla en el que me indican que me enviaron un código de activación. 

Vuelvo a mirar la palma de la mano, y al rato me olvido del tema.

viernes, 28 de agosto de 2020

Como los libros

Luego de hablar con Camilo, tras dos años sin verlo, Alejandra llega a una conclusión: las personas son como los libros. Su teoría no tiene nada que ver con esa frase que dice: “Las personas son como libros abiertos”, que hace referencia a aquellas que, en apariencia, no ocultan nada, y se muestran tal como son. Alejandra no cree en eso; piensa, más bien, que todos, sin importar quienes seamos, cargamos con fantasías, ideas, pensamientos, filias, lo que sea, que consideramos inconfesables. 

Lo que ella quiere decir, es que, a veces, cuando uno las comienza a leer, sus palabras y todo lo que hacen nos caen bien, entonces uno se encarreta con ellas. Con eso se refiere a cualquier tipo de relación, o bien, de encarrete: de amistad, laboral, sentimental, etc. (acudo al recurso perezoso del etc. porque, de momento, no se me ocurre otro tipo de relación que, imagino, seguro existirá, perdóneme usted, estimado lector). 

Hay otros libros que, por diferentes razones, nos caen mal, y nos entran, como se dice popularmente cuando un trago no nos sienta bien, en reversa. A esas por lo general las dejamos de leer, porque presentimos que no vamos a sacar ningún provecho de esa lectura. 

Piensa que deben existir tantos tipos de personas como libros, pero particularmente le interesan esas que uno empieza a leer con agrado, pero en algún momento se siente hastío hacia ellas. 

Entonces uno se aleja porque, como ocurre con los libros, no era el momento indicado para leerlas. Es posible que vuelvan a aparecer, y que en ese nuevo encuentro pensemos lo mismo que antes, o que nos den ganas de leerlas. 

En eso, y otros temas, piensa Alejandra, mientras mira de forma distraída por la ventana del tren que la lleva a Auxerre, “¿Qué tipos de libros leeré allá?”, se pregunta.