jueves, 10 de septiembre de 2020

Formas de echarse la bendición

Salgo a caminar. Cuando las nubes tapan el sol, algunas ráfagas de viento hacen pensar que es una tarde fría, pero al rato los rayos de sol vuelven a bañarlo todo, y la sensación térmica cambia. 

Me fijo en una mujer que lleva un paso apurado, como si no tuviera un minuto que desperdiciar en su vida. Lleva un morral verde oscuro en la espalda y se sube a una bicicleta. Ajusta los tirantes de la maleta, se frota las manos, se cierra la chaqueta y se sube la cremallera. 

Antes de ubicar las manos en el manubrio se echa la bendición: en el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo, y cierra el pequeño ritual besando la punta de los dedos que forman como un cono. 

No sé que más hace porque justo en ese momento la paso de largo. Imagino que empieza a pedalear al instante pues, como ya sabemos, tenía afán de desplazarse, de vivir, en fin, de lo que fuera. Me pregunto que tan mecánico es su gesto de echarse la bendición, o si le imprime grandes dosis de fe. 

Recuerdo que un amigo en la universidad, muy religioso, al parecer, siempre se echaba la bendición cuando pasábamos por enfrente de una capilla. Era como un acto reflejo, pero muy personal. Íbamos hablando sobre cualquier cosa y en ese momento él se quedaba callado, se echaba la bendición y al instante continuaba la conversación como si nada. 

Una vez, hace muchos años, cuando iba en una buseta y esta pasaba cerca del parque de los hippies, una mujer le sacó la mano. Cuando se subió, me fijé en ella, pues tenía un gesto de terror en su cara, como si acabara de ver a la mismísima muerte, o al diablo, qué se yo. Luego de pasarle un billete al ayudante del conductor y recibir las vueltas, se echó la bendición y miró por una ventana como escaneando el sector. Me pareció que con el gesto buscaba protección divina y, al parecer, la necesitaba. Yo también miré en la misma dirección, pero no vi nada.

miércoles, 9 de septiembre de 2020

Descalzo

Camino descalzo, y no sé por qué lo hago, pues no me gusta andar así sobre ningún tipo de superficie, ni en la playa ni en el pasto, ni mucho menos sobre cenizas para hacer parte quién sabe de qué tipo de ritual, en fin. 

No sé por dónde voy, ni hacia donde me dirijo, al parecer piso asfalto o eso es lo que recuerdo, pues la imagen es solo un fogonazo, como una chispa que arde por un segundo, y después de eso, todo queda a oscuras. 

Esa es la única imagen que recuerdo del sueño que tuve anoche que, como la mayoría de las veces, viene acompañada de un montón de sombras, de objetos y personas sin contornos definidos. Caminaba descalzo por una carretera y era de noche. La vía estaba desprovista de carriles, pues no tenía las líneas blancas que suelen separar los que van de los que vienen. Tampoco había carros; era más bien, una escena apocalíptica en la que yo había sobrevivido, pero ¿a qué tipo de desastre?, no lo sé. 

Podría aventurarme a analizar el significado del sueño, decir que tiene que ver algo con mi situación actual o la del mundo, pero me da pereza ponerme en esas. Atribuirles significado a los sueños, creo, es una pérdida de tiempo. 

Por eso lo mejor es contar lo que se tiene en frente de las narices, pero ¿cómo contar ese vacío, esa nada en la que estaba envuelta el sueño? Tal vez sea igual de despropósito que tratar de entender los sueños. 

Por eso solo les cuento que iba descalzo, y también recuerdo que, a pesar de encontrarme en medio de ese paisaje tan hostil, me sentía tranquilo. 

Y aquí dejo de hablar de la imagen, porque si me pongo a escribir más cosas serían mentiras, florituras con las que quizá podría hilar una especie de relato, para dar una mejor idea de qué hacía el personaje del sueño —quizá no era yo—o que estaba buscando. 

Solo quería contarles que iba caminando descalzo.

martes, 8 de septiembre de 2020

De fantasías y otras cosas

El reloj del computador marca las 22:33. Imposible saber si esa es realmente la hora exacta. ¿Para qué se necesita saber eso? No lo sé, amable e hipotético lector. Imagino, por ejemplo, que para un grupo de agentes secretos que sincronizan sus relojes al inicio de una misión, debe ser un dato supremamente importante. 

El punto, si es que existe, si no se ha descocido dejando un boquete por el que se vierte todo lo imaginable, es que hasta ahora me siento a escribir algo acá. Debería darme algo de vergüenza, porque desperdicié alrededor de una hora con un juego de Ipad, una dinámica repetitiva, sin ton ni son, pero que, creo, me apacigua, y por eso se me pasó el tiempo volando. 

Pienso en estas cosas mientras le doy sorbos a una taza de te que se está enfriando a una velocidad casi igual a la de la luz. Puse el anterior punto para darle otro sorbo. 

Debo tener cuidado. Aunque este escrito no es frondoso, tiene muchas ramas por las que me puedo desviar. 

Le decía a usted, ¡O gran lector!, que debería tener algo de vergüenza, y me refiero al hecho de sentarme hasta ahora a escribir algo, y no haber utilizado mejor el tiempo que, digamos, desperdicié con el Ipad. Pienso, por ejemplo, que debí haber aprovechado ese tiempo, que se fue pal carajo del pasado, para escribir un par de capítulos de una novela que va a revolucionar el mundo de la literatura. 

A veces fantaseo con eso, que un día, de buenas a primeras, me voy a iluminar con una idea tremenda, que me va a permitir escribir una novela a la que Guerra y Paz, por mencionar cualquier peso pesado de la literatura, le va a quedar en pañales. 

En esas ocasiones juego con ese pensamiento por un rato, y al final abandona mi cabeza como una hoja muerta que cae de un árbol. 

El té ya se enfrió por completo.

lunes, 7 de septiembre de 2020

No se necesita nada más

Sábado. 

Hace sol y me veo con mis hermanas. No las veía desde hace 6 meses, cuando Covid Alfonso nos sacudió el tapete de nuestra existencia. En un principio la idea era vernos estilo una parada de pits Stop and go, en la que los mecánicos trabajan a toda mierda y el carro no se demora más de 6 segundos detenido. 

Esa era la idea, pero, al parecer, teníamos mucho de que hablar, así lo hagamos seguido por teléfono, o simplemente los temas comenzaron a aparecer de la nada. Nos compramos unos helados, de Maracuya y Fresa, pusimos unos plásticos sobre las bancas de un parque—Que pereza tanto protocolo, tanta bioseguridad, tanta dosis de “nueva” normalidad—, y nos sentamos a la sombra de unos árboles de copas frondosas, para rendirnos ante el riachuelo de palabras que salían de nuestras bocas y zambullirnos en la conversación. 

En un momento, una viejita que llevaba un sombrero como el de Chiripa, el compañero de Olafo, caminaba apoyada en un bastón y tenía puestos unos guantes quirúrgicos, se sentó en una banca al frente de nosotros dándonos la espalda. 

Antes de que se sentara, me di cuenta de que llevaba un café en una mano y una bolsa, cómo la del doctor Chapatín, en la otra, de la que saco algo de comer para acompañar su bebida. 

Sus movimientos eran lentos, pero precisos. Se podría pensar que eran así debido a su avanzada edad, pero me dio la sensación de que su armonía corporal, se debía a que quería disfrutar de ese momento, siendo plenamente consciente de lo que estaba a punto de hacer: tomar un café y acompañarlo con algo de comer. 

Luego de sentarse, con otro par de movimientos calculados, se bajo el tapabocas para disfrutar de su pequeño banquete. 

Un café, un bizcocho y un poco de sol. No se necesita nada más.

jueves, 3 de septiembre de 2020

"¿Y quién soy yo...?"

Raúl Tola, un escritor y periodista peruano, entrevista a Vargas Llosa sobre su último libro, que trata sobre Borges, a quién Llosa alcanzó a entrevistar dos veces, a 20 años un encuentro del otro. 

El nobel cuenta que, en el segundo encuentro, cuando el escritor Argentino estaba casi totalmente ciego, él estaba a la expectativa de qué lo iba a poner a leer, pues ese era el rumor: Borges siempre hacía que sus entrevistadores leyeran fragmentos de los libros que más le gustaban. 

Cuando lo visitó en su apartamento que era muy modesto, con solo dos habitaciones, Llosa se dio cuenta que Borges no tenía ninguno de sus libros en la biblioteca, y le preguntó cuál era la razón de eso. “¿Quién soy yo para compararme con Cervantes o Shakespeare?, fue la respuesta del escritor argentino. 

Tiempo después, Borges dijo que nunca le iba a perdonar la mención de la gotera, que se filtraba desde el techo del apartamento y caía en un balde estratégicamente ubicado para recoger las gotas de agua. Que ese hombre que lo había visitado le había dicho que era un periodista, pero que a él le pareció que más bien era una persona que quería venderle una casa; de ahí que se hubiera fijado tanto en la gotera. 

Llosa También contó que con el paso del tiempo Borges había creado una persona diferente, una especie de yo alterno, con el que mantenía a raya a sus admiradores. Ese personaje tenía un arsenal de clichés que protegían su intimidad, con sus dudas y conflictos, al momento de dar entrevistas.

miércoles, 2 de septiembre de 2020

Bultos mentales

Acabo de ver una charla. Apenas termina, pienso que debería escribir un texto, aunque no tengo ni la más mínima idea de qué podría tratar. Es como si hubiera agotado todas las ideas o palabras, o ambas cosas, en el texto de 780 palabras, que escribí en horas de la tarde.

Además de eso, de repente, un cansancio de ese tipo que solo dan ganas de tumbarse en la cama, mirar hacia el techo y perderse en todo tipo de ensoñaciones, cae sobre mí, como si hubiera estado cargando bultos toda la tarde. 

Relaciono lo de los bultos con la palabra cotero y de ahí mi mente salta al dicho: “Tras de cotudo con paperas”. Sé que una cosa no tiene nada que ver con la otra, o seguro sí, pero tengo pereza de averiguarlo. Lo más probable es que esa asociación libre, o bien, conexión forzada, se debe a que mi cerebro está intentando buscar algún tema sobre el cual escribir.

Me relajo y pienso que si no escribo el mundo no se va a acabar, pero me da rabia eso, porque ya lo he dicho y lo vuelvo a repetir hoy, dado que, al parecer, no tengo muchas palabras a la mano: Cuando dejo de escribir acá, supongo que el curso de mi vida, si es que tiene alguno, se desbarajusta. Son cambios pequeños, infinitesimales, pero de consecuencias catastróficas. Por eso escribo este texto que, parece, no va para ningún lado; para salvar mi vida y si es el caso, también la de ustedes. 

Imagino que el cansancio que experimento se debe a bultos mentales, bultos que carecen de corporeidad, pero que pesan más, pues su fin es machacar y triturar el yo con su peso, ¿cuál?, digamos que el peso moral, solo por darle una definición.

Por eso acudo a la escritura, para descifrar el cansancio que llevo puesto, para descifrarlo todo;  esta nunca será un peso.

martes, 1 de septiembre de 2020

A punta de golpes

Leo Confesiones de un Burgués, la biografía novelada de Sandor Márai. Llegué a ese autor luego de leer La vida a Ratos de Juan José Millás, en donde menciona los diarios de ese escritor, y algo relacionado con su suicidio cuando tenía 89 años. 

Hasta el momento me ha gustado la obra porque procura alejarse de las reflexiones y del monólogo interior, que, como también dice Millás, administrado en grandes dosis, produce en el cerebro de la trama unas lesiones irreversibles.  Márai se dedica a contar sus eventos, incluso sin muchos adornos ni figuras narrativas, algo, que, si uno se fija bien, es difícil.

“Las bofetadas formaban parte integrante de la marcha cotidiana de los días, como las oraciones o los deberes” cuenta Marai sobre la educación en esos tiempos,

Apenas leo eso, me acuerdo de una historia que mi padre siempre cuenta entre risas en medio de lo cruel.

Cuando era pequeño, debía tener 10 años, mi abuelo lo metió a estudiar a un internado, donde el pan de cada día eran los golpes. Mi padre dice que él era un buen estudiante, y que muchos estudiantes le tenían envidia porque era muy bueno en matemáticas, pero que siempre pasaba disciplina raspando.

Un día él iba caminando como si nada, procurando meterse con nadie, por uno de los pasillos del colegio y en dirección contraria venía caminando el director de la institución, un cura mala clase. Mi padre cuenta que apenas lo vio y sin mediar ni una palabra le dijo: “Ahh pero mire al señor Rodríguez, el de la guachafita” y sin ninguna razón le mandó una cachetada porque sí. Mi padre alcanzó a cubrirse y pensó: “Si me tiro al suelo, el viejo fijo me deja en paz”, pero cuál sería su sorpresa cuando el miserable ese, ni corto ni perezoso lo agarro a patadas.