jueves, 17 de septiembre de 2020

Está muerta

Ahí está colgada, quieta, parece muerta. Esas palabras dan pie a imaginar muchas cosas, pero antes de que su mente, estimado lector, intente darles sentido, antes de que comience a tejer y contarse quién sabe qué tipo de historia, permítame arrancar de raíz, cortar de tajo, cualquier fantasía que haya comenzado a elaborar. 

¿Quién o qué, más bien, está ahí? Me refiero a mi mochila. No la utilizo desde que inició la cuarentena. En ella solía echar un libro, una libreta, un esfero negro, de gel preferiblemente, para luego irme a leer a un café cercano. También la he llevado a algunos viajes, pero su uso principal es el que les cuento. 

Covid Alfonso lo cambió todo, como, imagino, otro de mis planes preferidos que es hojear libros. Puede que alguien en este momento deje de leer para exclamar: ¡Que tipo tan exagerado!, se puede lavar las manos y ya está”, pero me he dado cuenta de que tengo tendencia a tocarme la cara sin razón alguna, y que esta me pica a cada rato. Supongo que es algo que se puede solucionar con autocontrol, pero de pronto carezco de eso y soy como una veleta sin rumbo fijo, pura entropía andante, vaya uno a saber cómo están tejidos los hilos del destino de cada una de nuestras vidas, porque vamos caminando derechito, o eso creemos, y de pronto algo quiebra nuestro equilibrio. 

Ese algo suelen ser las personas. En estos días —en este punto imagino que usted, querido lector, ya se habrá dado cuenta que el sentido de este escrito, si tenía alguno, se fue al carajo— he pensado que la mayoría de las veces no tenemos la culpa de nada: Vamos por ahí procurando no meternos con nadie, hasta que alguien busca algún tipo de interacción por cualquier medio: en persona, por teléfono, palomas mensajeras, señales de humo, el que sea. Es ahí cuando todo se descontrola. 

Pues sí, ahí está la mochila, quieta, sin uso, como muerta.

miércoles, 16 de septiembre de 2020

Trama vs. personaje

En nuestras reuniones de escritura siempre presentamos dos historias, y hoy fue mi turno. Primero revisamos La Flecha de Cupido, una historia que gira en torno a un encuentro de cricket. Acerca de ella, concluimos que cuenta con una estructura muy sólida, en la que se nota que el autor le dedicó tiempo a tejer la trama, o que es de esas historias de estilo Plot driven, así como para tramar y sonar profesional. 

La mía, El Viejo, trata sobre un hombre de edad avanzada, que piensa mucho sobre la muerte y vive solo. En ella narro cómo es un día de su vida. Esta se centra más en el personaje, es correcto gana premio estimado lector, es character driven

Siempre discutimos mucho sobre qué es una historia, o a que pieza narrativa se le puede dar ese nombre, y aunque le damos vueltas y más vueltas a los mismos temas, nunca sacamos una conclusión definitiva. 

A la larga, ni un estilo o el otro está bien o mal. La primera, quizá, puede dar una mayor sensación de historia, pues se le siente la estructura clásica de los tres actos, a diferencia de la mía, en la que parece no ocurrir nada: no hay clímax identificable y mucho menos un giro inesperado de los eventos. 

Alguien dijo algo que me gustó, y es que en mi historia no pasa nada, pero al mismo tiempo pasa todo, pues el personaje es muy consciente de la muerte y sabe que es un evento que quizás esté cerca. 

Un invitado mencionó que, si hay algo bueno que tienen las historias, es que pueden ser paradójicas y resultar inexplicables, pues no funcionan con una fórmula en la que remplazamos variables para obtener un resultado.

Supongo que los personajes y las tramas no compiten por el protagonismo, sino que más bien se complementan, llenando esos espacios que los unos o las otras dejan descubiertos, pero vuelvo a plantearme la misma pregunta que me hago todos los días: ¿qué sé yo?

martes, 15 de septiembre de 2020

De editar de afán y otros peligros

Escribo un artículo que tenía en mente desde hace rato. Mientras lo hago, trato de pensar sobre qué voy a escribir en este espacio. Dediqué un instante del día a eso, pero en ese momento la plaza de la creación, un lugar ubicado en mi cerebro, justo al lado del hipotálamo, se convirtió en un paraje inhóspito y árido, con su fuente de ideas, ubicada en el centro, completamente seca. Una imagen triste para los recuerdos que la contemplaban en ese momento, y de menor importancia para los prejuicios, a los que no les importa nada, y que se paseaban por el lugar.

Después de ese episodio de sequía creativa se fue la luz, y me eché en la cama con el firme propósito de mirar pal techo, un arte que, me atrevo a decir, todos deberíamos perfeccionar. 

Volvamos al texto del que les hablé. En un principio pienso escribir un pedazo hoy y dejar el otro para mañana, pero comienzo a redactarlo y el texto comienza a fluir. Esos momentos de inspiración, o ese estado que los psicólogos llaman flujo, es perjudicial desperdiciarlo, así que decido terminarlo. 

Lo escribo de un tacazo y considero que uno de los párrafos del final, funciona mejor como la apertura. ¿Por qué?, porque cuenta una historia y, además, las líneas que abrían el escrito tenían pinta de opinión. 

Hago los cambios, escribo otro par de párrafos, y cuando lo leo todo por encima me doy cuenta de que en mi atropellado proceso de edición, borré dos o tres párrafos que me habían gustado. Le hecho la madre a algún dios, el de la edición digamos, aunque tengo la idea fresca y puedo volver a redactarlos. 

De pronto, qué se yo, escribir debe ser un proceso más calmado y menos atropellado, más fino y menos crudo, pero me gusta cuando comienzo a teclear como si estuviera poseído.

lunes, 14 de septiembre de 2020

Confianza

Cierro la llave de la ducha y luego me doy cuenta de que después de cada cierto tiempo, se le escapa una gota de agua a la campana. Iba a utilizar el término gotera, pero la situación no es propiamente una filtración de agua a través del techo. 

Aprieto de nuevo la llave, pero la gota continúa escapándose y no deja de hacerlo durante todo el día y, claro está, la noche. Llamamos a un plomero de confianza, se supone, y nos dice que al día siguiente viene a revisar cuál es el problema. Para eso nos pide fotos de la grifería y de la campana, que tomo desde diferentes ángulos, para que tenga una idea clara de qué es a lo que se va a enfrentar, y traiga todas las herramientas que considere necesarias. 

El plomero, con el que todavía no tenemos confianza, no aparece al otro día, pero llama a disculparse porque se le presentó un inconveniente. Nos dice que sin falta alguna vendrá al día siguiente en horas de la tarde. 

No aparece. Imagina uno que se le presentó otro inconveniente, que tiene mucho trabajo o que no se le dio la gana venir. Cualquier rastro de confianza se fue al carajo. Mientras tanto, las gotas de agua, incansables, seguían cayendo: ploc, ploc, ploc, o como suene cuando una gota se estrella contra el suelo. 

Hablamos con la administradora del edificio para ver si conoce a alguien que nos pueda ayudar. Nos dice que hay una persona encargada de los arreglos locativos que está viniendo con frecuencia. Le pedimos el favor de que le diga si puede pasar, en cualquier momento del día, a revisar el daño. 

Media hora después de nuestra conversación timbran y abro la puerta. Me encuentro con un señor de aspecto rollizo que lleva un tapabocas negro y solo una camiseta, a pesar de que la tarde es fría. 

“Buenas tardes vengo a ver el problemita, ¿dónde es?”, me pregunta 
“Es en el baño, siga por acá”, le respondo. “¿Cuál es su nombre?” 
“Luis”. 

Al llegar al baño le muestro qué es lo que está pasando. Luis le echa un vistazo rápido y determina que lo que no funciona de forma debida son los empaques, y dice que la grifería está muy vieja. 

Pienso que las tuberías y todo lo relacionadas con ellas, son la metáfora perfecta para evidenciar como el paso del tiempo causa estragos en todo. Aquí tal vez si aplique el término gotera, pues una de sus definiciones es: “ Indisposición o achaque propios de la vejez”. 

Cuadro con Luis para que pase el siguiente día a las 9. 

A esa hora ya estoy listo para recibirlo. Llega a las 9:20 con una caja de herramientas en una mano y una sonrisa en su cara. “Es un buen tipo Luis”, pienso. Ya en el baño, me pide un trapo viejo y papel periódico para poner sobre el piso de la ducha. Le digo que voy a estar en el comedor, y que si necesita cualquier cosa, que por favor me avise. 

Luis saca sus herramientas, desarma los grifos y comienza a trabajar. Pasado un tiempo me muestra cuál es la raíz del problema: los empaques son redondos y la forma donde casan en la grifería es cuadrada, por eso no tienen buen agarre y no trancan por completo el flujo del agua. También me cuenta que logró desaparecer la gota de agua de la campana, pero que su arreglo produjo un nuevo escape por uno de los grifos. 

A las 10:30 me dice que necesita comprar un yo no sé qué. Le doy un billete y sale a buscar una ferretería. 

Cuando vuelve dice que no consiguió lo que buscaba, pero que compró otra cosa con la que puede hacer el arreglo. Va de nuevo a su lugar de trabajo y de vez en cuando escucho su martilleo, pero lo que más escucho es como reniega y se lamenta consigo mismo: “Nooo, pero ¿esto qué es?, no puede ser”. “Aghh, no no no no no”,  y otras expresiones similares. 

Cuando van a ser las 12 me acerco; y apenas se da cuenta de mi presencia me dice: “Nooo patrón esto es severo chicharrón”. Pienso que va a tirar la toalla. “¿Y entonces?”, le pregunto con tono de preocupación, pues la grifería esta desarmada y quitamos el agua en el apartamento. Me parece que toco, de alguna forma, su orgullo de plomero de mil batallas, y que no piensa rendirse, pues seguro a tenido trabajos más difíciles que este. “Tranquilo que yo no los voy a dejar así. Tengo que salir a comprar un yonoséqué, pero me toca ir un poco más lejos”. “Bueno”, le respondo, “¿Y eso cuánto cuesta?”. “Tranquilo que con las vueltas de lo que compré me alcanza". 

Y sale de nuevo a buscar esa pieza que va a solucionar el problema. 

Llega a las 2 de la tarde, con un semblante de fatiga: cara roja y respiración agitada. No pierde tiempo en explicaciones y se va de nuevo a su lugar de trabajo. A los 20 minutos me grita para que ponga el agua. Cruzo los dedos y Abro el registro. Ya no se le escapa ni una gota a la campana, ni hay fuga alguna por la llave. 

Luis es nuestro plomero de confianza.

jueves, 10 de septiembre de 2020

Formas de echarse la bendición

Salgo a caminar. Cuando las nubes tapan el sol, algunas ráfagas de viento hacen pensar que es una tarde fría, pero al rato los rayos de sol vuelven a bañarlo todo, y la sensación térmica cambia. 

Me fijo en una mujer que lleva un paso apurado, como si no tuviera un minuto que desperdiciar en su vida. Lleva un morral verde oscuro en la espalda y se sube a una bicicleta. Ajusta los tirantes de la maleta, se frota las manos, se cierra la chaqueta y se sube la cremallera. 

Antes de ubicar las manos en el manubrio se echa la bendición: en el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo, y cierra el pequeño ritual besando la punta de los dedos que forman como un cono. 

No sé que más hace porque justo en ese momento la paso de largo. Imagino que empieza a pedalear al instante pues, como ya sabemos, tenía afán de desplazarse, de vivir, en fin, de lo que fuera. Me pregunto que tan mecánico es su gesto de echarse la bendición, o si le imprime grandes dosis de fe. 

Recuerdo que un amigo en la universidad, muy religioso, al parecer, siempre se echaba la bendición cuando pasábamos por enfrente de una capilla. Era como un acto reflejo, pero muy personal. Íbamos hablando sobre cualquier cosa y en ese momento él se quedaba callado, se echaba la bendición y al instante continuaba la conversación como si nada. 

Una vez, hace muchos años, cuando iba en una buseta y esta pasaba cerca del parque de los hippies, una mujer le sacó la mano. Cuando se subió, me fijé en ella, pues tenía un gesto de terror en su cara, como si acabara de ver a la mismísima muerte, o al diablo, qué se yo. Luego de pasarle un billete al ayudante del conductor y recibir las vueltas, se echó la bendición y miró por una ventana como escaneando el sector. Me pareció que con el gesto buscaba protección divina y, al parecer, la necesitaba. Yo también miré en la misma dirección, pero no vi nada.

miércoles, 9 de septiembre de 2020

Descalzo

Camino descalzo, y no sé por qué lo hago, pues no me gusta andar así sobre ningún tipo de superficie, ni en la playa ni en el pasto, ni mucho menos sobre cenizas para hacer parte quién sabe de qué tipo de ritual, en fin. 

No sé por dónde voy, ni hacia donde me dirijo, al parecer piso asfalto o eso es lo que recuerdo, pues la imagen es solo un fogonazo, como una chispa que arde por un segundo, y después de eso, todo queda a oscuras. 

Esa es la única imagen que recuerdo del sueño que tuve anoche que, como la mayoría de las veces, viene acompañada de un montón de sombras, de objetos y personas sin contornos definidos. Caminaba descalzo por una carretera y era de noche. La vía estaba desprovista de carriles, pues no tenía las líneas blancas que suelen separar los que van de los que vienen. Tampoco había carros; era más bien, una escena apocalíptica en la que yo había sobrevivido, pero ¿a qué tipo de desastre?, no lo sé. 

Podría aventurarme a analizar el significado del sueño, decir que tiene que ver algo con mi situación actual o la del mundo, pero me da pereza ponerme en esas. Atribuirles significado a los sueños, creo, es una pérdida de tiempo. 

Por eso lo mejor es contar lo que se tiene en frente de las narices, pero ¿cómo contar ese vacío, esa nada en la que estaba envuelta el sueño? Tal vez sea igual de despropósito que tratar de entender los sueños. 

Por eso solo les cuento que iba descalzo, y también recuerdo que, a pesar de encontrarme en medio de ese paisaje tan hostil, me sentía tranquilo. 

Y aquí dejo de hablar de la imagen, porque si me pongo a escribir más cosas serían mentiras, florituras con las que quizá podría hilar una especie de relato, para dar una mejor idea de qué hacía el personaje del sueño —quizá no era yo—o que estaba buscando. 

Solo quería contarles que iba caminando descalzo.

martes, 8 de septiembre de 2020

De fantasías y otras cosas

El reloj del computador marca las 22:33. Imposible saber si esa es realmente la hora exacta. ¿Para qué se necesita saber eso? No lo sé, amable e hipotético lector. Imagino, por ejemplo, que para un grupo de agentes secretos que sincronizan sus relojes al inicio de una misión, debe ser un dato supremamente importante. 

El punto, si es que existe, si no se ha descocido dejando un boquete por el que se vierte todo lo imaginable, es que hasta ahora me siento a escribir algo acá. Debería darme algo de vergüenza, porque desperdicié alrededor de una hora con un juego de Ipad, una dinámica repetitiva, sin ton ni son, pero que, creo, me apacigua, y por eso se me pasó el tiempo volando. 

Pienso en estas cosas mientras le doy sorbos a una taza de te que se está enfriando a una velocidad casi igual a la de la luz. Puse el anterior punto para darle otro sorbo. 

Debo tener cuidado. Aunque este escrito no es frondoso, tiene muchas ramas por las que me puedo desviar. 

Le decía a usted, ¡O gran lector!, que debería tener algo de vergüenza, y me refiero al hecho de sentarme hasta ahora a escribir algo, y no haber utilizado mejor el tiempo que, digamos, desperdicié con el Ipad. Pienso, por ejemplo, que debí haber aprovechado ese tiempo, que se fue pal carajo del pasado, para escribir un par de capítulos de una novela que va a revolucionar el mundo de la literatura. 

A veces fantaseo con eso, que un día, de buenas a primeras, me voy a iluminar con una idea tremenda, que me va a permitir escribir una novela a la que Guerra y Paz, por mencionar cualquier peso pesado de la literatura, le va a quedar en pañales. 

En esas ocasiones juego con ese pensamiento por un rato, y al final abandona mi cabeza como una hoja muerta que cae de un árbol. 

El té ya se enfrió por completo.