lunes, 21 de septiembre de 2020

La cama

Hablemos de sus dos estados primordiales: Tendida y destendida. A veces, muy pocas la verdad, me esmero cuando tiendo la mía, procurando que las sabanas, colcha y cubrelecho queden templados, sin arrugas, con las almohadas puestas de forma milimétrica, las dos a la misma distancia de los bordes: La cama como obra de arte o la vida como un TOC perpetuo. Imagino que una cama tendida es un atisbo de orden en medio del caos que gobierna nuestras vidas, y que por eso le encontramos cierto placer a observarla en ese estado. 

Una vez vi un video de un almirante o un alto mando, no recuerdo bien quién era, pero era como el más más de todos, de la marina de Estados Unidos, dando un discurso motivacional a sus tropas o a aquel que se encontrara con sus palabras. En su charla hablaba sobre cómo llevar una vida correcta o qué debíamos hacer para ello, y decía que lo primero que uno debe hacer, apenas se pone de pie en la mañana, pues es una de las cosas más gratificantes en la vida, es tender la cama con empeño. A la larga, daba entender que es algo que forma el carácter; no sabe uno si el propio o el de la cama. 

Pero la cama destendida también tiene su encanto. Cuando la dejo así por un tiempo prolongado, y de vez en cuando la observo, me pregunto que criaturas inverosímiles se esconden dentro del amasijo de la colcha y las sábanas. 

Me aventuro a pensar que las camas esconden algo que tratamos de descifrar, por ejemplo, cuando movemos nuestras piernas con desesperación, buscando el frío en esos sectores desolados que no han tenido contacto alguno con nuestras extremidades. Quizá, de forma inconsciente, esperamos encontrarnos con otra cosa diferente a una sensación térmica, qué sé yo: una mano que nos acaricie, o un objeto que atesorábamos cuando éramos pequeños. 

La cama destendida también puede funcionar como una metáfora de resistencia, como cuando John Lennon y Yoko Ono, pasaron una semana entera metidos en una de un hotel en Montreal, para sentar su posición en contra de la guerra de Vietnam.

sábado, 19 de septiembre de 2020

Números, turnos y claves

Un viento helado, que acompaña a una tarde fría y lluviosa, es lo primero que se estrella contra mi realidad. ¿Y qué es mi realidad?, una chaqueta muy delgada que no me protege del clima que está haciendo. Pienso en devolverme para cambiarla, pero como no me voy de excursión al ártico descarto la idea.

De todas formas, me dirijo a uno de los lugares más fríos de la ciudad, a temperatura emocional, me refiero: un banco. De hecho, debo visitar dos, para sacar un cheque en uno y consignarlo en el otro, una de esas transacciones financieras personales que parecen no tener sentido alguno. 

En el primero hay poca gente. 

Aparte de la chaqueta, voy armado con tapabocas, guantes y esfero propio, y la cara, como siempre, me rasca como un demonio. Intento pensar que es algo mental, y también distraerme con cualquier pensamiento, desde tararear una canción mentalmente, hasta leer los letreros del banco: “Espere su turno”, “Caja”, “Oficina de gerencia”, y así, mientras espero a que mi número de atención, el O908, salga en una pantalla de televisor desperdiciada. 

Por fin es mi turno. Cuando me acerco a la caja, el nombre de usuario de la sucursal virtual aparece de la nada en mi mente. Antes de salir de casa, quería ingresar al portal para verificar cuánto dinero tenía en la cuenta y no recordé el usuario. Eso me hizo dar una mezcla de rabia y preocupación, pues en estos días es algo que me ha pasado con frecuencia: se me olvidan, por un lapso de tiempo, algunas claves, números, en fin, datos que debería tener clavados en mi memoria. “¿Será vejez?, ¿neuronas que han muerto?”, me pregunto cuando eso ocurre, pero luego, la información vuelve a aparecer en mi cabeza en el momento menos pensado. 

Mientras realizo la transacción, un hombre con una chaqueta de Jean llega a la caja de al lado. Lleva el tapabocas en la barbilla. ¿La razón?: está comiendo unos chitos. Lo miro mal, pero no le digo nada, ya saben mi teoría: Lo mejor es andar por ahí sin intentar meterse con desconocidos, porque es justo en ese momento cuando se despiporra todo. 

Salgo del banco, contento por haber completado el 50% de mis vueltas bancarias, y deseando que el tarado de los chitos se atore con uno, un evento que no le produzca la muerte, pero que por lo menos le genere algo de angustia. 

Llego al otro banco y tomo otro turno. Ahora soy el H7. Apenas me siento, intento descifrar qué tiene que ver el orden de atención con relación a la combinación de las letras y números que van apareciendo en pantalla, pero fracaso en el intento. 

En uno de los puestos de atención, está una mujer de edad avanzada, acompañada de una enfermera totalmente vestida de blanco, a excepción del tapabocas que lleva puesto que es de color verde fosforescente. La enfermera le tiene que repetir fuerte y cerca de su oreja izquierda, todo lo que la asesora les dice, pues la señora está más sorda que una roca. 

En un momento la viejita se fija en una imagen publicitaria del banco que está en la pared. En ella sale una panadera con hornos y bandejas llenas de bizcochos al fondo. Le pregunta a la enfermera de qué se trata la imagen, y esta inventa una respuesta rápida, algo que, imagino, hace a cada momento del día: “Es que el banco apoya a los microempresarios con sus restaurantes”. A la viejita la respuesta le parece suficiente y calla por unos segundos, para luego concluir: “Se parece a la de ese concurso de cocina español.” 

La asesora, que ya sabe que tiene que hablar más duro si no quiere intermediarios en su conversación con la viejita, le pregunta por su número de celular. “22 millones, 4…” responde. “No, su número de celular”, interviene de nuevo la enfermera gritándole en su oído de piedra. 

“Ahh”, responde la viejita. Y se queda callada mientras esculca en su mente ese número. Pasan alrededor de 5 segundos y aún no dice nada. Cuando todo parece estar perdido, dicta el número como si nada. En ese momento me identifiqué con ella y su pequeña laguna mental, y celebré en silencio que hubiera recordado el número.

jueves, 17 de septiembre de 2020

Está muerta

Ahí está colgada, quieta, parece muerta. Esas palabras dan pie a imaginar muchas cosas, pero antes de que su mente, estimado lector, intente darles sentido, antes de que comience a tejer y contarse quién sabe qué tipo de historia, permítame arrancar de raíz, cortar de tajo, cualquier fantasía que haya comenzado a elaborar. 

¿Quién o qué, más bien, está ahí? Me refiero a mi mochila. No la utilizo desde que inició la cuarentena. En ella solía echar un libro, una libreta, un esfero negro, de gel preferiblemente, para luego irme a leer a un café cercano. También la he llevado a algunos viajes, pero su uso principal es el que les cuento. 

Covid Alfonso lo cambió todo, como, imagino, otro de mis planes preferidos que es hojear libros. Puede que alguien en este momento deje de leer para exclamar: ¡Que tipo tan exagerado!, se puede lavar las manos y ya está”, pero me he dado cuenta de que tengo tendencia a tocarme la cara sin razón alguna, y que esta me pica a cada rato. Supongo que es algo que se puede solucionar con autocontrol, pero de pronto carezco de eso y soy como una veleta sin rumbo fijo, pura entropía andante, vaya uno a saber cómo están tejidos los hilos del destino de cada una de nuestras vidas, porque vamos caminando derechito, o eso creemos, y de pronto algo quiebra nuestro equilibrio. 

Ese algo suelen ser las personas. En estos días —en este punto imagino que usted, querido lector, ya se habrá dado cuenta que el sentido de este escrito, si tenía alguno, se fue al carajo— he pensado que la mayoría de las veces no tenemos la culpa de nada: Vamos por ahí procurando no meternos con nadie, hasta que alguien busca algún tipo de interacción por cualquier medio: en persona, por teléfono, palomas mensajeras, señales de humo, el que sea. Es ahí cuando todo se descontrola. 

Pues sí, ahí está la mochila, quieta, sin uso, como muerta.

miércoles, 16 de septiembre de 2020

Trama vs. personaje

En nuestras reuniones de escritura siempre presentamos dos historias, y hoy fue mi turno. Primero revisamos La Flecha de Cupido, una historia que gira en torno a un encuentro de cricket. Acerca de ella, concluimos que cuenta con una estructura muy sólida, en la que se nota que el autor le dedicó tiempo a tejer la trama, o que es de esas historias de estilo Plot driven, así como para tramar y sonar profesional. 

La mía, El Viejo, trata sobre un hombre de edad avanzada, que piensa mucho sobre la muerte y vive solo. En ella narro cómo es un día de su vida. Esta se centra más en el personaje, es correcto gana premio estimado lector, es character driven

Siempre discutimos mucho sobre qué es una historia, o a que pieza narrativa se le puede dar ese nombre, y aunque le damos vueltas y más vueltas a los mismos temas, nunca sacamos una conclusión definitiva. 

A la larga, ni un estilo o el otro está bien o mal. La primera, quizá, puede dar una mayor sensación de historia, pues se le siente la estructura clásica de los tres actos, a diferencia de la mía, en la que parece no ocurrir nada: no hay clímax identificable y mucho menos un giro inesperado de los eventos. 

Alguien dijo algo que me gustó, y es que en mi historia no pasa nada, pero al mismo tiempo pasa todo, pues el personaje es muy consciente de la muerte y sabe que es un evento que quizás esté cerca. 

Un invitado mencionó que, si hay algo bueno que tienen las historias, es que pueden ser paradójicas y resultar inexplicables, pues no funcionan con una fórmula en la que remplazamos variables para obtener un resultado.

Supongo que los personajes y las tramas no compiten por el protagonismo, sino que más bien se complementan, llenando esos espacios que los unos o las otras dejan descubiertos, pero vuelvo a plantearme la misma pregunta que me hago todos los días: ¿qué sé yo?

martes, 15 de septiembre de 2020

De editar de afán y otros peligros

Escribo un artículo que tenía en mente desde hace rato. Mientras lo hago, trato de pensar sobre qué voy a escribir en este espacio. Dediqué un instante del día a eso, pero en ese momento la plaza de la creación, un lugar ubicado en mi cerebro, justo al lado del hipotálamo, se convirtió en un paraje inhóspito y árido, con su fuente de ideas, ubicada en el centro, completamente seca. Una imagen triste para los recuerdos que la contemplaban en ese momento, y de menor importancia para los prejuicios, a los que no les importa nada, y que se paseaban por el lugar.

Después de ese episodio de sequía creativa se fue la luz, y me eché en la cama con el firme propósito de mirar pal techo, un arte que, me atrevo a decir, todos deberíamos perfeccionar. 

Volvamos al texto del que les hablé. En un principio pienso escribir un pedazo hoy y dejar el otro para mañana, pero comienzo a redactarlo y el texto comienza a fluir. Esos momentos de inspiración, o ese estado que los psicólogos llaman flujo, es perjudicial desperdiciarlo, así que decido terminarlo. 

Lo escribo de un tacazo y considero que uno de los párrafos del final, funciona mejor como la apertura. ¿Por qué?, porque cuenta una historia y, además, las líneas que abrían el escrito tenían pinta de opinión. 

Hago los cambios, escribo otro par de párrafos, y cuando lo leo todo por encima me doy cuenta de que en mi atropellado proceso de edición, borré dos o tres párrafos que me habían gustado. Le hecho la madre a algún dios, el de la edición digamos, aunque tengo la idea fresca y puedo volver a redactarlos. 

De pronto, qué se yo, escribir debe ser un proceso más calmado y menos atropellado, más fino y menos crudo, pero me gusta cuando comienzo a teclear como si estuviera poseído.

lunes, 14 de septiembre de 2020

Confianza

Cierro la llave de la ducha y luego me doy cuenta de que después de cada cierto tiempo, se le escapa una gota de agua a la campana. Iba a utilizar el término gotera, pero la situación no es propiamente una filtración de agua a través del techo. 

Aprieto de nuevo la llave, pero la gota continúa escapándose y no deja de hacerlo durante todo el día y, claro está, la noche. Llamamos a un plomero de confianza, se supone, y nos dice que al día siguiente viene a revisar cuál es el problema. Para eso nos pide fotos de la grifería y de la campana, que tomo desde diferentes ángulos, para que tenga una idea clara de qué es a lo que se va a enfrentar, y traiga todas las herramientas que considere necesarias. 

El plomero, con el que todavía no tenemos confianza, no aparece al otro día, pero llama a disculparse porque se le presentó un inconveniente. Nos dice que sin falta alguna vendrá al día siguiente en horas de la tarde. 

No aparece. Imagina uno que se le presentó otro inconveniente, que tiene mucho trabajo o que no se le dio la gana venir. Cualquier rastro de confianza se fue al carajo. Mientras tanto, las gotas de agua, incansables, seguían cayendo: ploc, ploc, ploc, o como suene cuando una gota se estrella contra el suelo. 

Hablamos con la administradora del edificio para ver si conoce a alguien que nos pueda ayudar. Nos dice que hay una persona encargada de los arreglos locativos que está viniendo con frecuencia. Le pedimos el favor de que le diga si puede pasar, en cualquier momento del día, a revisar el daño. 

Media hora después de nuestra conversación timbran y abro la puerta. Me encuentro con un señor de aspecto rollizo que lleva un tapabocas negro y solo una camiseta, a pesar de que la tarde es fría. 

“Buenas tardes vengo a ver el problemita, ¿dónde es?”, me pregunta 
“Es en el baño, siga por acá”, le respondo. “¿Cuál es su nombre?” 
“Luis”. 

Al llegar al baño le muestro qué es lo que está pasando. Luis le echa un vistazo rápido y determina que lo que no funciona de forma debida son los empaques, y dice que la grifería está muy vieja. 

Pienso que las tuberías y todo lo relacionadas con ellas, son la metáfora perfecta para evidenciar como el paso del tiempo causa estragos en todo. Aquí tal vez si aplique el término gotera, pues una de sus definiciones es: “ Indisposición o achaque propios de la vejez”. 

Cuadro con Luis para que pase el siguiente día a las 9. 

A esa hora ya estoy listo para recibirlo. Llega a las 9:20 con una caja de herramientas en una mano y una sonrisa en su cara. “Es un buen tipo Luis”, pienso. Ya en el baño, me pide un trapo viejo y papel periódico para poner sobre el piso de la ducha. Le digo que voy a estar en el comedor, y que si necesita cualquier cosa, que por favor me avise. 

Luis saca sus herramientas, desarma los grifos y comienza a trabajar. Pasado un tiempo me muestra cuál es la raíz del problema: los empaques son redondos y la forma donde casan en la grifería es cuadrada, por eso no tienen buen agarre y no trancan por completo el flujo del agua. También me cuenta que logró desaparecer la gota de agua de la campana, pero que su arreglo produjo un nuevo escape por uno de los grifos. 

A las 10:30 me dice que necesita comprar un yo no sé qué. Le doy un billete y sale a buscar una ferretería. 

Cuando vuelve dice que no consiguió lo que buscaba, pero que compró otra cosa con la que puede hacer el arreglo. Va de nuevo a su lugar de trabajo y de vez en cuando escucho su martilleo, pero lo que más escucho es como reniega y se lamenta consigo mismo: “Nooo, pero ¿esto qué es?, no puede ser”. “Aghh, no no no no no”,  y otras expresiones similares. 

Cuando van a ser las 12 me acerco; y apenas se da cuenta de mi presencia me dice: “Nooo patrón esto es severo chicharrón”. Pienso que va a tirar la toalla. “¿Y entonces?”, le pregunto con tono de preocupación, pues la grifería esta desarmada y quitamos el agua en el apartamento. Me parece que toco, de alguna forma, su orgullo de plomero de mil batallas, y que no piensa rendirse, pues seguro a tenido trabajos más difíciles que este. “Tranquilo que yo no los voy a dejar así. Tengo que salir a comprar un yonoséqué, pero me toca ir un poco más lejos”. “Bueno”, le respondo, “¿Y eso cuánto cuesta?”. “Tranquilo que con las vueltas de lo que compré me alcanza". 

Y sale de nuevo a buscar esa pieza que va a solucionar el problema. 

Llega a las 2 de la tarde, con un semblante de fatiga: cara roja y respiración agitada. No pierde tiempo en explicaciones y se va de nuevo a su lugar de trabajo. A los 20 minutos me grita para que ponga el agua. Cruzo los dedos y Abro el registro. Ya no se le escapa ni una gota a la campana, ni hay fuga alguna por la llave. 

Luis es nuestro plomero de confianza.

jueves, 10 de septiembre de 2020

Formas de echarse la bendición

Salgo a caminar. Cuando las nubes tapan el sol, algunas ráfagas de viento hacen pensar que es una tarde fría, pero al rato los rayos de sol vuelven a bañarlo todo, y la sensación térmica cambia. 

Me fijo en una mujer que lleva un paso apurado, como si no tuviera un minuto que desperdiciar en su vida. Lleva un morral verde oscuro en la espalda y se sube a una bicicleta. Ajusta los tirantes de la maleta, se frota las manos, se cierra la chaqueta y se sube la cremallera. 

Antes de ubicar las manos en el manubrio se echa la bendición: en el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo, y cierra el pequeño ritual besando la punta de los dedos que forman como un cono. 

No sé que más hace porque justo en ese momento la paso de largo. Imagino que empieza a pedalear al instante pues, como ya sabemos, tenía afán de desplazarse, de vivir, en fin, de lo que fuera. Me pregunto que tan mecánico es su gesto de echarse la bendición, o si le imprime grandes dosis de fe. 

Recuerdo que un amigo en la universidad, muy religioso, al parecer, siempre se echaba la bendición cuando pasábamos por enfrente de una capilla. Era como un acto reflejo, pero muy personal. Íbamos hablando sobre cualquier cosa y en ese momento él se quedaba callado, se echaba la bendición y al instante continuaba la conversación como si nada. 

Una vez, hace muchos años, cuando iba en una buseta y esta pasaba cerca del parque de los hippies, una mujer le sacó la mano. Cuando se subió, me fijé en ella, pues tenía un gesto de terror en su cara, como si acabara de ver a la mismísima muerte, o al diablo, qué se yo. Luego de pasarle un billete al ayudante del conductor y recibir las vueltas, se echó la bendición y miró por una ventana como escaneando el sector. Me pareció que con el gesto buscaba protección divina y, al parecer, la necesitaba. Yo también miré en la misma dirección, pero no vi nada.