lunes, 26 de octubre de 2020

En Nueva York

Estoy con M, una escritora que vive en Nueva York. M. me gusta o, mejor dicho, la considero atractiva. Estamos en un evento en el que, parece, ella es el centro de atención. Hay varias personas revoloteando a nuestro alrededor, pero ella me presta atención a mí, y eso me hace sentir especial. 

Digo parece porque es un sueño y, como casi siempre, todo los elementos que lo componen están difuminados. No veo su cara como un todo, pero sí algunas de sus facciones. Sé que es ella por la forma en que sus labios se curvan cuando sonríe y dejan entrever unos dientes blancos; por sus ojos grandes, negros, como dos pozos profundos en los que quiero caer, y el pintalabios rojo que siempre utiliza, que contrasta con la escala de grises que nos rodea. 

Ahora estamos sentados cerca el uno del otro y el ambiente carga una tensión sexual. No sé si seguimos en el mismo evento o fuimos a otro lugar, un bar me imagino, ya que cada uno tiene un vaso enfrente. Siento unos deseos inmensos de abalanzarme sobre ella y besarla y así lo hago. 

M. me corresponde los primeros besos, pero cuando me emociono mucho me detiene. Le digo que la quiero y necesito. M, sentada recta como si le hubieran puesto una tabla en la espalda, me dice que debo calmarme. Me pregunta por qué lo quiero todo ya, al instante, y qué gracia tiene obtener todo lo que se desea en un segundo, un instante fugaz que se desvanece tan rápido como llega. Me da a entender que lo mejor es que las cosas ocurran despacio, con una cadencia lenta y casi infinita. 

Maravillado, le presto atención a sus palabras; imagino que por eso es que me gusta. Luego el sueño se desvanece del todo.

jueves, 22 de octubre de 2020

Tinto


Me tomo un tinto que sabe muy bien. Lo hago apenas me despierto y creo que, en él, en su sabor, temperatura, vaho, se encuentra el significado de la vida. Ese tinto que me acabo de tomar llevaba el sabor de la muerte y el amor en justa medida. Es como si mi vida, todo lo que he hecho, las decisiones buenas o malas que he tomado, y que me han llevado a ser quien soy o no soy, lo que sea que me haya pasado, me condujo a ese instante en el que me tomé el tinto. 

Hay tintos de tintos: claros, fuertes, oscuros, amargos, con sabor a madera, añejos; tintos que se beben de forma solitaria en la terraza de un café, mientras se ve pasar a la gente que va por la calle, afanada, no la calle sino la gente, o más bien ambas; otros que amenizan una conversación entre amigos, como esos que me tomaba con D. en los primeros semestres en la universidad, después del almuerzo, y que siempre acompañaba con una chocolatina jet de las pequeñas; en fin, parece que hay tantos tintos como personalidades o estados anímicos, qué sé yo. 

Les hablo de ese tinto por dos cosas: la primera, como suele ocurrir, porque no sabía sobre qué escribir. Eso es algo extraño porque siento unas ganas inmensas de contar algo, lo que sea. Quisiera ser como un niño pequeño que cada día se empapa del mundo y cada evento le parece novedoso, para luego narrarlo todo, en especial lo obvio, lo más insignificante, que, sin darnos cuenta, es lo que más vida tiene; pero le doy vueltas y vueltas a temas e ideas y nada me convence. 

La segunda es que como no sabía que escribir, el escritor húngaro Sandor Márai me dio la solución. En los capítulos finales de Confesiones de un Burgués, Márai está de vuelta en Hungría luego de haber vivido en Paris, tras haber pasado varios años por fuera. El escritor está reconociendo su ciudad natal; cuenta qué le gusta y como se siente en cada lugar, por qué le agrada o desagradan ciertos aspectos de Buda o de Pest. Dice que busca un café en el cual trabajar, pues eso es lo que todo escritor hace, pero no sabe bien sobre qué escribir. Entonces el narrador comenta: “Pues sí, hacía falta saber sobre qué iba a escribir. Yo miraba hacia adelante y pensaba: “¿Por qué no escribir sobre el vaso de agua que hay en la mesa?” 

Por eso escribo sobre el tinto, porque la taza, ya vacía, ocupa parte de mi campo visual. De pronto de eso se trata la escritura. De mirar lo que se tiene en frente de las narices e intentar contar algo sin muchas florituras.

miércoles, 21 de octubre de 2020

Tensión

A veces me distraigo con eventos cotidianos mientras me ducho. Hace un tiempo, por ejemplo, me puse a leer la etiqueta del champú, y traía la palabra fortalecedor. Ese día me lo eché pensando que me iba a convertir en una especie de Sansón, que el producto me iba a dar una fuerza descomunal por el resto del día. Al final, claro está, nada de eso pasó, aunque no creo haberme enfrentado a ninguna situación que requiriera el uso de mi nueva fuerza.

Hoy, se formó una pompa de jabón mientras me enjabonaba las manos. Hasta ahí nada raro, pues es algo que suele pasar cuando el agua y el jabón entran en contacto, pero hoy fue distinto porque la burbuja que se formó era descomunal. 

Era una de esas burbujas que invitan a que uno la sople, pues están destinadas a eso, es decir, esa es su función en la vida de las personas: que uno las sople, para luego quedarse mirándolas como un pendejo. 

Esas burbujas que se crean en la ducha suelen ser débiles, y apenas se soplan se desbaratan. Eso fue lo que hice con esta, pero aguantó con dignidad la primera embestida del aire que salió de mi boca. Soplé otra vez y ahí siguió, como si nada. Al tercer intento para desprenderla de mi mano, y ya en el borde de esta, a punto de saltar o, más bien, flotar al vacío, me di cuenta de la tensión superficial de la burbuja, para no desbaratarse e irse por el sifón sin antes dar un espectáculo. Ahí estaban las moléculas de agua apretujándose unas contra las otras para darle vida a la burbuja. 

En ese momento pensé que se pueden hacer metáforas de una burbuja de jabón y diferentes situaciones de la vida, pero que pereza andar detrás de las figuras narrativas para dejar una moraleja. 

Y sí, al final la burbuja abandonó mi mano para luego de un corto trayecto, de no más de 4 segundos, estrellarse contra el suelo y desaparecer.

martes, 20 de octubre de 2020

Comprar un lápiz

Salgo a comprar un lápiz, porque el que tengo ya está enano de tanto tajarlo. Camino hasta una papelería que queda cerca, y ya en el lugar, saludo a la mujer que la atiende. La semana pasada había ido, y ese día me contó que no sabía si entregar el local, porque casi no tenía clientes. Le pregunté si había hablado con el dueño del local y me dijo que sí, que habían llegado a un acuerdo, pero que sin ventas era imposible seguir pagando el arriendo. 

La mujer saca tres cajas de lápices y me dice que los puedo probar. Eso me da un poco de pereza, pues pienso que debo tajarlos, pero cuando saco un lápiz de cada una de las cajas, me encuentro con que todos tienen punta. Antes, si no estoy mal, los lápices venían chatos; ahora parece que no, a menos que la señora de la papelería, para matar la aburrición, haya decidido sacarle punta a todos, que no creo que sea el caso, en fin. 

Para mí pesar ninguno se parece al que tengo en casa, de mina gruesa como aceitosa, lo que permite difuminar mejor las sombras cuando dibujo. 

“ ¿Va a abrir mañana?”, le pregunto, y me responde que no sabe, que si hoy casi nadie ha visitado la papelería, mucho menos mañana con el paro. 

Nuestra conversación toma un giro imprevisto, como el flujo de un riachuelo por entre unas piedras, y me cuenta que la única ventaja es que se puede ir caminando a la casa. Luego algo la pica mentalmente y me comienza a hablar de sus hijos: Tiene tres y todos están por fuera. La menor está en Paris, pero que está en cuarentena en el apartamento donde vive, pues uno de sus room mates dio positivo para Covid; que el hijo está en Vancouver, Canada, y la hija mayor en Australia. 

“Menos mal que mis hijas se fueron a estudiar afuera, porque aquí no habría tenido como pagarles la universidad. Con mi patrimonio, y una herencia que me dejaron mis padres, pude pagarle la carrera de Ingeniería Electrónica a mi hijo, dice, y continúa hablándome sobre ellos. 

“La mayor fue la primera que se fue, y ya estando allá convenció a la menor. Ella —se refiere a la segunda— estuvo un tiempo y no le gustó. Antes de devolverse probó suerte en la Sorbona, pasó los papeles, y pudo entrar a estudiar arquitectura. Luego estudio Arte e hizo una Maestría. Es muy pila, habla como cinco idiomas”, dice con orgullo en su voz. 

En medio de la conversación, saca el celular para mostrarme el video de uno de sus nietos que vive en Brisbane. 

Le doy la razón con respecto a su idea de que lo mejor es que se hubieran ido a estudiar afuera y finalmente le digo: “Me llevo este”, un Faber Castel Eco Grip 2001.

lunes, 19 de octubre de 2020

Todo

El agua que cae del grifo de la ducha, ese pequeño placer de sentir como el agua caliente resbala por su cuerpo, hoy no tiene efecto alguno. Cristina apoya los brazos contra la pared, como si esta se fuera a caer, y llora desconsolada. “¿Qué mejor lugar para sentirse mal que este espacio? El último bastión ante las distracciones del mundo moderno, el único lugar, quizá, en el que estamos desconectados así sea solo por unos minutos”, piensa. 

No entiende qué le ocurre. Tiene un buen trabajo, un matrimonio estable, dos hijos que la adoran y una casa de campo a la que puede escapar con su familia cuando la ciudad, con sus altas dosis de cemento, la agobian. 

Lo tiene todo, pero no deja de cuestionar nada. A veces, como hoy, siente que escogió el camino equivocado, que debió haber elegido otra carrera, otro hombre, otra vida. “¿Si lo tengo todo qué es lo que me preocupa?, vuelve y se pregunta. 

“¿Qué es todo?”, piensa. Quizá lo mejor sea no tener nada o tener muy poco, pero le cuesta imaginarse esa otra vida austera. 

Sale del baño y en un trote corto llega al cuarto, dejando un hilo de agua en el piso. No quiere que, por nada del mundo, Federico, su esposo, la vea así, pues vendría un interrogatorio para el cual no está preparada, porque no tiene ni idea qué le ocurre, y mucho menos quiere oír frases hechas del tipo: “Tranquila, todo va a estar bien”. “ ¿Pero qué carajos es todo?”, vuelve y se pregunta. 

Lo que en verdad le gustaría es iluminarse. Hace un tiempo leyó una revista, en la sala de espera de un centro médico, en la que había un artículo sobre una mujer que, de un momento a otro, entendió cuál era el significado de la vida y el papel que debía interpretar. 

A Cristina le gustaría que el destino le pegara una cachetada de tal magnitud, que la sacudiera y sacara de ese estado de duda permanente en el que se encuentra. 

“Apúrate Cris, vamos tarde para el trabajo”, le grita Federico desde el piso de abajo. Tal vez hoy no es día para iluminarse y ese momento tan esperado llegará cuando comprenda qué es todo.

viernes, 16 de octubre de 2020

Escribir para evitar una guerra

Ayer dibujé un soldado de la segunda guerra mundial y el tiempo se me pasó volando. El hombre aparece sentado con el fusil en sus manos, y en la mano izquierda se puede ver su argolla de matrimonio. Estoy seguro que esa argolla encierra una gran historia y, varias veces, mientras dibujaba, dejé de hacerlo para hacerme preguntas sobre ese hombre: ¿Quién es o era?, ¿sobrevivió a la guerra y se volvió a reunir con su esposa y familia?, ¿tuvieron hijos?, ¿cuántos?, ¿siguen vivos? en fin, una seguidilla de preguntas que tuve que interrumpir, pues caso contrario no iba a acabar el dibujo nunca. 

Por eso terminé más tarde de lo previsto, luego me preparé un té y me dediqué a elaborar todo tipo de ficciones en mi cabeza, que no vienen al caso mencionar, mientras me lo tomaba. 

Fue por esa razón que ayer no escribí nada acá. Cuando eso pasa, como ustedes saben, algo ocurre en el desarrollo de los eventos. Me gustaría pensar que solo los que tienen que ver con mi vida, pero temo que, a veces, tiene efectos sobre la vida de otras personas. 

Es como si nuestras vidas estuvieran regadas a lo largo de la cuerda de un instrumento musical, y que esta vibra cada vez que hacemos algo. Por eso, cada una de nuestras acciones hacen vibrar de alguna forma al resto de la humanidad. 

Como ayer no escribí, el presidente de China, Xi Jinping, le pidió a las tropas de su país que se alisten para la guerra, por las frecuentes tensiones con Estados Unidos, que le quiere vender armas a Taiwán. 

Ya ven, ese inconveniente se habría podido solucionar con unas cuantas palabras, les pido disculpas.

miércoles, 14 de octubre de 2020

Karma

Un sueño hace que me despierte en la madrugada. Sus imágenes se atropellan y sobreponen unas sobre otras, pero las pocas que recuerdo las tengo nítidas, hasta tal punto que siento muchas ganas de levantarme a anotarlo todo en mi libreta, pero desisto de la idea, porque quiero seguir durmiendo. 

Llego a un lugar al que, supongo, se llega cuando se muere. No sé muy bien como explicar esto, pero así lo siento. Visto con ropas ligeras, como una túnica de color crema, y me comunico mentalmente con una entidad divina, a la que le pregunto en dónde estoy y qué carajos hago allí, pero que ignora mis preguntas. 

Todo se convierte en polvo arenoso apenas lo toco y una fuerte corriente de aire se lo lleva por los aires. Camino de un lado a otro, sin un destino en particular, con rabia de no poder agarrar nada. Le pregunto a la voz el por qué de tan ridícula situación, y me explica que tiene que ver con el karma, pero ¿acaso no es eso algo que se debe pagar cuando se está vivo? Aunque ese Dios parece escuchar mis pensamientos, me ingenio una manera de que no escuche esa pregunta que me hago. 

En ese momento esa escena se corta y da paso a otra, en la que aún continúo en ese lugar, pero llegan dos personas más. Ellas llevan carritos de mercados repletos y, por alguna razón, sé que hicieron sus compras en Walmart y Target. Se ve que están felices y le pregunto al Dios con el que me comunico, por qué yo llegué a se lugar sin un carrito de mercado, pero sí con el poder de transformar todo en polvo, y el muy idiota vuelve a repetirme lo del Karma, y que esas personas no tienen uno que pagar. 

Luego el sueño se diluye; seguro soñé más cosas de las que no me acuerdo para nada.