martes, 3 de noviembre de 2020

Foto

Hace 8 años tome una foto en Montmartre, en una calle con cafés y restaurantes. Una tía que vive en Alemania, y que visité durante ese viaje, dice que uno no debería tomar fotos de los lugares, ¿para qué?, lo que importa es tomarle fotos a las personas con las que uno viaja. 

Como era la primera vez que visitaba Europa, yo le tomaba foto a todo y a todos. Recuerdo que en esa foto de la que les hablo, capturé en ella a un hombre que estaba sentado leyendo un libro pequeño de bolsillo, y de vez en cuando le daba sorbos a una taza que descansaba sobre una mesa redonda y pequeña. El hombre tenía cruzada la pierna derecha sobre la izquierda, ¿acaso cual otra?, pero de esa manera en que algunas personas cruzan las piernas como si fueran contorsionistas, y en ocasiones la movía de forma nerviosa; tal vez atravesaba, en esos momentos, un punto álgido de la narración. El hombre También fumaba un cigarrillo al que le daba unas cuantas caladas seguidas antes de volverlo a poner sobre un cenicero de vidrio, también pequeño. Era, al parecer, un café con medidas justas, en el que no se podía desperdiciar espacio alguno. 

Cerca, aunque no salen en la foto, había un trio de emigrantes, al parecer, africanos. El guitarrista llevaba un pantalón amarillo y chaqueta negra; el que tocaba el bongó llevaba una camisa blanca, y el último, el cantante, un pantalón negro, una camisa de cuadros rojos y blancos, y unas gafas negras de marco rojo. El grupo repetía el coro de Guantanamera una y otra vez; se veían alegres y varias personas se acercaban a echar monedas en un sombrero que habían acomodado en el piso. 

Esa es una de las escenas más frescas que aún conservo de ese viaje y que, de repente, aparece en mi cabeza como si estuviera conectada con cada cosa que hago. Cada vez que eso pasa, me pregunto qué estaría leyendo el hombre del café.

lunes, 2 de noviembre de 2020

Mundos paralelos

Llevo una rutina de vida sencilla. Desde que me separé de Carolina, mi exmujer, decidí estar solo por el resto de mi vida. La razón por la que actúo de esa manera tiene que ver con las decisiones, mejor dicho, con tener que tomarlas. No ha sido una tarea difícil, el estar solo me refiero, pues por lo general la gente me tilda de loco. 

A ver me explico: Lo que pasa es que la gente no sabe nada o se niega a creer en la existencia de mundos paralelos, y eso, el hecho de existir en otro lugar es algo que a mí me genera cierta angustia, pues no quiero andar regado por todas partes. 

De ahí que no quiera tomar decisiones, y prefiero que la vida me lleve de un lado a otro, como a una pluma que la alza una corriente de viento, porque es justo en ese momento de duda, al tener que tomar una decisión, preferir un camino sobre otro, cuando un universo paralelo se crea. 

No tienen que ser decisiones de vida o muerte. Puede ser algo tan sencillo como elegir tomar chocolate en vez de café al desayuno, o bajar por las escaleras en vez de tomar el ascensor, entonces ya se podrán imaginar la cantidad de mundos paralelos que se van creando a diario. 

Me imagino que podrán pensar: “ ¿y qué importa eso?, que cada quien en su mundo haga lo que le de la gana”, pero yo creo que es algo que no se debe tomar tan a la ligera, pues las acciones de nuestros otros yoes, aunque parezca imposible, afectan nuestra realidad de alguna manera; por eso es que a veces nuestros asuntos no marchan bien, o de un momento a otro todo se desbarajusta en cuestión de segundos, porque los universos paralelos crecen de forma exponencial cuando comenzamos a tomar decisiones en otros mundos y, al final, ese amasijo de vidas y destinos se terminan cruzando, o chocando más bien ,en algún punto. 

Ya ven ustedes como se complica la vida, así no lo queramos.

viernes, 30 de octubre de 2020

Le vale madres

Al universo, el destino, en fin, a esto, la vida —disculpen la imprecisión—, le vale madres nuestros berrinches, malos genios o cualquier estado anímico. Comprobé esto hace unos días al momento de lavar loza. 

Era solo un mísero plato, que había ensuciado comiendo la mitad de una milhoja. Abrí el grifo, le eché jabón a la esponjilla, enjaboné el plato y lo juagué. Decidí secarlo de una vez, en vez de ponerlo en el platero. 

El trapo estaba colgado en una de las puertas de uno de los muebles de la cocina, y no sé qué movimiento hice, pero el trapo cayó al suelo en forma de bola y en su trayectoria se llevó la tapa de una olla que estaba mal acomodada. Esta cayó al piso con un gran estruendo, la muy exagerada. 

En ese momento me dio mal genio con el trapo, ¿por qué tenía que ponerse rebelde y no dejarse agarrar? A modo de castigo, lo tomé con rabia y lo tiré hacia el lugar donde se cuelgan, sin preocuparme si acertaba o no, deseando más bien lo último para darle una lección. 

Me quedé viendo su trayectoria, casi perfecta, como se abrió por completo en pleno vuelo, como una de esas ardillas voladoras con membranas entre sus patas, para luego aterrizar, de forma precisa, en uno de los ganchos. 

Ni siquiera, en todos los años de práctica en el ritual del limpión de cocina, había logrado un tiro tan perfecto. 

El trapo, claro está, en ese momento, personificó a la vida y se burló en mi cara de la pataleta poco justificada que tuve.

miércoles, 28 de octubre de 2020

Menos de 10 palabras

Suelo escribir posts de mínimo 300 palabras. Esto, porque cuando leí On writing, el memoir sobre escritura de Stephen King, el escritor menciona, si no estoy mal, que uno debe como mínimo escribir esa cantidad de palabras al día. Si esta rutina se practica con juicio, en un mes se tendría un texto de 9000 palabras , al año uno de 108.000, y así. 

Paul Auster cuenta que en un buen día de trabajo produce una página, de 400 a 500 palabras, y otros escritores hablan de luchar solo con un párrafo, que quizás al final del día deciden borrar, porque escribir, imagino, se trata más de estar equivocados, de prueba y error, que de tener la razón. 

Hay veces que rebaso las 300 palabras como si nada. En esos días las palabras fluyen de mi cabeza a la punta de los dedos fácil, de manera continua, pero hay otros días en los que me cuesta alcanzar esa cifra. 

A veces me hacen falta 10 o menos palabras, y entonces vuelvo a leer el post, a ver cuáles le puedo agregar, situación que a veces se complica, pues en vez de agregarle decido eliminar algunas. Creo que escribir también consiste en eso, en decir las cosas con la menor cantidad de palabras posibles. En este caso aplicaría ese cliché tan trillado de menos es más, en fin. 

En esos días que no encuentro las palabras, logro sacar del sombrero —¿de cuál? digamos que el de la escritura, lo que sea que eso signifique—, las palabras que me hacen falta para alcanzar las 300, pero nunca dejo de pensar si realmente son necesarias o mero relleno, el más del menos. 

Hace un rato a este post le faltaban 7 palabras y ahora le hacen falta 20. Disculpe usted, estimado lector, esta frase de relleno.

lunes, 26 de octubre de 2020

En Nueva York

Estoy con M, una escritora que vive en Nueva York. M. me gusta o, mejor dicho, la considero atractiva. Estamos en un evento en el que, parece, ella es el centro de atención. Hay varias personas revoloteando a nuestro alrededor, pero ella me presta atención a mí, y eso me hace sentir especial. 

Digo parece porque es un sueño y, como casi siempre, todo los elementos que lo componen están difuminados. No veo su cara como un todo, pero sí algunas de sus facciones. Sé que es ella por la forma en que sus labios se curvan cuando sonríe y dejan entrever unos dientes blancos; por sus ojos grandes, negros, como dos pozos profundos en los que quiero caer, y el pintalabios rojo que siempre utiliza, que contrasta con la escala de grises que nos rodea. 

Ahora estamos sentados cerca el uno del otro y el ambiente carga una tensión sexual. No sé si seguimos en el mismo evento o fuimos a otro lugar, un bar me imagino, ya que cada uno tiene un vaso enfrente. Siento unos deseos inmensos de abalanzarme sobre ella y besarla y así lo hago. 

M. me corresponde los primeros besos, pero cuando me emociono mucho me detiene. Le digo que la quiero y necesito. M, sentada recta como si le hubieran puesto una tabla en la espalda, me dice que debo calmarme. Me pregunta por qué lo quiero todo ya, al instante, y qué gracia tiene obtener todo lo que se desea en un segundo, un instante fugaz que se desvanece tan rápido como llega. Me da a entender que lo mejor es que las cosas ocurran despacio, con una cadencia lenta y casi infinita. 

Maravillado, le presto atención a sus palabras; imagino que por eso es que me gusta. Luego el sueño se desvanece del todo.

jueves, 22 de octubre de 2020

Tinto


Me tomo un tinto que sabe muy bien. Lo hago apenas me despierto y creo que, en él, en su sabor, temperatura, vaho, se encuentra el significado de la vida. Ese tinto que me acabo de tomar llevaba el sabor de la muerte y el amor en justa medida. Es como si mi vida, todo lo que he hecho, las decisiones buenas o malas que he tomado, y que me han llevado a ser quien soy o no soy, lo que sea que me haya pasado, me condujo a ese instante en el que me tomé el tinto. 

Hay tintos de tintos: claros, fuertes, oscuros, amargos, con sabor a madera, añejos; tintos que se beben de forma solitaria en la terraza de un café, mientras se ve pasar a la gente que va por la calle, afanada, no la calle sino la gente, o más bien ambas; otros que amenizan una conversación entre amigos, como esos que me tomaba con D. en los primeros semestres en la universidad, después del almuerzo, y que siempre acompañaba con una chocolatina jet de las pequeñas; en fin, parece que hay tantos tintos como personalidades o estados anímicos, qué sé yo. 

Les hablo de ese tinto por dos cosas: la primera, como suele ocurrir, porque no sabía sobre qué escribir. Eso es algo extraño porque siento unas ganas inmensas de contar algo, lo que sea. Quisiera ser como un niño pequeño que cada día se empapa del mundo y cada evento le parece novedoso, para luego narrarlo todo, en especial lo obvio, lo más insignificante, que, sin darnos cuenta, es lo que más vida tiene; pero le doy vueltas y vueltas a temas e ideas y nada me convence. 

La segunda es que como no sabía que escribir, el escritor húngaro Sandor Márai me dio la solución. En los capítulos finales de Confesiones de un Burgués, Márai está de vuelta en Hungría luego de haber vivido en Paris, tras haber pasado varios años por fuera. El escritor está reconociendo su ciudad natal; cuenta qué le gusta y como se siente en cada lugar, por qué le agrada o desagradan ciertos aspectos de Buda o de Pest. Dice que busca un café en el cual trabajar, pues eso es lo que todo escritor hace, pero no sabe bien sobre qué escribir. Entonces el narrador comenta: “Pues sí, hacía falta saber sobre qué iba a escribir. Yo miraba hacia adelante y pensaba: “¿Por qué no escribir sobre el vaso de agua que hay en la mesa?” 

Por eso escribo sobre el tinto, porque la taza, ya vacía, ocupa parte de mi campo visual. De pronto de eso se trata la escritura. De mirar lo que se tiene en frente de las narices e intentar contar algo sin muchas florituras.

miércoles, 21 de octubre de 2020

Tensión

A veces me distraigo con eventos cotidianos mientras me ducho. Hace un tiempo, por ejemplo, me puse a leer la etiqueta del champú, y traía la palabra fortalecedor. Ese día me lo eché pensando que me iba a convertir en una especie de Sansón, que el producto me iba a dar una fuerza descomunal por el resto del día. Al final, claro está, nada de eso pasó, aunque no creo haberme enfrentado a ninguna situación que requiriera el uso de mi nueva fuerza.

Hoy, se formó una pompa de jabón mientras me enjabonaba las manos. Hasta ahí nada raro, pues es algo que suele pasar cuando el agua y el jabón entran en contacto, pero hoy fue distinto porque la burbuja que se formó era descomunal. 

Era una de esas burbujas que invitan a que uno la sople, pues están destinadas a eso, es decir, esa es su función en la vida de las personas: que uno las sople, para luego quedarse mirándolas como un pendejo. 

Esas burbujas que se crean en la ducha suelen ser débiles, y apenas se soplan se desbaratan. Eso fue lo que hice con esta, pero aguantó con dignidad la primera embestida del aire que salió de mi boca. Soplé otra vez y ahí siguió, como si nada. Al tercer intento para desprenderla de mi mano, y ya en el borde de esta, a punto de saltar o, más bien, flotar al vacío, me di cuenta de la tensión superficial de la burbuja, para no desbaratarse e irse por el sifón sin antes dar un espectáculo. Ahí estaban las moléculas de agua apretujándose unas contra las otras para darle vida a la burbuja. 

En ese momento pensé que se pueden hacer metáforas de una burbuja de jabón y diferentes situaciones de la vida, pero que pereza andar detrás de las figuras narrativas para dejar una moraleja. 

Y sí, al final la burbuja abandonó mi mano para luego de un corto trayecto, de no más de 4 segundos, estrellarse contra el suelo y desaparecer.