miércoles, 18 de noviembre de 2020

Diferencia horaria

Me inscribo a una charla sobre storytelling que promueve una entidad de la india. Me llega un mail de Shruti. Como siempre trato de ponerle una cara a las personas, me inclino a pensar que es una mujer, pero vaya uno a saber. Una vez tenía que escribirle un mail a Delaney, y todo el tiempo lo trate de She, para luego enterarme de que era un hombre. 

La diferencia horaria con ese país es de diez horas y media. Siempre me ha intrigado eso, que en un lugar sea de día y en otro de noche, pero acepto que yo me asombro con cosas muy sencillas, como que uno prenda el reproductor musical y continúe en la misma canción, en el segundo exacto en que se había apagado. Deberíamos asombrarnos más por todo lo que nos rodea. Por ejemplo, accionar un interruptor y que se prenda una bombilla, es algo que debería dejarnos boquiabiertos, en fin. 

También me causa intriga la diferencia horaria, porque me cuesta mucho realizar los cálculos para saber qué hora es acá, según la hora de otro lugar. No sé a qué se debe eso, es como un corto circuito de las neuronas encargadas de llevar el tiempo, si es que existen. 

Supone uno que el tema de los horarios está balanceado, que hay igual cantidad de noche y día en el planeta, y que no deberíamos preocuparnos por eso, pero creo que en algún momento la balanza se inclina para algún lado y es ahí cuando los eventos comienzan a despiporrarse. 

Pienso en el futuro: si me conecto de noche y allá es de día, ¿en qué plano estoy? “En su presente y los de la india en el suyo”, dirán los más prácticos, pero ellos están en un nuevo día, una nueva fecha, mi futuro, y yo sigo en su pasado, ¿acaso no?

martes, 17 de noviembre de 2020

Dibujo, escritura y dedicación

Hace un rato estaba dibujando un retrato de una mujer, que tiene el índice de la mano derecha sobre la boca ligeramente abierta, en una posición, digamos, sensual. Debí demorarme más de 40 minutos en la mano. Cada trazo que hacía lo borraba varias veces, cuidando que las proporciones no se me desbarajustaran, hasta que me echaba la bendición con el definitivo, y me alejaba para ver cómo se veía el conjunto. Recuerden que siempre hay que alejarse, no solo cuando se dibuja, para tener otra perspectiva. 

Entre trazo y trazo, en aquellos momentos en que enderezaba mi espalda, para descansar de mi posición encorvada y alejarme, traté de pensar sobre qué escribir. Pero soy malo para el multitasking y dibujar es una actividad que deja mi mente en blanco. 

Ahora que escribo esto, porque no se me ocurre qué más escribir, pienso que, tal vez, debería dedicar más tiempo a lo que escribo acá. Digo esto porque hoy leí por encima el blog de una mujer, y me pareció que ella le  dedica tiempo a sus entradas antes de sentarse a escribirlas. 

Pero no todo puede ser malo, hoy si le dediqué tiempo a otro escrito que creo tener listo, pero al que vuelvo todos los días para cambiarle algo: una palabra aquí, un signo de puntuación allá, o el orden de los párrafos. De pronto ese escrito drenó todo mi potencial de escritura, y hasta que no le ponga un punto final no me va a dejar en paz, pero no lo sé; como ustedes ya saben sé muy pocas cosas, con tendencia a saber nada. 

Por eso, imagino, escribo, para tratar de entender o darle significado a todo lo que ocurre, pero no deja de ser, como muchas cosas en esta vida, un sistema de prueba y error, y me atrevo a decir que más lo segundo que lo primero.

lunes, 16 de noviembre de 2020

Abismos

Estoy tranquilo, digamos desayunando, mirando por la ventana mientras viajo en un bus, cortando un pedazo de carne con un cuchillo y un tenedor, o bajo el chorro del agua de la ducha; cuando de repente mi cabeza se llena de dudas, muchas, porque estas son cobardes y les gusta atacar en manada. Entonces aparecen cuestionamientos de todo tipo, acantilados de interrogantes, porque estar tranquilo, al parecer, es algo complicado, y siempre, sin ser consciente, camino por los filos del abismo de la locura. 

A veces, cuando eso ocurre, pienso que soy un bueno para nada, que todo lo que hago o dejo de hacer, porque lo que  elijo no hacer también repercute en mi vida, es en vano, no funciona ni cumple con ningún propósito. 

Son momentos llenos de tristeza, melancolía, nostalgia, en fin, momentos en los que la vida deja de ser y pierde todo el sentido, dado el caso de que llegue a tener alguno. 

Cuando esos momentos me embisten, cuando ese coctel de sentimientos y hormonas explota dentro de mí, procuro entregarme a la situación con los brazos detrás de la espalda. Esa, creo, es la mejor forma de actuar ante tanta incertidumbre, tanta muerte que llevo por dentro. 


Hablando de muerte, una médica experta en cuidados paliativos dice que ser capaces de sentarnos con nuestras angustias más profundas, sirve para explorar los pensamientos que más nos preocupan, procesarlos y llegar a encontrar formas más útiles de lidiar con ellos. 

El escritor español Manuel Vilas, dice que el cerebro humano tiene abismos, y que debemos abonarlos con nuestra sangre. 

Supongo que, de vez en cuando, hay que caer a propósito en ellos, para que la sensación de vacío no sea una constante en la vida.

jueves, 12 de noviembre de 2020

Denme una cachetada

Alguien, la persona que sea, que me de una cachetada por favor. Lo que pasa es que necesito despertar mis recursos narrativos. Están dormidos, enterrados quien sabe en qué parte de mi cerebro, cubiertos por capas de angustias y preocupaciones, y toneladas de opiniones. 

A veces, a lo largo del día, dedico unos minutos a pensar sobre qué escribir, pero en ocasiones, como hoy, lo único que asalta mi cabeza son opiniones. Algunas se ven interesantes, y hasta me harían —eso pienso, para darme una auto palmadita en la espalda—sonar inteligente, pero tan pronto como aparecen las descarto, porque solo quiero contar cosas, lo que sea, antes de soltar una opinión. 

¿Y Quién tiene la culpa? El estado, a ver me explico. Luego de que terminé de trabajar, me iba a poner a escribir, confiado en que iba a dar con algo que pudiera contar. En ese momento tuve la brillante idea de responder un E-mail sobre un lío de unos papeles con la Gobernación de Cundinamarca. 

La entidad, un señor, en fin, alguien, me respondió que no había podido descargar los adjuntos que le había enviado en un e-mail —vida perra, ¿cómo alguien que trabaja en una oficina puede sacar semejante excusa?—, y me enviaron un link para ingresar a un formulario que debía rellenar. 

Después de diligenciar los datos personales, había una casilla para exponer el caso en detalle, en solo 999 caracteres. Edité una carta que había escrito en Word para que cumpliera con ese requisito y copie el texto, y cuando lo fui a pegar en el formulario, ¡oh sorpresa!, este no permitía la opción de pegar, ni de copiar, no se dejaba hacer ni mierda, era como el peor formulario que se ha diseñado hasta el momento. 

No tuve otra opción que digitar el texto, con un excelso dominio de control-Tab para saltar del Word al navegador. Cuando por fin terminé le di clic al botón “continuar” y la acción me llevó a una página para adjuntar los documentos de soporte. 

Estaba contento de que por fin iba a terminar el procedimiento, y luego de que adjunte el archivo, el berraco navegador se bloqueó. Esperé unos minutos a ver si reaccionaba, y cuando me di cuenta de que no iba a ser así, le eché la madre, lo cerré a las malas y me resigné a repetir el procedimiento. 

Cuando por fin lo terminé, se me habían quitado las ganas de escribir, y me eché en la cama a mirar pal techo. 
Cuando no quiera escribir, por favor, denme una cachetada.

miércoles, 11 de noviembre de 2020

Perder la cabeza

Hace Más o menos un año abrí la nevera y me encontré con la cabeza de un hombre en un plato. Tenía la lengua afuera y los ojos abiertos. La cerré de un portazo. Parecía como si todo fuera una broma de mal gusto, y que alguien se tomó el trabajo de meterse dentro de la nevera para hacerse el muerto. No sé quién se pondría en esas, pero en esta vida hay gente que se presta para cualquier cosa. 

“¿Me he vuelto loco?”, me pregunté. Cerré los ojos, volví a tomar la manija y comencé a abrir la nevera de nuevo. Como me acababa de despertar pensé: “quizás estoy en un territorio intermedio entre el sueño y la vigilia, un lugar en el que los bordes de lo real y lo irreal se rozan y por eso ocurren este tipo de cosas”. 

Cuando terminé la operación, conté hasta 3 y abrí los ojos, no poco a poco como le indican a uno al terminar una meditación, sino de un portazo a la inversa. Aparte de unas cuantas frutas, una caja de leche, 5 huevos, tres cervezas, un taco de queso, un frasco de mermelada de mora, y un pedazo de pizza que quién sabe cuánto tiempo llevaba ahí, la cabeza ya no estaba. 

Solté un suspiro, en apariencia de alivio, pero cargado de decepción, pues en el fondo esperaba que siguiera ahí, ya que era un punto de trama perfecto para disparar mi vida en la dirección menos pensada, una forma para escapar de la rutina. 

Desde ese día sigo buscando la cabeza, pero no me la he vuelto a encontrar en mi nevera. Cada vez que visito a un familiar o un amigo, me invento una excusa para revisar ese electrodoméstico, pero la cabeza no ha vuelto a aparecer.

martes, 10 de noviembre de 2020

Ligereza

A veces se siente una extraña pero cómoda ligereza, momentos en los que nuestras desgracias y aciertos cobran sentido. Es una sensación que, imagino, se origina en las vísceras, si hablamos de lo físico, o en el subconsciente si nos referimos a lo etéreo, pero ¿qué sé yo? 

Puede ser que ese estado tenga algo que ver con algún recuerdo de la infancia, aquella patria en la que el mundo parecía estar en orden, o de pronto tiene que ver con aspectos positivos de vidas pasadas, momentos fugaces de felicidad que tuvimos cuando fuimos otros, pero también los mismos. 

Ahorita experimento esa ligereza. Tal vez tiene que ver con que comencé un dibujo y creí que iba mal, pero al alejarme vi que no estaba tan perdido —cuando dibujo me siento ligero—, que encontré un lugar en el que venden lápices de dibujo con mina de grafito a buenos precios o, quizás, porque ayer fue un día de mierda y la mente y el cuerpo buscan un balance para que el individuo no enloquezca, por eso el blanco y el negro, el sol y la lluvia, lo ácido y lo dulce, la pesadez de la vida y su ligereza. Aún con todo ese rollo del libre albedrio y nuestras ínfulas de libertad, al final, parece, todo resulta ser una balanza que se inclina para el lado que le da la gana. 

Toca aferrarse a esos momentos de ligereza con toda la fuerza de la vida, porque se esfuman tan rápido como aparecen. Hay que Flotar y permanecer en ellos la mayor cantidad de tiempo posible, pues como dijo Francis Bacon: “Solo tenemos este momento, brillando como una estrella en nuestra mano y derritiéndose como un copo de nieve”.

lunes, 9 de noviembre de 2020

El futuro

En la actualidad, hay un complejo budista y se pregona hasta el cansancio vivir el presente, porque es lo único que debería importarnos. La verdad es que no nos vendría mal conocer un poco del futuro, por lo menos del inmediato, pues supongo que a cada instante cambia, entonces resulta imposible saber exactamente qué es lo que va a ocurrir. 

G. Me llamó ayer. Me contó que no se ha sentido del todo bien, y que incluso algunos días tuvo ganas de quedarse metida en la cama. Me pregunta si estará deprimida. “No lo sé”, respondo. Le digo que es probable, pero que cualquier afirmación que haga es una especulación. Me cuenta que a raíz de eso su hermano le regalo una cita con una señora que habla con los ángeles y que hace otras cosas—no recuerdo cuales— especiales. 

Me dice que le contó muchas cosas acerca de su vida, como que en un futuro la ve en otro país, y que no le va a dar Covid. G. me dijo que podía preguntar por el futuro de cualquier conocido, pero que no preguntó ni por el mío ni por el de M, con quien nos vemos veíamos con frecuencia. 

Aunque no creo en esas cosas, me tranquilicé cuando supe que no se había interesado en mi futuro, porque mi escepticismo tiene una grieta por la que se mete la duda. ¿Será posible?, me pregunto, y pienso en que no me gustaría conocer datos de mi futuro, porque se perdería algo tan importante como el factor sorpresa y aleatorio de la vida, y porque viviría pendiente de ver si lo que me dijeron va a ocurrir. 

Hace unos años escribí una crónica sobre el Indio Amazónico. Cuando visité el lugar, la persona que lo atendía, una mujer con un vestido largo de color verde plateado, me preguntó que si quería tomar una cita con La Profesora. Le pregunté en qué consistía la cita. “Es una lectura de las cartas en la que puede hacer preguntas sobre cualquier aspecto de su vida”, respondió. 

Tomar la consulta con La Profesora le habría venido muy bien a mi escrito, pero al final no lo hice, porque solo tenía un billete para devolverme a la casa y porque, como ya le dije, estimado lector, prefiero no saber nada del futuro. 

Escribo sobre esto porque hoy, viendo videos en youtube, di con uno de una vidente: una señora con gafas de marco grueso negro y un tono de voz aburridor. Ella decía que predijo la pandemia en el 2017. Al finalizar los cinco segundos promocionales, la mujer pregunta en ese tonito afectuoso de la segunda persona, que se supone debemos utilizar para ser persuasivos: ¿Quieres conocer el futuro de las personalidades?, sígueme en mi canal de youtube. 

No, no quiero conocer el futuro de nadie. Si es el caso, que llegue y se estampe contra mi cara.