lunes, 23 de noviembre de 2020

Secuestro

Despierto. 

Intento mover las manos o los pies, pero no puedo. El cuarto está completamente a oscuras. Cuando mis ojos se acostumbran a la ausencia de luz, distingo los bordes de una mesa enfrente mío, y me doy cuenta de que estoy atado de pies y manos a una silla. 

¿Qué hacer? Imagino que estoy secuestrado, pero no recuerdo cómo llegué a este lugar. Creo que soy un tipo que trata de no meterse en líos y que no tiene enemigos, pero supongo que siempre hay alguien que nos odia en silencio y que quiere hacernos el mayor daño posible. 

Escucho una puerta que se abre. Alguien entró a la habitación, sala de torturas, o el lugar que sea en el que me encuentro. Pregunto en voz alta, pretendiendo no sonar desesperado: “¿Quién anda ahí?, ¿Qué quieren de mí?”, aprovechando que mis captores son novatos, o han visto pocas películas, pues olvidaron taparme la boca con cinta adhesiva. 

De repente se enciende un bombillo en la habitación, que alumbra la mesa que está enfrente mío. Un hombre corpulento pone una máquina de escribir encima y se aleja. Dos hombres llegan por atrás, me levantan con todo y silla, y me sientan enfrente de la máquina. Un último se acerca y corta con un cuchillo la soga que ata mis manos. 

“Queremos que escriba” dice un hombre que, supongo, es el líder de la banda. 

“ ¿Qué quieren que escriba?”, pregunto. 

“¡Un buen relato!”, exclama el hombre. 

“¿Sobre qué tema?, pregunto para ganar tiempo, pues supongo que lo necesito. 

“El que se le ocurra, pero comience ya”. Y luego de decir estas palabras apoya el cañón de una pistola contra mi cabeza. 

“Intento pensar en un tema, pero no se me ocurre nada. Busco hilar una trama, la que sea, pero ninguna tiene pies o cabeza. Luego de cinco minutos, eso creo, sin haber tecleado ni una sola palabra, escucho como el hombre  le quita el seguro a la pistola. “!Escriba!”, grita. 

Tomo una hoja carta, de un montón que está encima de la mesa, la introduzco en la máquina, la centro y comienzo a hacerlo. 

“Estoy en un cuarto que hace un rato estaba oscuro.
 Ahora, un único bombillo alumbra una mesa con 
una maquina de escribir blanca, y un hombre presiona 
una pistola contra mi cabeza. Quiere que escriba.  

Ante la falta de ideas, comienzo a describir lo que me rodea y a contar qué es lo que pasa sin muchos adornos. Si este es mi último escrito, quiero despedirme del mundo con el cuento que siempre he soñado escribir, uno en primera persona,  libre de figuras narrativas, en el que solo narro lo que su protagonista tiene enfrente de sus narices.

domingo, 22 de noviembre de 2020

Ayer

Ayer caí en un abismo.

El día comenzó con un rayo de sol que me despertó dándome en la jeta, porque las ventanas de mi cuarto tienen unas persianas sin blackout—no entiendo por qué ese invento no se llama lightout, en fin—, y al borde izquierdo de la ventana le queda una franja por la que se cuela la luz. 

Mi intención era hacer pereza hasta tarde, pero el rayo me despertó y luego no pude volver a dormir. Me levanté, me preparé un café que acompañé con dos almojábanas, y ahí empezó todo. 

Con todo me refiero a una sensación de mierda que me acompañó durante gran parte del día. En un principio creí que tenía que ver con el incidente del rayo de sol, pero no, eso era una minucia, algo circunstancial, y mi raye era más profundo, un achaque de mi psique, golpeada por quién sabe que lío que no he resuelto; quizás uno milenario, que ha pasado de generación en generación, y que ninguno de mis ancestros se tomó la molestia de tratarlo ni de indagar qué era. 

El lío, les decía, llego a mí, y me pregunté a qué se debía la sensación. Intenté desenredarlo, diseccionarlo, pero no tuve ni la más remota idea de cómo hacerlo, entonces me enrosqué más en la rabia que llevaba y, como mis antepasados, decidí soportarlo. 

Más tarde me bañé, pero el agua no se llevó la nube negra que llevaba encima. Apenas terminé de vestirme me puse a mirar el celular, a darle scroll down como si mi vida dependiera de ello, y eso, la necesidad de atención desmedida que a veces cargo, me dio más rabia, así que decidí apagar el aparato.

Toda la tarde seguí igual. A eso de las 6 apagué la luz del cuarto  y me tumbé en la cama  a  perfeccionar el arte de mirar pal’ techo, y darle vueltas y vueltas a mi estado: “¿Será que estoy deprimido?”, me pregunté, y como con el lío ancestral que llevo en mi ADN, no supe darle respuesta a esa pregunta.

En medio de mi contemplación a la nada, el reloj cucú marcó las 7 de la noche.  Como seguía sin saber nada, decidí levantarme a dibujar.  Miré unas fotos que tengo en un archivo de Power point que nombré: “Dibujo actual”, pero ninguna me convenció.  No me decían ni hacían sentir nada. No sé cómo explicarlo, pero cuando dibujo una foto eso es lo que tiene que ocurrir.

Me puse a buscar una foto nueva, y di con el retrato en negativo de un hombre, que me llamó la atención por la forma en que la luz le daba en la cara, y decidí dibujarlo a pesar de la complejidad de las sombras.

 Comencé por la nariz, no se si técnicamente es el lugar por donde se debe iniciar un retrato, pero ese siempre es mi punto de partida.  Después de unos vente minutos, llegué a una sección del pelo, y no tuve idea de como iba a solucionar las texturas de la luz, no en ese momento sino cuando le fuera a echar tinta.  Caí en cuenta que la imagen que quería dibujar estaba más allá de mis habilidades, y hay que aprender a seleccionar las batallas.

Borré lo que llevaba y busqué otra.  Di con una de un obrero que sale de una pared, y me agradó porque sentí que en ella había movimiento, que algo ocurría.

 

Comencé a dibujar y pasados unos minutos pensé en desistir de nuevo, porque cuando llegué a uno de los pómulos, sentí que las dimensiones de la cabeza estaban desproporcionadas.  Me obligué a seguir, borré unos trazos y añadí otros, hasta que solucioné el inconveniente. En ese momento ya no había rastro de la sensación que me acompañó la mayor parte del día.


El dibujo como antídoto para cualquier duda existencial.

viernes, 20 de noviembre de 2020

El señor de los dados

En las últimas ediciones de la feria del libro, siempre había un día en que iba solo para pasearla a mi ritmo. Llegaba a Corferias temprano y me quedaba hasta la tarde. En Algunos de esos años elaboré una lista de los libros que quería, pero a excepción del Tumbao’ de Beethoven, una novela que gira en torno a la salsa y de Vibrato, una novela de la escritora y violinista chilena Isabel Mellado, pocas veces encontraba los libros que quería. 

Por eso mi estadía en la feria y mi método para escoger libros se convertía en una cuestión de puro feeling. Para decidir cuáles llevar, y contrario al dicho de no juzgar los libros por su portada, era precisamente eso lo primero que me llamaba la atención, a la par con el título. Cumplidos esos dos requisitos, aplicaba un método, según me contó un escritor una vez, de algunos editores, que consiste en leer un párrafo del principio, uno de la mitad y otro hacia el final del libro, y si estos son consistentes en voz, tono, ritmo, es un buen indicio de que el libro sea bueno. 

De esa forma, y sin tener ni idea de su existencia, di con Articuentos Completos de Juan José Millás, quien luego se convertiría en mi escritor favorito; también con El hombre que Murió la Víspera de Sergio Ocampo Madrid, y con el Señor de los Dados.

Escribo sobre esto, porque hoy me enteré de que su escritor, George Cockcroft, mejor conocido como Luke Rhinehart, el seudónimo que utilizó para publicarla, murió en estos días. 

A grandes rasgos la novela trata sobre un psiquiatra que visita lados oscuros de su personalidad, pues decide que cada vez que tiene que tomar una decisión, por simple o complicada que sea, debe lanzar un dado y actuar de acuerdo al número sobre el que caiga, al que previamente le había asignado la forma en que debía actuar. 

Ese ha sido uno de los libros que más me ha marcado, porque me cuestionó muchísimo. Quizás algún día vuelva a él. 

“Man must become comfortable in flowing from one role to the other, one set of values to another, one life to another. Men must be free from boundaries, patterns and consistencies in
 order to be free  to think, feel and create in new ways.” 
- The Dice Man -

miércoles, 18 de noviembre de 2020

Diferencia horaria

Me inscribo a una charla sobre storytelling que promueve una entidad de la india. Me llega un mail de Shruti. Como siempre trato de ponerle una cara a las personas, me inclino a pensar que es una mujer, pero vaya uno a saber. Una vez tenía que escribirle un mail a Delaney, y todo el tiempo lo trate de She, para luego enterarme de que era un hombre. 

La diferencia horaria con ese país es de diez horas y media. Siempre me ha intrigado eso, que en un lugar sea de día y en otro de noche, pero acepto que yo me asombro con cosas muy sencillas, como que uno prenda el reproductor musical y continúe en la misma canción, en el segundo exacto en que se había apagado. Deberíamos asombrarnos más por todo lo que nos rodea. Por ejemplo, accionar un interruptor y que se prenda una bombilla, es algo que debería dejarnos boquiabiertos, en fin. 

También me causa intriga la diferencia horaria, porque me cuesta mucho realizar los cálculos para saber qué hora es acá, según la hora de otro lugar. No sé a qué se debe eso, es como un corto circuito de las neuronas encargadas de llevar el tiempo, si es que existen. 

Supone uno que el tema de los horarios está balanceado, que hay igual cantidad de noche y día en el planeta, y que no deberíamos preocuparnos por eso, pero creo que en algún momento la balanza se inclina para algún lado y es ahí cuando los eventos comienzan a despiporrarse. 

Pienso en el futuro: si me conecto de noche y allá es de día, ¿en qué plano estoy? “En su presente y los de la india en el suyo”, dirán los más prácticos, pero ellos están en un nuevo día, una nueva fecha, mi futuro, y yo sigo en su pasado, ¿acaso no?

martes, 17 de noviembre de 2020

Dibujo, escritura y dedicación

Hace un rato estaba dibujando un retrato de una mujer, que tiene el índice de la mano derecha sobre la boca ligeramente abierta, en una posición, digamos, sensual. Debí demorarme más de 40 minutos en la mano. Cada trazo que hacía lo borraba varias veces, cuidando que las proporciones no se me desbarajustaran, hasta que me echaba la bendición con el definitivo, y me alejaba para ver cómo se veía el conjunto. Recuerden que siempre hay que alejarse, no solo cuando se dibuja, para tener otra perspectiva. 

Entre trazo y trazo, en aquellos momentos en que enderezaba mi espalda, para descansar de mi posición encorvada y alejarme, traté de pensar sobre qué escribir. Pero soy malo para el multitasking y dibujar es una actividad que deja mi mente en blanco. 

Ahora que escribo esto, porque no se me ocurre qué más escribir, pienso que, tal vez, debería dedicar más tiempo a lo que escribo acá. Digo esto porque hoy leí por encima el blog de una mujer, y me pareció que ella le  dedica tiempo a sus entradas antes de sentarse a escribirlas. 

Pero no todo puede ser malo, hoy si le dediqué tiempo a otro escrito que creo tener listo, pero al que vuelvo todos los días para cambiarle algo: una palabra aquí, un signo de puntuación allá, o el orden de los párrafos. De pronto ese escrito drenó todo mi potencial de escritura, y hasta que no le ponga un punto final no me va a dejar en paz, pero no lo sé; como ustedes ya saben sé muy pocas cosas, con tendencia a saber nada. 

Por eso, imagino, escribo, para tratar de entender o darle significado a todo lo que ocurre, pero no deja de ser, como muchas cosas en esta vida, un sistema de prueba y error, y me atrevo a decir que más lo segundo que lo primero.

lunes, 16 de noviembre de 2020

Abismos

Estoy tranquilo, digamos desayunando, mirando por la ventana mientras viajo en un bus, cortando un pedazo de carne con un cuchillo y un tenedor, o bajo el chorro del agua de la ducha; cuando de repente mi cabeza se llena de dudas, muchas, porque estas son cobardes y les gusta atacar en manada. Entonces aparecen cuestionamientos de todo tipo, acantilados de interrogantes, porque estar tranquilo, al parecer, es algo complicado, y siempre, sin ser consciente, camino por los filos del abismo de la locura. 

A veces, cuando eso ocurre, pienso que soy un bueno para nada, que todo lo que hago o dejo de hacer, porque lo que  elijo no hacer también repercute en mi vida, es en vano, no funciona ni cumple con ningún propósito. 

Son momentos llenos de tristeza, melancolía, nostalgia, en fin, momentos en los que la vida deja de ser y pierde todo el sentido, dado el caso de que llegue a tener alguno. 

Cuando esos momentos me embisten, cuando ese coctel de sentimientos y hormonas explota dentro de mí, procuro entregarme a la situación con los brazos detrás de la espalda. Esa, creo, es la mejor forma de actuar ante tanta incertidumbre, tanta muerte que llevo por dentro. 


Hablando de muerte, una médica experta en cuidados paliativos dice que ser capaces de sentarnos con nuestras angustias más profundas, sirve para explorar los pensamientos que más nos preocupan, procesarlos y llegar a encontrar formas más útiles de lidiar con ellos. 

El escritor español Manuel Vilas, dice que el cerebro humano tiene abismos, y que debemos abonarlos con nuestra sangre. 

Supongo que, de vez en cuando, hay que caer a propósito en ellos, para que la sensación de vacío no sea una constante en la vida.

jueves, 12 de noviembre de 2020

Denme una cachetada

Alguien, la persona que sea, que me de una cachetada por favor. Lo que pasa es que necesito despertar mis recursos narrativos. Están dormidos, enterrados quien sabe en qué parte de mi cerebro, cubiertos por capas de angustias y preocupaciones, y toneladas de opiniones. 

A veces, a lo largo del día, dedico unos minutos a pensar sobre qué escribir, pero en ocasiones, como hoy, lo único que asalta mi cabeza son opiniones. Algunas se ven interesantes, y hasta me harían —eso pienso, para darme una auto palmadita en la espalda—sonar inteligente, pero tan pronto como aparecen las descarto, porque solo quiero contar cosas, lo que sea, antes de soltar una opinión. 

¿Y Quién tiene la culpa? El estado, a ver me explico. Luego de que terminé de trabajar, me iba a poner a escribir, confiado en que iba a dar con algo que pudiera contar. En ese momento tuve la brillante idea de responder un E-mail sobre un lío de unos papeles con la Gobernación de Cundinamarca. 

La entidad, un señor, en fin, alguien, me respondió que no había podido descargar los adjuntos que le había enviado en un e-mail —vida perra, ¿cómo alguien que trabaja en una oficina puede sacar semejante excusa?—, y me enviaron un link para ingresar a un formulario que debía rellenar. 

Después de diligenciar los datos personales, había una casilla para exponer el caso en detalle, en solo 999 caracteres. Edité una carta que había escrito en Word para que cumpliera con ese requisito y copie el texto, y cuando lo fui a pegar en el formulario, ¡oh sorpresa!, este no permitía la opción de pegar, ni de copiar, no se dejaba hacer ni mierda, era como el peor formulario que se ha diseñado hasta el momento. 

No tuve otra opción que digitar el texto, con un excelso dominio de control-Tab para saltar del Word al navegador. Cuando por fin terminé le di clic al botón “continuar” y la acción me llevó a una página para adjuntar los documentos de soporte. 

Estaba contento de que por fin iba a terminar el procedimiento, y luego de que adjunte el archivo, el berraco navegador se bloqueó. Esperé unos minutos a ver si reaccionaba, y cuando me di cuenta de que no iba a ser así, le eché la madre, lo cerré a las malas y me resigné a repetir el procedimiento. 

Cuando por fin lo terminé, se me habían quitado las ganas de escribir, y me eché en la cama a mirar pal techo. 
Cuando no quiera escribir, por favor, denme una cachetada.