lunes, 28 de diciembre de 2020

Scribiere

Dice internet, bueno, una de sus millones de páginas, que escribir viene del latín scribere, que a su vez viene de skribh, una raíz indoeuropea que tiene que ver con rayar. Esto me hace pensar que la escritura y el dibujo tienen mucho en común, que el acto de contar algo, virgen de conceptos narrativos: trama, conflicto, metáforas, etc. consiste en intentar traducir en palabras lo que uno tiene o tuvo enfrente de las narices; al igual que dibujar que , para mí, consiste en lo mismo, en plasmar en el papel con la mayor precisión posible lo que se está viendo o imaginando, pero por ahí no va el tema de este post si es que tiene alguno. 

Ayer edité un escrito de agosto del año pasado. Imagino que a los que nos gusta escribir somos así, es decir, algo narcisos con los textos propios, y de vez en cuando volvemos a ellos para releerlos, retocarlos, editarlos, o bien destruirlos. Puede que esté equivocado y que necesite unas sesiones de terapia con un psicoanalista, no sé, ya les he dicho que bien bien no sé nada. 

En él escrito, un hombre está sentado en frente de su computador y debe salir para cumplir una cita. Es un día frío y el cielo está oscuro. Después del párrafo introductorio narraba esa escena, y la palabra que escogí para iniciarlo fue “Escribe”. 

Luego, cuando terminé de editar el texto, le di una leída para ver si tenía el ritmo y las transiciones adecuadas. Fue ahí cuando el verbo me llamó la atención, como preguntándome: “¿Está seguro de que debe utilizarme en presente? 

Y como no estoy seguro de nada, caí en un remolino de dudas gramaticales, y me quedé en él un buen rato, y cuando salía a la superficie textual para tomar algo de aire, los tiempos verbales me tendían dos palos de los que agarrarme: el presente, y el pretérito imperfecto. 

Tomé el primero y releí el párrafo, pero no me sonó bien, entonces lo solté y me así a "escribía", y sentí que me quedé en ese párrafo una eternidad. En un último desespero gramatical lo solté, me volví a hundir y, de nuevo en la superficie, tomé el verbo en presente. 

Ahí está en el texto, pero estoy seguro de que cuando le de una revisada “final”, como si eso existiera, me voy a volver a ahogar en mis propias dudas.

sábado, 26 de diciembre de 2020

Sueño decembrino

Me despierto temprano. Voy a la cocina, me preparo un café y lo acompaño con un pedazo de torta. Pienso que está rica, lleva trozos de nueces y manzana, y ha sido mi desayuno de los últimos días. 

Media hora después me meto en la cama a ver algo en Netflix, lo que sea que me llame la atención. Doy con un documental, pero a los pocos minutos mis ojos comienzan a cerrarse. Me gusta dormir Netflix, pero esta vez quiero prestarle atención al documental, así que apago el televisor y cierro los ojos con el firme propósito de quedarme dormido. 

Caigo en ese paraje brumoso que comprende los límites entre la vigilia y el sueño, en un estado de duermevela. y algunas imágenes comienzan a aparecer en mi cerebro. No sé si son producto de mi imaginación, micro-sueños o una mezcla de los dos. Como siempre ocurre, mi inconsciente comienza a vomitar información. 

Aparezco, con un grupo de amigos a los que no les veo la cara, en la terraza de una plazoleta de comidas. Hay platos y bebidas ya terminados enfrente nuestro, y caigo en cuenta de que no llevo tapabocas. 

Siento angustia y algo de pena con el resto de las personas que están alrededor mío, y les digo que por favor me esperen, pues necesito comprarme uno. 

Llego a una tienda, una mezcla entre droguería y supermercado, y le pregunto a uno de los empleados en dónde están los tapabocas. Me da unas indicaciones genéricas: “Al fondo y voltea a la derecha”. Cuando llego al lugar indicado veo unas bolsas blancas en las que, supongo, van empacados los tapabocas. Tomo una y me dirijo a la caja del lugar. 

Apenas pago el producto, destapo con ansias lo que compré y adentro viene una bolsa de pan tajado y algo verde, en caucho, parece una esponjilla para lavar. 

Siento rabia hacia todo: la pandemia, el supermercado, el empleado que me tomó del pelo, el haber olvidado el tapabocas en la casa, y cuando me voy a devolver para protestar, el sueño se diluye.

martes, 22 de diciembre de 2020

Algún sábado

Digito “Torta de manzana” en la barra de búsqueda del correo electrónico, una receta que he preparado y perfeccionado, eso creo, desde el inicio de la pandemia. 

La búsqueda arroja 4 resultados: el primero es el que necesito, la receta, y los otros no entiendo que tienen que ver con ella, pues el segundo es el pdf. del diario de Ana Frank; el tercero una conversación con Carolina F, una mujer con la que estudié en la universidad, y el último un documento de word con el título “observación directa”. 

Me llama la atención el de Carolina, porque nunca fuimos amigos cercanos, sino ese tipo de personas que, supongo, se terminan saludando de tanto verse, por tener amigos en común. El mail es del 2006 y le reclamó, en broma, por qué me “dejó morir” un sábado en el que estuvimos juntos en algún plan, y luego le pido que por favor no olvide enviarme unos documentos de su tesis, que me podían servir para la mía. 

Trato de ubicar esa noche en mi cerebro, pero cualquier escena que comienza a formarse en él se diluye. Solo me acuerdo de algunas facciones como su sonrisa. También recuerdo su tono de voz; era agradable y reía con ganas. 

¿Acaso Carolina me gustaba?, es posible, pero tampoco recuerdo si en algún momento llegué a sentir algo por ella. 

Su E-mail de respuesta comienza con un “Hola Juanito”, pocas personas me dicen así, y luego me pide disculpas por lo del sábado; me explica que se tuvo que ir porque se le había hecho tarde. Al final, cierra su mensaje con la frase: “Espero que hayas conseguido el amor de tu vida allá”. 

Ese allá como muchos otros, se ha perdido para siempre en las profundidades de mi cerebro. y no, no conseguí al amor de mi vida ese día.

lunes, 21 de diciembre de 2020

Tienda de campaña

No somos más de 25 personas, todos llevamos tapabocas y estamos sentados de a 2 en las bancas de la iglesia. Imagino que la distancia que conservamos es la necesaria, porque cada banco tiene unas calcomanías que indican dónde debe ubicarse cada persona. 

El carro fúnebre se parquea al frente de la entrada a la iglesia y 5 hombres caminan afanados para cargar el ataúd. “Falta uno de este lado”, dice uno de ellos. “¡Juancho! Me susurra una de mis hermanas, y me apresuro a tomar la manija que hace falta. 

Luego, los primeros pasos que damos son descoordinados, hasta que encontramos la cadencia y coordinación adecuada. y caminamos hasta la entrada de la iglesia; ahí dejamos descansar el ataúd sobre una estructura metálica con ruedas que hace más fácil su manejo. 

El cura comienza la ceremonia. Detrás suyo hay una pared roja con una cruz que, a diferencia de otras iglesias, no lleva un cristo crucificado, sino que más bien parece el signo de la operación matemática “más”, en madera. A la derecha hay un retrato de una mujer , a blanco y negro. “Debe ser una santa”, pienso. La voz del padre resuena en la capilla, a pesar del ruido del tráfico afuera y un taladro de una obra cercana que no se cansa de machacar algo. 

La ceremonia se me hace corta. En lo que dura pienso mucho sobre la muerte, qué es, a dónde vamos cuando nos llega, si es que vamos a algún lugar, y otras preguntas para las que no tengo respuesta. 

El padre encamina el sermón hacia lo efímera que es la vida, y una de las frases que utiliza es que nuestro cuerpo no es más que una tienda de campaña, para lo poco que dura nuestra existencia. 

Cuando se acaba la ceremonia religiosa, el mismo grupo de hombres cargan el ataud, pero mi puesto es ocupado por otro. En la entrada de la iglesia el sacerdote rocea agua bendita sobre el ataúd, y alguien pone su mano sobre él, en un gesto de despedida.

viernes, 18 de diciembre de 2020

El cojo

Cuenta mi padre que en el internado que estuvo, un alumno de su curso era cojo porque había tenido polio. El cojo llevaba el pelo ensortijado, pero lo que más recuerda mi padre de él, era su sonrisa malvada cuando cometía una falta y lograba que ningún cura o profesor se diera cuenta. 

A la hora del almuerzo hacían formar a todos los estudiantes en un patio, y luego marchaban ordenadamente hacia el comedor. Ese corto trayecto coincidía con una zona en donde les dejaban meriendas a los directivos, que consistían en algo de beber y comer. 

Cuando el grupo de estudiantes iba pasando por ese sector, mi padre veía como el cojo se salía de la formación y renqueaba hasta ese lugar, en el que no se demoraba más de 5 segundos. Ese tiempo le alcanzaba para tomarse tres vasos de alguna bebida, y comerse un número igual o mayor de bocados del refrigerio que la acompañaba. 

Luego de satisfacer su hambre voraz, se incorporaba de nuevo a la formación con la misma dificultad en su andar, y seguía marchando como si nada hubiera ocurrido; era en ese momento cuando sonreía de forma malvada. 

“Dios sabe cómo hace las cosas”, dice mi padre, “si ese cojo no tuviera ningún problema para caminar, quién sabe en quién se habría convertido”. 

Mi padre no sabe qué ocurrió con el cojo. De pronto enderezó su andar tanto físico como moral, o su cojera no fue un impedimento para convertirse en un delincuente. Si usted conoce un cojo bien malo, con una sonrisa particularmente malvada, puede que sea el compañero de colegio de mi papá. 

Esta vez, cuando mi padre termina la historia del cojo, que ya me ha contado en el pasado, sus ojos se pierden en un recuerdo. Ríe un poco y dice: “igual yo también era una joyita, pero en ese colegio daba lo mismo cometer una falta grave que una simple, porque el castigo era el mismo: una cachetada bien puesta”. 

Además de eso a veces le prohibían las visitas, y si mi abuelo se enteraba por qué había sido, también corría peligro de que él lo golpeara por haberse portado mal.

jueves, 17 de diciembre de 2020

Causa-efecto


A veces utilizo la aplicación de notas del celular. Suelo anotar títulos de libros que me interesan, palabras sueltas, y temas sobre los que se me ocurre escribir, porque una imagen o algo que escuché, me llamo la atención o me generó alguna emoción en un momento determinado. 

La mayoría de las notas quedan ahí, como apuntes sueltos, pues olvido que las anoté y nunca las vuelvo a revisar. Tengo una, por ejemplo, que dice “Warszawska Street”, una calle de una ciudad polaca, que no sé por qué me llamó la atención. 

Otra trata sobre Kenneth Morrison, un profesor de historia moderna y Martin Bell, un corresponsal de la guerra de los Balcanes. Imagino que tomé nota de esos nombres, mientras escribía una de las primeras versiones de un cuento sobre el francotirador Croata Radiša Dobrilo, nombre que luego cambié por Nikolče Drangov, por las diferentes connotaciones que tenían los apellidos en ese lugar, en esa época. 

La nota que me llamó más la atención es una que dice: Vida Frágil, Causa-efecto. Las primeras dos palabras son redundantes; bien lo dijo Joan Didion “La vida cambia rápido. La vida cambia en el instante. Te sientas a comer y la vida, como la conocías, se acaba”. Pienso mucho en eso: cómo todo se puede ir al carajo en un segundo. Pero no se me ocurre por qué razón las otras palabras, causa- efecto, están ahí. 

Hoy borré un par de esas notas: direcciones y algunos libros que ya conseguí, pero dejé quietas esas que no tengo ni idea qué significan. Puede que en el futuro tome plena consciencia sobre ellas de nuevo, y se conviertan en la columna vertebral de un relato. 

Dice internet, esa selva caótica llena de todo tipo de maleza informativa, que la causa y el efecto evidencian una relación entre dos fenómenos, en el que la causa produce, por favor presten atención a esta palabra, ineluctablemente el otro; el efecto, claro está. 

Por eso no borro esas notas “extrañas”, porque vaya uno a saber a que efecto corresponden. Pienso que si borro alguna, es probable que me parta un brazo o una pierna, y mejor dejar las cosas como están. De pronto no necesitamos ciertas causas, y por eso es que hay tantos problemas entre las personas, pues nos convertimos en el efecto de cualquier causa, por más estúpida que sea. 

¡No seamos tan ineluctables!

miércoles, 16 de diciembre de 2020

Armas y guerra

Cerca de donde vivo hay un batallón del ejército. A veces ponen a marchar a los soldados y escucho la voz amplificada de quien da las ordenes: “alineen ar, a la de-re”, y demás instrucciones para que avancen, se detengan o adopten la posición firme. 

A veces, esa voz, seria y cantaletuda, está acompañada por la banda de guerra. Cuando la compañía se detiene —o eso creo, porque la música deja de sonar de forma abrupta— ese hombre dice fuerte y claro: “honores a la bandera de guerra”. 

No sé a cuál bandera se refiere y mucho menos a qué guerra. Debe ser, supongo, una tradición milenaria de las fuerzas militares, pero no entiendo porque le rinden honor a cualquier cosa que tenga que ver con la guerra, o si no existe una bandera de la paz a la que pudieran ofrecerle algo, qué se yo, un canto digamos. De pronto ese interés por esos temas, es un rasgo que se acentúa más en unas personas que en otras, vaya uno a saber. 

Siempre que escuchó a los soldados marchar, vienen a mi memoria un par de recuerdos: 

Cuando era pequeño, jugaba en el parqueadero con un amigo del edificio. Recuerdo que él le pedía al portero que le mostrara su arma de dotación. El vigilante una vez accedió a su petición. Era plateada y los rayos de sol se reflejaban en ella. A mí me pareció similar a las que utilizan los vaqueros en las películas. Luego de eso, mi amigo le preguntó si la podía sostener, pero el portero le dijo que no y la guardó de nuevo en la funda. Yo no entendía por qué le causaba tanta fascinación sostener un arma en sus manos. 

Andrés, un amigo de la universidad, hablaba mucho del ejército y lo hacía con entusiasmo. Creo que su abuelo había sido un alto mando y de ahí su gusto por esa institución. Él, mi amigo, hablaba de armas y entrenamientos, como otros hablaban de equipos de fútbol o modelos de carros. Una historia que le gustaba contar era sobre cómo había sido neutralizado Campo Elías Delgado, el responsable de la masacre de Pozzetto. Decía que quien logro dispararle fue un hombre al que llamaban Rambo, e intentaba narrar como habían sido sus movimientos para hacerlo.