martes, 19 de enero de 2021

Aparición

Son las 12:33 a.m. Leo. Siento hambre, como si no hubiera comido nada hace unas horas. La sensación se traduce en un antojo: bocadillo beleño con queso. Imagino que así, repentinos, deben ser los antojos que sienten las mujeres embarazadas. No lo sé, que ignorancia tan infinita. 

Decido terminar el capítulo antes de ir por mi tentempié de medianoche. La frase con la que cierro dice: “Cuadros grandes, como antes, en los que cabía el mundo”. 

Siento que a mi estómago le cabe todo el mundo. Me destapo y me pongo de pie. La puerta de mi cuarto coincide, más o menos, con la mitad del Hall del apartamento, ese intestino que conecta las habitaciones. Para llegar a la sala no debo dar más de cinco pasos. 

Ya en el hall, luego de dar dos, la luz de la lámpara que utilizo para leer me abandona. Ahora todo es oscuridad. Agudizo el oído para ver si escucho algún ruido o a alguien; nada. Apresuro los pasos. Ese par de segundos, hasta que alcanzo el interruptor de las luces de la sala, es angustiante, pues siempre pienso que se me va a aparecer alguien, qué se yo, digamos el fantasma de una persona que se ahorcó en otro apartamento, o un alma en pena cualquiera, que está perdida y que no encuentra el camino hacia la eternidad, si es que existe. Ahora su papel, en ese plano que no es de los vivos, consiste en asustar a aquellas personas que se levantan a la medianoche, para ir a tomar o comer algo a la cocina 

Cuando por fin piso el territorio de la sala, mando mi mano al interruptor con un movimiento decidido, antes de que la aparición haga presencia, pues la oscuridad, supongo, es su perfecta aliada. 

Luego de comer, devolverme al cuarto ya no me resulta amenazante, pues si el fantasma no se me presentó de ida, mucho menos de vuelta a mi cuarto; no sé en que baso esa teoría, pero así funciona mi cabeza a esas horas. 

Imagino que algún día se me aparecerá ese fantasma, y solo está esperando que cometa algún error. Les estaré contando.

lunes, 18 de enero de 2021

Parqueaderos del fin del mundo

El edificio en el que vivo colinda con dos parqueaderos. Uno es de varios niveles y sótanos y el otro semi-rodea un edificio de oficinas. Me aventuro a pensar que el segundo siente envidia del primero, pues ese luce mucho más imponente, pero eso no viene al caso. 

El segundo, desde que empezó la pandemia, se comenzó a quedar sin carros estacionados de forma juiciosa dentro de sus líneas amarillas. A cada rato se le dispara una alarma y deja de sonar hasta que se cansa o alguien la apaga. Supongo que ocurre lo segundo, porque la determinación que tienen las alarmas, de lo que sea, a menos de que se les acabe la batería, es impresionante. Como no he vuelto a ver carros estacionados en ese parqueadero, es, se me ocurre pensar, un parqueadero-no-parqueadero, pues perdió, de haberla tenido, toda su identidad; estragos de la pandemia, ustedes saben. 

En el otro a veces veo unos carros solitarios, estacionados en algunos de los niveles, e imagino una de esas películas sobre el fin del mundo, y que el dueño de ese carro es una especie de Mad Max que estacionó su coche para salvarnos de un peligro del que aún no sabemos nada, qué se yo, unas hordas salvajes que viven escondidas en los cerros de la ciudad. 

En ese parqueadero, a cambio de la incansable alarma del otro, lo que se escucha son los ladridos de, supongo, perros guardianes. Son ladridos cargados de rabia, de pocos amigos, que camuflan un: "si se me acerca le arranco una mano”. 

Parece que los vigilantes, en medio de su aburrimiento, se acercan a las casetas de los perros para molestarlos y estos empiezan a ladrar como si fuera el fin del mundo. Cuando eso pasa, me pregunto qué andará haciendo el Mad Max que nos va a salvar de esa catástrofe que está a punto de ocurrir, bien sean las hordas salvajes o que algún día, un guardián cometa un error y deje escapar a esos perros rabiosos.

sábado, 16 de enero de 2021

Posturas

Almuerzo. Cuando termino de hacerlo, mi futuro inmediato se bifurca en dos opciones: leer o dormir. Escojo la primera, porque si me voy con la otra, es muy probable que me desvele por la noche, y no hay necesidad de estropear, más de lo que está, mi ciclo circadiano de luz y oscuridad. 

Ya en mi cuarto y recostado en la cama, acomodo las almohadas contra la pared, me recuesto, dictamino que las organice mal, las vuelvo a organizar, me recuesto de nuevo y considero que estoy en la posición adecuada. Prendo la lámpara, apunto su haz de luz a las páginas de libro y comienzo a leer. 

Después de unas cuantas líneas, mi mente decide que la postura que adopté para la actividad ya no es la adecuada y me invita a recostarme de medio lado. Le hago caso, pues se supone que es sensata y que sus sugerencias le apuntan a mi bienestar. 

Luego de acomodar las almohadas una tercera vez, me doy cuenta de que resulta incómodo sostener el libro en la nueva posición. Lo sostengo con una mano, con ambas, lo apoyo contra las cobijas, pero ninguna postura funciona. 

El libro me está tocando las pelotas, y precisamente el diálogo que leo habla sobre eso: 

“—Ya. ¿Y hay grados en esto de tocar las pelotas? 

—Claro. El tocapelotas perfecto es aquel que fusilarían todos los bandos porque no se encuentra a gusto en ninguno. Se suele decir que a Galileo lo condenaron por afirmar que la tierra daba vueltas alrededor del Sol, pero yo creo que a la gente, en general, no la castigan por sus ideas, sino por tocapelotas.” 

Los personajes intercambian otro par de ideas sobre el tocapelotismo, y cuando termino el diálogo, una sensación de cansancio y sueño cae sobre mí. Pongo el separador en la página que voy a las patadas, porque es de imán y no me preocupo en abrirlo para que la muerda justo después del último párrafo que leí. Vuelvo a acomodar las almohadas, que también me tocaron las pelotas en todo momento, y le toco las pelotas a mi ciclo circadiano.

jueves, 14 de enero de 2021

De amarres y otras cosas

Estoy en un grupo de Facebook de expats. No sé que hago ahí, ni en qué momento o por qué me metí, pero a veces me llegan notificaciones de las publicaciones que hacen las personas, la mayoría extranjeros, en el muro del grupo. Lo más sensato sería salirme, pero ya ven, ahí sigo, como esas personas que no abandonan un grupo de whatsapp, así no tengan nada que ver o aportar en él. 

Por lo general, esas publicaciones tienen que ver con viviendas o habitaciones en arriendo, objetos que están a la venta, y otras sobre trámites migratorios. 

Hace unos días, alguien publicó unas fotos de un local de brujería, en las que salían muñecos de felpa blancos, con hilos rojos y azules amarrados a los brazos y piernas, y otras en las que se veía la fachada de una casa de familia donde, supongo, prestan los servicios. 

El mensaje que acompañaba a los anuncios decía que unos maestros en amor y prosperidad, expertos en ligas, amarres, pactos, despojos y limpiezas, podían atraer y doblegar al ser amado o alejar a los enemigos, y daban a entender que solo se necesitaba de un chasquido de sus dedos para lograrlo. También informaban que, aparte de eso, son capaces de entregar los números ganadores para jugar chance. No entiendo para que se dedican a todo eso, en vez de jugar al chance o a la lotería ellos mismos, en fin. 

Me intriga mucho ese mundo esotérico. Una vez, en un taller de escritura, la persona que lo dirigía nos contó muchas historias de esas, y afirmaba que en Bogotá hay brujos muy poderosos. Una mujer de unos 50 años le dio la razón, y contó una historia que no entendí muy bien, que involucraba unas almohadas que flotaban. 

¿Qué tal que eso de los amarres funcione? ¿No se sentiría uno una especie de traidor, si la persona que tiene al lado, está ahí solo porque fue, digamos, hechizada?

miércoles, 13 de enero de 2021

Sometimes salvation in the eye of the storm

Vas en un bus de vuelta a casa, después de una larga jornada de trabajo. Es un día gris, frío y una lluvia tenue cae sobre la ciudad. El bus se detiene en un cruce, y cuando volteas a mirar hacia la derecha, te distraes con las gotas de agua que escurren por la ventana. Ves dos que se empezaron a deslizar por el vidrio, más o menos, a la misma altura, y le haces barra a la de la derecha que, crees, compite con la otra por ser la primera en alcanzar la parte inferior de la ventana. 

Ahora llueve más fuerte. Cuando el bus se va a poner en movimiento, pierdes de vista la gota por la que habías apostado y enfocas la vista en la acera. Ves a un hombre que camina con la corbata desajustada y lleva las manos en los bolsillos. Su andar es de pasos largos, y parece que no le importa meter los pies en los charcos. 

“Pobre desgraciado”, piensas. Luego te das cuenta de que el hombre sonríe. Te desconcierta esa actitud, ese desparpajo con el que anda por la calle, ¿por qué no va maldiciendo o con el ceño fruncido?, te preguntas. 

Algo le tuvo que haber ocurrido para que esté así. Se te ocurre pensar en tres posibles razones para su estado: se acaba de enterar que va a ser padre, lo ascendieron en su trabajo, o se ganó la lotería; las posibilidades son miles. Incluso puede que no le haya ocurrido nada en especial, sino que es de ese tipo de personas que siempre ven algo bueno en lo malo. 

En el siguiente semáforo en rojo, decides que su motivo de felicidad es que va a ser papá, y juegas a imaginar cómo es su esposa, y en el abrazo que se van a dar cuando llegue a su casa empapado, pero feliz. 

en ese momento suena en tu reproductor musical Sometimes Salvation.

martes, 12 de enero de 2021

David vs. Goliat

Hace unos días una amiga me contó que en la copa FA, el torneo que enfrenta a los equipos de todas las ligas de Inglaterra, y que está próximo a cumplir 150 años; ocurrió algo que nunca había ocurrido. El Marine AFC, un equipo conformado por jugadores amateurs, con un delantero que es profesor de inglés y un mediocampista que trabaja como recolector de basuras; se enfrentó contra el poderoso Tottenham. Lo que llama la atención es que a ambos equipos los separa una distancia de 8 ligas. 

El Marine AFC cuenta con, más o menos, 500 fanáticos que son las personas que viven cerca, y la cancha donde entrenan tiene una malla protectora, pues colinda con los patios traseros de las casas del vecindario. Colgados en la malla se pueden ver letreros con números como el 22 por ejemplo, qué indica cuál es la casa a la que deben ir a golpear, para recuperar el balón, si alguno de los jugadores patea la pelota muy fuerte. 

Ocurrió lo que se supone debía pasar, los Marines fueron derrotados 5 goles a cero. Aunque imaginé que iba a pasar algo así, en el fondo guardaba la esperanza de que ocurriera lo contrario, de que por uno de esos giros del destino, el equipo amateur le ganara al profesional. 

A la larga uno siempre quiere consumir ese tipo de historias, es decir, las que presentan héroes anónimos con los que nos relacionamos fácilmente., historias del tipo: David derrota a Goliat; como cuando el Leicester subió a primera división.

lunes, 11 de enero de 2021

Notas

De link en link, caigo en el blog de una mujer. El post que leo habla sobre su experiencia con el Covid (Me niego a escribir la covid). En la entrada cuenta cómo cree que se infectó, cómo lo superó y luego da un par de consejos para las personas que están pasando por lo mismo.

Aparte de esa, el blog solo tiene otras dos entradas. Me llama la atención la primera publicación de la mujer, que consiste en una serie de frases sueltas o notas, después de una visita a donde un tatuador. Son frases sin ningún tipo de conexión; más bien pensamientos sobre su experiencia, o sensaciones que le produjo o le dejó el haberse hecho un tatuaje. En una de ellas, por ejemplo, cuenta a qué olía el lugar y los objetos que alcanzaba a ver desde donde estaba sentada o acostada.

Me gustan ese tipo de anotaciones porque así, descriptivas, tienden a estar desprovistas de opinión, entonces uno les puede dar el significado que quiera y apropiárselas según lo que se esté pensando o viviendo.

Quedé con ganas de un relato, porque las notas tenían mucha carne narrativa. A lo mejor, a menos que se tenga en mente otro fin, lo mejor es dejar a las notas quietas y que solo sean lo que son, sin importar si tienen sentido.

En Áves inmóviles, una novela que terminé de leer hoy, el protagonista cuenta que realiza un ejercicio similar, y habla sobre un cuaderno en el que anota frases que le llaman la atención: Pero me daba miedo oír su voz; el estruendo de la cascada; los desaparecieron a todos en una sola noche; las cosas suceden en el mismo orden, incluso las más insólitas.

En un viaje por carretera, el hombre olvida el cuaderno en un restaurante y le da un poco de nostalgia, porque era una costumbre que practicaba desde hace un tiempo, pero luego no le presta mayor atención al asunto y lo olvida.