jueves, 28 de enero de 2021

El sepulturero

Hace sol, y faltan pocos minutos para el medio día. Ignacio Bohórquez, abogado, camina desprevenido por el centro de la ciudad, perdido en una conversación interna sobre gramática alemana, que trata sobre el uso de los pronombres posesivos en genitivo.

Aunque lleva 10 años estudiando esa lengua, a veces siente que apenas puede decir cómo se llama, cuál es su edad, y preguntar dónde queda el baño. Cuando repasa el femenino: meiner, deiner, seiner… ve a un hombre, cavando un hueco en la calle, que tiene puesto un overol azul oscuro y un casco amarillo.

Sabe que debe ser un operario del acueducto o de una empresa telefónica, pero a Bohórquez se le antoja pensar que es un sepulturero. El hombre cava una tumba para enterrar un cuerpo que no está a la vista. Ese personaje, le parece, es invisible para el resto de personas que caminan por la calle y lo pasan de largo. “¡Va a enterrar a alguien en plena calle! ¿por qué alguien no dice o hace algo?”, se pregunta. Sabe que él podría ser ese alguien, pero cree que es mejor no meterse dónde nadie lo ha llamado, que no interferir con el curso de la vida, si tiene alguno, siempre es la mejor opción.

Igual que los otros, Bohórquez también pasa de largo al hombre y vuelve a concentrarse en lo del genitivo, ahora el plural: meiner, deiner, ihrer… hasta que pasa por enfrente de una oficina de migración, en la que más de 10 personas hacen fila con papeles en la mano y caras expectantes.

“Que bueno sería migrar, irse para ser otro(s)”, piensa Bohórquez, y siente algo de envidia por esas personas que, imagina, están por abandonar su lugar de residencia o llegaron a su ciudad para ser otros.

Migrar, cree, es una forma de morir, de despojarse del yo; una oportunidad perfecta para convertirse en alguien más. 

Ahí está, de forma simbólica, el cuerpo que va a enterrar el sepulturero que acaba de ver.

miércoles, 27 de enero de 2021

Cables cruzados

Alguien, un perfecto desconocido, me escribe por WhatsApp. En la foto del perfil sale un hombre tocando batería y lleva un gesto de concentración; una mezcla de sentimiento y furia. Las baquetas están a media altura, y se me ocurre pensar que el baterista está a punto de ejecutar un flam, una figura de notas cercanas, que al final se convierten en una más gruesa. Parece que fuera solo una, pero son dos seguiditas.

Mauricio es el nombre que acompaña la foto en la esquina inferior derecha. Después del saludo, el hombre, el baterista, Mauricio, ya está; me pregunta que si le puedo proveer de servicio de internet en Coveñas. Le contesto que no, que se equivocó, pues no presto esos servicios. 

¿Qué hace Mauricio, un baterista, em Coveñas? ¿vive allá o se va a trasladar a ese lugar? ¿Para qué necesita internet? Sé que son inquietudes que no me incumben, pero el cerebro siempre intenta encontrarle significado a todo lo que nos ocurre. 

Más tarde me llega un E-mail de un spa al que nunca he ido, en el que me saludan como Nelson, y me ofrecen planes de estética corporal y facial con los mismos precios del año pasado. En las fotos sale una mujer de mirada desafiante y glúteos redondos en ropa interior. 

¿Cómo habrá llegado Mauricio hasta mí?, no tengo ni la más mínima idea. ¿Quién es Nelson? De pronto uno es muchos al mismo tiempo, y se pasa la vida sin que lo sepamos, de pronto somos como ese flam en batería y necesitamos de otra persona para estar o ser completos, qué sé yo. 

Imagino que en ese vericueto de cables cruzados y equivocaciones, seguro hay una historia por contar, que será de interés para todos. 

Debe existir algún vínculo entre Mauricio, Nelson y yo. De pronto el segundo es el que le puede instalar internet en Coveñas al baterista, o los hombres que menciono hacen parte de un triángulo amoroso. 

Tal vez sería mucho decir que la otra arista de ese triángulo es la mujer de la foto del spa, o quizá no, quizá sea cierta esa creencia oriental que habla de un hilo rojo que conecta a todas las personas que en algún momento se deben conocer. 

Espero poder zafarme de Mauricio, Nelson y la mujer del aviso. Yo no sé, pero solo huelo lío en ese asunto, sea el que sea.

martes, 26 de enero de 2021

Wait a minute man

En épocas de universidad había días en los que disfrutaba pasar tiempo solo. Había diferentes lugares a los que iba, pero el que más me gustaba era la cafetería de la facultad de música, donde vendían unas pizzas personales tremendas. 

 Ya en el lugar, buscaba una mesa y , de acuerdo con la hora, me compraba algo para comer o tomar. Mi plan casi siempre consistía en leer o simplemente me dedicaba a perfeccionar el arte de ver pasar gente.

Me gustaba ese lugar porque tenía un ambiente diferente al resto de cafeterías de la universidad y me embobaba ver a los alumnos cantar o solfear, con sus partituras sobre las piernas, mientras llevaban el tiempo con los pies o moviendo una mano de un lado a otro, al tiempo que chasqueaban los dedos y murmuraban una melodía.

Supongo que el músico frustrado que llevo dentro se sentía bien en ese lugar. Fue precisamente ese personaje el que me empujó a hablarle a Adriana. En ese entonces me intrigaba cómo sería eso de leer una partitura.

Un día ella y una amiga se sentaron cerca de la mesa en la que yo estaba. Me acerqué y les pregunté en qué semestre iban, Adriana me dijo que ella estaba en octavo. Luego le propuse que si me podía dictar unas clases de música, establecimos un precio por dos horas, un horario, martes a las 4 de la tarde, y listo.

Alcanzamos a vernos tres veces , porque las ocupaciones del semestre nos consumieron, pero en una de nuestras clases, le pregunté a cuál cantante admiraba, y no dudo ni un segundo en darme la respuesta: Alanis Morissette.

“¿Cuál canción de ella que más te gusta?, le pregunte. “Right Through You”, respondió, y sin  pedírselo la comenzó a cantar:

“Wait a minute man 
You mispronounced my name 
You didn’t wait for all the information 
Before you turned me away.” 

Le sonó muy bien, muy Alanis.

lunes, 25 de enero de 2021

Andrés y Mariana

Andrés me cuenta que apenas vio a Mariana, en la ceremonia de matrimonio de un amigo, le pareció bonita. No cree que fue amor a primera vista; “Yo no creo en esas pendejadas”, dice, pero sí que le gustó bastante. En la iglesia se la pasó mirándola, y dice que debió haber sido demasiado obvio porque ella estaba en una de las sillas de atrás.

Luego, en la fiesta, quedaron en la misma mesa y se aventó a hablarle, bailaron, se tomaron unos tragos juntos; el de whiskey, ella de Vodka con jugo de naranja y, al final, intercambiaron teléfonos. 

Andrés dice que esperó unos días para llamarla, para no parecer desesperado y que cuando por fin se decidió hacerlo, la invitó a comer sushi. 

Ese día, cuando se encontró con ella en el restaurante, confirmó que le gustaba. Hablaron y hablaron; al parecer se entendían. Andrés se enteró de que Mariana era cristiana, pero no le dio importancia al asunto, “ni que nos fuéramos a casar”, pensó. 

Comenzaron a salir y a verse todas las semanas y Andrés pensó que tal vez podría tener algo con Mariana, un cuento, un noviazgo, lo que fuera, y se concentró en eso, es decir, en caerle con toda. 

Un día, en una de sus citas, Andrés le dijo que sentía algo por ella, y Mariana le digo que ella también, pero que ella era cristiana y solo se involucraría sentimentalmente con alguien que practicara su religión. 

“Apenas estoy tanteando las aguas”, pensó Andrés, así que le dijo que fueran despacio, para ver como evolucionaban las cosas. 

Siguieron saliendo y, pasado un mes, Mariana le pidió a Andrés que la acompañara a su sitio de culto. Él dijo que no le veía sentido a hacer eso, pues no era cristiano, pero ella le respondió que eso no importaba, que era un ambiente muy relajado. 

Andrés fue, para que ella no se emputara con él, pero ya en el lugar, el templo, se sintió extraño. “Marica, es que yo nunca había asistido como a una misa, ceremonia, lo que fuera eso, como tan pasional, ¿si me entiende? Todo el mundo cantaba y aplaudía, y hasta tenían un grupo con guitarra eléctrica y batería”. 

Después de ese día, ella le pregunto si quería volver al templo, y él, para no comprometerse y saldar el asunto, le dijo que dentro de quince días iba a volver a acompañarla. 

Andrés no cumplió su promesa, y en otra de sus citas, Mariana le preguntó que por qué no lo había hecho. Él trato de evadir el asunto, pero ella insistió, y le dijo que si quería tener algo con ella debía leer un libro. 

Mariana le contó que, con la lectura de ese libro, el iba a entender como era la religión cristiana, y se iba a convencer de convertirse a ella. 

A Andrés no le sonó mucho el tema, y entonces ella le dijo que le iba a presentar a una pareja de amigos que habían pasado por la misma situación: el hombre no era cristiano y le gustaba una mujer que si lo era; leyó el libro, se convirtió al cristianismo, y al final todos felices. 

Andrés dice que no sabe bien por que accedió a eso, y que se vio una vez con el amigo de Mariana, un tipo rollizo y de aspecto bonachón. Ese día, el hombre no le dijo nada diferente a lo que le había contado Mariana, pero que si valía mucho la pena leerse el libro. 

El fin de semana siguiente, Andrés volvió a verse con Mariana. Fueron a cine y cuando salieron se sentaron a hablar. Andrés no aguantó más y le dijo: “Mira, tu a mí me gustas un montón, pero yo no me voy a convertir a una religión para salir con alguien”.

viernes, 22 de enero de 2021

La mujer que celebra en silencio

La mujer gana y recibe un premio por su trabajo. Al final compitió contra 7 personas, luego de haber sido preseleccionada de las 2428 que se presentaron al concurso. Esa mujer de la que hablamos recibe la noticia en su casa. Está, como muchos de nosotros, detrás de una pantalla, y tiene puestos unos audífonos de cable blanco. 

El jurado anuncia a la ganadora, pero no es ella, sino la cantante Claudia de Colombia. Ese fue el pseudónimo que la mujer utilizó para presentarse en el concurso. Esa, antes de participar en él, quizá fue su primera prueba, es decir, despojarse de su yo, de su identidad, desmarcarse de quién es y que ha hecho hasta el momento. 

Cuando escucha la noticia, la mujer Curva los labios un poco, en lo que parece una sonrisa, pero sin abrir la boca. Podría pensarse que no está emocionada pero, de pronto, solo quiere explotar esa bomba de felicidad que lleva por dentro, en presencia de sus familiares y amigos más cercanos. 

Horas más tarde la mujer no dice nada al respecto. Aunque ganó dinero y prestigio en lo que hace, continúa celebrando en silencio. Qué difícil es hacer eso en medio de esta economía de la atención, que nos empuja a gritarle al mundo entero todos nuestros logros. 

Una amiga me dice que la mujer, al escuchar la noticia, hizo ojos de alegría. Yo, que soy bien malo para determinar el estado de ánimo de una persona con solo mirarle los ojos (algo que he corroborado con la pandemia), no me doy cuenta de eso. 

Hoy la mujer se pronuncia tangencialmente al respecto en una de sus redes sociales, y les escribe a sus seguidores: “Quisiera responder cada mensaje que me llega, pero ya veo que no lo voy a lograr. Muchas gracias a todas las personas que me escriben. Ha sido un día loco y feliz” 

Esa mujer es la escritora Pilar Quintana, ganadora del premio Alfaguara de novela 2021. Muchos aplausos para ella.

jueves, 21 de enero de 2021

Ese día

Ayer, con ese engaño de: “solo un capítulo más”, me acosté tarde leyendo o, mejor dicho, me acosté hoy. Configuré tres alarmas en mi celular, para dormir alrededor de 6 horas, y antes de cerrar los ojos y hundir mi cabeza en la almohada, repetí mentalmente varias veces: “tengo que levantarme temprano”. 

A veces ese tipo de programación me funciona. Hoy fue uno de esos días y me desperté 20 minutos antes de que sonara la primera alarma que había configurado. No cerré los ojos ni intenté hacer pereza, para no volverme a dormir, y me quedé mirando el techo. Me gusta hacer eso porque repaso temas que me inquietan, me acuerdo de chistes bobos, de algo que leí o vi en la televisión y, a veces, con algo de suerte, logro organizar lo que voy a hacer en el día. 

En medio de ese estado contemplativo, llegó una frase a mi cabeza: “Ese día me desperté”. Tenía que ver, claro, con haberme despertado de repente, pero la frase no me pertenecía a mí, sino a un personaje. 

Me levanté, me duché, preparé un café, y mientras iba de un lado a otro del apartamento, le daba vueltas a esa frase. “Debe ser el inicio de un texto”, pensé. 

Cuando volví al cuarto, prendí el computador y escribí unas mil palabras sin tener idea sobre quién escribía. Me gustó la voz del narrador, que resultó desafiante, altiva. El texto empezó así: 

Ese día me desperté antes de que sonara la alarma del celular. Cómo me intriga eso; parece que el cuerpo quisiera avisarle a uno que algo importante va a pasar, un llamado que invita a tener los sentidos alerta todo el día. 

Decir “Ese día” es fuerte, pienso, pues incluye la promesa de que algo va a pasar, pero no tengo idea qué, por eso puse a rodar, digamos, el relato y comencé a escribir.

Escribir, como dice Rosa Montero, debe ser un ejercicio de libertad, y tiene que ver con dejar circular el inconsciente, por eso la escritora española afirma que las novelas nacen del mismo lugar que los sueños. 

No digo que lo que escribí sea el inicio de una novela. Por el momento es un puñado de palabras, pero me inquieta eso de la promesa, pues no puedo salir con un chorro de babas y decir que, por ejemplo, todo era un sueño, o utilizar algún recurso narrativo bien zonzo. 

Puede que esas palabras se queden ahí, como un simple inicio de algo, al igual que muchos otros documentos que tengo guardados en el computador. Ya veremos, no prometo nada.

miércoles, 20 de enero de 2021

Lecturas extraviadas

Durante el día, cuando mis niveles de atención tienden a la baja, me disperso navegando en internet. Perderse en internet es de lo más fácil, pues un link lleva a este, a otro, al video, etc. y a veces se termina en los rincones más recónditos que uno se pueda imaginar, como cuando me idioticé con los videos de Robot Wars

A veces, con el fin de no distraerme, cuando me encuentro con una página o un enlace que me llama la atención, la abro en una pestaña nueva, para así darle continuidad a lo que estoy haciendo. 

Hoy, en una red social, alguien publicó un texto corto que, me pareció, estaba muy bien escrito. De clic en clic, llegué al blog del autor o la autora del escrito; perdone usted, estimado lector, pero lo firmaban con un seudónimo y por ello la imprecisión en el género. 

Con un excelso dominio de la técnica del Scroll down, leí por encima un par de entradas que, como el texto que me llevo a ellas, también fueron una cachetada narrativa. Apliqué el mismo método de siempre, y las abrí en pestañas nuevas, para leerlas cuando tuviera tiempo. 

Escribo esto para informarles que las perdí. En algún momento, no lo tengo presente en mis recuerdos a corto plazo, cerré el navegador de internet y perdí las entradas. Por ahí deben estar en el historial de navegación, pero no tengo idea cuál era el nombre del blog. A veces memorizo una, digamos, palabra clave, para buscar lo que había visto, pero hoy no lo hice. Lo único que les puedo contar es que el primer texto que leí era bellísimo. Hablaba sobre una declaración de amor de un condenado a muerte a una mujer, que le decía al verdugo algo como: “Por favor dígale que la quise”. El segundo analizaba gramaticalmente la frase y discutía con el hombre hasta convencerle. “Está bien, dígale que la quiero”.